martes, 12 de mayo de 2009

Jardín del Edén

Mi padre se entendió con mi Madre
Bajo la cola del Dragón
y la Osa mayor Presidió mi nacimiento,
De donde resulta que soy
Duro y lascivo.

Fragmento del Rey Lear.
William Shakespeare.


Hace tiempo ya, unos buenos ocho o nueve años, me mudé para esta isla tan particular después de que tuve un lío mayúsculo que resultó de la quiebra estrepitosa de una gran empresa de construcción que hicimos crecer violentamente, y del mismo modo se vino abajo.

Creamos, mi otrora gran amigo y socio cuyo nombre me reservo por no venir al caso, de la nada, una especie de hongo invasivo que al amparo del hueco legal referente a la permisología para la construcción que sufre el sureste caraqueño, creció violentamente.

Para dar una idea puedo decir que éramos un grupito de cinco o seis personas que trabajábamos con nuestras manos generando trabajos por el orden de los treinta y seis millones anuales, lo que para la época permitía hacer el mercado y pagar el condominio si no había cuotas especiales.

Pero después de una exposición de esas de construcción organizada en el Poliedro de Caracas, contratamos algo así como millón y medio de dólares en menos de un mes lo cual nos obligó a crecer (casi cien personas) como Frankenstein, empujados por la locura y un corrientazo descomunal hasta el descontrol absoluto que solo es posible cuando se tiene más testosterona que sangre en las venas.

Me volví un bicho incontrolable, transgresor, atropellador, despectivo, ególatra, y profundamente ingenuo en el fondo por lo que se dejó ver más adelante. Confieso que hice cosas que pagué bien caro después, y bien hecho plátano jecho…

Por la razón que sea eso se vino abajo. La plata entraba a velocidades de vértigo aunque subrepticiamente se fugara más rápido, y respondiendo a la ley de gravedad la empresa subió y bajó. Plaf.

Recogiendo pedacitos de aquí y de allá con la realidad ante los ojos que inequívocamente me decía que en Caracas no contrataría nunca más ni una casita de muñecas, me vine a morir entonces a esta isla de los extremos.

La verdad sea dicha que poco me importaba ya si me quemaba el sol, si no tenía amigos, si la piel se me llenaba de ronchas, si pasaba hambre (porque de todo me pasó por cosas, digo yo, del plan de crédito del Karma) yo, personalmente, me entregué al vacío de esperanza, a la muerte del alma, al nihilismo, al no me importa un coño ¿qué me van a quitar la patineta también? ¿ah? No me jodan… Y me dediqué a sobrevivir un día y luego otro, básicamente porque tengo una hija chiquita (bueno, ya tiene once casi doce años) y hay que alimentarla ¿pero qué hice para alimentarla? Pues me dediqué a realizar trabajos de poco lucimiento y a soportar una malísima relación de pareja que no sobrevivió (lógica y naturalmente) a tanto avatar. Es decir, que decidí todo lo conscientemente que podía dadas las circunstancias, a poner veneno en la mesa de mi hija y es que estoy convencido de que aquel que pone en su mesa comida procedente de un trabajo que detesta envenena a su gente. Pienso también que esto no me importaba mucho porque total que yo ya estaba muerto.

Recuerdo que un domingo me rebelé ante mí mismo y salí en mi bicicleta de montaña a dar una vuelta larga por la Laguna de Las Marites y tras mucho echar pedal y remendar pinchazos terminé por salir cerquita del aeropuerto.

Pues bien, salí allá y me regresé por la autopista porque me había echado gran parte del día en eso y no quería un lío tan enorme en casa cuando regresara.

Llegué por fin como a las dos y media de la tarde bajo un sol que pocos pueden entender si no han vivido en esta isla. No basta haber pasado vacaciones, tienen que haberlo vivido. No tiene modo real de descripción. Quiero decir que por más palabras que gaste para explicarlo nada se parecerá a lo que realmente es (Por eso vivo con lentes oscuros de los que se usan para esquiar porque tienen gríngolas que me cierran la entrada lateral de la luz generándome un mundo propio y privado, amén de protegerme los ojos de esos rayos mortales que enceguecen a un tigre de bengala). Decía que llegué bajo ese solazo y como ya hacía rato que me había gastado el galón de agua del “Camelbak” además de la botellita de “Gatorade” que llevaba en la riñonera, no hice sino llegar, tirar la bicicleta llena de barro salobre de la laguna en el jardín y echarme un gran manguerazo ahí mismo.

