miércoles, 16 de mayo de 2007

Cuándo me hice viejo

Estoy seguro de que yo nací en la época en la que era niño como la mayoría de la gente, pero creo que me hice viejo de golpe siendo un niño.

Barrio plateado por la luna, rumores de milonga, de toda mi fortuna.

Vengo pensando en esto desde hace algún tiempo porque las personas de mi edad no guardan los recuerdos que yo guardo, como si las cosas que vivieron antes de más o menos los catorce años no hubieran sucedido. Así que en realidad me parece que soy más o menos catorce años mayor de lo que debería.

Y así se pasaron diez años, sin mirar tu rostro, sin tocar tus manos, sin besar tus labios así.

Pensé que por haberme ido de la casa de mi Madre y hermanos antes de esa edad, de los catorce, tuve que crecer rápido en algún sentido más o menos figurado, creo, para adaptarme a otro modo de vida, como era la que se vivía en la casa de mi Padre y los otros hermanos, que era, como dice Virulo: distinta y diferente.

Vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra.

He creído esto por mucho tiempo porque en cierto modo, un poco menos ilógico de lo que suele ser mi proceso mental, el hecho de ver calle desde un poco antes de lo que lo hace el común de las personas de mi clase y condición socio económica (término que no voy a aclarar en este momento pues terminaría escribiendo páginas y páginas de otro tema que no es del que quería hablar) me hacía fijar cosas que hubiera debido vivir un poco después y que ya a esa altura debida, no me hubiera impresionado tanto. No es tontería, digo, salir de mi entorno de Jesús Sevillano y Rolling Stones para entrar en el de Noel Petro y el Super Combo Los Tropicales. Es jodido, pero divertido.

Ya está tejiendo la red, como en aquella mañana, que me entregó su querer...

Esto me sonó lógico por mucho tiempo, sobre todo si no sacaba muchas cuentas con los años. Es que ni siquiera forzando mucho los números podía llevar a equiparar las experiencias a los catorce, con las experiencias de los veintiocho. Por más que distorsione y ajuste, no me cuadran las fechas.

Vida, desde que te conocí, no existe un ser igual que tú, que me sepa-aa, com-prennde-er.

Honestamente sí me importa que encajen los tiempos porque soy de los que ni en sueños juego con carritos de distintas escalas todos juntos en el mismo plano, para hacerlo tengo que valerme de la perspectiva para digamos justificar las diferencias. De hecho, cuando sueño algo inquietante o angustioso, en seguida lo contrarresto diciéndome en sueños que me despreocupe, pues solo estoy soñando. Soy de una cuadratura cerebral que no se aguanta. A veces creo que hasta me enamoro con el cerebro y no con el corazón, como dice tanta gente que es que uno se enamora. Pero bueno...

Cuatro puertas hay abiertas, al que no tiene dinero, el hospital y la cárcel, la iglesia, y el cementerio.

Así que he seguido pensando en cuando fue que me puse viejo. No tanto el por qué. No tanto, porque para qué. Solo me basta el cuándo, para que las fechas me cuadren, poder hacer mis cálculos, y saber mi edad de una vez por todas. Es que una cosa es saberse viejo, y otra muy distinta saber qué edad es que tengo.

Dime cuándo volverás, dime cuando, cuando, cuando.

Yo nací hace cuarenta y tres años. En enero de 1964. Eso no me da derecho a recordar con nostalgia mi BSA Lightning del 69, ni a haber llorado por la separación de los Beatles, ni a tararear canciones de Cherry Navarro, Daniel Santos, y Javier Solís con soltura, ni añorar un Plymouth Barracuda que nunca tuve, ni a preferir esa apariencia de sensual descuido desenfadado en las mujeres. Ya saben: melenas indómitas, bluyines saint tropez, cinturones gruesos, sandalias de meter el dedo, franelitas rueda libre... Y no digo más.

