lunes, 20 de julio de 2009

Tripas y exoesqueleto





Uno de los logros más hermosos del juego del Go
Es que está comprobado que, para ganar,
Hay que vivir pero también dejar vivir al contrincante.
El jugador demasiado ávido pierde la partida…

Fragmento de La Elegancia Del Erizo.
Muriel Barbery


Vivo en una isla ya lo he dicho muchas veces.

Sí.

Vivo en una isla que parece un zoológico que no está rodeado de paredes y rejas sino de agua.

Tiene sus senderos, sus merenderos, sus letreritos indicando más o menos la especie que se muestra en ese sector. Tiene su iluminación, tiene su sistema de alimentación, sus vías para desalojar lo procesado. Tiene su portero, sus celadores, hasta un director que ama los animales, sobre todo los gallos de pelea. Tiene hasta su clima propio y particular.

Cierto, no se produce nada más allá de la distracción de los visitantes, pero esos sí: te trasladan presto y expedito, si es que no te atracan. El gran negocio lo hizo el señor que trajo los Nissan Sentra. En fin.

Es un zoológico sin vigilancia.

Hay, sí, una pick up bien bonita que va de aquí para allá cargada de uniformados de película y unas patrullitas Corolla que tienen que guardar temprano porque no les funcionan las luces, pero esos no están para vigilar nada. Solo ocupan el cargo como para que no se diga que esa partida hay que devolverla por no haberle dado uso.

Para distraer al visitante hay un sinfín de actividades desorganizadas por muchos tipos de entes públicos y privados, y combinaciones inextricables de lo anterior con gradientes dignos de Víctor Frankenstein que dan vida a unos bichos que después no hay quién los mate… En la próxima glaciación tal vez…

Y en esta isla donde vivo con esa sensación diseñada y creada, tan humanitaria, de no sentirme enjaulado tengo una pequeñísima carpintería en la que trabajo algo más que madera. No importa lo que trabaje en ella sino el sitio en el que funciona: en un galpón industrial (sí, alguna vez encerró un ensayo de este tipo) que ahora es el inmenso trastero de un bambino de oro caraqueño que está haciendo una jaula loquísima en Chacachacare, tres áreas subarrendadas en la que funcionan tres carpinterías en sus tres tamaños disponibles (grande, mediana, y pequeña), y un estacionamiento nocturno para gandolas, carritos por puesto (que no sé por qué se llaman así si lo que son es autobuses), y Nissan Sentra…

El tema del micro clima no sé cómo fue que lo lograron, pero aquí llueve cuando en el resto del continente está la sequía, y nos morimos de sed cuando los demás se están ahogando. Pero esto no es tan simple, no. A veces nos ahogamos junto con los demás, y nos asamos en cambote. La mayoría del tiempo no sabemos cuándo es que va a llover, ni cuándo es que toca la sequía.

Aquí vecino de dónde vivimos está un viejito más antiguo que la creación que se llama para colmo Bienaventurado (los amigos le dicen señor Biena) que es el que le cuida los jardines a todo el mundo y se arrecha si llega a la casa a hacer el jardín y detecta que alguien le metió mano a su trabajo. Se te pierde un mes y ay de ti si se te ocurre entrometerte porque es que ya las matas parecen de una jungla… Bueno, el señor Biena es además el encargado de predecir los cambios climáticos básicamente para lo tocante a la siembra, la cosecha, la siega, y fregarle la paciencia a los albañiles del sector. Sí, viene jodiendo con que se apuren con ese friso porque ya hay virazón y la lluvia les va a tumbar toda esa vaina… Es un deporte local el traer las malas noticias. Hay un brillito de satisfacción en los ojos de quienes las traen y un dejo de desánimo entre quienes las reciben más que todo porque se les adelantaron…

Es un dicho nacional que quién coma la cabeza de la zapoara se casa con guayanesa, y que en Margarita no llueve… No me convence ninguno de los dos dichos aunque no me atrevo a negarlos categóricamente tampoco. La sabiduría popular es una vaina seria y puede terminar uno en el brillo de los ojos del señor Biena ese… Qué va…