El agua fresca me corrió por la cabeza y la nuca llenándome de una alegría básica cercana a la felicidad y por menos de un segundo pensé que después de todo mi muerte cómo que no era tan definitiva así que digamos…, pero pensando esto el agua tuvo tiempo de llegarme a la entrepierna y provocarme un ardor tan intenso que me cerró el ángulo de visión y me ensombreció el ambiente. Como pude corrí al baño y me saqué los pantalones de montar junto con los calzoncillos y gran parte de la piel (con todo y pelos) del territorio ecuatorial protuberante reproductivo, dejándome las humilladas bolsitas esas como una cabeza de pulpo pasada por agua hirviendo.

Esta horripilancia tardó casi medio año en sanar por completo porque el calor no lo dejaba curar. A diario sufría réplicas de tan telúrico suceso, que aunado al hecho del triste trabajo con el que me ganaba la vida y el trance terminal de aquel matrimonio, la verdad creí no merecer nada más de la vida la cual se convirtió en un molesto compás entre ese momento y el de la verdadera muerte.

Pero ese lapso me hizo darme cuenta de muchas cosas, de arrepentirme de algunas otras, de dejar de culpar a los demás por mis desatinos; me dio tiempo de dejar salir un Luis Guillermo más tranquilo, centrado, resignado, y tal vez espiritual. Me dio tiempo de darme cuenta de cuáles eran mis prioridades, de lo que quería de la vida. Y como tranquilizante de otra índole también porque mudó mi abstinencia, del desprecio conyugal, al motivo de enfermedad, lo cual sí se traduce aunque sea en una triste diferencia.

De lo que no me dio tiempo fue de darme cuenta de que debía dejar perder porque perdiendo también se gana. Pero no importa, después tendría tiempo de renunciar aun a un par de cosas más que más adelante, o no, vendrán al caso.

Recurrí de nuevo al infantil recurso del cinismo para defenderme de tanto disgusto colocándome del lado de a los que nada es capaz de sorprender porque al final la vida no es sino una mierda a la que hay más bien que sobrevivir sin sorprenderse de que en efecto la mierda parece ser infinita y mutable como “piumma ‘l vento”…, entiéndase lo que sea.

Pero he ahí que la vaina no se jode hasta que no se jode.

Conocí un excelente pintor con el que hice buena amistad y me dediqué a montarle sus cuadros… (Los antecedentes de este oficio no los relataré en este instante porque se me va a ir el cuento por sobre las cuarenta páginas) Esta relación de amistad comercial desembocó en que el pana me prestó un local que no usaba, que está en un centro comercial a la orilla del mar, junto a una marina en Porlamar.

Ya el hecho de que alguien volviera a confiar en mí y que yo pudiera volver a ganarme la vida sin tener que envenenarle la mesa a nadie me hizo demostrarme que en realidad yo lo que tengo es una tendencia real y profunda a querer vivir.

Hice mi casa ahí, en el sentido de que le entregué lo mejor porque sí, porque tal vez volvería a tener las riendas de mi vida, porque tal vez mi esposa ya no me odiaría tanto ni yo a ella, porque tal vez merecería esas sonrisitas bellas de mi hija querida. En fin, largué el resto y a consecuencia de eso aquí me dicen Luis, Luis el Marquetero.

Volví, mal que bien, a mantener mi casa, a poder ir al cine, a comer un helado…, pero eso no remendó lo “irremendable” (porque tampoco nadie quería remendarlo) y sobrevino la separación tan largamente anunciada, y en ese día y momento me fui a vivir al velero que había comprado mi Papá.