Aleluya, aleluya, aleluuuuya.

En vista de eso he seguido, sin demasiada disciplina para no cansarme, indagando en el tema. Saber el momento en el que me hice viejo me serviría para aclarar las cosa y despreocuparme un poco porque nada me despreocuparía más que ponerle número exacto a mis años.

Pasarán más de mil años, muchos más.

Por eso es que observo de cerca a mis chamos. Sobre todo cuando no se han dado cuenta de que yo estoy ahí observando. Para captar el ingrediente sine qua non de la niñez: candidez, dicen unos. Inocencia, dicen otros. Imaginación. Esperanza... Sí. Esperanza. Una esperanza ciega, injustificada, impune, delirante. O sea, como se supone que es la esperanza.

Prende questa mano, zingara..., parla del mio amore, io non ho paura...

Los niños están nuevecitos y piensan que el futuro les aguarda allá lejos lleno de poder, de sabiduría, de libre albedrío muy encarrilado. De seguridad, de justicia... En fin, cuando se es niño se cree firmemente en que los adultos están ahí puestos a su servicio prestos para limpiarles el camino y hacerle las cosas fáciles. Que siempre serán bebés pelícanos que abren el pico y graznan y abracadabra, les echan rolo ‘e sardina predigerida en el piquito... Piensan que la coherencia es una condición inherente al ser adulto. Que no se puede ser adulto si no se es coherente.

Y para quéeee, pelder el tiempo-o, para qué, volvelnos loco-o, si tú sabes que, nosotro-o, no nos comprendemos yaaaa-a-á.

Creo que, como a todo el mundo, me tocó vivir ratos complicados que me forzaron una especie de nihilismo prematuro, y eso hizo de catalizador a mi vejez. Por eso fui comunista marxista leninista a los ocho años, y casi fascista musolinista y maquiavélico a los diez. De liberal esperanzado, a conservador cínico, en menos de lo que espabila un cura loco.
Y, si voy a seguir, siendo igual, que antes fui, no permitas señor, que regrese junto a mí, perdóname señor, porque soy, un pecador, pero a ella, pero a ella, no la dejes sufrir...

Toda la gente que conozco necesita algo de qué agarrarse. Unos se vuelcan en la religión. Otros se agarran del que tienen más cerca. Otros se escudan en lo que leen y/o escriben. Hay quienes le meten al razonamiento cartesiano. Existe el que se agarra de sí mismo. Una enorme mayoría se agarra del qué dirán pero para que no digan, nada más. O sea, cómo hacer las cosas de manera tal que nadie pueda decir nada, aunque no tenga la lógica más peregrina. Unos diseñan y practican su propia lógica, principios, éticas y procederes, para tener de dónde agarrarse.

Abaja la luz Monga, que aquí tamos como en familia.

Los niñitos se agarran esperanzadamente de los adultos. Definitivamente.

Pon tu mano en la mano de aquel, que se posó en las aguas.

Hay adultos que se dan cuenta de eso y tratan de dar pasos firmes para que los niños tengan tiempo de irse acostumbrando. El riesgo que se corre este tipo de adulto es cansarse y que tarde o temprano le de la artrosis, la extra diástole, laberintitis, o cualquier cosa de esa como salir a comprar cigarros a la esquina y no volver más.

Por una cabeza, de un noble potrillo.

Otros se dan cuenta también pero les da una rabia que les hace entrar en una especie de contradicción pegostosa que no les queda fácil. Y recurrentemente se refugian en una concha llena de automatismos de lo más divertida de ver. Si no se es niño, claro.

Hoy quiero vivir como si no fuera yo.

Unos adultos se recubren de un aura de prócer intocable y vive alejado de todo para que no lo molesten.

Maringá-maringáaaaa...

He visto muchos que simplemente andan con una especie de matamoscas mental que emite un latigazo verbal casi siempre acompañado de un manotazo. Esto es automático.

