viernes, 21 de noviembre de 2008

¿Por deporte?

“En el mundo solo existen nueve historias
Originales que sean divertidas, ocho de las
Cuales no pueden explicársele a una dama.”

Rudyard Kipling.

Citarse muy de mañana para ir caminando hasta la playa lejana a la que se va pasando el cementerio no les debe haber sido fácil, porque tuvieron que aprovisionarse el día anterior y levantarse temprano en días de vacaciones en los cuales, se sabe, es un fastidio estar organizando cosas.

De los que hablaron el día anterior sobre hacer ese paseo, solamente seis personas llegaron a tiempo al sitio de reunión que era el puente que está junto a la casa de la hacienda viejísima esa que está saliendo del pueblo, o entrando, según se vea.

Siete de la mañana. Ahí estaban María Eugenia y Manuel, Alelí y Raquel su hijita de siete años, Isabel y José. Todos trasnochados (salvo la niña que se dormía a las ocho de la noche tal vez por cosas del cansancio que da la playa) sonriendo más por fruncir el ceño por culpa del solazo brillante que ya había a esa hora, que porque estuvieran demasiado contentos de verse.

Claro, la noche anterior se estuvieron cayendo a guarapitas en la plaza junto al muelle y como que se les pasó un poco la mano, porque María Eugenia a cada chiste de José hacía un gesto de irse para atrás de la risa y aguantarse de la pierna de él, cada vez más cerca del sitio en el cual se encuentra aquello que no se le había perdido ni a él ni a ella.

Manuel echaba y echaba chistes dedicados a hacer reír para bajarle la guardia a Alelí sin percatarse de lo que María Eugenia trataba de alcanzar sin demasiado disimulo atrincherada en la botella, que siempre será una buena excusa para hacer aquello que no se debe.

Isabel siempre estaba en la luna en cuanto a lo que a ella misma le afectaba, solo estaba muy pendiente de aquello que no tenía por qué interesarle. Y no, no era particularmente chismosa. Más bien era un asunto tal vez de ingenuidad porque esas cosas le pasan es a los demás. Y no era ninguna santa, ya José le había perdonado un par de deslices, con el hermano de una amiga, y con un cadete de la naval, porque bueno, digamos que él consideraba que el amor tiene esas cosas… Y además, vamos a estar claros: ¿de dónde iba él a sacar otra mujer como aquella? La respuesta a esa pregunta la encontró en lo que dejó de preocuparse por eso, pero estará muy en el futuro de este momento que se relata aquí y no vale la pena reseñarlo.

María Eugenia era una muchacha morena y bajita de cabello negro corto. Un poco antipática a primera vista porque su expresión contenía un cierto rictus como de asco que se disipaba lentamente a medida que se le iba conociendo, o se respiraba lo suficientemente hondo.

Manuel era un muchacho extrovertido tal vez un poco amargado que pensaba que la vida le debía algo y se negaba a dárselo. Sin embargo era un tipo generoso y alegre porque todavía era joven y atraía muchachas como Maria Eugenia, que bien vista no estaba nada mal. Pero era Alelí la que le quitaba el sueño esas vacaciones por varias razones: una era que ella jugaba un poco con él provocándolo como al descuido y luego desentendiéndose desenfadadamente, otra razón era que esa tipa estaba como para portada de revista, y la otra era que parecía estar antojada de un José que no le hacía demasiado caso. Dios no le da cacho a burro, dicen con mucha razón.

Isabel era una tipa llena de complejos, hija de un matrimonio de locos que le tenían algo de miedo porque ella parecía ser medio bruja, cosa que a José le daba una risa desenfrenada (pero José no era la persona más aguda del mundo, está claro) porque más bien le parecía que a Isabel lo que le pasaba era que tenía interrumpido el cableado y una teja corrida, de paso. La cuestión era que Isabel vivía tapando el sol con un dedo, dándose cuenta de la gotera cuando el agua le llegaba a la barbilla, viendo lo que otro hacía u opinaba tratando de aparentar y quejándose de su totalmente inventada gordura. Pero jamás se daba cuenta de lo que sucedía frente a sus propios ojos.

