jueves, 31 de julio de 2008

El despecho artesanal I.


“Que pena me da, tener que lastimarte el corazòn,
Que pena me da, negarme a tus súplicas de amor”

Beny Morè.

Tengo muchos años ganándome la vida con el sudor de mis manos, es decir, que vivo de lo que fabrico, convierto, transformo, invento, o como prefiera llamarlo según el caso porque copión también he sido ya que el decoupage puede ser rastreado hasta la china misma.

A veces agarro un tablón, lo corto, lo lijo, lo tiño, lo pulo y hago marcos para cuadros, actividad nada original pero sí muy satisfactoria sin despecho que valga.

Otras veces le toca a un pedazo de lámina de aluminio a la que le caigo a martillazos sobre una sufridera que me hice con un tronco durísimo horadado por obra y gracia del calor y la mandarria, le aplico una solución saturada de jabón azul y caliento la lámina hasta que se pone ambarina para poderle seguir dando porrazos sin que se joda el material hasta que consiga la forma que busco. Luego la limo, lijo, pulo, rectifico los bordes y hago una lámpara. También termino haciendo alguna cosa con la sufridera misma porque a fuerza de carajazos y jabón termina con una textura muy interesante. Claro que tengo el hombro derecho como Hermes el de la jabalina pero eso no me importa.

Consigo lo que quedó de la tala loca de algún desafortunado árbol y tras cortarlo en tiritas y laminarlo termino obteniendo un taburete o un perchero, qué sé yo, así que ando con las manos sucias de epoxi y el carro lleno de restos de cortezas varias. Tal vez un día el carro mismo termine arraigándose y de sus ramas se pueda hacer algo. No sé.

No hace mucho que de un amasijo de hierrajos fabricaba una casa con la ayuda, claro, de un pequeño ejercito de hormigas humanas. Porque pa’bachaco chivo, y pa’chivo capote. Hacer una casa es, para mí, la tapa del frasco, es el clímax del proceso artesanal. En mi manera de ver, el ser humano y sus historias es lo que hace la diferencia. No hay animal más ídem en toda la creación y eso me gusta y me disgusta, pero solo es mi opinión y mi problema, por supuesto.

Antes de eso transformaba un puño de cables, interruptores, válvulas y tubitos, en aparatejos que comandaban complicados sistemas que se utilizaban en el control del gasoducto nacional. Fue un trabajo bien bonito. Arduo, pero bonito. Peligroso también, qué carrizo, pero esos cuentos no los voy a echar para no involucrar gente buena de la que hace mucho que ni sé qué hace.

Y así, retrocediendo en mi historia laboral, siempre he tenido que ver de algún modo con la transformación de materia prima muy simple o ya a medio trabajar en otra cosa. Ya sea por hobby o por trabajo, o por lo que sea. Me gusta y creo en eso: en la oposición del pulgar, en el mono lúdico, en la materialización de una idea o de un concepto. En dos platos: en hacer algo que sirva para algo sin pararle mucho a Buñuel.

Recuerdo que cuando era chamo, muy chamo, mis pininos artesanales iban de la mano con los juegos de mecano, de lego, de dobladura corte y pega de papel, y todo esto mientras la muchacha de servicio escuchaba en la radio a Germaín, a Los Ángeles Negros, a Pedro Infante, a Marco Antonio Muñiz, a Vicente Fernández, a Joselito, a Palito Ortega, a Los Terrícolas, a César Costa, a Enrique Guzmán, y a tantos otros que me llevaría media vida nombrar. Pero la muestra vale.

A fuerza de estar en el epicentro de la vorágine hacendosa de dicha alma tan esopesca, si se me permite, me terminé dando cuenta de que la muchacha tenía un guayabo de campeonato. Claro que pensé que esto era así y punto…, Yolanda, bendita paciencia radionovelera, no dejaba pasar un día sin pasear sus anhelos por cuanto testimonio de corazón roto se hubiera escrito hasta ese entonces, entre suspiro y suspiro. Bueno, más bien entre suspiro, restriega, suspiro, enjuaga, suspiro, barre, suspiro coletea, suspiro y así...

Más grandecito noté que todo lo relacionado con las interminables remodelaciones de la casa de mi Abuelita Marilú era amenizado con boleros y rancheras. Yo sentía que el olor de la arena y el cemento sonaba como a “… En el juego de la vida, nada te vale la suerte, porque al fin de la partida, gana el albur de la muerte…” Pensé que una piedra en mi camino… Babalú, Babalú… Etcétera.

