viernes, 28 de diciembre de 2007

El Granadero perdió una baqueta (I)


Viaje de Margarita a Tovar para asistir a la Exposición de Jugueteros en el marco del Festival Del Violín de Tovar, para la cual Anne-Marie fue invitada, y yo, bueno, yo también.

Primera parte:

Me gusta pensar en que hay más de un modo de hacer una misma cosa muy probablemente por ocioso o simplemente por divertirme, por eso es que en vez de decir que cruzamos el país en diagonal prefiero contar que hicimos un corte al bies de la geografía nacional.

Sí, arrancamos de Margarita en el ferry de las seis de la tarde que salió a las nueve y media llegando a Puerto La Cruz casi a media noche, razón por la cual terminó saliendo el plan “A” que era realmente el “B” porque era más razonable, sobre todo contando con el retraso habitual. Bueno, quiero decir que de haber estado a las ocho de la noche en el puerto se podía haber pensado en agarrar carretera a esa hora pasando por Caracas a media noche amaneciendo más allá de San Carlos de Cojedes y así el viaje hubiera sido matador, pero expedito, además de recorrido por una vía menos salvaje.

Pero no, el condenado ferry (del que estoy comenzando a sospechar que lo que hace es cumplir con la muy necesaria e incómoda tarea del control demográfico cada temporada) salió con retraso y navegó lento, y al final llegamos al puerto totalmente molidos. Entonces el plan “B” transmutó como dije antes. Nos quedamos en La Hostería que cada vez está más mala y más cara, pero que el desayuno es razonable como el plan “B”, y está incluido. Esto es importante en Puerto La Cruz ya que parece que no hay nada más qué desayunar que panaderías, y encima hay que hacer colas. No, nos desayunamos en La Hostería y arrancamos en fa lo más temprano que pudimos. Sí, como a las ocho y media de la mañana, muy temprano para mí.

Digo que hicimos un corte al bies de la geografía nacional porque en Píritu nos salimos hacia el sur oeste vía el crucero de Santa Fe por una carretera estrechita muy parecida a un mono riel con policías acostados en cada caserío.

Pasamos Onoto que es un solo hueco pero con isla en el medio y postes de doble látigo, y en Zaraza nos paramos a echarle café a la barriguita. Preguntamos por la vía de Tucupido, que era la misma por la que circulábamos, pero es mejor estar seguros para no tener que dar la vuelta y enredarse la vida. Anne-Marie no recordaba el olor del mastranto así que nos detuvimos un instante en media sabana a recoger un poco de esta mata que huele tan rico y seguimos hacia Valle De La Pascua con el carro perfumado. Íbamos con el paso apretado porque de ahí para adelante el monte era mastranto…

La verdad es que la gente no hace sino repetir que la vaina está mala, que no hay real, que la papa está dura y que la arepa está cuadrada… No sé, yo no entiendo de economía. Pero la verdad es que los carros en las carreteras de Venezuela son cada vez más nuevos y más grandes. Unos camionetononones que lo que dan es miedo, pero como si hubiera una mata que en vez de monte diera peroles de esos. Cuando llegamos a Valle De La Pascua en medio de camionetas gigantes y camiones de carrera fuimos a dar a la vía del hospital casi en el centro, porque la última vez que yo pasé por ahí (hace unos quince años, lo confieso) esa ciudad era un pueblecito más o menos afincado (como para que no se lo llevara el viento) al norte de la carretera. Ahora es un amasijo de avenidas a medio pavimentar con los mismos postes que tiene Onoto, sin luminarias pero con montañas de camiones gigantescos (Yo no comprendo nada de economía, lo repito) así que para esquivar uno, un hueco y un camión, fue que entramos a una bomba y aprovechamos para preguntar por la vía del Sombrero, y de paso echamos gasolina.

La avenida que antes era la carretera nacional de huecos rojizos es una escalera de carpetas de rodamiento que dejan ver muy bien que al ministro le va mejorando la fórmula, pero que debería dejar terminar una antes de aplicar la siguiente, pero no hay que quejarse porque podía haber sido peor. Lo cierto es que ya nos estaba dando hambre, pero por razones de rendimiento del tijeretazo nacional decidimos irnos a comer en un sitio que yo conocía muy bien por ahí cerca y que nunca encontramos. Así que entre una y otra llegamos al Sombrero.

En el Sombrero nos sentamos a comer en el primer sitio que vimos porque el hambre no nos dejaba llegar más lejos, así que nos tiramos del carro y pedimos doble p: parrilla y pabellón… Nos encontramos a un profesor de Anne-Marie que, fíjese usted, cosas de la vida, también había sido ministro pero que por lo pronto prefería comerse un coporo frito que según él, estaba excelente. No lo dudé. Yo hasta estuve a punto de pedir uno, pero recordé que ese bicho hay que comerlo sin presbicia. Saludos afables y muchas indicaciones, y de vuelta a la carretera.

Le dimos hasta Dos Caminos que en realidad son cuatro y sin señalización. Esa es la puerta a la dimensión desconocida, porque si te pelas ahí puedes ir a dar a cualquier sitio desde Margarita otra vez, hasta Brasil o Colombia, y eso que está yo diría que más centrado que el corazón del país. Lo cierto es que con mucho cuidadito y más bien pulseao, fuimos cachicameando y preguntandito hasta que agarramos exactamente la vía que parece una banda transportadora a ninguna parte. Un ramal perdido de la mano de Dios que une mal que bien los caminos de Los Dos Caminos que en realidad son cuatro que se abren al infinito, con Tinaco en Cojedes, el estado que lo tiene todo como decía el letrero viejo de la gobernación por ahí por los lados de Tinaquillo y que algún jodedor le puso a mano y debajo “por hacer”… Bueno, un chiste demasiado viejo porque cuando lo leí tenía aun mi pierna derecha ídem.

La cosa es que pasando por lugares con nombres que ni Don Rómulo Gallegos habrá de habrá conocido nunca pues en ningún libro los puso: La Salanera, Río Verde, San Francisco de Tiznados, Galeras de Corozal, Boquerón, El Cantón, Galera del Pao, pasando por un lado del cerro Tiramuto, desembocamos en Tinaco justo al lado de un letrero oficial de enorme formato que decía: ¡CURVA ARRECHA! SE MATA LA GENTE POR IMPRUDENTE… Lo más frito fue que no se nos ocurrió tomarle una foto tal vez porque teníamos demasiadas ganas de hacer pipí.

De Tinaco a San Carlos no nos dimos mucha cuenta de nada porque la vía está otra vez plagada de camiones de carrera y camionetones que lo que dan es miedo por la velocidad a la que andan. Nos pasó una andando nosotros como a ciento veinte que nos dejó temblando como una perolita de cerveza. Yo me acordé del chiste del fiscal que se bajó de la moto en plena persecución…, bueno, no lo voy a contar, es malísimo. Pero me acordé, eso sí.

De San Carlos a Acarigua la cosa es más o menos una pesadilla sobre todo cerca de San Rafael de Onoto al norte del embalse de Las Majaguas, pero me acordé de cuando pequeño que íbamos mucho ahí, y a Agua Blanca al río de los creyentes en María Lionza y me entretuve contándole peripecias a Anne-Marie mientras esquivaba camiones y camionetas cada vez más abundantes y agresivas. Están locos todos. Pero yo no sé de economía, no hay que olvidarlo.

Después de Acarigua la cosa cambia mucho porque la vía es anchísima y muy plana. Hay espacio para todo el mundo, para los expertos y para los que no sabemos nada de economía y por eso vemos santísimas camionetas en la vía, pero que aparentemente son producto de una ciencia inexacta porque en realidad no existen… No sé. Este mundo es muy raro.

De ahí para abajo pasamos Ospino en muy poco rato, pero Guanare no la pasamos nunca. No vimos ni los letreros que la indicaban. Lo que sí vimos fue las bellísimas plantaciones de teca, eucalipto y gmelina que llegan hasta más allá de donde la vista abarca. Más allá de lo hoyado por camioneta alguna, más allá de lo que analiza un economista acucioso.

Por un momento pensamos que nos habíamos pelao en Los Dos Caminos que resultaron ser cuatro porque pasamos por un lado de Tucupido otra vez, pero nos tranquilizamos cuando vimos el letrero que nos indicaba que estábamos al ladito de Barinas a la que llegamos a las ocho de la noche, más o menos.

Más o menos hecho trizas llegamos a Barinas a las ocho de la noche y siguiendo las instrucciones del ministro del coporo y también por apegarnos al plan “A” que terminó siendo “B” nada más que por “A”, decidimos buscar hotel ahí mismo.

Estábamos tontamente aprehensivos tal vez por el cansancio y por La Hostería con desayuno razonable. En realidad estábamos preparados para dormir en cualquier vaina que pareciera hotel pues no esperábamos nada de un sitio en el que todo el mundo parecía ser buen economista. Pero he ahí que el noble galo llega con la espada allá donde no alcanza con la mano…, Cyrano…, o no Cyrano ni Munchausen. Encontramos un sitio hermoso y de fácil acceso llamado Hotel Camoruco. Una belleza, limpiecito, cómodo, y muy cónsono con mi humilde conocimiento de economía. Con decirles que era bastante más económico que La Hostería, y no me dejaron salir a comprarle ibuprofeno a Anne-Marie que le dolía la cabeza, la señora de la recepción me dijo que yo estaba muy cansado para andar por ahí buscando farmacias a esa hora, que ella tenía unas pastillas mejores y que me regalaba dos. No tenían el restaurante funcionando, pero igual nos prepararon unas cremitas de apio y nos las llevaron a la habitación. Nos encantó el sitio.

Esa noche dormimos muy bien, en un hotel que olía a limpio y en el que no hubo ni un solo ruido raro. Estábamos cansados porque habíamos salido de Margarita en un ferry retrasadísimo, después de una redoblona de trabajo muy fuerte para poder terminar con los compromisos pendientes tal y como suele pasar cada vez que hay una exposición. Bueno, con decir que varias piezas que llevábamos para la exposición las terminamos esa noche en Barinas… ¡Linda Barinas!!!

En la mañana salimos bien repuestos con rumbo a cualquier cajero automático porque ya no nos quedaba dinero ni para desayunar ni para echar gasolina, aunque esto es palabrería sin sentido porque ese carro nuestro es un camello, aun tenía medio tanque del que echamos en Valle De La Pascua.

De todas maneras paramos a comer cerca de Barinitas en un lugar bucólico y excelentemente bien atendido por gente que tampoco sabe gran cosa de economía pero que hace unas hallacas exquisitas. Yo me comí dos y el pedacito que Anne-Marie dejó de la suya. Nos empipamos de café y arrancamos a remontar la inmensa montaña que teníamos delante.

Nada qué decir de esa carretera. Si no es la más bonita que conozco está muy cerca de serlo. La transitamos durante una soleada mañana de muy poco tráfico, con las ventanas abiertas y más que respirando, paladeando ese aire liviano y como higiénico que solo se respira en un sitio así…, bueno, por ahí pasamos un lugar que olía un poco raro, pero puede haber sido coincidencia o poco conocimiento de la economía del lugar. Tal vez.

La cosa es que entramos en Mérida antes de medio día y pudimos dejar en casa de Lourdes Contreras las sillas mías que iban para la exposición de diseño en el marco del evento “Diseño al Límite” que coordinaba la Fundación de Museos, a la cual fui invitado por obra y gracia de mi amigo Vladimir Vivas, y de mi ahora amiga Monna Gutiérrez de quién hablaré con todo lujo de detalles en la siguiente entrega.

Iniciamos entonces la etapa decisiva del viaje, que nos llevaría hasta Tovar y el Festival del Violín, buscando una bomba para echarle gasolina al camello porque ahora sí, ya le hace falta. Caray, casi en Santa Cruz de Mora fue que vinimos a conseguir gasolina y de la baja porque por ahí nadie pone sino de la alta porque hay mucha montaña vea…

Total que llegamos a Tovar llamando por teléfono a Jean Pierre Le Corvec que fue quién nos invitó para que nos diera instrucciones y dirigiera el aterrizaje. Nada, nos dijo Noris, que nos vayamos para la plaza Bolívar, que al lado de la iglesia está la sede del Conac, que ahí nos está esperando Alexander.

En efecto (como bien diría un jugador de billar que sepa más de eso que yo de economía) en el Conac, después de dejarnos asombrados con las instalaciones, pudimos constatar que como nos dijo Noris por el teléfono de Jean Pierre nos estaba esperando Alexander para ubicarnos en la sala de exposiciones, y expuestos en el hotel. Bajamos los corotos de la camioneta camello y él mismo nos llevó al hotel valle andino con minúscula pero MAYÚSCULA VARILLA: Nos dejó ahí y salió corriendo porque tenía mucho trabajo por delante. Y por todos lados, como pudimos ver después.