José le agarró el paso a los chistes de Manuel aquella noche anterior al paseo y lograba, con una técnica de rebote y ahondamiento absurdo en el contenido de los chistes, hacer reír más fuertemente a María Eugenia que a cada ataque se agarraba más y más arriba. Este descaro hacía que Alelí se inclinara sobre José permitiéndole la vista dentro de su generoso escote playero, como para no quedarse atrás. Isabel se reía un poco de los chistes, pero más de la risa de los demás, estimulada por la guarapita que se dejaba colar fácilmente porque en la noche, y con el viento frío, no regañaba nada.

Manuel y Alelí estaban de pie frente a Isabel, José, y María Eugenia que estaban sentados en un banco sin respaldo en el borde del muelle.

Isabel, que estaba a la izquierda de José, estaba más pendiente de lo que estaba pasando en otro grupo en el que estaban unos conocidos situados a unos treinta metros más a la izquierda de ellos (que también habían dicho que irían a lo misma playa al día siguiente) y por eso no se daba cuenta de los agarrones que metía María Eugenia que estaba a la derecha de José.

Manuel estaba de pie justamente en frente de José pero pendiente de mirar las reacciones y efectos de sus chistes en Alelí, que andaba escasísimamente vestida, aun para la playa. Por eso no veía tampoco lo que María Eugenia estaba haciendo.

En un punto de las cosas bien entrada la noche, José forzó demasiado la barra con un chiste situado en la frontera al otro lado de lo absurdo y todos fijaron la vista en él capturando el momento en el que María Eugenia situaba su mano izquierda más allá de donde dice: no pase, perro bravo, propiciando el instante embarazoso en el que se decidió disolver la reunión hasta el día siguiente a las siete de la mañana para ir a la playa lejana a la que no va nadie.

Se despidieron un poco incómodos pero no definitivamente molestos, porque con tanta caña entre pecho y espalda, y gracias a la extremadamente fina habilidad para el disimulo del que hicieron gala María Eugenia y José, a Isabel y a Manuel no les quedó claro si en verdad había sucedido algo impropio. Alelí captó toda la jugada, pero se hizo la loca con una sonrisa de picardía que se le caía de la cara.

Al acostarse María Eugenia tenía tanto fuego en las venas que a Manuel se le olvidó que casi la veía haciendo algo que a él no le hubiera gustado ver.

A José no le gustaba mucho María Eugenia pero la travesura le divertía también porque no era algo que le hubiera pasado antes. El descaro de ella, en sí mismo, era lo que realmente le había excitado. Sin embargo no pensó mucho más en esto, no le dio importancia porque el aguardiente tiene esas cosas y muchas más, según ha sabido y oído, pero al acostarse requirió la completa atención de Isabel para si, porque la verdad es que ella le gustaba mucho más que la otra. Además estaba el amor, la fidelidad, la ética y esas cosas. Estaba bien dejar correr un poco una travesura, pero ya quedarse pegado ahí eran ganas de joder, según consideró. Está también el detalle de la autoridad moral y esa no se debe perder porque deja de existir el poder para la manipulación.

Al día siguiente, con el ratón y la duda se encontraron los seis en el sitio convenido y tras saludarse con un poquito de desconfianza emprendieron la larga caminata pasando junto al cementerio, subiendo la montaña por un lado y bajando por el otro, pasando por una especie de mirador que era como un balcón sobre la inmensidad del mar mientras ya no recordaban las dudas sobre lo que no ocurrió la noche anterior, porque es verdad: una caminata ardua bajo el sol magnifica hasta tal punto un ratón, que quién se va a estar poniendo a acordarse de nada como no sea de un Alka-Seltzer.

Ya bajo la sombra de las matas de la playa, a la que se llegaba por un camino en bajada bastante escarpado como para ser transitado en cholas playeras, el buen humor había regresado en pleno. Manuel echaba chistes cada vez más vulgares y explícitos, y José se los exageraba hasta más allá del límite del dolor de barriga causado por la risa. Isabel no se reía mucho mientras caminaba. Tal vez estaría pensando en lo que dirían sus amigos por los que no quisieron esperar. Quién sabe. Luego, en la playa se puso a preparar panes con diablitos, con mantequilla, con picanesa, con jamón y mayonesa, con tomate y queso, con atún y cebolla, con todo lo que consiguió y con todas las combinaciones posibles de lo que consiguió. Mientras hacía eso tampoco se reía mucho. Estaba muy ocupada.