Los señores que echaban pico y pala, que empujaban carretillas, que alzaban baldes llenos de concreto, que usaban gorros de bolsa de cemento y botas de goma con medias del mismo material, todos, tenían una mala puntería con las mujeres digna de ser estudiada. Cantaban a voz en cuello entre pujío y pujío propio de la actividad realizada, que dicho sea de paso, no les daba suerte con las damas.

Así, con los años y con mi ingreso más bien azaroso en el mundo laboral y productivo pude corroborar mi tesis, pues en los andamios se oye esas peorra salsa que llaman erótica. En las excavaciones se siente la bachata. En los talleres todo es vallenato…

… Y aquí tengo que hacer un aparte con lo del vallenato porque sin tomar en cuenta que no me gusta, que lo detesto, escucharlo y escucharlo como si fuera un queso azul sónico no me ha ayudado a entender ese fenómeno. Es que unas voces plañideras y lloronas, medio afeminadas por no decirlo con todas sus letras y ponerme descortés, se quejan constantemente de que sus pérfidas mujeres los abandonaron ignominiosamente…, ¡la pucha! Diría Mafalda…, ¿y cómo no te van a abandonar, maricón? Pero bueno, nada de descortesías porque nunca se sabe quién se ofende por ahí.

El caso es que tampoco me puedo poner tieso con este asunto de la vallenato-fobia porque resulta que la dinámica artesanal venezolana, la inspiración, el hecho artesanal en si mismo está totalmente arrullado por esta música. Así que todo lo que vemos en talleres y tiendas tan auténticamente autóctonas no es otra cosa que el resultado manual de la digestión de voces arrastradamente nasales, acordeones y tumbadoras con charrasca. Mira tú las vueltas que da la vida y mejor no nos preguntemos qué resultaría si en Venezuela, los artesanos, oyéramos música venezolana. Tal vez nos tildarían de elitescos.

Cuando hablo de la artesanía y del artesano me refiero al fenómeno ampliamente concebido. No me estoy restringiendo a la acepción que le da la RAE. Me refiero a la modificación de materia prima mediante un trabajo mayormente manual mínimamente mecanizado. Es decir, el trabajo manual, obrero, etcétera. Todo esto, claro, con el perdón y la venia de los puristas que sé que los hay.

Pero para no perderme: decía que en las carpinterías Beny Moré le canta al amor imposible, Chucho Avellanet le canta al abandono, Don Pedro Flores pone en boca de Daniel Santos una flamante despedida, Agustín Lara se la pone bombita a la Momia Azteca que ronronea a María Bonita, Bola de Nieve apuñalea algún otro desamor, y Juan Gabriel alardea con enorme éxito su flamante comercio de lo inconmensurablemente irreparable de la despedida de los que hasta hace un ratito nomás se amaban con locura…, y así, pues.

Pude notar que los albañiles viejos y los soldadores prefieren a Maelo por incomprendido, y que los nuevos que se atreven a retarlos a reguetonazos solo lo hacen cuando la que perreaba aquí se fue a sanduguear allá lejos y ya no la puedo gozar más…, Ave María purísima, diría mi Abuelita Cruz Antonia que ya cumplió sus cien años.

Termino haciendo una extraña operación aquí y no puedo dejar de notar que el quehacer manual, por lo menos el que yo he conocido, viene acompañado y hasta tal vez causado por un profundo despecho.

¿Será casual? No sé, pregunto, si uno se dedica a fabricar cosas por despecho o más bien se despecha por el camino. Porque desde el pana que se faja con unas maquinitas a hacer utensilios del hogar en maderas nobles, hasta el que agacha el lomo de sol a sol cargando sacos de cemento no escuchan Salserín ni joropos. Si oyen la así conocida música llanera, es solo en la versión venezolana de los tangos y las rancheras que, como no, es aceptable en el campo del despecho pues solo habla de eso: mujer maluca que te me fuiste con otro…

Cónchale, yo no tengo ni el más mínimo despecho. Palabra. A mí me gusta lo que hago y cuando soy yo el que pongo la música tiendo a querer escuchar algo que me alegre el rato. No sé, pongo guarachas, a Emilita Dago, a Celia Cruz, a Billo, a Josefina Rodríguez La Gitana De Color… Bueno, esto no es del todo cierto porque también pongo de lo otro ¡qué carrizo!