Una vez en el sospechosísimo hotel valle andino, en la temible habitación 51 en la que el baño estaba dentro de la habitación solo separado por una puerta acrílicas texturizadas corrediza de esas de ducha balurda, nos dimos de cara con una de esas realidades que por más que la veas entra de a poquito y explota una vez dentro. Supongo que como el miche cachicamero, que a fuerza de hacerlo y tomarlo como que se adueña de todo.

Aquí les ponemos unas foticos como para que vean que no exagero: es un sitio horrible en todos los sentidos en el que además nos trataron muy mal. Es increíble que en Tovar existan más de sesenta concesionarios automotrices en los que pude ver unas tres o cuatro Hummer, pero que para alojarse medianamente bien haya que ir hasta Bailadores. Sin embargo eso es lo único malo en Tovar. Sí, cierto, allí sí que saben de economía y todo eso, pero aun así la gente es de lo mejor. En realidad solo nos quejamos de ese mísero matadero de mala tasca que se llama el valle andino. Ya contaré por qué.


Hay que asombrarse de esto pues Tovar cuenta con un museo, un ateneo, unas instalaciones que tiene el Conac que no la debe tener una ciudad de la talla de Puerto La Cruz, además está una galería de arte propiedad de la señora María Eugenia Montilla que celebra bienales y tiene un café como el del museo sacro de Caracas en su buena época. Hay una escuela de artes plásticas que es una extensión de la ULA. Tiene un movimiento cultural importante que abarca música, pintura, escultura, y qué sé yo qué más…

Pero ya lo dije: yo no sé nada de economía.

En la próxima entrega, la Exposición de Jugueteros, el Festival Internacional del Violín de Tovar, algo de Diseño al Límite…, no más de cinco o seis páginas por entrega.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

El costillar del perro negro

No se puede negar, o sí, que en más de un caso todo tiempo pasado fue mejor, así como tampoco se puede negar, o no, por usar una licencia tipo Benedetti pero a mil años luz rezagada por supuesto, que todo tiempo pasado, y por lo mismo, también fue un mar de mierda.

Yo, personalmente, como decía el entrañable profesor Julio Castro Bosch mientras hacía un movimiento como en redondo con los dedos índice que hacían como la figura de los cachos de un carnero que terminaran apuntando hacia arriba, he tenido mucha suerte en la vida y desde niño hasta la peor de las porquerías me ha terminado cayendo bien. No solo, sino que hasta cuando me sale malísimo alguna cosa, el tiempo se ha encargado de demostrarme que era así que tenía que ser, y no asá, como yo creía.

Siempre me viene a la mente este asunto del tiempo pasado y lo mal que le ha ido a alguna cosa cuando circulo por sitios como Maripérez en Caracas, o por la avenida San Rafael de Porlamar. También me pasa con el puente colonial que está casi en la desembocadura del Neverí en Barcelona, con la carrera diecisiete de Barquisimeto más abajo del edificio Nacional, y con Caimare Chico en Maracaibo.

Hoy me tocó Porlamar: La avenida San Rafael, que sale perpendicular a la avenida Terranova, justo donde funcionan las oficinas del Seniat en unas instalaciones que eran del archiconocidísimo Gonzáles Gorrondona, y termina en la Cuatro de Mayo junto al hospital Ortega sin Gasset, claro.

Y la historia de esta vez tiene un poco que ver también con el lumbago (o con el l’um bago, que alguien dijo que en rumano quería decir el ojo vago) Con ese inexplicable dolor entre ninja y ostrogodo que ataca sin apenas avisar previamente y que hace que un hombrezote de noventa kilos se porte como un bebé con sueño: entre malhumorado y lloricón. Con decir que esta mañana me llamó mi sensei y yo le dije que no sabía si iba a kendo, pero que si podía mover los pies esta tarde, que contara conmigo. Qué dramático. Me muero de la risa con mis pendejadas, pero es que si Juan José Millás pone en labios de María José esta frase: “Cuando los enviados del dolor atravesaban la legión lumbar, se desató una tormenta eléctrica en la cresta ilíaca”, la cosa ya me parece una pendejada pero de autor y como soy tan snob, no me da vergüenza.

Yo tenía hoy que terminar unas fachadas y una planta de techos para llevársela a un dibujante para que me pasara ese pocote de rayas en escala 1:50 a formato digital y esas cosas. Yo no conocía al señor, pero mi amigo Vladimir Vivas me dio sus señas y un más o menos de dónde carrizo encontrarlo y, bueno, la cosa era en la San Rafael. Diagonal a un taller, al lado de una ferretería…, no, al revés: al lado de un taller y diagonal a una ferretería.

No voy a echarle la culpa a mi amigo que me dio la dirección del dibujante desde Mérida calle 3 pizzería O Sole Mio en la que ya las pizzas no son lo mismo, por vía celular Movilnet a Movistar que ya se sabe que se entienden poco y mal, igual antes que ahora, sin mediar Benedetti y que me perdone usted. No. La culpa es mía como siempre porque tengo que pasar por un vía crucis cada vez que emprendo algo porque soy de los de la vía tortuosa a casa más o menos como la canción de Supertramp y que ojalá no la descubran y le metan ritmo de hip-hop o de raggaetón porque aunque no es de mis favoritas forma parte de mis nostalgias por un tiempo pasado siempre mejor que iba de Neruda a Benedetti pero pasando por Jardiel Poncela, que es la ruta que siempre me ha gustado más porque por ahí no me pierdo. Snob, snob, snob…

La cosa es que pensé que no llegaba, que entre el lumbago y el hydrovac de mi carro no iba a poder llevarle mis garabatos al dibujante para que me digitalizara los planitos tan lindos que nos van quedando. Me hice un poco de shiatsu con un alicate de puntas que tengo ahí junto a los sables en mi rincón japonés vía Guatamare que es donde vivo, y un poco de acupuntura con un espolón marinero de desatar nudos lo justo como para desviar la atención de Castilla La Mancha, pero sin ver el octarino porque no hay que exagerar. Respiré hondo en sentido literario porque textualmente no podía respirar sino un poquito, y me metí en el carro.

Me concentré en no pegarle un carrazo a nadie porque mi armatoste pesa sus dos mil kilos bisiestos mal contados y hace lustros que no ve una póliza de responsabilidad civil, y me enfilé hacia allá por los caminos verdes por aquello de que por ahí, lógicamente, me encontraría menos tráfico.

Pone Terry Pratchett en boca de Didáctilos, una frase que me va como anillo al dedo: “la lógica no es más que un modo ordenado de alcanzar la ignorancia”… Pero después de todo cómo iba yo a saberlo, no soy especialista.

La cuestión es que no sé quién carrizo le ha hablado bien de esta isla al gentío que se ha venido a vivir para acá. Ya ni por los caminos verdes se puede circular sin calarse la gran cola hasta atravesando aquellos sitios que vieron tiempos mejores y peores pero que lo que es hoy están feísimos. Por eso es que no nombro los bellísimos que hay a manos llenas, objetivamente hablando (claro), porque luego viene la gente y se entusiasma y cagan más la jaula.

La cosa es que apenas asomé en la esquina del Seniat me vino una urgencia de detener el catanare ese que tengo que también vio tiempos mejores pero que desde que le cambié las correas suena como el andar femenino con pantimedias, así que busqué una sombra que conseguí frente al Caribbean Suites, y este es un nombre que desconcierta cuando conoces el lugar pero no voy a hablar de eso porque la verdad es que me da vaina echarle broma al que la lleva perdida, como si no fuera más que suficiente con eso.

Paré el carro, me bajé y tuve que sentarme en la trompa disimulando y que estaba disfrutando la brisa en la sombrita, siendo que lo que estaba es que me caía porque las piernas hacían la mitad de lo que les ordenaba. Al parecer la brisita me aclaró un poco y regresó mi propósito inicial que era localizar al dibujante.

Pasó un grupo de tres personas más o menos en fila india. La primera era una muchacha en atuendo más o menos secretarial que no va a la playa porque prefiere la montaña, seguida a unos siete metros por un señor de franela roja y gorra del Magallanes que llevaba en brazos una bomba de agua chiquitica, y detrás (como a tres metros más o menos) otra muchacha en atuendo de caminar mucho por la calle haciendo estas condenadas diligencias porque no hay más nadie que las haga, que me preguntó qué dónde es que quedaba la oficina de la cámara de comercio.

A mí no me cayó la locha de inmediato, se quedó haciendo como el balón de basket en el último punto de la película. El señor de la gorra roja y la franela del Magallanes se rió viendo por encima de mi cabeza con una dentadura de solina, mientras la señorita del atuendo probablemente secretarial le explicaba a la muchacha que me hizo la pregunta a diez metros de la primera, que dos cuadras antes, torciendo a la derecha, como a treinta metros de la esquina, estaba esa oficina. La muchacha que sí va a la playa porque le da flojera subir montañas le dio las gracias de lejos acompañada con una sonrisa de no me gusta el jugo de guanábanas y se volteó mirándome la locha que no caía para decirme que ya había estado en esa oficina pero que no era la que ella buscaba, que qué fastidio con esta gente que nunca me da la dirección correctamente, mientras yo pensaba en lo práctico que resultaba decir que tal cosa quedaba de pele el ojo a peligro, del lado derecho según se sube, un pelito más arribita del callejón que bajaba a la quebrada Anauco en los tiempos del pan “co matiquía, o si matiquía”…

Escogí entre volver a prender el carricoche o patear un poco el suelo a ver si mis piernas se acordaban de para qué es que sirven. Recordé que hay quién recomienda que para cualquier pena, porronazos. En vista de que yo no estaba para subirme el ácido úrico, me decidí por un poco de ejercicio, que también ayuda hasta durante los divorcios. Así que opté por lo segundo y me largué a caminar calle abajo casualmente en la misma dirección y sentido que la mujer que iba en busca de la cámara de comercio que no está al lado de ningún taller ni ferretería de zamuro a miseria.

Bueno, caminé de la Terranova a la Cuatro de Mayo, y vuelta. De bajada me fui mirando todo con mucha atención para ver si descubría el sitio del dibujante cuyo apellido es Conde. Qué cosas... Talleres, así, a mogollón. Ferreterías, como arroz picado. Pero negocios de digitalización de planos con un taller en diagonal y una ferretería al lado o viceversa, naranjas de la china.

Así que de regreso calle arriba…, bueno, lo de calle arriba calle abajo es un modo de decir nada más que porque en un sentido se ve el mar al que tengo tiempo sin ir, y en el otro se ve la montaña al la que menos todavía, pero la pendiente es muy suave, esto hay que aclararlo…, bueno, lo que decía era que cuando venía de vuelta resolví hacerlo preguntando y empecé por los del ramo: cybers y centros de copiado pero nadie me entendía, era como si acabara de bajar de una nave espacial que me trajera de Ganímedes (tal vez por el aspecto tan extraño que luciría a esa hora con un andar inclinado y una aureola que era la locha girándome sobre las entendederas) aunque descubrí una taguara que sirve sobrebarriga, bandeja paisa, y otras delicias de la gastronomía colombiana que también habrá visto por lo menos, lugares mejores. Resolví entonces preguntar, no me pregunten por qué, en las panaderías. Está bien, lo que pasa es que sé que los dibujantes toman mucho café, y si hay un dibujante cerca, con seguridad será habitué de la panadería más cercana. Pero me falló esa lógica. Así que cuando llegué de vuelta al carro seguía con el rollo de papel debajo del brazo muy sudado, y esto también hay que decirlo, pero sin haber dado con el hombre que buscaba.

Está de más decir que me acordé de Diógenes y su lámpara. Pensé que tal vez no tendría estos problemas para conseguir a alguien si en vez de una casa hubiera dibujado un barril, y que después de todo no había problema porque con semejante solazo lo de la lámpara era definitivamente una extravagancia de mi parte. No sé, pero se me vino a la mente una imagen con mi cara en un pez abisal con cuerpo de tonel, de los que cargan una lamparita ante las fauces nadando por la cuneta de la San Rafael.

De modo que decidí ir calle abajo, con la corriente abisal, esta vez preguntando en los talleres y ferreterías. En el primer taller me salió un hombre que de seguro ya no buscaba un dibujante ni le interesaría porque estaba cubierto de tatuajes, por lo cual deduje que era mecánico diesel ya que sus tatuajes eran definitivamente arte exclusivo de los marineros de Paramaribo o Cayena, y para allá no se va con motores Evinrude de fuera de borda. Le dije muy avergonzado pero de modo inequívocamente amable, que no quería chimó, y seguí al siguiente taller que resultó ser de refrigeración automotriz y centro de acopio de latas de aluminio.

Había tal colección de tiempos mejores de otrora que recordé la canción de Time in a Bottle y casi me echo a llorar por la distancia entre Ally McGraw y la de botellas que no contenían tiempo pero que estaban en manos de lata patinada por la capa de caucho, carbón, sudor, etc., totalmente ajenas al paso del mismo, y de pana, completamente ajenas a cualquier historia de amor. O tal vez no.