María Eugenia se sentó en la arena con las piernas cruzadas bajo una mata de uva de playa que daba una sombra sabrosa y pasaba la vista de Manuel a José, y de José a Manuel con la risa constante en la cara. En un momento en el que por casualidad José le pasó por un lado le pidió por favor que viera qué le estaba caminando por la espalda, pero Manuel llegó antes a revisarla: una arañita patapelo.

Un poco más lejos, en la misma costa pero pasando por un piedrero, había otra playita a la que ninguno de los que estaban ahí había ido. Estuvieron por turnos mencionando ir hasta allá, pero solo fue José el que se animó, una vez que se hubieron terminado los chistes, a cruzar el pedregal. Dijo: voy para la otra playa ¿alguien quiere venir? Raquel que estaba bajo un inmenso sombrero haciendo castillos de arena lo miró como si hubiera soltado una blasfemia. Isabel, que estaba leyendo, ni siquiera levantó la cabeza. Manuel dijo: nojoda, compadre ¿usted como que se volvió loco? Y se quedó poniéndole bronceador en la espalda a una María Eugenia que estaba echada boca abajo y que se había quitado el sostén del bikini.

José empezó a caminar por el piedrero un poco precariamente dado el calzado, y no había recorrido la mitad del trayecto cuando oyó que Alelí le venía pisando los talones: ¡espérame! ¡no vayas tan rápido! José se detuvo y Alelí lo alcanzó en cosa de segundos ¿Por qué no me preguntaste a mí? Pregunté a todos, fue una pregunta general, y ciertamente que no pensé que sería tomada en serio por nadie…

El trayecto se hizo más corto de lo que parecía que iba a ser porque Alelí no paraba de amenazar con caerse y llenaba el aire de agárrame, me caigo, dame la mano, déjame apoyarme…, y no se puede ocultar que ese constante intercambio como que cambia la relación de la percepción del tiempo.

Más rápido de lo que José hubiera pensado que quería que ocurriera, porque es que no tomó en cuenta que lo que está pasando no necesariamente indica lo que va a ocurrir a continuación y si te centras demasiado en el momento, éste, se te escapa velozmente y antes de que te des cuenta ya te está pasando otra cosa que no pudiste prever.

Llegaron a la playita, que resultó más grande de lo que parecía desde la otra playa porque una gran porción de ella quedaba oculta tras unas grandes piedras caídas desde la montaña. Ahí había una sombra sobre la arena, al pie de un peñón de dimensiones más que masivas, que estaba limpiamente pulido por el efecto del viento y la arena constante. Ahí se sentó José para esconderse del sol tras la caminata que pareció tan corta.

Alelí se echó en la arena a los pies de José, dentro de la sombra, y tras respirar hondo como ahogando la risa se dio media vuelta poniéndose primero de espaldas a José y luego de frente a él. Sonrió con picardía y le dijo tranquilamente que iría a echarse un chapuzón porque tenía demasiado calor. Se puso de pié, se quitó el traje de baño de una pieza que usaba, lo dejó en la piedra y sin voltear a verlo se echó al agua de dos rápidas zancadas que dejaron ver claramente la solidez de las redondísimas nalgas de Alelí.

José se quedó pensativo. Trataba de razonar el por qué del comportamiento de Maria Eugenia la noche anterior y el de Alelí en ese momento. Le parecía completamente ajeno a él todo eso que ocurría: alguna deficiencia afectiva en el seno materno tendrían esas dos…, o tal vez estarían haciendo algún tipo de apuesta entre ellas…, quién sabe. Finalmente, y antes de que Alelí inventara alguna pendejada como decidir volver a ponerse el traje de baños, él decidió quitarse el suyo y reunirse en el agua con la bella bañista, no sin antes asomarse disimuladamente por sobre la gran roca, no fuera cosa de que a alguien se le ocurriera la brillante idea de venir a ver qué tal resultaba esta playita de acá, después de todo… No habiendo moros en la costa se zambulló despreocupadamente junto a la rubia de los pezones rosados.