Entonces trato de entender el despecho, el guayabo, la nostalgia, esas cosas que mezcladas construyen un poeta (ah, ya va, se me olvidaba la frustración. Perdóname Abuelito) y si no entenderlo por lo menos tener una idea del por qué y el para qué.

Un suponiendo, como Kika: si yo me enamoro de ella y ella se va y me deja por mi mejor amigo, la verdad que es como para arrecharse, pero si me pasa a cada rato la única explicación que se me ocurre es que me gusta la vaina. Bueno, puede ser también que me estás forrando componiéndole canciones a Mirtha Pérez, pero mi pana, esa señora como que ya no canta…

Lo que quiero decir es que si no es así entonces se trata de una transferencia de esas que mientan los psiquiatras y que, si lo entiendo bien, funciona más o menos como el chiste del carajo que está buscando un fuerte que se le cayó en el sótano, afuera, en la luz, porque allá a bajo no se ve un coño por culpa de la oscuridad… Sí hombre, como el pendejo que se lleva un regaño del jefe y luego viene a pegarle a la mujer y a los hijos en casa porque no puede pegarle al jefe… Me parece que no logro explicármelo bien. Me refiero a lo de la transferencia.

A ver si lo agarro por otro lado: si yo no estoy contento con lo que tengo, me pongo a hacer cosas que me gusten y así tengo lo que quiero. Esto puede ser.

Y si no me gusta lo que tengo y hago y hago y sigo sin que me guste lo que tengo entonces me despecho y oigo a Agustín Lara hasta que, o me da una vaina, o me acostumbro a hacer y hacer pero sin llegar nunca a estar contento porque nunca es suficiente y no me contento y si me contento dejo de hacer entonces oigo a Daniel Santos y si me gustara leer me agarraría a trancazos con Hans Cristian Andersen. Coño.

La verdad es que yo modifico una rama rota por mil razones todas falsas. Porque con eso le devuelvo un poco de dignidad a un árbol. Porque con eso le saco el cuerpo al plan de crédito del Karma. Porque con eso me compro la arepita mía y la de los míos. Porque con eso embellezco mi entorno. Porque con eso me gano el reconocimiento de los demás. Porque con eso consigo que mi mujer me siga queriendo y no se me vaya con mi mejor amigo… Qué va, aquí lo que me cuadra es la moña de Héctor Lavoe: mentira tararara-ra-ra-ra…

Yo hago esto porque es lo que sé hacer, porque me gusta hacer, porque los que hago son hijos que no generan mayor problema, porque es fácil, porque puedo darle rienda suelta a mi manía de inventar el mejor procedimiento para lo que sea, porque mi ego me obliga a modificar cuanto perol me cae en las manos. No sé. Sigo sin convicción.

Yo creo que el despecho y la artesanía van juntos aunque no pueda explicarlo. Van juntos porque van juntos. No hay miseria socio política ni consideraciones filosóficas: simplemente van juntas. Como la poesía y lo imposible. Como la pintura y la bidimensionalidad. Como el mensaje y el mensajero.

Ahora mismo le digo a los carpinteros que le suban el volumen a la radio, que no oigo bien al amigo Maristany y eso no me permite solucionar esta curva que le quiero dar al laminado.

Y claro, la verdad prefiero el despecho hertziano a cualquier otro.






miércoles, 9 de julio de 2008

08/07/1997.

Natalia, mi hijita querida del corazón está cumpliendo once años y yo decido escribirle algunas cosas que por razones que no quiero contar, no pude decirle en persona hoy. Sé que la palabra escrita queda, y uno habla tanto y tanto, que escribir es un descanso además de todo.

Le digo a Natalia que los once años son muy importantes porque son en cierto modo, la frontera al final de la niñez. Empiezan esos cambios que nos llevan a través de la adolescencia para desembocar en la primera edad adulta sin darnos cuenta, porque esa vaina es un remolino con centro en nuestro propio ombligo.

Y se lo digo para que los exprima y disfrute, que descabece muñecas y escriba en las paredes, que se eche una eternidad comiendo, que no se bañe ni se peine, que juegue, que juegue como loca y se ría mucho, todo lo que pueda aunque no haya entendido el chiste. Es más, si no entendió en chiste, que se ría más entonces.