Pero sí que llueve en Margarita. Caray sí que llueve… Y el señor Biena me lo viene anunciando desde hace mes y medio, desde que detectó la virazón (esto es que el viento que baja del cerro Matasiete se muda y baja del cerro Libertad) que yo trato de no tomar como me tomé al oráculo de los helados allá en mi lejana escuela de música… Sí, el heladero siempre decía con aire delfiano que él no sabía qué iba a pasar, ni cuándo iba a pasar, pero que de qué pasaba, pasaba…, y pasó el caracazo nada más ni nada menos… La siguiente vez que vi al heladero de la escuela noté que no le quedaba un pelo negro. Se volvió canoso del todo. Yo no quise preguntar nada.

Y lo que es digno de Hitchcock: la plaga de escarabajos voladores…

Es tremendo. No hay dónde esconderse. No hay cómo tapar las cosas. Todo aparece lleno de bichos de esos que llegan volando a estrellarse, treparse, empecinarse, empujarse, y morirse… Parece un revival, una invasión de Volkswagen otra vez, el carro más vendido del mundo, pero esta vez vienen volando y son todos marroncitos ligeramente tornasolados. Hubiera sido un hit ese color…

Yo me enfurezco muy antropocéntricamente y le doy la razón al Swami Prabhupada porque dijo que si uno comía carne, Dios, en su inmensa misericordia te haría encarnar en tigre, en tu próxima vida… Qué carrizo comerían estos coquitos… Y Dios en qué estaba pensando… No pongo en duda su criterio ni de vaina, pero se me parece un poquito al señor Biena. Muy respetuosamente lo digo… Ojo…

Entonces termino mi actividad aserrinezca y me siento afuera, en el área común del galpón a respirar un poco de aire menos ruidoso. Empiezan a aparecer los Nissan Sentra. Unos llegan zumbando, otros llegan roncando, otros inclusive siseando. Se estacionan en dónde pueden. Si hay techo disponible se atropellan para quedar bajo ellos, y si no, pues como los cocos: empujan y trepan hasta que caen panza arriba. Patean un poco. Mueren hasta la próxima lluvia que seguro que es prontito porque hay virazón. El brillo en mis ojos es producto del aserrín del masarandú.

Un chofer flaco como mis arcas se sienta siempre en la misma área que yo ocupo y se ocupa de sacar las cuentas que debe entregar y rendir al dueño de su Nissan Sentra. Hoy hice quinientos, me dice un día. Estuvo más o menos… Hoy hice setecientos, me dice otro. Estuvo bueno, es por la lluvia… Qué cagada, hoy hice trescientos. Mucho sol… Lo vienen a buscar en otro Nissan Sentra pero amarillito. Entrega las cuentas por la ventana del piloto, conversa un poco con el chofer. Se saca el peine del bolsillo trasero del pantalón. Se lo pasa tres veces por una ralísima cabellera tan magra como mis finanzas, se lo guarda de nuevo. Asiente mirando por la ventanilla del conductor. Da la vuelta y se mete en el carro por la puerta del acompañante. Se van dejando al escarabajo japonés durmiendo. A veces sacude una pata y se sabe que no está muerto.

Y va uno a la playa y allí están. Va uno al Sambil y no puede entrar porque están ahí también. Vas al mercado y es la misma vaina. Al cine. Al colegio. A dónde mires. Donde te metas. Y sigue la virazón…

Entonces me enfurezco tan antropocéntricamente como puedo y me pregunto mirando hacia el cerro Libertad en qué estaba pensando el creador de estos bichos invasores que íbamos a hacer nosotros cuando ellos aparecieran a borbotones. Qué hicieron en sus vidas pasadas. Serían así de tontos cómo para encarnar en coquitos tozudos de entre trescientos y setecientos al día, bueno o malo…

Encarnar… Encarnar... No se encarna en tripas y exoesqueleto. No hay carne. No hay encarnación. Se trata de un proceso ajeno a mi comprensión. Una esfera en un mundo bidimensional. No tengo los parámetros. No tengo las cifras. No puedo hacer ese cálculo. Me faltan datos.

Finalmente comprendí que en realidad ellos hacen lo que se hace cuando estás hecho de tripas y exoesqueleto.