Era un espectáculo verle sus rulos amarillitos totalmente lacios por efecto del agua. Cambiaban sus facciones por la variación proporcional entre la pérdida del volumen del cabello en relación con el diámetro de su cabeza. Y la verdad es que la imaginación puede ser un poco molesta, porque a fuerza de pensar en cómo sería ella desnuda, al verla realmente, no se había sorprendido en nada. Pero tampoco es que José estuviera decepcionado ni nada por el estilo, es que bueno, se leen y se oyen tantas historias que, buéh…, el sexo es imaginación, básicamente…

Alelí pensaba, por su parte, que ya lo que le faltaba era mandarle una tarjeta de invitación formal a este muchacho tan indeciso. Se había inclinado sobre él estando sentado para que le pudiera ver las tetas. Le daba el beso de despedida en la comisura de los labios. Lo abrazaba siempre un minuto más de lo necesario y apretándose a él inequívocamente. Le reía chistes que no le entendía. Lo miraba con languidez por más agrio y cínico que se pusiera. Lo había seguido por ese piedrero tan incómodo, y ahora estaba nadando desnuda frente a él ¿qué estaría esperando? Una cana al aire cualquiera echa en la vida ¿por qué no conmigo? ¿no le gustaré? ¿será que huelo mal?..., ah, no, aquí está ¡y como dios lo trajo al mundo! ¡se decidió por fin!

José vino nadando con una brazada de pecho exagerada, estilo que él usaba para nadar intelectualmente no desde el fondo, sino desde la cubierta de su corazón, pero nadie le entendía el chiste. Llegó hasta el lado de ella y le pidió el favor de que lo ayudara a constatar una información que él tenía: ¿puedes flotar boca arriba y luego cuando te avise lo haces boca abajo? Ella extrañada dijo que sí mientras él le explicaba que si era verdad que las mujeres son menos densas que los hombres la corroboración de esto sería importantísimo para lo que vendría en el segundo paso, o más bien para la aplicación práctica de dicho experimento.

Ella flotó boca arriba mientras él pasaba un dedo por todo el perímetro de su cuerpo. Al dar toda la vuelta le avisó y ella flotó boca abajo, repitiendo lo del dedo perimetral.

Ella le preguntó que para qué hacía eso tan rico pero tan raro, pero él le pidió que se fijara mientras él flotaba para marcar su línea de flotación: que va, a él, boca arriba le sobresalía un pequeño islote de la barriga y un periscopio muy gracioso, por lo menos para Alelí que no hizo sino reír todo el rato. Boca abajo ella rió más aun, así que el resultado fue que en efecto el hombre es más denso que la mujer.

¿Y que haremos con esa información? Bien, te diré: desde que te ví entrar en el agua me imaginé la delicia que sería chupártela mientras estabas a flote…, el problema surgió cuando me di cuenta de que yo estaba dando dos cosas por ciertas: que tú querías que yo te chupara esa cosita linda rosadita y de pelos claros, y que tú flotabas mejor que yo… No tengo que contarte la indecisión que me entró porque te imaginas que te hundieras mientras yo abusiva y flotantemente te metía la lengua entre las piernas…, y tú yéndote a pique, cómo íbamos a respirar…, pero ya ves. Ahora solo me queda aclarar una sola de las suposiciones…

…¡Coño! Qué complicado eres ¿y no se te ocurrió que en la orillita puede ser más cómodo? Pero no hables más, besémonos un poco para ver si me gusta cómo lo haces, porque el que besa mal arriba besa mal abajo… Oye, no lo había pensado, pero tiene lógica: besémonos… Además, el que huele bien por arriba huele bien por debajo, y el que sabe bien… ¡cállate ya, muchacho loco!!!

El oleaje era muy suave porque era el momento de las calmas de mediodía y el mar tenía una apariencia aceitosa sin una sola ola rompiente. Con todo y eso los besos tuvieron esos sabrosos tropiezos labidentales productos de la prisa, la precariedad y la zozobra. Rápidamente, y para no dejarse ni sorprender por los de la otra laya, ni para dejarse quitar la delantera entre ellos, los labios de cada uno emprendieron una atropellada competencia para ver cuales eran los más osados, o por lo menos confianzudos.