Aun en mi tarjeta de Sigo la proveeduría figura mi dirección de entonces “marina del Concorde, muelle de Carmelo, tercer barco a la izquierda”, lo cual indica el primer amarradero porque después lo moví al lado derecho para poder dormir bien. Es que yo no puedo dormir con la cabeza apuntando al sur.

Allí viví el tiempo suficiente para darme cuenta de que sí hay que renunciar a más si se pretende la claridad, la libertad (no me refiero a la de hacer lo que me de la gana, sino la de ser dueño de pensar lo que me da la gana) y una cierta aproximación a la espiritualidad.

Pensé muchos disparates también, como aquella noche de insomnio habitual en la que me dediqué (con Orión más arriba de la cruceta del Kamourashka”) a desentrañar la procedencia de cada ruido y llegué a la conclusión de que el castigo kármico al martirio tenía que ser la reencarnación en mástil. Sí, es que se pasa su existencia llevando fuetazos que le dan las drizas movidas por el viento. Pensé que una vida tan azotada para alguien tan recto era, lo menos, una iniquidad.

Pensé también en que la lluvia me estaba purgando el castigo por tanto sueño húmedo haciéndome mis insomnios más y más mojados cada vez por culpa de una exuberante temporada de lluvias y una cubierta como un colador.

No fui capaz de afrontar ninguna solución de índole práctica porque supongo que mi neurona estaba ocupada con la supervivencia del cuerpo. De hecho, no descuidé nunca mi alimentación, que magra sí era, pero sana como ella sola. Recuerdo que la vez que cometí un descontrolado exceso en una fiesta que hizo un gran amigo en la cual comí y bebí como Thor rescatando su martillo y estuve tres días fuera de combate enfermo como un tonto.

Salí del barco cumplida mi condena y purgada mi culpa hacia un apartamento que alquilé en Juan Griego, que aun quedando en un cuarto piso hacía agua también. Supuse que el lío acuático ya estaba solucionado, pero no. Salí del barco porque habiéndome hecho novio de mi actual esposa ella quería venir a pasar semana santa con sus hijos para hacer un bonito acercamiento entre ellos (sus hijos y mi hija, y todos a la vez) y yo no quería ni podía recibirlos en ese barco goteroso. Por eso me mudé. Bien se dice que el hombre solo se enrancha ¿no? Y qué puedo decir, que esa semana santa no hubo agua en el apartamento ni una sola vez… Qué joder…

De eso harán ya sus buenos cuatro años y pico con los que se desdibujaron todos los recuerdos no ya por la distancia temporal, sino porque ese lapso ha permitido que emergiera el Luis Guillermo que estaba abajo, pisado por la testosterona, la culpa, el qué dirán, las convenciones, la pensión alimentaria, el sol y los contrasentidos de esta isla.

No estoy seguro pero me parece que salí a la cordura atravesando la locura como dice Terry Pratchett... Sí, creo que o me terminé de tostar o los locos son los demás aunque eso realmente no me interese demasiado. Porque ahora veo las cosas con una serenidad sabrosa aunque esté angustiado por algún pendiente, que siempre los hay. He logrado darme cuenta de lo colectivamente aislados y al mismo tiempo lo solitariamente acompañados que estamos, todos a la vez.

El cinismo pasó a ser un recurso humorístico más que una línea Maginot de defensa inútil. La vida me parece ahora un fenómeno inaudito pero maravilloso al que hay que rendirle ciertos tributos de respeto haciendo el tránsito por ella con el cerebro encendido aunque eso signifique que se dificulte un poco actividades como el baile y la exploración del hemisferio derecho… Cierto, el cinismo fue innecesario, perdón, se me chispoteó…

Lo cierto es que me las he visto canutas y de cuadritos pero he tenido una vida revisada…, ¡uy! Eso sonó a despedida… No, lo que quise decir es que he venido manejando mi carro dormido y ha sido una enorme suerte que no me estrellara irremisiblemente. Pero si sigo al volante, ahora con los ojos abiertos y el cerebro encendido, es porque soy bueno en esto o porque tengo un santo grande que viene a ser más o menos la misma vaina.