Le digo que todo lo que viva este año lo guarde en una cajita como la de las fotos viejas, una cajita que pueda abrir cuando necesite de esa risa que tanto disfrutó en este año que comienza hoy. Como la camisa de la nostalgia que uno se pone cuando no entiende el mundo.

Amaneció lloviendo en Oripoto y aun no teníamos teléfono en casa pues estábamos recién mudados, así que salí al teléfono público que está frente a la carnicería, justo al lado del restaurante que sirve conejo hasta con chocolate. Salí de oscurito aun, a llamar a la doctora Cecilia Lozada para avisarle que la madre ya había roto fuente. Sí, anoche como a las once y dilata cada tanto. Bueno, llévala a mi consulta para revisar y ahí te digo. Pues sí, la muchacha pare hoy, así que váyanse a la clínica y espérenme allá.

Nos fuimos tranquilos con el kit preparado según las instrucciones recibidas en el excelente curso prenatal que dicta o dictaba Gabriela Bobadilla: unos circulitos calibrados recortados en cartulina y pintados en diferentes colores representando la dilatación del canal de parto, las batas, las pantuflas, la ropa interior, los pañales RN junto con las primeras pintas que estrenaría Natalia. Metimos también una hoja de control en la que yo iba anotando hora de la contracción y duración de esta, y un mazo de naipes.

Llegamos a la clínica Amay en la calle Berrizbeitia del Paraíso, porque además de ser nuevecita y linda, también tenía el mejor precio (un 90% menos de lo que cobraba la Metropolitana, por dar un ejemplo) hicimos lo de la admisión y todo eso, y nos fuimos a la habitación en la cual nos encontró la doctora jugando una partidita de “Carga La Burra” mientras yo anotaba y anotaba.

Chequearon a la madre otra vez y comenzaron los preparativos. Yo traté de darle la hoja a la doctora, pero ella la miró, me miró a mí con risa en los ojos y me sugirió que la guardara de recuerdo. Yo no entendí en aquel momento, pero hoy sí la entiendo y se lo agradezco.

La cosa fue que antes de mediodía prepararon todo, inclusive una bata con su gorro para mí, que quería presenciar el evento, y metieron a la muchacha para la nevera esa donde llega la gente al mundo de la modernidad.

Natalia sintió frío y se negó salir. Hay que cortar. Coño, no me van a dejar ver. Ya va, vamos a esperar un poquito. No, hay que cortar porque tiene el cordón sobre el hombro y si se gira podemos pasar un susto. Sí, vamos a abrir, pero ya va, que el anestesiólogo no llega, no llega, no llega…, okey, ya llegó. Sobre los anestesiólogos pesa la misma especie de maldición que llevan los carpinteros sobre el lomo. Otro día les cuento.

Escuché desde mi silla del pasillo el micro llanto de la recién nacida, y anoté en mi agenda de bolsillo: Natalia nació el 08/07/1997 a las 3:17pm hora de Caracas. Como si se me fuera a olvidar alguna vez.

Entonces me paré y fui hasta la ventana por donde supuse que me presentarían a Natalia, pero una gruesa cortina se chantú plastificado que decía sudantex en el orillo de la tela, me lo impidió. Visto esto, es decir, que no había llegado el momento, aproveché para llamar a mi Mamá y a mis hermanos para darles la noticia, y de paso llamé también a Horacio y su combo. Frente a la recepción hay una batería de tres teléfonos públicos de tarjeta. Tuve que salir al kiosco que está frente al Crema Paraíso a comprar una pues la mía la maté esta mañana frente a la carnicería, y bajo la lluvia.

Una enfermera versión morena de Bewitched abrió las cortinas y me señaló dentro de una pecera, un pescadito envuelto en cobijas como un tequeñito verde, pero con un gorro de gasa en la cabeza y una inquietud en los ojos y en el cuerpo. Se agitaba y se removía, parecía una pupa a punto de eclosión, solo que en vez de una mariposa, del gusanito ese salió una mano larguísima y casi azul, que comenzó a frotarse y frotarse más arriba de la sien hasta que se quitó el gorro. Yo comencé a darle gritos mudos a la enfermera esposa de Darrin para avisarle que a la chiquita se le iba a enfriar la mollera.

En eso estaba cuando salió Cecilia Lozada como atropellada de camión, y yo la abracé tan duro que levantó sus dos pies a más de metro y medio del suelo mientras le salía de la garganta un grjjjjjj, que significaba que le faltaba el aire.