Yoooo, soy rebelde porque el mundo me ha hecho asíiiii, porque nadie me ha tratado con amooooor.

Y así los hay de mil modos y matices. Pero una cosa les suele acompañar y que hace que los niños tengan de dónde agarrase: son coherentes. Más vale un padre hijo de puta, que uno incoherente. Uno mano floja hace que los niños aprendan rápido a defenderse o por lo menos a no ponerse a tiro. Después esos niños irán al colegio a pegarle a los más chiquitos y se cierra el círculo.

Ponme la mano aquí, en el coco Macorina pon, en el coco Fidelina pon...

Entonces viene uno y se pone viejo porque se le ensucia la esperanza y así de camuflajeada como que no se ve, y se va para Guararé, Guararé, Guararé, una buena cantidad de años buscando, temiendo no encontrarla, haciéndose cínico conchudo para que no duela tanto, hasta que un buen día te cantan un apio verde y te hacen soplar cuarenta y tres velitas contigo en la distancia. Te joden las hemorroides y un nudo constante en la boca del estómago porque te has pasado ya un rafagón de lustros buscando afuera lo que está adentro, y terminas notando que no hay ermita que buscar arrepentido.

Así que yo pensando que mi vida era un tango por culpa de la pérdida de la esperanza y todo ese cuento, siendo como después me di cuenta y me vuelvo a dar cuenta que se fue el caimán, se fue el caimán, se fue para Barranquilla, pero me dejó el pan y la mantequilla, que con eso solo me basta para recuperar la esperanza porque es más fácil comer pan que caimán.

Virgen de Altagracia, compañera mía, tú para tu casa, y yo para la mía.

Así que en vez de andarme quejando porque la mañana en que me despierto y no me duele nada empiezo el día por temer que me morí, lo que hago es reír para mis adentros cada vez que hago un chiste y nadie me lo entiende. Y es que claro: son chistes de viejitos.

Payaso, soy un triste payasoooo...

Pobre padre Severiano


Y claro, yo siempre con mis injusticias y cayendo en cuenta de ellas al cabo de tanto y tanto tiempo, que ya a nadie le importa el asunto. Pero a mí sí.

Lo más grave es que no me explico como es que vengo a entender la injusticia que cometí con aquella pobre víctima de la vida, a tantísima distancia de ella. Yo me perdono.

Es que los sucesos de los que hablo se sitúan más o menos a la altura del año setenta y cinco del siglo pasado, que se dice fácil.

Sí, aquel mismo año que llovió tanto en Caracas que el comentario de mi Abuelito era que no caía tanta agua desde el año cuarenta y uno, o cuarenta y tres, o tal vez el cincuenta y uno, siendo yo el de la imprecisión porque qué carrizo, una cosa es que yo recuerde los setenta y otra muy distinta es que les venga con el cuento de que también recuerdo los cuarenta. No hay que exagerar, como sabiamente dice mi hija Natalia.

Pero tratando de regresar al tema central, es decir, el pobre padre Severiano, debo, supongo, empezar por describirlo a él, después su comportamiento, y por último cómo se portaba conmigo y lo que me parece entender que le pasó con mi tío Manolo.

Él era un hombre bajito, tanto, que yo en cuarto grado de primaria ya era de su estatura. El asunto es que volumétricamente hablando era lo que se podía decir, un hombre muy grande. O cómo dice mi tío Francisco: más fácil brincarlo que darle la vuelta. En resumen, que era algo así como el esférico, y pobre, padre Severiano.

Tenía las manos como un yunque, la izquierda, y como una mandarria de quince libras, la derecha. Tal vez tuvo algo que ver con el proceso de la forja catalana pero en Galicia, porque de baturro no pasaba, pero esto ya son apreciaciones subjetivas de las que estoy seguro, pero no recuerdo bien.