Me da mucha risa, porque transitar el infierno con la promesa de alcanzar el Edén como combustible es una vaina que se inventó hace mucho y de la cual he dudado siempre. Me parece un mal sistema de comercialización de la idea que ahora me ocupa, pero lo cierto a mi modo de ver es que es más o menos así también. Basta con abrir un poco los ojitos estos con los que mi Madre me parió, mantener la conexión de las líneas auditivas con el centro de control, y básicamente no arrecharme mucho por las barbaridades de contradicciones que se suceden constantemente.

Sí, existen personas que promulgan la moralidad y la ondean como gallardetes, enseñas y grímpolas, pero a los cuales se les descubren dobles vidas, hijos secretos, infidelidades, inconsistencias… Gentes salvadoras que paran en matones… Prójimos que lavan las caras pero llevan los culos podridos… Tetas de goma, labios de no quiero saber qué, inyecciones de toxinas, para parecer aquello que no son y terminar pareciendo irremisiblemente lo que sí son… Carros exagerados para seres insignificantes… Negocios coronadores para los innobles… Religiones para los malignos… Sí, existen las contradicciones más aberrantes sobre todo muy expuestas en un microcosmos tan pequeño como esta isla y por eso más notorias, pero eso no es lo que me estrujaba la existencia.

Lo que me hacía dura de tragar esta, digamos, realidad, era mi inseguridad frente a este tema. Mi falta de convicción con respecto a la posibilidad de vivir fuera de ese pantanero. Mi fatalista intuición que barruntaba mi propia hipocresía. Yo también me contradigo, yo también quebré una empresa y le causé daño con mi profunda idiotez mucho más que culposa a gente que no me había hecho nada. Yo también metí máquina en un cerro para echarlo abajo sin permiso solo porque podía hacerlo. Está bien, yo no tengo hijos escondidos, pero sí puse uno que otro cacho y esa es la verdad. Yo he teñido virola para meterla como caoba. He comido más rápido que los demás para poder comer más. Yo le he mandado a lavar ese culo a más de uno que me quería mal, o bien, no es importante. Yo le he dado la espalda a más de uno simplemente porque me molestan. Yo he sido soberbio y arrogante y a veces sigo recurriendo a eso porque sí o por lo que sea.

El caso es que saber que las contradicciones nos hacen humanos, porque es que a un mono o a un perro tal vez se le haga difícil contradecirse, y que no existe gente eximida de esto hace más llevadera y hasta divertida la vaina, pero si y solo si meditamos al respecto. Que sea una decisión y no un impulso.

Ahora sé que si así lo decido, puedo ser un monstruo del averno o vivir en el Jardín del Edén. Y hacerlo alternativamente incluso. No significa más que lo que significa la condición humana misma.

Sigo usando mis anteojos de esquiador pero no ya como escudo ni como arma. Los uso porque, de verdad, hace sol que jode en esta isla del carrizo.

jueves, 7 de mayo de 2009

¿Engaño? ¿Desengaño?

Si Marx y Engels revivieran y se dispusieran a escribir
un manifiesto comunista nuevo,
quienes somos auténticamente de izquierda
deberíamos alzarnos y pedirles que no lo hagan,
que los proletarios del mundo, unidos,
no queremos que nos echen esa vaina otra vez,
que no nos salven, que dejen que nos jodamos;
te aseguro que nos irá mejor.

Francisco Suniaga


Sí señor, ser de izquierda era una identidad. Y diría que serlo (realmente) ahora es una proeza.

Cuando yo era niño, hace una pila de años, eso está claro, la crianza de un carajito como yo pasaba por una especie de preparación para vivir a plenitud el cambio en ejecución, en ejercicio, que experimentaba la humanidad toda.

El cambio romántico signado por el amor y la paz, algunas sustancias subversivas, una que otra idea alegre (¿o era al revés?), un reconocimiento de que la autoridad ejercida como se había hecho hasta entonces no conducía sino a atrocidades como las muertes en Vietnam, la del Che, la de Víctor Jara, el enriquecimiento descomunal de unos cuantos a expensas de unos muchos, y así…

Se suponía que la propuesta de Marx y Engels, el éxito de Fidel, las letras de Lennon, el movimiento estudiantil, el mayo francés, qué sé yo, la vaina que le echaron a Nixon, nos llevaba directo a un mundo mejor…, o por lo menos yo lo entendía así y Mercedes Sosa, Violeta Parra, Joan Báez, y algunos otros también, me pareció.