José pudo comprobar que una mamada echada en condiciones de flotación tiene la ventaja de la ingravidez (bueno, en dos sentidos simultáneos, porque siempre tiene aunque sea uno ¿verdad?) pero complica mucho la respiración. También está lo de la ausencia de dientes, cosa muy cómoda. Y si ella se relaja y él pisa el fondo, la cosa fluye bastante bien.

Pero se concluye fácilmente que con tantas cosas en qué pensar el asunto no llega al término esperado y no pasa de una travesura de cierta osadía, dadas las vecinas circunstancias. Así que sin decirse nada tomaron la decisión de salirse del agua porque la piedrota esa que hace la gran sombra tiene una superficie tan lisa y con unos pliegues a tan buenas alturas, que el confort estaba garantizado, y libre de arena.

Alelí tenía los ojos empequeñecidos y la boca roja y carnosa. Salió del agua en silencio y trastabillando. Pasó de la orilla a la sombra de la piedra en lo que pareció una agonía eterna. Cuando llegó, José ya tenía lo que parecía un año sentado en un cómodo pliegue de la gran roca, esperándola.

Ella llegó por fin y sin decir nada se sentó acaballada sobre las rodillas de José. Pasó sus brazos por detrás del cuello de él y se fue arrimando hacia delante lentamente hasta que quedó enchufada completamente. Se movió despacio hacia delante y hacia atrás. Muy despacio pero con muchísima fuerza. La presión que ejercía le estaba destrozando el cóccix contra la piedra a José quién no aguantó y le dijo que se bajara, que lo iba a convertir en pisillo de punta trasera.

Se rieron, se separaron, intentaron un sesenta y nueve, y un setenta y cuatro, un manual y un sesenta y ocho, siguieron con las chupadas: una vez uno y luego la otra…, qué va, no había manera, no se podían concentrar…, y sin llegar a dónde hubieran querido decidieron regresar junto a los demás e intentarlo en alguna otra ocasión más cómoda.

¿Qué tal resulta la otra playita? Preguntó María Eugenia al verlos llegar…

Bueno, se puede decir que a primera vista parece un buen lugar para practicar algunos deportes, pero termina siendo un sitio más bien incómodo…

lunes, 3 de noviembre de 2008

Playón.

“Diga lo que quiera de mí el común de los mortales,
pues no ignoro cuán mal hablan de la Estulticia incluso los más estultos,
soy, empero, aquélla, y precisamente
la única que tiene poder para divertir a los dioses y a los hombres.”

Erasmo De Rotterdan.

Me fui a la playa como de costumbre: acompañando más que acompañado. Esto me sucedía, no me canso de repetirlo, porque era un buen muchacho que había decidido dejar de estudiar una carrera universitaria por sinrazones muy privadas, y hacerle de comerciante y aventurero siendo como soy, muy mal dotado para lo primero y en exceso para lo segundo aunque entonces yo no lo sabía.

Y me fui dando cuenta paulatinamente de que era más compañía que acompañado porque la verdad es que ser reflexivo es una calamidad que me ha venido aconteciendo en la medida que mis células pierden su habilidad de asimilar ciertos nutrientes. En ese caso he tenido que aprender a pensar antes y durante, porque mi habilidad para enfrentar y enderezar entuertos viene mermando a ojos vistas con presbicia y todo.

Por lo tanto, eso de simplemente pisar delante del pie anterior ya se me olvidó por qué fue que el otro pisó ahí primero pero doy el paso porque por qué no ¿ah? Si de todas maneras estar detenido es peor que caminar en círculos hacia ninguna parte, porque cómo coño sabe uno para dónde carajo es que tiene que ir, si es que hay que ir, obligado, hacia qué sitio, y no te enredes más: camina y punto.

No, de ninguna manera escogería la opción de recordar mis vidas anteriores. Ni ahora ni mis futuras reencarnaciones que tal vez me lleven, como A’Tuin, hacia el borde del multiverso cuántico, y a la comprensión de las realidades electivas de adentro para afuera.