Medio calvo con cara de mochuelo gracias a unos lentes enormes y muy poco freudianos, junto con una nariz demasiado pequeña con relación al diámetro de su cara, que como este planeta, presentaba un abultamiento en el ecuador. Menos mal que no tenía bigote, pues éste habría parecido un atajo entre sus dos cachetes. Los pocos pelos que le quedaban permanecían pegados a su cabeza por obra y gracia de la gomina natural producida por el sudor y la grasa corporal acumulada por décadas de baños incompletos, supongo, ya que olía textualmente a guaralito de guindar chorizos. Para colmo.

Yo creía sinceramente, en aquel año lluvioso, que el pobre padre Severiano vivía en las ruinas de la concha acústica, que él se comía los niños crudos que decían que se habían comido los comunistas. Pensaba esto porque siendo que él decía eso de los comunistas, y que yo conocía algunos comunistas muy de cerca que en realidad le daban sus trompadas a los niños igual que el pobre padre Severiano, pero que de hacer niños en abundancia no pasaban, tal vez, por el inverso de decirme de que alardeas y decirte de qué careces, sería el padre el que se comía a los niños entonces. Esto explicaría la barrigota, y el olor. A lo mejor guardaba la cecina de los niños desaparecidos bajo la sotana por miedo a que en nuestras temerarias y arriesgadas incursiones a las ruinas de la concha acústica termináramos por descubrirle el cubil y luego difamarlo por comunista. No sé.

Después me enteré, en la ocasión de acompañar a mi Mamá a la carnicería, que todos somos comunistas porque comemos un corte de la vaca que se llama muchacho. Que lo hay cuadrado, y redondo, que tenía que ser el preferido del pobre padre Severiano.

Ahora creo que el pobre hombre debió haberlas pasado muy malas para, y por tener que emigrar a las indias occidentales en la época en la que mayormente salían por la izquierda de la madre patria vía Perpignan, solo los de izquierda, y que él tan de derecha también había tenido que huir por la izquierda, de un país de derecha en pleno reino de la misma. A veces tampoco hay derecho en la derecha. Quién le manda.

Tiene que haber sido horrible, siendo confesor, tener que irse de un país en el cual la demanda de confesores es tan alta. Porque si fuera que se graduó de filósofo liberal todavía se explicaría tener que irse, porque en un país tan francamente franco, solo toreros y confesores. Lo demás es siesta, como dice Sabater.

No tenía nada malo en sí el pobre padre Severiano, que era afinado hasta el punto de no tener bemoles, si no fuera por la manía que tenía de pegarme constantemente. Claro que no me pegaba nada más que a mí pues su ojeriza no tenía punto focal. También le pegaba a Pinto y al tonto de López, que era mi amigo de la conserjería en el edificio donde vivíamos, pero una vez en la escuela se juntaba con los de arriba y ya no me hablaba hasta la hora de la salida, y de habernos alejado un par de cuadras del colegio rumbo a la casa. Yo no le pegaba nunca porque era mi amigo en la casa, ni en el colegio porque nunca se me ponía al alcance aunque tratara tan mal a la humildita señora de la limpieza y le brindara refrescos a Mendoza con su único realito. Ni tampoco, porque yo no le pego a desconocidos y en el colegio lo era por completo.

El pobre padre Severiano no le pegaba a Cayetano, ni a Blanch, ni a Mendoza, ni a Machado, ni a Ross, ni a Tony, ni a Cabañas... Y a Carmencita o a Bolinaga ni con el pétalo de una rosa, por supuesto, porque ya esto habría sido una iniquidad y las madres de ambas niñas se lo hubieran papeado a la parrilla un domingo con whisky en plena misa clase media caraqueña.