Luego salió la madre en camilla, la felicité mucho, le di las gracias sin apurruñarla porque se le notaba que no se podía, y le pregunté si quería algo en especial. Me pidió un mondonguito. Yo miré a la doctora quien negó con la cabeza y me dijo sin sonido: sopita de pollo sin grasa. Se la pedí a mi Mamá por teléfono con mi tarjetica nueva y ella la trajo.

Se llenó el cuarto de agua. Estaban abuelo y abuelas, tíos, tía, la madre estropeadísima, y yo. A Natalia no la habían subido. Yo bajé a decirle a Samanta que no me le fuera a dar leche de vaca a mi hija porque yo era sijh y mi religión me lo impedía, que me subieran a mi muchachita en lo que pudieran para pegársela en la teta a la madre como me había enseñado Gabriela Bobadilla y la gente de Amamanta porque ese curso también lo hicimos. Samanta y Tábata me miraron con risa condescendiente y me dijeron que me fuera tranquilo.

La subieron y se la pegué en la teta a la mamá. Digo textualmente se la pegué porque aquello parecía una lamprea. Medio se la acerqué, la hice rozar los labios y la naricita del pezón, y la muchacha abrió la boca como un gupi cazando moscas. En ese momento la empujé a fondo y se tragó media teta… La vida trae fuerza de fabrica ¡carajo si no!

Esa noche fue lo usual: corre entre la cama de la mamá porque tiene dolor o necesita ir al baño, y a la cuna de la niña porque tiene alguna P…: pupú, pipí, peo, o papa… El primer pañal cagado de Natalia se lo cambié yo. Un pegoste tipo petróleo que pude quitar gracias a unos pañitos modernísimos que traen como un solvente que huele a Jean Marie Farina pero para carajitos: la salvación.

La cosa es que desde ese día hasta este otro he tratado de ser el mejor papá posible y no sé muy bien si lo voy logrando…, recuerdo que hablando de eso con mi querido primo Roberto Cedeño, le dije que me consideraría un buen padre si cuando Natalia cumpliera sus dieciocho años conservara siquiera la mitad de la risa que trajo consigo al nacer. Es que esa niña desde que nació es ojos y risa…

A Roberto le gustó la frase. La asumió como paradigma y todo…, es que yo tengo mis ratos afortunados, sobretodo, después de que me convertí en papá… Jajá, me da un poco de vergüenza y todo.

Natalia fue mi ayudante de mecánica para lo cual le compré un overol de cuadritos con un Mickey Mouse en el pecho. Ella sacaba todas las herramientas de la caja y las ordenaba por tamaños. Yo le pedía un destornillador phillip, sí, ese de mango negro ¿ete? Y me señalaba un extractor de tres patas para el magneto de la moto. No, hijita, el negro, el negro ¿ete? Y me señalaba y calibrador de bujías. No mi niña, el negro, el negro ¿ete? Sí, sí, ese, y me daba el plano de mango amarillo cagada de la risa.

Me la llevaba a la obra los viernes día de nómina y los obreros se peleaban por jugar y conversar con ella que siempre llevaba un librito con figuritas: ¿y esto que es? Un xilófono…, ¡vergación! Aprieta ese culo compai, que esta carajita va a ser la patrona mañana mismo… Y yo me reía orgulloso…

Nos íbamos en bicicleta para La Lagunita, porque le habíamos comprado una silla que no le servía a mi bicicleta y le tuve que hacer una pieza para adaptarla. Pero bueno, quedó bien. Nos íbamos a bicicletear pero apenas la montaba ahí se quedaba dormida. Parece que esa vaina la aburría mucho…

Luego nos mudamos a Margarita y en donde vivíamos se iba mucho la luz. Entonces, mientras los vecinos se trancaban a cal y canto, nosotros nos salíamos al jardín y nos acostábamos en la grama panza arriba, cabeza con cabeza, a ver las constelaciones: aquella de allá es Orión ¿ves las tres estrellitas seguidas? es su cinturón. Aquella de allá es La Cruz del Sur, sí, la que parece un papagayo, y el rabito que le cuelga por un lado son Alfa y Beta del Centauro ¿te acuerdas de los Robinson que andaban perdidos por el espacio? Sí, sí…, nomejodas, qué te vas a acordar si eso es de cuando yo estaba chiquito ¿y había televisión cuando tú estabas chiquito? Sí, pero era en blanco y negro hasta el gobierno de Luís Herrera ¿y eso fue antes o después de Simón Bolívar? Mira mija, esa de allá es la Osa Mayor y esa estrellita que casi ni se ve es la estrella Polar… ¿Cómo la cerveza? Mira niñita, mejor entramos porque está empezando a hacer frío…