Ya tengo suficiente con avergonzarme un poco recordando como el invencible Jóvito terminó cuadrándose, ora con adecos, ora con copeyanos según cambiaba el horizonte político… Tener que acordarme de mis tíos de izquierda contando el chiste de que Carlos Andrés había ganado el Nobel de Química por haber convertido el petróleo en mierda luego de la su nacionalización aquel enero en el que Cañonero II ganaba el Derby… Tener que recordar las gaitas de Joselo, a José Luís meneando pelvis y cantando que allá en la cima de la montaña un hombre grita cosas extrañas, a Sandro balando como un ovejo frente a una Rosa Rosa tan maravillosa, a Trino Mora mandándole recado a la que ya no piensa en su amor porque se cansó de llevar coñazos…, usted me perdona, don: yo no sé filosofar…

Y si es una elección la realidad, la verdad es que no concibo una peor que avergonzarme cuando la pena es ajena. No tiene razón de ser. Lo que trato es de comprender el por qué elegí leer a Funes el Memorioso. Menos memoria me permitiría deslastrarme de chatarras inútiles ni siquiera cómo tópico de conversación, ya que por lo general nadie sabe (porque no se acuerda, nada más) de qué estoy hablando y tengo que ponerme a traducir mis propios chistes, previa clase de historia desautorizada. Y no existe peor chiste que aquel que hay que explicar, destapando el baúl de los recuerdos para más colmo.

Me acuerdo por ejemplo de la vez que se murió el guardián de un templo y había que elegir el sustituto: el abate puso una linda mesa en medio del patio con un bello jarrón encima que contenía una rara flor, frente a los postulados para el cargo. Dijo: este es el problema. Dio un paso atrás… Todos los candidatos se quedaron desconcertados menos uno que dio un paso al frente, desenvainó la espada y de un solo tajo pulverizó flor, jarrón, y mesa… Envainó tranquilo y regresó a su puesto…: Le fue concedido el cargo… Es decir, que si arrastras basura deshazte de ella por preciosa que haya sido alguna vez, o monta un museo y cobra la entrada porque también se vale.

Fui a la playa, como dije, después de dejar el carro estacionado frente a la casa a la que solíamos llegar, en la que también dejé el equipaje y los zapatos. Solo cargué la toalla, el protector solar, el bolso con el equipo fotográfico, y la billetera. Por ahí hacia la punta conseguí un cocotero con una sombra chévere como para hacer campamento y me senté. No, que esta sombra no, que vámonos más allá, que me gusta más aquella, que por qué te sentaste, que ayúdame con esto, que qué te pasa… Ningún problema, consigue la que te gusta, déjame los peroles aquí, que en lo que te ubiques yo lo pongo todo allá… Que tú no me ayudas, que me dejas sola, que qué apático eres… Y será, sí, qué voy a hacer, si es que yo vine para acá a cargar mis peroles nada más… Baja la voz que allá vienen mis amigas: ¡Mame! ¡Clara! ¡Silvia! ¡Aura Delia! ¡Teuta! ¡Miren que sombra más linda consiguió un tal Lucas! Pues sí, y la encontró él solito… Yo, por supuesto que me hice el musiú ante la aprobación doble por la vía de Mame y de Juana Augusta fingiendo que le ponía un filtro de color al lente de mi cámara porque llevaba película rápida blanco y negro de ASA 400 que me permitía jugar con los contrastes.

Saqué un filtro verde claro especial para la piel en días de playa, y del fondo del mismo bolso, una botella de guarapita que había escondido ahí para estos casos. Me di dos profundos langanazos y me disfracé de fotógrafo, actividad por la cual era graciosamente aceptado en este grupo selecto de cabezas coronadas, ya que me salían muy lindas fotos de sus diademas y tiaras.

Yo nunca he sido un mal muchacho, ni, para qué negarlo, demasiado bueno tampoco: además de sus lindas tiaras dejé plasmado en mis negativos múltiples imágenes para la posteridad, y de la posteridad misma en muchos casos. No voy a decir que no. Y la verdad es que esto lo hacía sin ningún fin último, lo que pasa es que, qué tanta foto se le puede hacer a un rostro. Das un paso y luego el otro aunque no sepas muy bien para qué o por qué. Solo lo haces.