En este taller no pude preguntar nada porque el nudo que tenía en la garganta era demasiado grande. No, más bien parecía un plato de espaguetis secos tragados sin masticar a los que les hubiera dado por volverse calamares vivos, solo con tentáculos. Me dio vergüenza que al ir a preguntar por el dibujante ferretero se me salieran por la boca un poco de paticas indiscretas. El esfuerzo por cerrar la boca me hizo lagrimear, por eso me la tapé con una mano y me apresuré a llegar al siguiente taller. El tipo que me iba a atender se asomó calle arriba y calle abajo, supongo, buscando la manifestación estudiantil del momento en la cual lanzaron semejante bomba lacrimógena. Se le veía el signo de interrogación sobre la cabeza. Pobre.

Había otro taller que le seguía del cual manaba un ruido como de telar industrial antiguo: cutucun tun, cutucun tun, cutucun tun… Realmente me avergüenza profundamente confesar semejante flaqueza, pero para hacer terapia y conjurar estas cosas es que escribo: me dio miedo. Me entró la mayor sensación de terror de la que he sido capaz de darme cuenta conscientemente. Y es que hay momentos en la vida, que como Vallejo, yo tampoco sé, en los que una pared alta pintada con los colores de alguna marca de repuestos automotrices dotada también de un inmenso portón de herrería convencional pero pintado de azul eléctrico, me parece que esconden secretos mefíticos que van mucho más allá de lo que una descripción de Lovecraft puede alcanzar con todo y que cuenta generalmente con un interlocutor más que propicio… Edgar Allan Poe vivió fuera de tiempo. Byron no tuvo automóvil. Si no, Justine sería un Renault o un Mitsubishi probablemente envenenado por el fenómeno boomcar… Hay que reírse de las vaharadas bituminosas rielando a cuarenta y cinco centímetros del suelo bajo un sol margariteño, pero hay que huir allegro veloce con moltissimo spiritu cuando resuenan los ominosos parches tribales. Anuncian encuentros que no sé enfrentar cuando ando disfrazado de pez abisal que nada por la cuneta calle abajo por la San Rafael, con escamas de tonel, y una locha guindando donde va la lamparita.

Sobra decir que ahí no pregunté un carrizo. Crucé la calle y me fui a ver si yo estaba en aquella ferretería de allá.

No estaba en la ferretería hasta que entré. No me molestó la cara de chicharrón con pelos que puso el dependiente cuando me vio, pero que quitó rápido cuando le explique que no venía por una libra de clavos y que ya, formón, tengo. Había cierto frescor en la ferretería porque tenían un ventilador bimotor que tronaba como un DC3 con catorce cilindros radiales, y catorce más. No pude contenerme y me paré frente al avión para dirigir la maniobra de acercamiento al punto de amarre con mis dos paletas de ping pong, una era una locha y la otra un rollo de planos hechos en papel de ese que viene en cajitas semi aplastadas siempre sobre el tablero de los taxis. Puse la boca como quién hace volutas con el humo del cigarrillo y pronuncié el Om trascendental, como cabía esperar.

En estas circunstancias, todo el mundo lo sabe, por efecto del choque del sonido emitido con las aspas de los ventiladores, el sonido se desgrana en un trémolo infantil que es como el esperanto. Al punto, una dependienta maternal me explicó que justo al frente, cruzando perpendicularmente la calle y las dos cunetas (e lasciando ogni speranza, noi que uscite [o algo así]) al lado de aquel cyber que parece una panadería, hay una oficina de ingeniería. Que allí seguramente no sería que trabajaba el dibujante que es Conde, pero que si no sabían decirme nada, porque a veces pasa que en las oficinas de ingeniería a uno no le saben decir nada lógicamente porque lo saben bien, que probara allá, al lado de aquel taller de latonería y pintura de artefactos de línea blanca.

La propuesta me pareció bien intencionada y esto hizo que por fin me cayera la locha: estaba en una ferretería que está diagonal a un taller de latonería de línea blanca, que está a su vez frente a un cyber que parece panadería justo al lado de una oficina de lógica eléctrica. Ya no necesité el disfraz de pez abisal lo cual me alegró mucho porque nadar en la cuneta no es bueno para un ojo vago rumano.

De todas maneras me entretuve un ratico pequeñito en la ferretería haciendo el que trataba de leer algo en los planos sudados para que se secaran un poco con la potencia de tales motorazos, y luego crucé la calle como el que siempre ha sabido todo: como un especialista, pues.

En la oficina eléctrica, lógicamente, no sabían de ese dibujante que es Conde. Yo, como si nada. Crucé otra vez pero a la esquina diagonal de la ferretería y me metí decidido en el taller de latonería y pintura de línea blanca y le pregunté por el dibujante que es Conde al señor de pantalones rojos y gorra de los tiburones que estaba comiéndose un mango (que salpicaba sobre las vestiduras fondeadas y a medio lijar de una lavadora General Electric) mientras le limpiaba la bujía a una moto más vieja que el DC3 de la diagonal. Yo pensé que aquí sí era la cosa porque la radio cantaba así: lo vi caminando, lo noté muy raro, lo vi caminando, lo noté muy raro, fue que en un zapato, se le enterró un clavo, fue que en un zapato, se le enterró un clavo…, oh, porque son de cartón, son de cartón, de cartón…

En efecto: aquí sí vive ese que es Conde. Pasé para allá, que ya se lo vamos a llamar.

Allá es un jardín sorprendentemente frondoso con dos sillas de mimbre debajo. En la reja estaba asomado un señor sin camisa pero con pantalones de la vino tinto que me dijo que me sentara ahí y que esperara, que aprovechara el fresquito, que si se me había acabado el papel que me buscaba otro poquito para el sudor. Y no me lo dijo con ironía ni nada, no, lo que pasa es que los planos ya no eran planos por ninguna parte. Le rechacé amablemente el ofrecimiento y me hice el loco con mucha dignidad para que no se diera cuenta de que me había ofendido un poco en el orgullo de mi disfraz de dibujante ilógico porque es que mi apellido no es Conde porque es de otra calaña.

Por la misma puerta por dónde se fue el señor vino tinto apareció una señora mayor con la enseña albiceleste, que masticaba esa bola de plastilina que todos los niños terminan haciendo con las barritas de colores que juraron que esta vez sí que no las mezclarían mamá cómpramela anda... Una pelota que hacía que casi no le entendiera que me estaba explicando que disculpara pero que lo que pasaba es que el taller no está trabajando porque los latoneros de línea blanca no pintan el día de las brujas, que si yo he visto, qué riñones tiene esa gente…, ya nadie quiere trabajar…, pero usted no se preocupe porque ya el dibujante que es Conde viene por ahí.

Yo sonreía como cuando le dicen a uno una vaina en otro idioma y uno decide que es más fácil hacerse el que entendió y fue en ese momento que apareció: un ser parecido a un perro, o por lo menos un esqueleto con peluca de perro negro que definitivamente sí que vio tiempos mejores, o que por lo menos en este tiempo le estaba yendo que era del todo una mierda. Fue la visión aterradora del día. Más allá del ojo vago. Más allá del albatros de Rimbaud. Muchísimo más allá de un pishtaco de Vargas Llosa, de un nacaq…: Una marioneta de perro en 1:50 hecha con costillas desde el extraño hocico hinchado por algún escorbuto canino hasta una cola de caimán en 1:125 también todo costillas pero que terminaba como el de un tuqueque en época de apareamiento. Todo este traqueteante esperpento de quincalla de huesos estaba cubierto, para que no se le notara que estaba muerto, con la cuchita que usaba Joselo para hacer de Pavo Lucas… No, con la peluca de felpudo de baño hecha con el pelo de algún desafortunado camello que usan sobre la cabeza algunas madrileñas, pero teñida de negro ala de cuervo… Y trataba de mover el rabo como si además de rigor mortis padeciera de lumbago mientras sonaba como un móvil de bambú y olía como si debajo de la peluca escondiera el bicho muerto que es, desde hacía algo más de una semana.

Menos mal que antes de que cundiera el pánico apareció el dibujante que es Conde, quién me hizo pasar a su despacho al que afortunadamente, el perro, tenía absolutamente prohibido entrar con sus huesos, y muy seriamente me explicó que es peligrosísimo comer arepas de pepitona con mucho picante, que las consecuencias son capaces de torcerle la vida a cualquiera. Yo, personalmente, (mientras giro mis índices como dibujando la trayectoria de los cuernos de un carnero) le creí todo al tiempo que vigilaba el perro con el rabito del ojo y le explicaba más o menos la casa dibujada con tanto sudor lo más rápidamente posible, sin terminar de entender con todo y locha por qué fue que el dibujante no llegó a tocar los planos.

Terminado esto yo me fui nadando como un salmón abisal calle arriba jurándole a gritos al dibujante que es Conde, que el lunes regresaba con dinerito y sin lumbago, que no me comía una arepa de tripa e’ perla con picante más nunca en la vida, pero que para ese día, que me espantara por favor a ese costillar de perro negro.

martes, 16 de octubre de 2007

Del Bolero al raggaetón

Estaba pensando esta mañana, que en menos de lo que ocupa la vida entera de una sola persona, cabe un mundo y otro mundo que lo sucede, que en nada se parecen ninguno de los dos.

Me acordaba de una amiguita de mi temprana post-niñez que una vez me comentó entre risas que claro, a los varones lo que le gusta es que apaguen la luz y que pongan boleros para bailar apretaditos.

Yo sé muy poco de eso, lamentablemente mi acervo incluye ingredientes perfectos que lograron que nunca aprendiera a bailar con la soltura suficiente como para disfrutarlo, y que cada vez que tengo que hacerlo sea como tener que aprender de nuevo. Aunque bueno, eso de bailar apretadito es como dicen que es montar en bicicleta, solo que un poco adelantado en el tiempo, y con pocas probabilidades de ser olvidado ¿no?

Los ingredientes son: pésimo oído rítmico, todo lo convierto en un fado o una gaita gallega; una tiesura corporal solo comparable con la de un caballito de madera; en mi niñez no tuve ni amigas, ni primas, ni hermanas mayores, que siempre ayudan en esos trances; un sentido de autocrítica brutal que me reprime; una dicotomía entre la música que me gustaba en aquellos tiempos en los que debí haber aprendido como hice con la bicicleta y por eso nunca se me olvidó, y los medios que frecuentaba. Total que nunca aprendí a hacerlo bien, aunque echo un pie cuando no me queda más remedio, en lugares en los que nadie me conoce, o tengo el nivel preciso de alcohol en la sangre. Y más rápido si es apretadita la cosa.

Debo agradecerle a quién le toque, o más bien a todos los que le toca, que mi formación fue totalmente “polimusética”, por usar un término de mi querido primo segundo, Jorge Mimó. Sí, en mi casa, o la que fuera que habitara, se escuchaba rocanrrol (que así se le decía) joropo, tamunangues y golpes tocuyanos, Los Ángeles Negros, rancheras (que mi Papá canta muy, pero requete muy bien con falsetes tipo Pedro Infante y demás. Se larga con unas malagueñas, que ni Joselito pues), guarachas de Beny Moré, Billo, Los Melódicos del maestro Piñero que murió en el escenario mandando a Cachita a buscar una estampita de la Virgen de la Caridad del Cobre; valses y valsecitos de todo tipo desde Strauss hasta Chabuca Granda, música académica en el más amplio espectro y no porque todo es fantasma ya, cantantes italianos románticos y melosos de voces untuosas o rasposas; boleros y más boleros, salsa brava bravísima, música comprometida o de protesta como también se le dice, jazz de toda índole, charangos, y un mundo gigantesco. Inclusive cumbia y hasta vallenato, aunque en realidad no me terminaron de calar estos estilos... Como Rodolfo Orozco tocó rock, Folk, pop, forró, dobro, tomtom con Don Jonson, tocó con todos por poco no tocó con Colón, coloso, …, jojojó…

Claro que tengo mis preferencias dentro de este universo, pero no es de eso de lo que quiero hablar directamente. Lo que me intriga es lo siguiente: el mundo se tostó.

Que por qué lo digo. Bueno, básicamente porque como que se me detuvo esa parte de la evolución, que en cierto modo supone que me hice viejo y empiezo a notar que ya la música no es como la de antes, digo, de antes de esta que me preocupa.

¿No han visto un videoclip, si se siguen llamando así, en el que hagan el performance completo de un raggaetón? Los tipos se visten de una manera que yo no me atrevo a describir para no parecer parcializado del lado derecho de las cosas principalmente por mis consabidos problemas de lateralidad. Por lo tanto me concentraré en el elocuentísimo gesto de ellos: “estos deos completos desta mano y desta otra lo que te van es padentro de eso que tienes ahí o por el otro lado también si lo meneas bien”… Mientras tanto una piara de báquiras descerebradas al mejor modo del “Harén De Occidente”, que apenas contribuyen con la industria textilera, y se me volvió a salir la derecha ¡qué vaina!, sonríen complacidas y complacientes compiten a ver quién lo menea más. Lo menean todo lo que se llama todo sin importarle un bledo la cosificación de la mujer porque qué es esa vaina.