Pero un día me tuve que ir. Ya no se podía. Tuve que irme y despedirme de Natalia. Le dije que yo, aunque me fuera a vivir al fondo del mar, seguiría siendo su papá. Que nos veríamos cada vez que se pudiera, que no pasaba nada, que máximo, con el tiempo, terminaría ella por tener dos casas y eso podía resultar hasta divertido…, y me fui. Me fui pensando cómo coño se puede ser un buen papá a control remoto. Cómo mierda se era buen papá por correspondencia. Cómo recontracoñísimo se podía ser un buen papá desde el horizonte.

Y sí, como era de esperarse hubo de los ratos malos, a mogollón. Ratos muy requete malos. Anduve el infierno sin Virgilio. Anduve descreído. Anduve de la patada.

Pero aunque no tengo la respuesta, cada vez que podemos vernos trato de hacer que el rato sea bonito. Que valga la pena. Que quede algo chévere qué meter en la cajita. Que haya risa. Que haya montañas de risa. Que algo le quede para sus dieciocho y yo resulte un padre aceptable.

No por mí, que sé que voy bien con mi plan de crédito del karma. Por ella que está empezando, limpiecita, y ya está iniciando el cierre de su niñez.

La quiero tanto. Es la mejor hija del mundo…

jueves, 3 de julio de 2008

El mundo al revés III

“Lo ví caminando, lo noté muy raro, fue que en un zapato, se le enterró un clavo, oh porque son de cartón, son de cartón de cartón…”
El Combo de Puerto Rico.


Caray, sí es verdad que nunca sabemos qué carrizo es lo que le pasa por la mente de la gente que vemos por ahí. Ojos vemos, y todo lo demás que dicen.

Y no es un simple punto de vista así nada más, sin ningún basamento. No. El mundo está al revés y tal vez sea verdad que lo ha estado siempre, lo que pasa es que por un lado tengo muy poco tiempo en el mundo, relativamente hablando, y por el otro ya tengo que jode.

No es que el al revés soy yo y los demás inequívocamente comen pasto porque tantas vacas no se equivocan. Mira que tengo en casa una perra loca que se llama Dru y su apellido es Mea. Mea, mea, y mea. Mea en la alfombrita de la sala, mea bajo la mesa del comedor, e inclusive sobre la mesa del centro de la sala, pero con todo y todo no la he visto mear ni siquiera cerca del plato donde come.

El mundo entero, salvo muy honrosas excepciones, mea dentro del vaso en el que bebe agua, con meados… Así que están al revés, o es un modo de recuperar electrolito sin gastar en Gatorade… Eso o la pichirrez, llevan a la humanidad por el camino del desespero, y no las bombas de esas que tiran los musiúes.

Este mes recibí la noticia de tres inminentes divorcios de gentes más y menos allegadas. Los tres divorcios en las bandas sucesivas de la tercera, cuarta y quinta década de la vida.

En el primero nadie sabe qué pasó y la que se armó fue más o menos buena. Nadie parece recordar que las causas de que una persona se harte de tratar de mantener escondida la diferencia entre la vida que lleva y la que pensaba diez años antes que llevaría a esa edad, son finalmente tan simples como que se canse alguien de empujar un enorme peñón redondo cuesta arriba, que cada vez que te paras a descansar se te va cuesta abajo y tienes que volver a empezar después de haber tenido que reparar todos los destrozos. Y lo serio del asunto es que nadie te ayuda principalmente porque no pides la ayuda a nadie porque pretendes que el otro sea más perceptivo y adulto que nadie y te la de sin que se la pidas porque si se la pides y te la da la ayuda será como de morondanga… Jadeo…

En el segundo nadie sabe qué pasó porque a esa gente lo único que le falta es sarna pa’rascarse: lo tienen todo, son jóvenes y bonitos aun y parecen quererse pero ella programa y él se deja programar y si yo no hago las cosa nadie las hace y ella no me deja hacer nada porque cada vez que trato ella la ha hecho ya y yo ya no hago las cosas porque ella las hace antes y estoy aburrido y me quiero ir a vivir a Pénjamo o a Pernambuco mejor porque allá se baila forró y ella le dice que él no sirve ni servirá nunca para nada y él le dice que ella es de largo la peor persona que ha conocido y si me sigues molestando te agarro por el pescuezo y te bataqueo contra el piso a ver si agarras mínimo y ella le dice basura basura basura y él le dice aburrida estresada de mierda adicta a los ansiolíticos te falta un tornillo…, y es que yo, para esta edad, me imaginaba en Fidji Fidji Buldú Buldú aya aya ayayaa…, y que expliquen los capitanes Chester y Haddock.