Otro langanazo en pareja de mi reserva privada y ya empieza a molestar menos la traducción de mis chistes. Traducción con interpretación freudiana y jungniana, porque para qué voy a decir que no, si esto era así. Además llegó el señor de las ostras que ya me conocía bien y me dejaba el balde completo por un módico precio que le cancelaba al día siguiente antes de regresar a Caracas. Muchas veces él mismo me traía otro baldecito con hielo y una botella de vodka especial para el empacho. Sabio y buen tipo este.

Yo abría las ostras para que nadie se fuera a pinchar un dedo y me echaran a perder el playazo como la vez que Clara se comió un manzanillo y hubo que salir corriendo con ella a que le hicieran un lavado estomacal. Abría unas cuantas ostras, me comía unas pocas, hacía tres fotos, me daba dos tragos largos, y abría más ostras. Así se me iba el día.

Luego recogía para irnos a sacar la sal al río, previa parada para comprar guarapita que yo utilizaba para bautizar en al más novato del grupo. Era divertido: con el frío no se daban cuenta de que se estaban emborrachando hasta que salían a tierra firme y se desplomaban muy graciosamente. Pero como nunca he sido un buen muchacho, ni tan malo tampoco, para qué negarlo, los recogía yo mismo y los montaba en el asiento delantero del carro para que pudieran vomitar por la ventana sin manchar nada.

Luego acompañaba al grupo a casa, para cambiarse y cenar. Generalmente esto consistía en comerse lo más barato y cumplidor que se pudiera, luego ir a sentarse en la orilla del mar para hablar mal de alguien que formara parte del grupo, pero que estuviera ausente.

Yo me echaba panza arriba a contemplar la estrellas y a perderme dentro del ruido de mis pensamientos para no tener que escuchar como despellejaban al que hizo la última fiesta al que asistieron “sin-cuenta” personas, que por supuesto, se había quedado en Caracas por la vergüenza que nos hizo pasar en lo que se rascó y correteó a su papá, pobre gallego pusilánime, que no haya por dónde agarrar a su hija cuando se pone así, pero ¿por qué ella solo se disculpa con Aura Delia? Sí, imagínate que terminó diciendo entrecortadamente y entre sollozos que lo que más la avergonzaba era que Aura Delia hubiera tenido que presenciar esa escena…, será que le gusta…, ¡ejem! Cómo se te ocurre, lo que él quiere decir es que el afecto que ella siente es muy especial para con Aura…, Que cómo iba a verle la cara ahora… Sí, pero no van a negar que fue cómico ver al viejo correteando por media casa moviendo los pies como si lo quisiera morder un perro pequinés, y la otra corriéndole atrás como si en verdad lo quisiera morder…, salí yo a intervenir en el sacrosanto conciliábulo y por supuesto que saltó Juana a traducirme el chiste mientras se levantaba un rumor de murmullos que acallaba el de las olas y el viento, seguido de unas risitas de compromiso para desagraviar al desatinado del fotógrafo que maneja el carro.

Una vez más me di par de langanazos de lo que fuera que hubiera en la botella más cercana y decidí cerrar el pico para otra cosa. Ahora tenía en la cámara película ASA 1600 y estaba experimentando con las luces de las estrellas y las del yesquero cada vez que prendían un cigarrillo que fumaban con gestos desde el de una vampiresa de cine mudo hasta una lavandera arriba de una muralla. No hice gran cosa con este experimento porque había mucho viento y me preocupaba el efecto de tanto salitre en mi cámara, así que la guardé en su bolso bien protegida y me dediqué a contar estrellitas como el Chamamé a Cuba.

Me concentré en el sonido que hacían el coro mar y viento junto con las hojas de los cocoteros, y poco a poco se me fueron desdibujando las imágenes que me hacía con las discusiones que estaba escuchando sin oírlas ya, y sin ningún ánimo de intervenir, porque para qué, si igual no me iban a entender y resulta muy cansado para mi traductor simultáneo.

Se me fue ocurriendo tomar ciertas decisiones: no me importa que me rajen el cuero cuando no estoy si es que lo hacen. Manejo el carro siempre que quiera hacerlo. No me dejo traducir un chiste más. Solo fumaré en pipa. No agarro más de una arrechera al mes. Observaré más y hablaré menos… Y el cielo no está sobre mi cabeza sino bajo mi panza…

…Y tuve que agarrarme del suelo porque me estaba cayendo dentro del cielo…