Yo no tenía quién se papeara al pobre padre, afortunadamente, porque hoy me hubiera sentido muy mal por lo injusto de aquella irreflexiva acción indirectamente mía. Mi Abuelita compartía lo suyo que tanto trabajo le costaba día a día con nosotros que no éramos pocos, y yo no le hubiera sumado una preocupación más. La verdad es que en esa casa vivíamos muchos: mi Abuelita y mi Abuelito, mi Mamá y mis cuatro hermanos contándome a mí, mi tío Manolo, mi primo Roberto, y María Félix una ahijada de mi Abuelita. Diez personas en total, si no he contado mal.

Mi Mamá estaba embarazada, sin dinero, sin marido, con tres hijos y con el que venía cuatro, y la verdad es que decirle que en el colegio el padre Severiano me llevaba cosido a trompadas no hubiera hecho sino joderle más la existencia. Mi Papá estaba luchando en la montaña para imponer la justicia ante tanta injusticia y la verdad sería que de lograrlo saldríamos de ese lío todos. Además venía tan poquito tiempo cada trece meses más o menos que a mí se me olvidaba, con la alegría del encuentro, hasta los coscorrones del padre ese. Y cuando se volvía a ir, la tristeza me alcanzaba como para que no sintiera los coscorrones de unos tres meses más o menos. Luego venía la rabieta impotente porque casi asumía lo que no quería asumir y que prefería no entender, y qué decir, que la arrechera por un coscorrón o dos, la verdad es que importaba lo de menos. Por lo tanto no entiendo por qué es que yo digo que el pobre padre Severiano me pegaba tanto, si es que eso es algo de lo que no me acuerdo.

Pero sí recuerdo que para el día de primera comunión de los de segundo grado nos forzaron a confesar nuestros pecados en la oreja del padre Francisco, que también pegaba pero que era menos constante en eso porque estaba siempre muy ocupado y era más simpático porque era tremendo futbolista, para poder comulgar junto con los que hacían la primera. Bueno, para no enredar más el cuento: yo estuve a punto de pedirle perdón a la oreja del padre Francisco por desear matar al comunista de derecha come niños que era el padre Severiano por darme tanto carajazo, y comentarle de paso que eso de la eucaristía me sonaba a mí a canibalismo sádico disfrazadito que si no le parecía suficiente con habérselo echado en la cruz y todo eso..., razón por la cual quería que me aclarara las cosas un poco, pero en lo que me acerqué a la oreja del padre Francisco un olor conocido me hizo pensar de golpe que este también olía a come niños y que tal vez sería un error fatal de mi parte ponerme tan en evidencia ante la oreja tan de derecha de ese padre que olía medio a comunista por mucho fútbol que jugara. Confesé haber desobedecido a padre y madre sin dar muchos detalles, y de ser muy de derecha con mis hermanos menores a quienes amenazaba con comérmelos pero sin hacerlo porque yo sería comunista también pero de los que tal vez hicieran niños, aunque jamás me los comería, y tanto es así que prefiero el pollo de res que el muchacho, ya sea, redondo o cuadrado. Nunca cordero, jamás, porque me incomodaba mucho no tener claro qué o a quién me estaba comiendo, y yo, sin la información correcta, no me alimentaría jamás con cosas que luego me hicieran acreedor de más coscorrones, por deicida, en ese colegio tan capuchino.

Tres padres nuestros, tres avemarías, y un credo... Me parece que el padre Francisco supo leer entre líneas de mi confesión... A los demás solo les mandó a rezar uno de cada uno y esto lo corroboré con una exhaustiva encuesta que hice para salir de la duda. Claro que las encuestas dicen cualquier disparate al final, porque no hay nada más clase media caraqueña que quitarle penitencia a una confesión para lucir más bueno que los demás, que también se quitan penitencia para enredar más las cosas. Recuerdo que aumenté un padrenuestro y un avemaría porque nunca me aprendí el credo y quedé satisfecho con el trueque de ese dos por uno. Espero que Dios también, porque no le dije nada al padre Francisco.