Yo sé que la dominación femenina en occidente por parte de los machos miedosos viene de lejos, que ya en la edad media se vestía a la mujer con corotos pesadísimos y miriñaques tremendamente inconvenientes para que ni siquiera se pudiera mover, que solo se le celebraba la belleza como principal atributo, y si se querían poner inteligentes e intelectuales se les tachaba de feas…, inclusive más cerca en el tiempo, el grandísimo y celebradísimo Kant llegó a decir que una mujer que dominara temas intelectuales y que los dirimiera con soltura lo único que le haría falta para estar completa sería una buena barba… Y pensar que hemos fundado nuestra civilización a partir del pensamiento de tipos como este. Caramba con la gente.

El que se queje de la existencia de las así llamada cuaimas, es por lo menos un simplón de mierda…

El romanticismo es una cosa ridícula y mal vista en más de un nivel de la vida, incluyendo el del comercio en general. Los que venden ropa, carros, estilos de vida, pólizas de seguro, tetas de goma, botox, bisutería y perfumes, cosméticos y horas de gimnasio, música, alcohol, drogas, la noche nocturna que llaman, y todo aquello que se me escapa (también para no hacer de esto una ruma de palabras redundantes), me parece que perdieron el norte. No sé, ingenuamente lo digo, con seguridad. Pero es que pasa como con los bancos y las empresas telefónicas que gastan sumas ingentes en publicidad cuando más efectivo sería emplear esos fondos para mejorar el servicio que prestan.

Creo que vender placer está bien. En todo caso está mejor que vender dolor o disgusto, como suelen hacer la prensa y la televisión (pero eso tampoco lo voy criticar para que no se me vaya a salir la izquierda, ya se sabe que no hay que exagerar) el sin sentido que le veo yo es que, como dicen los británicos, mucho al este ya es el oeste, y el placer como producto está sujeto a los cambios de temporada, los remates por cambios de inventario y un montón de cosas más que hacen de la economía una ciencia que se porta como una religión o algo así. Y no voy a abundar en ese tema para no ser descortés.

Esa carrera por ofrecer un placer más de moda que el del almacén de al lado, sacar el producto a la venta antes, y la campaña publicitaria, y lo demás, van creando tolerancia por un lado además de la obligada decadencia de la calidad, porque no es que tampoco sea una industria básica que dé de comer a la humanidad y entonces qué carrizo importa si cagas donde comes ¿no?

Vamos a reencarnar cada vez más pendejos hasta que aprendamos, como alguna vez le oí decir a Facundo Cabral.

Tampoco es que estoy a favor de crear una especie de OPEP de los placeres que mantenga la oferta por debajo de una cuota determinada de producción porque para eso es que existen todos esos bichos que llaman políticos y militares de alta jerarquía mundial, que con un botoncito fríen a miles en segundos.

Solo me llama la atención como fue que del modo de relacionarnos con las chicas por el lado de ofrecerles lo mejor de nosotros para agradarlas, con un despliegue de ingenio y vulnerabilidad para dejarnos ver tal cual somos, con todos los gestos alegres o delicados según la educación y estilo de cada quién, pasamos en menos de una vida a convertirlas en corotos que solo sirven para menearse. Hicimos a la inversa y con más malignidad que en oriente, que cubre a la mujer en las áreas públicas de la vida diaria para dejar claro que el mundo es de los hombres y ellas solo sombras que aceptando esa situación le dan el visto bueno. Nosotros no, nosotros las destapamos y las ponemos a la vista de todos, las declaramos bellas y bobas, y así lo aceptan porque es el único camino permitido para ascender socialmente, y si se les llega a ocurrir ser más inteligentes que nosotros, rápido les colgamos el cartelito de feas, y se joden ahí mismo… Pero no critico los puntos de vista religiosos, solo los comento… Esta no me la cree ni mi abogado…

Pre-púberes flacas a niveles insanos, porque si ya tienes la máscara de neurotoxina ni se te ocurra (no hay nada más inquietante por decir lo menos, que la inexpresividad de una careta de botox) menearte en pelotas en un video de esos... Redondas nada más de nalgas y tetas (de goma). Los pelos de colores y texturas improbables. Todas ellas promulgando que poseen esos huecos receptivos para todo lo que se quiera meter por ahí y que mientras más le quepa mejor. Y ojo, que no tengo nada en contra de los huecos de marras, pero de ahí a ponerlos en pantalla gigante…, coño, es mucho ya.

Yo, personalmente, me quedé. Para mí la música es un oficio noble de hecho y de derecho. Es un algo constructivo que de puro mágico casi parece (como los veleros) que no fueran invención del hombre. Es una forma de acompañar o inducir un estado de ánimo también por aquello de la subliminalidad de los ritmos. Es una galantería que uno se proporciona. Y no me irán a decir que una letra como la del bolero que cantaba Beny Moré con Olga Guillot (…Tu mirar, con sublime ternura dijo adiós, y al hacerlo en mi pecho dejó recuerdos de tu amor…) no está un poco mejor pensado por lo menos que esa apología a la mafafa (…dame la gasolina, quiero más gasolina…), en fin, es solo un punto de vista. Todo está en la mente, y así, hasta el infinito.

Sé muy bien que no hice el curso de apreciación musical, ya que ni siquiera terminé la entonces prelatoria cátedra de piano complementario que impartía la profesora Bilbao, porque fue esa la época en la que me tocó convertirme en personal costoso. Pero sí me siento en la obligación de relatar aquí un descubrimiento que hice en estos días de temporada alta… Ya lo he dicho: vivo en una isla, y por la condición de isla no me resulta tan sencillo huir de aquí en las temporadas altas, en las que nos toca sufrir y sobrevivir a la avalancha de estresados citadinos que nos caen encima como la marabunta y nos atropellan horriblemente. Sí, ya sé que hay quién dice que de eso vive esta isla, pero lamento decir que de eso vive el dueño de sigo, de rattan, y de los bodegones. ¡Ah! Y también uno que otro revendedor textilero. Por mí está bien así… Lo cierto es que esto se llena de carros y gente desesperada que forman unos colones que se salen de nuestra habitual escala de isla, y fue estando preso en una cola de esas que me sucedió que tuve que escuchar como veinte minutos continuos de raggaetón que ponía a todo volumen un boomcar temporadista que me acompañó todo el rato, y como a mi carro no le funciona el acondicionador de aire, me tocó calarme el set completo: se me subieron las palpitaciones hasta las sienes, me empezaron a sudar frío las palmas de las manos, se me hizo una sensación de vacío en la parte baja del cuello junto con un dejo amargo en la parte de atrás de la lengua, apareció una opresión a nivel de diafragma, y una columna helada me comenzó a subir del cóccix… Fue un ataque de miedo puro. El raggaetón me produjo una sensación igualita a la del miedo. Miedo sin adrenalina. Miedo a secas… Y yo me pregunté varias cosas: ¿por qué no me había pasado antes? Porque apenas oigo uno huyo a tiempo ¿qué carrizo sería exactamente? Creo que fue el ritmo, ya saben: cu-tu-cun-chún, cu-tu-cun-chún, cu-tu-cun-chún…, creo que esa repetición constante induce como un trance que te hace pasto del ambiente que exista en el momento. Yo soy un poco claustrofóbico y me sentí atrapado, creo. Debe ser. O esa vaina es monstruosa, y me importa un pito si soy descortés. Más descortés es el que me somete a esa tortura. Libre Dios a este país de que yo llegue a dictador, porque me los echo con guasacaca.

Y por supuesto que me acuerdo de la opinión de la generación anterior a la mía en la que mucha música que yo escuchaba solo eran estridencias sin sentido, y en resumen, una cosa muy poco seria. Lo cual va más en mi favor y yo tampoco respeto eso que llaman la música de estos tiempos. No toda, claro.

Recuerdo a un pana de mi primera adolescencia que decía que la buena música (entiéndase la que a él le gustaba, claro) era como un buen pajazo. Yo me reí muy de acuerdo con él, porque había descubierto eso recientemente, pero agregué que pajazo interruptus, más o menos… En resumen: la música para mí es algo que me aporta elementos para acceder a un estado positivo, y eso también es un punto de vista empírico y amateur, por cierto… Claro que habría que consultar con la contradicción que encarna el Punk que nace como contestación válida contra el virtuosismo del Rock Sinfónico, pero que al ser escrito y vuelto a ejecutar deja de ser Punk. Vainas de la anarquía…

Por supuesto que sé perfectamente que mi visión, como cualquier otra, es completamente subjetiva y que esto de lo bueno y lo malo, no es sino una convención como para no volvernos locos. Como los nombres de los colores, y mi lío con la derecha y la izquierda. Menos mal que no me pasa con arriba y abajo…

Ojalá que no me salga nadie con que lo que pasa es que la vida es elíptica, que hay que llegar a padres para saber lo que son los hijos, o cualquier comentario del género. Prefiero, si acaso, algo que me ponga a pensar y me añada un punto de vista más.

Pero aun así no me da la gana de entender cómo fue que en menos de una vida pasamos del bolero al raggaetón. No quiero saber qué me diría mi amiguita Lily si me lo hubiera dicho en estos tiempos…, pero puedo imaginar que tal vez hubiera sido, claro, si a los varones lo que les gusta es que uno se menée sin ropa para meterle a uno los dedos (llenos de bisutería barata o muy cara, que es peor) y otras cosas por todas partes…

Lo que más me jode es que lo diría con una sonrisita complacida y complaciente, la mirada vacía, pre-púber flaca famélica, prematura (y quirúrgicamente) redonda de nalgas y tetas (de goma), tan pero tan lejos de los trece años que debería tener en realidad…, y yo tengo dos hijitas que ya van para allá…, ¡qué vaina!

O debería más bien concluir con un romano y obsoletísimo: ¡oh tempora, oh mores!

jueves, 4 de octubre de 2007

Campeonato de Kendo



No sé cómo empezar con esto porque siempre que voy a hacer algo me hago una especie de prueba que se llama “el para qué” y que consiste en hacerme esa pregunta nomás para ver cuántas respuestas resiste.

Una de esas que llaman “verdades socráticas” resiste tres o cuatro con toda sinceridad y sin elipses... Con dos me conformo yo, y una con cinco o más, jamás he podido conocer. No digo que no existan, solo digo que mi imaginación y ociosidad no da para tanto.

Entonces, visto esto, no sé cómo contar que hago una cosa que se llama Kendo (que en japonés quiere decir: el sendero de la espada) y hasta a un campeonato he ido y participado, no es nada.

Mi hija Natalia dice textualmente así: “no sé, mi papá se pone una ropa que parece un vestido japonés y se va para la playa a caerse a palazos con unos amigos pegando más gritos que el carrizo”… Y yo creo que eso es una explicación válida, solo que en aras del mantenimiento del nivel de mi ego, debo agregar que esto se hace con un método milenario y mucha disciplina.

Tal vez esa sea una de las respuestas a mis para qué. Con eso me hago un poquito de disciplina en la vida que aunque sea en vestido japonés, no me viene mal del todo.

Otra de las respuestas, y dije que con dos tengo, es que hago mi poquito de ejercicio porque a la edad que tengo no puedo dejar de hacerlo so riesgo de anquilosarme. Tengo que confesar que en las mañanas, cuando he dejado de hacer ejercicio, me levanto con todos los tendones encogidos y me muevo un buen rato como Goldar, el robot del espacio…, camino como si no tuviera articulaciones y encima me duele. Me da vergüenza admitirlo, pero es verdad.

Habiéndome aclarado el punto a mí mismo paso a echar el cuento, para no seguir aburriendo con mis consideraciones personales.

Yo soy un hombre que ha transitado muchos estados, no solo de la república, también de ánimo y esas cosas. Digo que cuando rondaba los veintipico tenía un empleo en el que estaba obligado a ponerme corbata y atender gente, público, quiero decir. Yo tenía que darles la mano a modo de saludo, como se usa, y luego no podía agarrar nada hasta que se hubiera ido la gente y yo pudiera lavarme junto con el bolígrafo y cualquier otra cosa que hubiera tocado con esa mano. Si alguien usaba mi teléfono, cualquiera de ellos pues tenía cinco sobre mi escritorio, rápido buscaba el trapito y el mistolín para limpiar el auricular.

Me compraba las medias por paquetes, todas iguales pero después las marcaba con un hilito verde para la derecha y rojo para la izquierda, con un número para cada par. Mandaba la ropa a la tintorería pero después de todas maneras las rociaba con un poquito de alcohol de quemar y talco mexana.


Formaba un peo cada vez que encontraba el haragán o el papel tualé puesto al revés (y ahora gozo un puyero preguntándole a la gente si sabe cómo se pone un haragán o el papel tualé al revés y pocos dan con el asunto) en vez de voltearlo y ya, pues lo consideraba una afrenta personal.