En todas las culturas la culpa siempre la tiene otro y hay que echársela sin dudas, porque eso explicará todo, y lo arreglará también. Porque hasta el mea culpa nuestro (y de Dru) de cada día viene a ser siempre de otro. Y que lo diga la abadesa que quería moderar el lenguaje yéndose al extremo de cambiar el domine meo que es término feo por domine orino que es término fino. Ni yo me entendí esta vez.

En la tercera nadie sabe qué pasó: ella siempre alegre y chispeante. Él siempre confiado y bien alimentado. Ella activa y hacendosa. Él trabajador y proveedor. Ella pendiente del fuerte. Él pendiente del frente. A ella se le van los hijos del nido. Él pendiente del frente… Ella se da cuenta de que al frente vive la dama del frente desde hace años ahí justo al frente…

La lealtad es un término abstracto que se aplica o no se aplica según se va o se viene… Con la dama del frente…

A veces veo la fachada de una casa de elegancia neo lusitana infestada de balaustra de graveuca, y cubierta de toda la muestra de cerámicas que quedó en el último expo construya, y pienso que en ella vive un exitoso dueño de una flotilla de camiones que distribuyen cerveza por los caminos de esta isla. La señora tiene la voz escarranchada, y los hijos llevan camiseta y gold filled, usan gelatina sobre los tercos rulos, le ponen mala cara a la hermana que sale con uno que ellos no conocen y estudia en la universidad.

Pero resulta que no. Nos invitaron a una parrilla unos amigos y fuimos a esa casa porque ahí vivían ellos casualmente alquilados, y la casa es de un doctor.

Los prejuicios son acervo y bagaje de todos nosotros, y por más que controlemos las expectativas tratando de no preconcebir ideas, siempre nos equivocamos.

Lo bueno es que no estamos rindiendo una prueba y nadie puede venir a quitarnos puntos y bajarnos en el ranking.

Ya se lo decía yo a quién no quiero nombrar, que no nos conocemos, que no nos conocimos, que no nos conoceremos nunca porque lo pretendíamos con demasiada seguridad y soberbia.

Queremos que las cosas y las personas sean lo que alguna vez nos pareció entender que debían ser las cosas y las personas, y luego como salen con que no son así nos divorciamos de ellas, súper peo mediante, eso sí.

Yo veo a mi gato que me espera agazapado detrás de alguna silla y cuando le paso delante me brinca y se me agarra de una pierna con tal vehemencia que me hace pensar que se le metió un espíritu de película, o una garrapata periquera, y no, el carrizo ese lo que me está diciendo es que tiene hambre y que le de comida. Y claro, no usa zapatos… Por eso siempre le damos comida y come cuando le da hambre.

Cuando en un momento crucial alguien no dice lo que debió decir, se forma la telenovela. Algún incorrecto mete un embuste u obvia algo y ahí está: se armó el enredo, y la única justificación de la persistencia en el conflicto sería la de vender detergente y sandalias de utilería forradas de pedrería chimba. Lo que se salga de ahí es puras ganas de darse mala vida. Y si la culpa es de los demás, peor todavía.

Pero claro, el que me ve se da cuenta rápido de que yo soy un bohemio irresponsable al que todo ese peo de Capuleto y Montesco se la trae floja, es decir, que me importa un repepino.

Me fastidia creerme mejor que alguien. Cada vez que me creo mejor que alguien soy peor que todos. Soy ingenuo y ridículo, además de muy poco inteligente.

Proclamo mi completa falta de habilidad para entenderme de ese modo. No tengo las herramientas, y no quiero tenerlas. Hay que concentrarse mucho y pensar con la lógica oblicua del sacerdote o del director de colegio privado. O peor aun: con la mirada del resentido social. Zape gato.

Renuncio a eso.

Déjenme tranquilo.