Creo que uno tiene en la vida todo lo que necesita y gracias a eso tuve en aquel momento a mi primo Roberto, quien estando en tercero me alejaba a los fastidiosos de quinto que no me dejaban tranquilo en mi rincón con mi malta y mi panqué de chocolate de cada día.

Esto debo explicarlo: a mí me daban un realito todos los días para mi desayuno en el colegio. Esto me alcanzaba precisamente para comerme o bien un jugo de cuartico y un sandwitch de jamón o queso porque el de ambos valía un real, o una malta y un panqué de chocolate. Hubiera podido combinar la malta con el pan, y el jugo con el panqué. Tal vez. Pero ocurrió que la primera vez pedí el pan y me di cuenta que éste estaba abierto hasta la mitad nada más y que la hilachita de jamón estaba vieja y ni siquiera entraba completa en la ranura llena de salsa rosada dudosa, además detesto el tomate cuando se le despega sola la concha. Esto me hizo descartar por completo esa opción junto con el juguito de cartón que era horrible combinado con el panqué, y fue por eso que el combo que funcionó en adelante fue el de la malta y el panqué de chocolate que hoy en día evito comer porque me pone muy triste.

Eran los días aquellos en los que se me pegaba un llanto con otro, uno de rabia y otro de tristeza, no necesariamente en ese orden, y no entendía nada de lo que sucedía. La verdad es que sí entendía pero no quería asumir lo que entendía pues como siempre, asumir es más difícil que hacerse uno el que no entiende. Es tristísimo para un niño de nueve o diez años presenciar de lo más lúcido el derrumbe de lo que lleva de vida sabiendo que la causa ha sido la incoherencia de los coherentes. Es mejor no creérselo y echarle la culpa a Dios, o al sistema socio económico.

Bueno, pero me estoy alejando del eje del cuento. No hombre, menos rigor que siempre habrá tiempo para la cronología, así que adelante Martín: contaba que para poderme comer tranquilo mi malta y mi panqué de chocolate escogía un rincón diferente cada día donde hacerme el invisible. Esto funcionaba para la mayoría, pero nunca falta un hijo de puta, con el perdón de ese gremio contra el que no tengo nada pues el trabajo al fin y al cabo dignifica, entre los niños del colegio que me descubriera tan tristemente invisible en ese rincón y se dedicara a echarme a perder mi super combo de a realito.

Los más temibles fueron la dupla Tony-Cabañas que eran la típica asociación entre uno pequeño maloso cobarde que era Tony, y uno grandote bobo y fuertote, que era Cabañas, pero a ellos terminé por quitármelos de encima gracias a mi hermano menor. Después echo ese cuento también. Y el gran carajo de Cayetano con su mandíbula prominente y los ojos de sapo, pero con el cabello rubio ensortijado que tanto le gustaba a la maestra de quinto. Este matón de mierda me pechereaba y me botaba el desayuno hasta que llegó Roberto desde tercero y lo sorprendió hasta quinto: le propinó tal repaso de patadas de arriba abajo que el Cayetano cruel y cobarde ese dejó de molestarme para siempre. Claro que vino la maestra de quinto a preguntar que qué había pasado en tercero y yo terminé asumiendo el desarreglo en cuarto porque no era cosa de que Roberto por su gallardía a patadas terminara también siendo objeto del punto focal de la ojeriza de primero. No, no, y no. Lo cortés no quita la tristeza, pero la descortesía sí que la hace más grande. Y maestra, todo este lío fue mi culpa. Gracias Roberto, no pasa nada... Cayetano empezó, así que castígueme a mí en el grado que prefiera.

La maestra y yo ya habíamos tenido nuestras diferencias pues en un examen de sociales yo le había echado en cara la injusticia de derecha que también comía niños redondos y muchachos cuadrados, no es nada..., no me venga que usted es vegetariana. Por lo tanto me castigó con gusto, amonestó suavemente a Roberto que era de tercero y se llevó abrazadito y cayetano a Cayetanito con sus rulitos amarillitos que era de quinto. Bravo Roberto.