Lo mismo hacía con la jarra de agua que siempre encontraba vacía dentro de la nevera. Yo la llenaba hasta el mismísimo borde y la cerraba herméticamente. En lo que alguien la agarraba y la destapaba ¡zás! Se bañaba de agua y yo distribuía mi arrechera.

No, no me volví un ocho con esta historia, lo que pasa es que ahora hago kendo, y en el kendo todo huele malísimo. Las armaduras son del dojo y tienen décadas de sudor y saliva seca de no quiero saber quién, y sin embargo me la pongo sin problema. Uno suda litros y más litros y al día siguiente se vuelve a poner la misma ropa que por gruesa ni siquiera se ha secado, y al otro día también pero ya más concentrada. Los guantes protectores, que se llaman koté, estaban tan pero tan hediondos que no aguanté y les puse talco para el pié de atleta. El mango del shinai, que es la espada de bambú con la que uno se cae a coñazos, es una cosa que no tiene nombre. Natalia, cuando estoy lejos de mi última ducha me dice: papá, hueles a mango ‘e shinai… Así mismo es.

La cosa, para ver si empiezo a contar el cuento y no hacerlo tan largo, es que llegamos apuraditos Anne-Marie y yo de Barquisimeto después de la exposición de Arte Bosque en La Salamandra, y de una vez me puse a la orden de Ángel, mi Sensei, que también es Lama y no vale reírse porque además es chef.

Hicimos las impresiones de las tablas de puntajes, las identificaciones de cuatro que no teníamos, que si buscar gente, traer cosas, en fin, todo aquello que se hace antes de un evento de esa índole. ¡Ah! Y fuimos a una entrevista en vivo que nos hicieron en Telecaribe y que salió al aire en ese horario mañanero que no le interesa a nadie. Pero lo que vale es la intención, digo yo. Mi sensei explicó que el propósito del kendo es moldear mente y cuerpo, cultivar un espíritu vigoroso, y, a través de un correcto y rígido entrenamiento luchar por progresar en este arte para tener en alta estima la cortesía y el honor, para asociarse con otros con sinceridad y por siempre perseverar en el cultivo de sí mismo…, por supuesto que el presentador preguntó en tono jocoso que como es que con esos golpes se lograría todo eso (que era más pero, ya no me acuerdo) y mi sensei le respondió dulcemente: no te lo puedo explicar en tan poco tiempo, sería como traerte un ladrillo para explicarte mi casa… El tipo se puso pálido, y yo pensé : ¡tuqui! Toma po’el ojo, güevón…

Total que llegó el viernes en la tarde, hora en la que nos encontraríamos en el gimnasio que muy amablemente nos cedió el IARDENE para el evento, que es el Francisco Verde Rojas de La Asunción, y queda al lado del castillo de Santa Rosa para más señas (lugar perfecto para este fin, además) Llegamos con la cava del agua y un caballete de pintar cuadros que era de Graciela Zúñiga y ahora es de Anne-Marie, más un pedazo de mdf de ½” que me sobró de la sierra de banco que hice para el taller como pizarra de anotación, y serios como los que más, nos pusimos los respectivos fukusos aunque se rían, porque así se llama el ropón japonés ese, y las armaduras, que se llaman Bogu. Recitándome a mí mismo con voz en off: Ichi gan, ni soku, san tan, shi riki (primero los ojos, segundo los pies, tercero el coraje, cuarto la fuerza) que es una especie de mantra que usé para ver si me servía de algo, pero la verdad es que los primeros que se me rajaron (en más de un sentido) fueron los pies, así que me dejé de pendejadas y me callé la boca.

Esa noche nos tocó hacer gi-geiko con todos lo participantes más la ruma de Senseis de súper alto rango que asistieron. Debo explicar esto: el gi-geiko es el combate largo sin puntuación. Es una pelea que se hace nada más que para practicar y calentar motores. Es un rato como de conocer y calibrar a cada uno de los que participan, aplicas la técnica que medio conozcas, aprendes algunas cosas de los Senseis, te llevas unos cuantos carajazos (y también los repartes a manos llenas si puedes) pero básicamente te cansas a niveles de locura (a veces da dolor de cabeza de ese que llaman migraña postcoital) y pierdes la piel de los pies porque se te forman ampollas de sangre que se explotan y todo eso, por culpa de las arrancadas tan tensas que echas para lograr pegarle en la cabeza a un desconocido que te está dando unos gritos que a mí me dan la risa tonta.

Esto también hay que explicarlo claramente: el objetivo inmediato (no te enojes, Sensei, que yo sé que no es el objetivo final) del kendo, es darle al de adelante antes de que te de a ti. Le darás solo tres tipos de golpe que son, a saber: men, que es la cabeza. Koté, que son las muñecas. Y Do, que es en la cintura. Hay una estocada que se llama Tsuki, que es al cuello pero solo se hace entre senseis, los cusurros como yo no se meten en esa vaina. Estos golpes tienen sus variantes y terminan sumando unos ocho tipos de corte según creo que sé.

Entonces uno se para a seis pasos largos del que le toque dar y recibir (no siempre en ese orden) te inclinas levemente sin perder el contacto visual con tu oponente y le gritas duro ¡onegaishimás! Acto seguido levantas con la mano izquierda hasta la cadera tu arma que permanece simbólicamente envainada y avanzas eso tres pasos largos (que él dará igual) en la mejor actitud que puedas de “te voy a jodé, güevón”. Al tercer paso desenvainas con un movimiento elegante (bueno, más o menos) que describe un arco con el shinai que lleva la punta de tu arma hasta el suelo bien adelante porque además te acuclillas al mismo tiempo mientras bajas la punta del sable para saludar en la posición que se llama sonkyo, que es una posición de ataque realmente, y desde ahí ya estás en combate. Te pones de pie antes de que te suenen, porque hay quien te ataca desde esa posición en una especie de salto felino y te echa a rodar por los suelos inmisericordemente porque para eso es que estamos aquí, y empieza el baile y la gritería. Por cierto, te paras y adoptas una posición de guardia que se llama kamae (shudán no kamae, creo que es la cosa, porque hay varias también) que es muy simpática porque quedas con la pata izquierda estirada medio paso hacia atrás con el talón levantado, la derecha ligeramente flexionada, los pies separados más o menos al ancho de tus hombros, el brazo izquierdo estirado con la mano a la altura del maruto pero un puño adelante, la derecha agarrando el sable más arriba, y la punta del este a la altura del cuello del oponente. Se dice fácil. Yo me tengo que concentrar muy conscientemente porque no se lo puedo dejar al inconsciente precisamente por esa razón.

La complicación surge porque tengo que acordarme de todo esto al mismo tiempo que el energúmeno que tengo delante me está bailotenado en frente y dándome unos gritos (que se llaman kiai) mientras le da y le da golpes y empujones a mi arma a ver qué pasa.

Lo del kiai es un tema de cuidado o paras afónico. Tienes que pararte en kamae, pegarle un grito al tipo que tienes ahí a modo de tarjeta de presentación, le medio entras y acto seguido le descargas un garrotazo que desmanganille treinta parias, o los más que puedas, tan rápido cómo sea posible mientras le gritas y le sigues gritando mientras dure la acción, pues no es solo cosa de rajarle el gorro al que se puso contigo, sino que tienes que pasar haciendo como el juego del caballito correlón, y más vale que no se te apague el leco porque no te dan el punto, si están puntuando, si no, por lo menos te miran feo por maleta.

Esto del kiai es importante, se dice que es una especie de forma de proyectar el espíritu hacia adelante (esta última frase se presta a muchas interpretaciones, pero yo me hago el musiú y sigo adelante) que amedrenta al oponente, lo descojona de risa, disimula lo maleta que podamos ser en un momento dado, y se ve depinga cuando gritas como es debido. Tanto es así, que dos senseis, que eran “senseias” (la sensei Kim, de Corea, y la sensei Mariko Chiba, de Japón…, por cierto, todos los chistes que puedan hacer con este nombre ya los hicimos muy respetuosamente, claro) prácticamente se fajaron a dictar una magistral de kiai, hasta el punto que no tuve las bolas para pararme frente a ellas a que me descosieran el pellejo a grito pelao. No hay modo en que yo pueda explicar esa vaina: unos gritos como de fantasma arrecho, bien arrecho… Hay que ser muy hombre.

Está también el fumikomi que es una patada que llega al suelo al mismo tiempo que te desgarras la faringe y parte de Paraguaná con tamaño gorgorito, y llega el rolazo a su destino bien sea al men, koté, o do, y en cualquiera de esos casos lo nombrarás como en el pool. Ya saben, que si la bola once a la buchaca de la izquierda, antes de hacer el tiro.

Pasan cosas como que yo le doy un sablazo de antología en la mano al que está peleando conmigo y pego ese grito: ¡kotéééééeeee!!! Mientras paso por su lado haciendo el mejor caballito que puedo, y el juez me alza la bandera y dice que fue men. Yo no discuto, él sabe mucho más que yo de esa vaina porque para algo es sensei. Yo creo que fue que cuando pasaba lo tropecé y le di sin querer sendo lepe en la frente.

A veces estás men que te men con el tipo del frente y los jueces no te tiran ni peos pa’ que te distraigas. Es decir, que muy convencido y todo, pero nada de nada. Bueno, así es el kendo.

Luego de un lapso que se te desdibuja y estira, alguien decide que ya está buen con eso de los palazos y la gritadera, y toca un pito. Retomas tu posición original, haces sonkyo y envainas simbólicamente (y sin resuello) te pones de pie con el sable en la mano izquierda a la altura de la cadera de manera que la empuñadura apunte más o menos al pecho de tu oponente, echas para atrás cinco pasitos cortos, bajas el arma a la posición de descanso, te inclinas unos quince grados hacia delante sin perder la visual con quién aun es tu ponente, te enderezas, le gritas ¡arigatogozaimaishita! Y pasas al siguiente para empezar de nuevo.

Bueno, el viernes en la noche fue este mismo macán pero con treinta y cinco participantes, más nueve Sensei que se las traían y se las llevaban. Coño, treinta y cinco más nueve son cuarenta y cuatro, que al multiplicarlo por dos porque es uno al empezar y otro al terminar cada gi-geiko, son ochenta y ocho sonkyo very much de esos, que al quinto crees que ya no te pondrás de pie nunca más. A los nueve estás paralítico. A los veinte quieres que te dejen morir en paz. A los cuarenta ya estás como el pollito periquero…, a los cuarenta y cuatro solo dices como Harry Callahan: go ahead, make my day y solo vas por la mitad... Por cierto que el Sensei Moisés Becerra de Nueva York, me dio un do de sobaco, es decir, me dio un rolazo en mi axila derecha, se me acercó y me dijo: “fue un poco alto, se te va a poner morado, lo siento”... Yo, qué decir, me daba lo mismo que me machacara con ajo y sal de apio, igual moriría pronto nomás.

Se terminó esto en un par de horas de sonkyo y leñazos, pero después hubo que sentarse en seiza, que es como se sienta la geisha, mientras hablan los senseis para darte recomendaciones que juran muy serios que se las estás oyendo atentamente. Nojoda, los oídos te hacen piiiii, los pies ya ni duelen porque parecen de otra persona que no eres tú, el cansancio y la adrenalina pone el mundo en cámara lenta y con el volumen bajitíco…, pero ellos hablan y hablan y hablan, porque el japonés habla inglés y el cubano le traduce con mucho respeto, pero yo a esa hora solo quiero comprar mi fosa en el osario y que se callen la boca porque igual no les escucho ni entiendo un carrizo, ni quiero entender nada por amor de dios.

Cuando por fin se compadecieron de estos mortales blandengues que pretenden ser Tom Cruise que se hizo último samurai en una temporada que duró su película en cartelera, y se callaron la boca, me cambié como a mil por hora en completo estado de apnea, recogí la cava del agua (compré cuarenta y cinco botellas de litro y medio de agua, y no quedó ni el hielo, solo un poquito de agua de deshielo en el fondo) y me fui para mi casa por una autopista toda adornada con luces de navidad en la cual todo el mundo iba apuradísimo. Por más que lo intentaba no me daba el pie para hacer pasar el carro de cincuenta kilómetros por hora y me maravillaba que además de luces de colores veía juegos pirotécnicos. Por cierto que fue muy raro, pero cuando llegaba a la casa, la subidita que hay antes de ella me parecía infranqueable, me parecía que no iba a poder subir. Lo cómico es que yo estaba manejando, no estaba jalando el carro ni nada así.

Total que logré llegar con el carro hasta el frente de la casa, lo apagué, le puse el trancapalanca, abrí la puerta y tuve que sacar las piernas con las manos como si estuviera lisiado o algo. Me tiré del asiento y me fui trastabillando por la bajada pa’bajo sin poder frenarme. Menos mal que logré agarrarme del mismo carro para no ir a dar con mis huesos al suelo tan malamente.