Claro que no tenía aun en mi haber ni un solo choque con la autoridad más que aquella célebre vez que el Padre Francisco S. J. director del colegio citó a nuestro representante porque mi hermano y yo teníamos sendas melenas. Se presentó mi Papá muy obediente, y al verle el Padre la tamaña tumuza con el aderezo que significaba su hirsuta y bolchevique chiva dijo: nada señor, nada, que a la legua se ve que la cosa es de familia…, vaya tranquilo y disculpe la molestia… O sea, que no fue un choque demasiado fuerte ya que, supuse, el mundo estaba cambiando para mejor.

Más tarde empecé a sospechar que el cuento no estaba del todo claro. Sí, conversando con un amigo de la misma calle para explicarle todo, hijo del dueño de la bodega que quedaba en la esquina contraria a mi casa (en aquel Barquisimeto de los setenta) quién a todas luces pertenecía a ese proletariado al que se tenía que salvar para que pudiera disfrutar plenamente de ese mundo mejor que se estaba gestando ya con parto inminente...

Pues el muchacho me miraba como si le estuviera arengando en mandarín o como se le oye hablar a un pana querido que está hasta el culo de alguna sustancia prohibida y uno no quiere herirle los sentimientos.

Claro, yo le explicaba en aquel lejanísimo año setenta y tres que el problema era (esto se lo escuché a un camarada de mi Papá y me pareció que la cara de asombro de los contertulios apoyaba de sobra dicho argumento, y lo adopté) que la autoridad se había convertido en una finalidad en sí misma, que no estaba realmente puesta para hacer cumplir unas normas concebidas para el bien colectivo sino para mandar y punto, y era de eso, entre otras cosas, de lo que había que salvar al pueblo.

Se suponía que esta autoridad ejercida por sí misma y para sí misma era la principal herramienta del opresor en la consecución de su perpetuidad. Para un ejemplo se nombraban a los gamonales peruanos en descenso gracias a la reforma agraria, y a los adecos en ascenso (no por mucho tiempo según el camarada) gracias al petróleo… Hay qué ver lo bien que me aprendí la plana, y lo poco que la medité ¿no?

Y regresando esta mañana del aeropuerto, treinta y siete años más tarde, le agrego a la autoridad la complicación de la dualidad transferible/intransferible de su carácter. Me refiero a que a mi regreso del aeropuerto me encontré con una tranca del demonio: tres horas y media estacionado en la Juan Bautista Arismendi porque los trabajadores del transporte público habían tomado las entradas de Porlamar en una operación que ríase usted del Caracazo y demás mangas de chaleco.

Durante la “temperada” obligada que me eché en esa explanada calcinada conocida como “Macho Muerto” por supuesto que formé parte satelital de más de una tertulia entre vecinos vehiculares. Así fue como me enteré de lo que estaba pasando: que los trashumantes de la rueda estaban hartos de que se les matara y asaltara un día sí, y el otro también. Que reclamaban la presencia de Morel (el gobernador) para que les resolviera el asunto, y he aquí lo que recogí: que una manifestación arbitraria como esa había que disolverla con la presencia de la guardia y a planazo limpio, que por culpa del gobernador era que estábamos así.

Esa fue una señora zamarra natural de Willendorf de panza a tres tetas que manejaba una pickup.

La señora manierista del Yaris dorado y bluyín de marca decía que era mejor usar la guardia para agarrar a los asesinos de taxistas, que la vaina era culpa de la falta de autoridad (presidencial).

El ingeniero de la Autana hablaba por el celular dando órdenes para que no sé quién se apurara en hacer lo que no sé quién no les dejaba hacer y que seguramente estaría ocupado con los sucesos de hoy.