Yo, a escondidas, trataba de practicar las patadas que le vi echar pero no me salían, así que dejé a Roberto con sus patadas y me dispuse a perfeccionar mi arte de la invisibilidad para ayudarlo poniendo de mi parte, y porque al niño sabio que va al colegio los matones no le consiguen la malta y el panqué de chocolate, para echárselos al suelo.

El pobre padre Severiano se enteró de la escaramuza y sus resultados, y eso mejoró su ojeriza estrábica enfocándola mejor en mí. Pobrecito, cómo le dolerían los nudillos fervorosos fieles heredero derechista de la santa labor, por tan encomiable misión de enderezar derechito a tan siniestro izquierdista de cuarto grado, que si se tratara de una quemadura, hablaríamos de un chicharrón ideológico.

Pero pobrecito de él: si prefería a Foreman porque hacía muchachos en barbacoas y le quedaban tan buenas que dio el gran golpe con eso, le salía uno con que Cassius Clay... Mohammad Alí no, ya eso sería demasiado y le podía dar un soponcio porque ya con comunistas tendría suficiente y no quería líos con Yusuf Chiribi, muftí del santo imperio otomano por la gracia de dios. Luz de las luces, elegido entre los elegidos, a todos los fieles aquí presentes: majadería y bendición... Él salió con que Lorenzo y le encasquetaron a Carlos Andrés... Y vino a pegar solo lo de la Wagoneer gris para llevar las cinco monjitas que tan pavoso que le salió. Pobrecito. Yo, por si acaso, me agarro la bola izquierda.

Él preferiría darme mis coscorrones pero desde el día en que se lo comenté a mi tío Manolo y él decidió decirle alguna cosa al pobre padre Severiano, ya cada vez fue prefiriéndolo menos, echando mano a otros métodos. Y eso que mi tío Manolo no comía carne ni de muchacho, ni de cordero, porque era vegetariano de los que se preparaban para el desayuno un sandwitch de arroz frito con miel.

El pobre padre trató, aunque perdió su tiempo, de que tanto Pinto como yo hiciéramos la calistenia esa que tanto repetía, y lo peor era intentar que la clase media que estudiaba en colegio de curas españoles jugaran béisbol en vez de fútbol porque era más de derecha sobre todo a la hora de correr a la primera base. Aunque estando de moda Luis el Grande y Vitico Davalillo, la cosa terminó cuajando sin mucha dificultad.

Pobre padre contradictorio, trató de dejarnos olvidados a Pinto y a mí en el parque del este, pero resultó que regresamos a pie cruzando autopista y el río Guaire que habían represado bajo el puente de Las Mercedes. Claro que no cruzamos por el cauce vacío porque olía a comunista de mis confusiones, sino por el puente ese, aunque recuerdo que Pinto lo intentó. Pero la autopista sí que la cruzamos por el propio cauce infestado de Ford Fairlane y Chevrolet Impala a match tres y medio, más o menos a la altura del distribuidor artrópodo donde está el CCCT. Mide como siete kilómetros de ancho esa vía ahí ¿qué no? Hay que tratar de cruzarla en cuarto grado, con hambre y sed, a las once y media del día, sabiendo que lo que viene es candanga cuando se enteren.

Pero todos tenemos lo que necesitamos, y el tiempo también vino en mi socorro, yéndose.

Pasó cuarto, y pasó quinto. Además de mi Papá que lo hizo primero también se fue mi Abuela, y se fueron las posibilidades económicas que quedaban gracias a ella. Me salí del alcance del pobre padre Severiano que se quedó sin su punchin’ ball. Coño qué injusto soy. Y eso que lo dije empezando: sus manos eran yunque y mandarria. Yo solo era metal moldeable para él.

Lástima que el proceso de forja y fragua resulte tan doloroso y poco apropiado para un muchacho redondo que no quiere ser relleno para el cordero.