Abrí la puerta de atrás del carro y asomé la cava para desaguarla y sentí que el agua fría de la cava me caía en los pies pero no podía quitarme. Tuve que dejar que se me mojaran los pies con el agua que quedó del hielo. Yo pensaba en que eran menos de las nueve de la noche, que no era hora para llegar tan borracho a mi casa, que resultaba muy particular que estuviera pensando como lo haría un vecino chismoso viéndome a mí mismo llegar en esas condiciones y me cagué de la risa.

Empujé la cava como pude para dentro del carro y cerré la puerta. Agarré mi sable, mi armadura y mi fukuso y traté de trepar la última subidita, la del jardín, para terminar de entrar a la casa. No podía subir. La puta subidita parecía el segundo tramo de la trepada del Everest y yo me sentía un mal sherpa cargado de peroles que no me atañían para nada…, pero logré entrar. Adentro me esperaba mi adorada Anne-Marie con un minestrone bendito de cebada, hongos y tomates secos que me devolvieron el ánimo justo como para sacar el bogu de su bolsa, y poner a medio secar todo para el lío de mañana. Me quité la franela y al unísono Natalia y Anne-Marie pegaron un alarido de horror cuando me vieron el sobaco derecho: lo tenía del morado más profundo (deep purple made in Japan) que haya visto nunca, parecía aerografiado, los pliegues de la tela del fukuso se me habían tatuado en la piel, pero no me dolía, solo ardía como una quemada de playa. Yo me eché mi baño y me acosté a fallecer en santa paz. Pensaba que si así habían sido las primeras dos horas cómo coño haría con las cuarenta y ocho que me quedaban por delante.

La mañana del sábado ni la recuerdo. Tocaba dirimir el campeonato de los de un dan para arriba. Porque es que la cosa es así: uno es sexto kiu cuando no sabe ni ponerse la dormilona esa, luego quinto, cuarto, tercero, segundo, y primer kiu. Luego pasas a primer dan, segundo, tercero, así, hasta Leo Dan y me perdonan el chiste fácil. Entonces, lo que decía es que los que estaban de primer dan para arriba les tocó liarse a mamporros de los buenos toda la mañana. A mí me tocó hacer las anotaciones pero del lado izquierdo (porque adónde va el buey que no are) de la pizarra y a un gótico llamado Hache, porque él no era medio hache sino hache completo, le tocó el lado derecho de la misma y eso que no se veía para nada conservador el muchacho.

Esa mañana pasó volando. El subcampeonato quedó en manos de mi Sensei que además es Lama, chef, y tiene nombre de diseñador de trajes de novia. Un tipo particular este sensei. Un gran tipo y mejor amigo, con largueza, la verdad. Le ganó Obi Wan Kenobi nada menos.

En la tarde vino el campeonato de los kiu, o sea, los que no cantamos tan afinados con peluca tipo Popy. Yo, personalmente, solo quería cantar bajito. Esa gritadera no puede ser cosa sana. Imagínense que me tocó el primer combate con un estudiante de física que se pasaba el día pegado a un I-Pod oyendo música satánica y que se creía el león de la metro. No hizo sino pararse delante de mí y largar un rugido con su consabida cara de Alister Crowley, yo soltar la risa tonta, y el tipo conectarme un men que me dejó mirando pa’dentro. Todo en menos de lo que espabila un cura loco. Ya dije que lo del kiai es cosa seria.

En el segundo combate me tocó un maracucho con cara de buena gente y yo, de pana, por eso no quería pegarle. Me parecía una iniquidad. Lo bueno es que me dio el chance de relajarme y sentir de nuevo que tenía hombros. Los tuve tan tensos todo el rato que ya ni me daba cuenta que los tenía puestos. A este le pegué aquel coñacito no muy duro que yo creía que era un koté y terminó siendo un men por las vainas que tiene el kendo, si no recuerdo mal. La verdad es que ahora que lo pienso no sé bien si fue al revés la cosa. Bueno, no importa. El asunto es que eso me mantuvo dentro por un rato más, porque luego me tocó con un compañero de dojo y me sacó en menos de lo que canta un gallo sin gritarme casi ni nada. Por cierto, este pana después se llevó el campeonato en buena lid ¡proficiat!

Se acabó la repartición de garrotazos esa y a los senseis que tenían todo el día viendo, más no comiendo, les dio porque tocaba más gi-geiko. Yo, que tengo las rodillas hechas mierda porque las motos bla, blaa, bla, y que tenía que hacer trial con una rodillera articulada so riesgo de lesionarme por meses gracias a unos ligamentos estiradísimos como el jebecito constante de una depresión, a esas horas ya no debería estarme moviendo ni en silla de ruedas porque estoy viejo y mal usado, así que con la venia de mi sensei (porque le dije que estaba jodido y él me recomendó que me lo tomara con calma) apliqué la milenaria técnica del güebeiko.

Esto hay que explicarlo, porque es que el gi-geiko con los senseis es una vaina demasiado loca. Ellos se ponen allá en frente en orden de jerarquía, y uno de este lado se pone en fila para combatir con ellos. El combate no es tan matador en sí mismo porque ellos realmente te están enseñando más que simplemente coñaceándote. Lo que pasa es que tienes tu rato en este peo y ya no quieres ni puedes. Bueno, yo me ponía en fila frente al sensei que tuviera más gente y faltándome tres o cuatro para llegar mi turno me hacía el que iba a buscar algo y me pasaba para la fila del que tuviera más gente todavía. No tuve que tontear mucho rato, parecía que el único reventado no era yo y nos dejaron en paz en poco menos de dos horas. Na’má…

Ese día fue un curso de parcheado para los pies pelados. Nos intercambiábamos adhesivos y tirros varios junto con las recomendaciones para la confección del parche más seguro para la planta lacerada de los pies de Cristo. Yo me hice un parche de meter el dedo para cada pie y la vaina resultó más o menos. Me permitió hacer mi campeonato aunque me valiera la recomendación al unísono de todos los sensei de habla hispana, de que me moviera más, que en vez de kendoka (o kenshi, que parece ser el término correcto) parecía una momia, que el arte marcial es japonés y no egipcio. Yo asentía respetuosamente repitiendo ¡jai sensei, jai sensei! Mientras el otro yo del doctor merengue decía: qué bolas tiene éste, mucho es que me paré y vine para acá, y aun estoy de pie…, qué bolas tiene Bolaños…, pero bueno, para mí mismo porque esa gente es muy quisquillosa y se molestan. Luego le agarran ojeriza a uno y se las ponen de cuadritos.

El domingo no fue tan arrecho porque los exámenes solo implican tensión para los que van con expectativas altas. Yo, la verdad, con salir de ahí por mis propios pies, tenía. Esto debo decirlo, yo no tengo ese afán (como dicen los gringos: climber) por ascender en el rango y prestigio en esa vaina. Tal vez si hubiera empezado muchacho sería así, pero no, seguro que no, porque esa vaina podrida que me tengo que poner para hacer kendo no me la hubiera puesto con veinte años ni loco.

El caso es que hicimos los exámenes, que no es otra cosa que hacer un show de técnica básica y un gi-geiko con alguien más o menos de tu mismo nivel, y esperar. Esperar. Esperar, y esperar en seiza. Después de que se terminaron los exámenes hicieron otro gi-geiko con sensei, pero yo volví a aplicar el güeveiko porque ya está bueno. Recogí y me fui raudo y veloz a hacer la paella más grande que he hecho (cincuenta personas) para el sayonara party, comió y se emborrachó todo el mundo. Y ya.

El lunes amanecí con fiebre y dolor de articulaciones. Estuve una semana y media en cama y aun hoy tengo una tos que me recuerda a Ricardo Pimentel…, ni de broma a Margarita Gautier… Y no sé si sé para qué, finalmente…

lunes, 24 de septiembre de 2007

Viaje por agosto













Una vez escuché a alguien (digo alguien para no seguir exponiendo a la gente porque se terminan molestando conmigo, y eso que no lo hago sino por poner un ejemplo o máximo para hacer reír) que le contaba a otro alguien por teléfono, y sin saber que yo estaba por los alrededores, que dígame eso, sí hombre, ahora y que constructor..., bueno, tú sabes que en este país el que no sirve para nada se mete a constructor... Risas, risas, risas... Yo me reí también aun cuando sabía muy bien de quién se hablaba. Pero dos cosas: la primera es que yo no tengo por qué estar toda la vida con los oídos puestos, y la segunda es que un buen mamador de gallo tiene que dejarse mamar gallo también porque si no está frito...

Qué dirán ahora estos dos alguienes del hecho de que estoy metido a artista... Lo que sea que digan, me lo merezco o mínimo me lo calo, pero mi proceso ha venido dándose por la vía de la empatía primero, roce social luego, y puro y duro frotamiento después. Así es este país, habría que agregar.

El hecho es que como a los belgas de la época del imperio romano, a mí, las semanas de esclavitud me hartaron. Una cosa es cola de león y otra muy distinta es la cabeza de ratón, y no es un comentario ocioso pues sucede que tengo una marquetería en Margarita. No solo eso, sino que es una marquetería de lujo, es decir: cara. Bueno, en realidad no es cara porque el servicio que ofrecemos es muy bueno, pero como me dijo uno que no llegó a ser mi cliente obviamente: ¿tú me vas a cobrar eso por cuatro tablitas? A lo que le contesté con la clásica pregunta aquella de qué es más caro, un abrelatas de un bolívar que no abre una lata, o el de diez mil bolívares que no falla jamás. Y conste que a mí me gusta ese oficio ejercido como lo ejerzo. Solo trabajamos con obras originales de cierta magnitud, a los que el cliente quiere tratar lo mejor posible. Claro que a veces se me cuelan un par de diplomitas y una que otra foto de graduación porque hay que redondear la arepa, claro... Pero el centro del asunto es el trabajo de conservación de la obra costosa. Por eso mi trabajo es costoso también. Uno no manda a carenar el Swan en Manzanillo, no me joda... Aunque me he dado cuenta de que debo bajarme los humos y revisar bien las fórmulas del excel porque creo que me estoy pasando un poco y ya se sabe, que no hay que exagerar.

El hecho de no comprender el por qué de que no me caiga el volumen de trabajo que quisiera no me hace más mella, porque ahora yo estoy casado con una gran artista, y yo mismo ahora también lo soy..., o sea, que tengo la marquetería andando a full máquina montando puros originales más buenos que el carrizo... Sí, sí, ya sé, el razonamiento cojea por algún lado. Eso no importa pero siento que debería.

Ya cuando estuvimos en Caracas con lo de la exposición de Cantv en Los Cortijos cuadramos lo de la Galería Azularte en El Hatillo para la cual Anne-Marie llevó la bicoca de treinta y seis trabajos pasados todos por marquetería con caja y entre caja doble en muchos casos. Pero hubo que trabajar duro para eso porque había que preparar también la de Arte Bosque en La Salamandra que sería una semana después pero para la que saldríamos una semana antes por lo que ya dije, así que como para Arte Bosque eran como treinta trabajos más, pues nada: a tragar grueso.

Yo fui coleao, para decirlo en caraqueño. En realidad asistí a mi primera experiencia como expositor artístico coleao... La invitada era Anne-Marie. Lo que pasó es que en algún momento entendí que estábamos invitados como “Guarura”, que así se llama nuestra empresita artística y por eso me fajé a hacer cosas mías también, y por el otro pasó que nadie me dijo que no. Así que en mi primera experiencia me coleé... Y así coleao hice dos lámparas forjadas en aluminio, tres sillas raras, y diez fotos en blanco y negro sobre aluminio. Allá las puse. Más adelante sigo contando lo que fue de esas coleadas.

Aquí en Margarita con días de anticipación cargamos la camioneta con lo que iba para Caracas y zarpamos vía sinferry a Puerto La Cruz. Compramos los pasajes con tiempo y todo pero las debilidades de Conferry son más fuertes que sus fortalezas, así que partimos con retraso de más de medio día. Pernoctamos en una comodísima casa bote de una amiga de Gun-Marie y seguimos viaje al otro día, después de haber desayunado en una cachapera llanera en pleno corazón de Plaza Mayor porque así es este país también.

Hicimos el trayecto hasta Caracas muy despacio y asombrados con los infinitos tonos de verde que hay camino de Catamarca. Sí, cuando se pasa uno mucho tiempo metido aquí en Laisla se queda loco con el color de la vegetación que hay fuera de aquí, se llega a sentir uno como el burrito del cuento.

Había, para variar, un desvío en El Guapo (el que le puso así era poseedor de un finísimo humor negro por lo menos y en más de un sentido por hacer el chiste fácil) que lo metía a uno en el corazón de Barlovento que es como decir que Dédalo se ladilló de Creta y se fue a darle forraje fresco al pobre hijo de Pasifae y que el que venga atrás que arree. Vinimos a salir ni sabemos cómo casi en Curiepe City, pero en un abrir y cerrar de ojos ya estábamos rodando por la flamante autopista de oriente accediendo por el tramo inconcluso conocido (o por lo menos así debería ser) como Ibáñez-Fernández porque así es este país (por lo menos a veces). Una cosa sí fui notando por esos caminos nacionales, además de la infinidad de verdes de la generosísima paleta de madre natura, y es que la gente de este país se caga en el “Slow Down”. Coño, manejan como locos. Van con tanta prisa que no me quedaba otra que desearles que llegaran rápido y lo más completos posibles.