No me voy a extender dando versiones del mismo tema para no cansarlos. El hecho es que la opinión más o menos promedio, y de la tendencia que fuera opinaba que las autoridades tenían la culpa de eso que estaba pasando. Tanto de la muerte de otro taxista más a manos de una fuerza hamponil cada vez mayor, que coloca la profesión de taxista más arriba, en la escala de peligros laborales, que a los míticos pilotos de helicóptero.

Cuando se refieren a las autoridades la vaina le cae, desde el policía de a pie, hasta al mismísimo presidente de la república. En escalera, pero también individualmente.

No, pero si es que esa gente está ahí nada más que para mandar y para meterse una bola de billetes al bolsillo, no importa de dónde salgan, pero cuando tienen que presentarse para defender al pueblo que lo escogió, si te he visto no me acuerdo…, eso lo decía la señora de las tres tetas que era la que mejor bregaba contra el viento y el ruido automotor en medio de aquella desolación a la que solo le faltaba un Simplicio y un italiano mala paga pero dirigidos por Olegario Barrera.

Y yo pensaba metido en mi carro para que no me secara el poco seso que me queda esa dupla terrorífica que hacen el sol y el viento en cantidades industriales, que la razón no es una cuestión de método ni de lógica, que la razón la tiene el que logra reunir más adeptos en un momento dado. Después ya no importa porque ya tuvo su rato de celebridad. La razón depende de la publicidad que se haga…, del marketing, pues.

Y que sí íbamos más allá, en el mismo pote se puede meter las ideologías. Es la misma vaina que ir a una tienda de pantalones: buscas modelo, talla, color, material, te lo pruebas, y si te ajusta y lo puedes pagar cómpralo. Luego puedes usarlo como símbolo de status y trabajar para poder mantenerte a ese nivel de marca de pantalones. Llamémosle la ideología-pantalón de Moebius.

Ahí mismo me saltó encima la verdad de mi desengaño ideológico de cuarto grado (de primaria) que siempre le achaqué e mis padres y su divorcio (ojalá sepan perdonarme) teniendo poco que ver eso en el asunto. Lo que pasó fue que me di cuenta de que nadie quería ser salvado. Menos por unos chibúos en carros viejos y ropas raídas, haciéndome rebotar en mi caída desde las alturas del Manifest der Kommunistischen Partei hasta una muy diferente de Mein Kampf.

Y en esa rebotadera entre tienda de pantalón y tienda de pantalón fui desde los Borbones hasta Idi Amin Dada; del Sha de Irán (con todo y Farah Diba) a Medina Angarita (incluyamos a Doña Irma Felizola para no hacer menos); me fui desde Tomás Ibáñez hasta Aldous Huxley, y tal vez por eso fui a parar muy cerca de preferir el sistema de castas… Un viaje agotador como él solo que me hizo poner en duda todo lo que conocía e iba conociendo, para convencerme de nuevo, y caer nuevamente en el desconocimiento y en esta pregunta: ¿puede el ser humano inventar algo útil más allá del martillo?

Hoy, en medio de la descomunal tranca de tránsito, bajo ese sol que aplana todo lo que se le escapa al viento entendí lo que quería decir la frase de Pasternak que reza “el hombre nació para vivir, no para prepararse a vivir”, y me dio un poco de vergüenza pasarme cuarenta y cinco años preparándome para vivir. Buscando una respuesta que no existe para ver de qué modo podía acojinarme mejor en el albur de la vida.

No existe un sentido de la vida. No hay que engañar a los menores con un embuste críptico tan jodido. En vez de eso hay que vivir lo más cómodo, lo menos complicado: simple, pues. Para que después, a la vista del tren que nos ha de llevar de aquí, no nos entre la caga mayor junto con el enorme cargo de conciencia de haberle embromado la vida a nuestra prole con las mismas monsergas con las que nos jodieron a nosotros.

Perdónenme entonces, viejos queridos, por echarles el ganso a ustedes que no tienen nada (o poco) qué ver con este engaño-desengaño, porque hoy sé que a ustedes también les echaron mal el cuento.

Todo es marketing nada más.