Finalmente llegamos a casa de Ingrid en Caracas como si viniéramos de Pénjamo como mínimo.

Hicimos el montaje en Azularte al día siguiente sin ningún problema, almorzamos en un restaurante de una señora italiana en el Hatillo. Esas cosas.

Llegó la inauguración precedida y presidida por un señor aguacero que lejos de aguar las cosas más bien las optimizó porque todos los que fueron en verdad lo hicieron porque querían una pieza de Anne-Marie. Se vendió el veinticinco o treinta por ciento de la muestra esa noche lluviosa. No esperaba menos a decir verdad.

Ese fin de semana operaron a Jorgito y fuimos a verlo a la casa de Alto Hatillo. Le echaron cuchillo en la espalda para meterle un coñazo de millones en titanio en las vértebras lumbares, pero como no hay mal que por bien no venga, aprovechamos el auspicio de Pepe y preparé los mejillones picantes que le debía a Hortensia desde hace más de doce años. Ya se ve que lo de la memoria es una particularidad familiar... Fue un minué con la lluvia pues comencé en el fogón de leña de afuera y terminé en él, pero en el ínterin entré y salí de la cocina con la enorme olla como cinco veces. Un Paraguas, y un vinito...

Visitamos a mi Mamá, comimos con ella, no pudimos hablar nadita qué vaina, vimos a Gabi, vimos a Benito... Un rato sabroso.

Me dio un lumbago de agárrate y no te menées con el cual subimos a Galipán para pasar la noche en casa de nuestros queridos amigos Sánchez & Grüber, pero la pasamos en realidad en casa de Sánchez & Medina porque en la otra casa no había sitio por un palmo grande y otro chiquito. Yo me entiendo. Sin embargo cenamos divinamente como es natural en casa de tan alta cocina por partida doble y dos palmos desiguales. Mi lumbago pareció mejorar después de un par de torsiones a las que le hubiera agradecido un toque de irgasán y excipente pero de lo que resultó un par de voltarén en vía recta o rectal, que no es lo mismo pero irrita igual.

Con este par de sacamuelas metidas donde más allá de Almansa, Castilla La Mancha cambia de nombre, pues pudimos llegar a Valencia pero en Carabobo... No sé cómo será con ustedes, pero así como en Margarita todo el que se pierde va a parar a Juan Griego y menos mal porque si no muy poca gente iría allá, yo cada vez que me pierdo en Valencia voy a tener a Mañongo y es en serio.

Tuvimos que llamar a Maru para que nos guiara, pero ella, que es práctica entre prácticas, resolvió por ordenarme que me estacionara a un ladito ahí, que apagara el carro y que no me moviera más porque ella nos iba a buscar y a guiarnos a buen puerto. Yo pensaba mientras esperaba que qué prisa tenía todo el mundo en Valencia, que qué tenía de raro después el que yo fuera a dar a Mañongo..., bueno, de verdad no tenía nada qué ver el asunto salvo que todo fue muy rápido... En fin. Pasada la vergüenza nos fuimos a su casa a tratar un cuadro de Anne-Marie al que le había salido un hongo por culpa de la humedad de la pared y qué sé yo qué más. Lo bajamos, lo abrimos, le echamos un producto carísimo que a mí me traen de nuebayol y que después les echo ese cuento también, y nos sentamos a cenar unas crepes maravillosas que preparó Maru. Alvaro trajo para la ocasión una selección de caldos riojanos como para parar cirróticos perdíos, y yo brindé a la salud de todos menos a la de mi lumbago que mal rayo partiera.

Fuimos a dormir a otra casa, a la de Diana. A veces no sé ni qué carrizo decir ante tantísima amabilidad. Bueno, gracias es lo único a lo que medio le atino entre la pena que me da...: Gracias.

En la noche me despertó un par de veces el inquilino que ya no le hacía caso al voltarén, pero yo traté de no hacer demasiado aspaviento. Es que antes (no sé cuando) yo era muy sólido, pero ahora soy la propia mami, me vivo escoñetando de nada y me da vergüenza la vaina.

En la mañana cuando Maru nos vino a buscar yo me movía porque soy machito y porque como dije me da pena ser tan debilucho. Fuimos a su casa a terminar lo del cuadro y mientras yo lo hacía, me compraron una vaina que se llama Traflan solución inyectable de 1g. Me la puso Maru (qué pena andar pelando las nalgas en casa ajena) y dios bendiga sus manitas, hasta el sol de hoy que no es poco decir como verán.

Comentario al margen, lo de los supositorios es la sinergia de lo desagradable. Por una parte pase, la vía rectal esa. No es tan malo pues, un mal rato se pasa por cualquier vía. El pegoste que se vuelve no es tan malo porque sentirse cagado no es tan malo si no se manchan de mierda los calzones. La irritación que produce el petrolato, porque es que esa vaina irrita, tampoco es tan mala en sí misma porque en un par de días se quita... Pero todo junto: el doctor Mengele...

Total que se me quitó el lumbago, terminamos el cuadro, nos despedimos y seguimos rumbo a Barquisimeto pero con escala en Nirgua, en el Mirador Paisa. Comimos ajiaco santafereño. Vale la pena.

Llegamos a Barquisimeto un bojote de horas después porque hay que disfrutar el verde infinito mientras se esquivan camiones de carrera entre Hummer y Toyota (caray sí que hay carros buenos en este país y apuradísimos todos, no sé para dónde irán pero espero que lleguen completos) y sin inventar casi nada le dimos vía Duaca hasta La Salamandra. Allá estaban todos los amigos atareadísimos con la organización de Arte Bosque (pueden entrar en el blog de ellos: http://www.arteboque.blogspot.com/) porque en el mismo marco estaba el cumpleaños de Judith, una cata dirigida de la casa Pomar, y el evento propiamente dicho que es además de bellísimo, sumamente complejo.

Esto me obliga a desmenuzar más el cuento, porque resulta que la primera parte fue el cumpleaños de Judith con una asistencia verdaderamente selecta. Estaban, además de Leo Garcés y Judith Guanipa (claro) Anne-Marie, Marisabel, Marc Flallo, Pascal Cherance con su novia Katy, Jesús Canelón, Mercedes Oropeza y sus niñas, y yo. Aunque el motivo de la reunión obviamente era el cumpleaños de Judith, el tema fue una suerte de pre-cata del Terracota de la casa Pomar aderezado con un desliz picantoso de una de las niñas de Mercedes. Llegamos a la conclusión de que el Terracota era un vino de cuidado pero no daré más detalles por cosas del respeto. Basta de ser llamado iconoclasta y esas atrocidades por el estilo.

Solo puedo decir que un principiante como yo en materia enológica no debe pasar de la tercer botella de ningún varietal. Si la cosa viene en combo, y en la mezcla de las cepas interviene algún tempranillo, malbec, sirah, y uvita hit, toda fémina tiene que abstenerse a ofrecer mostrar las siliconas o atenerse al ejercicio de la libre lenguetería tipo mata piojos.

La nota surrealista la pusieron dos cuentos echados por gente de la alta cocina: Mercedes y Leo.

Voy con Mercedes: sucede que Mercedes está casada con Francisco, que además de chef, cree en la magia. No en David Copperfield, ni en Chris Angel: en la magia propiamente dicha. Total que siempre está hablando de gnomos, de duendes, leprechauns (o como se escriba eso) y demás bichitos de la fauna mágica incluyendo el staff completo del Sueño de una noche de verano, aunque este se sitúe en medio invierno venezolano por cosas de la latitud. Tanto que nuestra amiga se llegó a hartar y lo inscribió en un curso de magia de la que hace cualquier ciudadano de a pie. El hombre se deprimió porque la magia no existe, porque la cosa es puro truco, pero tras mucho insistirle consiguió terminar su curso. Hizo su show de graduación pero no pudo volver a hacer su acto en público porque le daba terror escénico. Mercedes, ni corta ni perezosa lo inscribió en un curso de actuación. Ahora él hace sus actos feliz de la vida...

Pero volviendo al cuento: una noche en la que hacía calor, abren la ventana de su habitación y se acuestan a dormir. No pasa mucho rato cuando despierta Mercedes y mira la cara de Francisco quién está con la mirada fija más allá de sus pies y pálido de palidez mortal. Ella se inquieta y va a preguntarle que qué le pasa cuando él muy quedito y con gesto de pedir silencio le susurra: pssst, no hagas ruido que al pie de nuestra cama se halla un serecillo... Un serecillo, psssst, no hagas ruido... Mercedes mira hacia donde se supone que está este pequeño ser y lo que ve es la cabeza de alguien agachadito que los está mirando. Ella empieza a gritar con toda la potencia de su caja torácica y el pequeño ser se pone de pie y sale trepando por la ventana y se escapa por el techo de la casa. El serecillo resultó ser un negro como de dos metros que se aprovechó de la ventana abierta para entrar a ver qué encontraba descuidado por ahí pero que cuando vio a Francisco con los ojos abiertos decidió agacharse a ver si se dormía. No contó con el misticismo de nuestro amigo.

Este cuento nos hizo reír a mandíbula batiente, pero empató con el de Leo en más de un modo y que es el cuento raro de verdad al que me refería más arriba. Veamos:

Un día llama un alemán, que se identifica como Rudolph, a La Salamandra, pide algunos datos sobre la posada y anuncia que llegará el jueves tal a las siete de la noche. Leo se encoge de hombros pero prepara todo.

Como cualquier alemán haría, Rudolph llegó el día y hora anunciadas por él: un hombre alto y delgado, vestido de negro cerrado, cabellos blancos y recogidos en una cola como Francisco de Miranda. El hombre llega en un Yaris alquilado y liviano de equipaje. Cenan, conversan, se hacen amigos, y se retira a dormir. Al día siguiente Rudolph echa su cuento: él tiene una casa en Las Islas Canarias en un sitio con una bella vista hacia el mar. Está interesado en comprar el terreno que está al frente de su casa para que en el futuro a nadie se le ocurra construirle ahí y quitarle la panorámica pero los dueños del terreno no lo quieren vender. Son personas del lugar que viven de la siembra y que tienen varios terrenos por toda la isla pero que ese no se lo quieren vender porque tal vez un día lo quieran sembrar también, o qué sé yo qué cosa. Sin embargo, un vecino chismoso de los que nunca faltan pero que a veces no sobran tampoco le dijo que estos señores quieren comprar un terreno que queda al lado de otro que tienen cerca de donde viven un poco más lejos para sembrar no sé qué también pues parece que se da bien (digo yo, por joderme yo mismo), que si Rudolph consigue comprarlo tal vez esa gente estaría interesada en hacer el canje. El alemán va y le pregunta a los dueños del terreno del frente si de verdad estarían dispuestos a hacer el negocio y ellos le responden que sí, pero que el problema es que el dueño de ese terreno vive en Río Claro, en Venezuela. Rudolph se viene a Venezuela a buscar al señor Virgilio que vive en Río Claro a ver si le vende el terreno. Trae un número de teléfono.

Leo escucha atentamente todo el cuento de Rudolph y casi sale corriendo a buscarle el teléfono para que llame enseguida porque todo el mundo sabe que el tigre come por lo ligero. El alemán alza la mano con gesto de pedir sosiego y mesura, y dice que no, que más tarde. Sigue conversando y rechaza varias veces el teléfono hasta que de pronto alza la cabeza como olisqueando la atmósfera y dice que ahora sí llama, que es el momento de que le pasen el teléfono para llamar, y va y lo hace. El que recibe la llamada dice que sí, que sí, que claro que sí conoce al señor Virgilio pero que ya no vive en Río Claro, que ahora vive en Matatere.

Rudolph muy contento pregunta que cómo se va a Matatere y nadie le sabe decir. Que se llegue a no sé dónde (Bobare creo) y que allá pregunte. Para allá se empuja el hombre pero le informan que ese carro que él carga no sube hasta Matatere ni de vaina, que alquile un camión de estacas 350. Lo hace y se le sube un gentío en el viaje que él está pagando. Se ríe. Llega a Matatere y busca por todos lados al señor Virgilio, pero el señor Virgilio ya no vive en Matatere... De no sé dónde salió un muchacho que conoce al señor Virgilio y le dice que si quiere él lo lleva hasta la propia casa si él le paga el pasaje de vuelta. Okey, perfecto ¿dónde vive el señor Virgilio? Pues en Río Claro, y para allá se van.

Rudolph, gracias a la intervención del muchacho providencial (por no decirle de otra manera ya que prestó un servicio invaluable y no es cosa de parecer mal agradecido ¿no?) consigue por fin y conoce al señor Virgilio, conversan, se hacen amigos, y Rudolph regresa a La Salamandra. Le cuenta todo a Leo y él le pregunta que si hicieron negocio. No, no hablamos de eso, no es tiempo todavía. Yo necesito que seamos amigos primero para después hablar de negocios.

Otro día Rudolph y el señor Virgilio se reúnen y hablan de negocios. El señor Virgilio dice que lo pensará.

Rudolph se fue a Europa muy contento porque su viaje había sido un éxito total: el señor Virgilio existe y está vivo. Rudolph consiguió al señor Virgilio, se hicieron amigos y le prometió que pensaría lo del negocio del terreno.

Leo le echa el cuento a Mercedes quien se impresiona mucho por todo el lío que pasa el alemán buscando al dueño de su terreno, y después, en ese momento en el que se apaga la luz pero aun no se duerme uno, le echa el cuento a Francisco quién yace a su lado y la oye en silencio. Cuando ella termina de echar el cuento creyendo por lo tranquilo que estaba que Francisco tal vez estaría dormido, él le pregunta tranquilamente que si ese alemán, por casualidad, no se llamaría Rudolph. Ella pega un grito y pela los ojos incorporándose porque no le ha dicho a Francisco el nombre de nadie y le pregunta ¡muchacho! Cómo sabes tú el nombre de ese alemán... No, es que mi Papá me decía siempre, que su abuelito que era Rosacruz le contaba que una vez tuvo tratos con un alemán que lo impresionó mucho porque se lo figuraba parecido a Francisco de Miranda, que vivía en Las Canarias y que se llamaba Rudolph..., ese señor es un inmortal, un atlante. Vive en Canarias porque allí se abre una de las dos puertas que según se conoce por los escritos de Aristóteles comunican este, con su mundo. Una en Las Canarias, la otra en Santorini como todo el mundo sabe. Dijo Francisco.

A todas estas, con el tiempo, Rudolph y el señor Virgilio (quién resultó ser un filósofo natural de los que la vida da por cortesía cuando se lleva una larga existencia de bondad y observación desapegada) además de una bonita amistad, hicieron negocio por las tierras, hicieron el cambio allá en Canarias y permanecen en contacto.

Claro que este cuento regado con tres flamantes botellas de Terracota precedidas por tres más de pinot noir o sirah es mucho mejor. Las razones solo las puedo explicar en privado no sea que después se enrede la cosa. Tengo que ir aprendiendo a no decir todo lo que sé por muy cierto que sea porque después viene algún pacato desmemoriado y se ofende...

Luego vino el montaje que fue un asunto singular en más de un sentido, y que por lo tanto he debido decir singular con sentidos en plural. Y es que Arte Bosque es una exposición sita en un bosque. No en una galería que queda en un bosque, no en una urbanización que se llame el bosque, no es nada de eso. Es un bosque de cujicitos y ese tipo de arbolitos, con caminerías entre ellos y unos stand tipo carpa regados estratégicamente. En el que estaba más abajo, por donde entraba la gente, estábamos nosotros compartiendo lugar nada más y nada menos que con don Mario Calderón y sus juguetes..., pero no me quiero adelantar. Iba por lo del montaje.

Hicimos el montaje en la tardecita y ahí nos agarró la noche. Conseguí un horcón medio escoñetado y lo paré recostado de un árbol, le hice una hilera de clavos y de ahí colgué mis fotos. Bajamos de la casa una rodaja enorme de madera y la pusimos de mesa a una cuarta del suelo, nos prestaron un caballete sobre el cual colocamos un cuadrote de Anne-Marie que se llama Urumaco. Claveteamos toda la pared de bambú y allí exhibimos todos los demás cuadros. Sobre la mesa pusimos lámparas, cajitas, candelabros, perolitos todos productos de la inventiva inagotable de mi mujer... Por cierto que en ese momento llegó desde Galipán pero vía Duaca, nada más y nada menos que Masha Grüber a echarnos una mano, la cual le agradecimos pues junto con la mano nos echó unas cervecitas de las del tipo kriptonita que cayeron como pedrada en ojo de boticario. O sea, que nos echó tres manos y media... Terminamos la noche junto a la piscina ahogando las alegrías en cerveza y maravillados de ver lo bien que nadan ellas cuando andan tan contentas.

El sábado de exposición fue movidísimo. Estuvo por allá todo el mundo. Y cuando digo todo el mundo, digo casi todo el mundo. Estuvo el señor Virgilio, pero Rudolph no vino, estaba terminando algo en Canarias. Estuvo Cecilia Todd (que además es prima de Anne-Marie) estuvo Fruto Vivas (que además estuvo a punto de comprarme la silla ojo que se llama “S-eye”, pero no lo hizo porque su señora no lo dejó. Aun así dijo que era una maravilla y repitió esa palabra hasta que me la terminé creyendo también porque quería creérmela) todo el mundo tenía algo que decir de la “siyasutra” la que no es “kama”, el trabajo de Anne-Marie voló en muy alto porcentaje y el mío recibía buena crítica (la verdad es que yo estaba preparado para mucho menos elogio y un poquito más que nada de venta, pero así es esta vida y no me voy a quejar sobre todo porque no me duele el lumbago y ya se me quitó la alergia de mas abajito, y porque finalmente yo estuve allá de lo más caraqueñamente coleao que se pudiera como en el baile del botáo pero ese chiste es demasiado viejo para echarlo aquí) Hubo un señor de Machiques o Bachaquero que no me acuerdo, que llegó a las ocho de la madrugada y compró en seis oleadas sucesivas y desconcertantes. Compraba y pagaba, mandaba a empaquetar mientras daba una vuelta para ver más. Regresaba al rato a retirar los paquetes y se los daba a un edecán medio wayuu que andaba con él y hacía otra compra más. La pagaba y mandaba a empaquetar mientras daba otra vuelta para ver más. Regresaba, recogía los paquetes, le daba el cargamento al edecán, compraba de nuevo y volvía a empezar. Así seis veces. Yo no había visto eso nunca, pero sé que verlo todo en la vida es cuestión de darse tiempo y mantener los ojos abiertos.

Estuvieron por allá mis queridos Indios Avendaño Laya y me parece que la pasaron muy bien, que se divirtieron, y se llevaron una pieza de Mario Calderón que ya habíamos mandado a apartar temprano por si acaso.

Hacia el final del día tuvo lugar lo de la cata dirigida esa cuyo maridaje estuvo a cargo nada más y nada menos que de Mercedes Oropeza, Pocho Garcés, y por supuesto el súper Leo Garcés. Yo no me atrevo a describir la cosa porque me parece que no tengo ni el léxico ni la cultura necesaria para entrarle a la cosa con propiedad. Puedo decir que me asombró cómo un vino inefable como el que más termina siendo de un exquisito que se lo lleva el diablo, en manos de un experto apoyado en la descollante cocina de este trío de gigantes. Este país tiene unas cosas, porque es que también es así: excelente de toda excelencia.

Fue uno de esos momentos en los que se está pero como detrás de una ventana. No como en un cuento de Dickens o los hermanos Grimm. No. Una ventana irreal. Una ventana en la que estás y no estás. Saboreas, paladeas, degustas, masticas, tragas, y empiezas de nuevo pero la experiencia excede el entendimiento momentáneo o más bien la capacidad de asimilarlo todo y darle un justo valor dentro del archivo cerebral... Con decir que no es sino hasta ahora que logro recordar a fuerza de echar el cuento, detalles como el aceite de carbón, las arepitas caroreñas, y las hallaquitas miniatura. El pastel de pescado, la mini parrilla, las costillas en barbicue de chile chipotle... No sé qué decir. Yo sé que estaba ahí, pero casi lo recuerdo como si me hubieran echado el cuento más bien. Afortunadamente tengo un tipo de memoria que me permite mantener el recuerdo vivo mientras logro meterlo en su correspondiente gaveta para las futuras consultas.

Como dato curioso puedo decir que, o ser llevado por la mano de un experto es de verdad el mejor modo de descubrir las cosas, o la sugestión colectiva es más poderosa de lo que siempre he creído. Es que pasan dos cosas al mismo tiempo: una es que recuerdo una vez en la que estábamos con unos tíos y mi Papá en una playa por la vía de Anare que llamaban La Goleta, a la que íbamos mucho y en la que solíamos dejar que nos agarrara la noche pues corría el primer lustro de la década de los setenta y todo era más seguro para los hippies que encendían fogatas a la orilla del mar para asar unas piñas con diablitos Underwood, y que en una de esas mi tía comenzó a dar voces porque al frente sobre el mar y llegando al horizonte había una luz verde muy brillante que todo el mundo vio porque era enorme, estaba oscureciendo, y además quién iba a dudarlo si ella lo decía..., pues yo me quedé bizco por un rato a fuerza de ver y ver (porque eran los tiempos de Von Daniken y no había por qué dudar de los recuerdos del futuro, ni de la conexión con los ovni que tenía mi tía) y no vi ni media luz de ningún color. Ni verde ni nada. La otra cosa que pasaba al mismo tiempo es que el enólogo de la casa Pomar decía que notáramos el efluvio de cereza, las reminiscencias trufadas, el levísimo matiz aceitunado junto con la redondez en la boca, perfumado y de cuerpo grueso, y aunque se burlen de mí y no me da pena porque lo estoy poniendo aquí por escrito, así mismo era que se sentía ese vino y eso que no era un carmenere... La histeria colectiva supongo que se da en los momentos menos esperados y con la atmósfera adaptada a cada quién. Definitivamente mis ovni vienen embotellados. Qué cosa.

El domingo amaneció lluvioso y la gente empezó a llegar a mediodía porque sobre Barquisimeto caía una verdadera tempestad de esas que solo caen cada cincuenta años solamente porque a la gente se le olvida que todos los años, precisamente por agosto, en casi toda Venezuela caen los más recios aguaceros ¡anualmente! Pero ese es un fenómeno que no merece mayor comentario porque también gracias a eso es que somos como somos desde las antillas mayores hasta la Patagonia. Ya lo decía Beny Moré en la inolvidable guaracha que tal vez fuera mambo: salí para la ciudad, confiado con mi paraguas, ahora que llueve ya ¡ay! Se me olvidó en la guagua...

Tengo que decir que cuando ya la cosa decaía y me parecía que mis peroles regresaban incólumes a Margarita island, llegó un gran comprador barquisimetano y de un solo golpe de chequera (que le agradezco sobremanera) se llevó a precio de flotilla cuatro de mis fotografías como para que no me fuera liso y arrugado al mismo tiempo. La otra foto que se quedó allá fue una que canjeé por un libro de Sigala por la infinita amabilidad y cortesía de Pocho Garcés en persona.

Algo sumamente agradable que sucedió fue que Esneira, la compañera de Mario Calderón se enamoró (por decirlo de un modo que solo está en mi cabeza pero que al fin y al cabo a mí me da la gana de usar, por qué no) de una de las dos lámparas forjadas, me dio nota y se las regalé a ambos. Por lo tanto, en vez de venirse para Margarita, la lámpara se fue para Mérida. Esta lámpara es una parabólica forjada en lámina de aluminio, como de cincuenta centímetros de diámetro, montada en ángulo sobre un codaste de algún peñero roto que rescatamos de una playa, y le monté de frente un bombillo de esos que se llaman dicroico dentro de un enfriador por convección forjado también. La lámpara da una luz muy parecida a la de la luna cuando está llena y baja. Entre plata y amarilla... Se llama “Aripo”, pero alguien le puso “rancho con parabólica” y así también le pusimos. Ellos se la llevaron muy contentos. Espero que en verdad les guste y la disfruten. Yo creo que sí... Bueno, basta con eso, que me pongo tonto.

Esa noche recogimos lo que quedó en el límite de lo que uno llama estar hechos polvo, pero contentos de verdad y subimos a cenar con los que nos quedábamos en La Salamandra. Estaba además Idanela Marteen, quién no puede ser más agradable porque dejaría de ser humana y que es interesante, pero transmite fielmente esta manera suya de ser a sus tejidos que merecerían unas diez páginas más de comentarios sin llegarle cerca.

Yo no puedo describir del todo claramente lo que significó para mí esta exposición coleao y todo. No puedo porque desde mi escepticismo sobre todo para conmigo mismo me cuesta ver las cosas sin ese tinte de socarronería absurda que da una vida de bachiller de esta república y toero de esta nación. Mi óptica está aberrada por culpa del comentario cierto o no que sobre yo sé quién se hizo al principio de esta crónica, pero que en realidad nunca caló hondo porque la simpleza está tan llena de razón en la mayoría de los casos que más reflejan una realidad que una reflexión o un juicio. Además, a mi edad ya esas cosas no generan pasión, ni tienen importancia, pero deforman un poco al introducir el germen de la duda en la ecuación ocupacional.

Al día siguiente partimos de regreso porque el viaje es demasiado largo y ni de broma lo queríamos hacer de un tirón. La prisa se debía a algo loquísimo que contaré en la próxima entrega.