martes, 25 de mayo de 2010

Notas entre margen.




“El mundo entero es una chimenea.
¿con qué estado de ánimo puede uno
Evitar quemarse?”

Gao Feng

No soy una lombriz, y esto es un hecho.

Y sí, indudablemente existe un sinfín de posibilidades que no son, en mi caso, así como en el caso, supongo, de todo el mundo.

Es decir, que me doy perfecta cuenta, y no es que sea muy perspicaz, de tantas cosas que no son y que sin embargo no presentan ninguna utilidad de trascendencia. Aunque debo admitir que es muy útil que siendo un hombre, no me confunda a mí mismo, digamos, con una lombriz.

No es que no comparta un cierto contenido de ADN con cualquier bicho vivo o algo así.

No puedo negar que en eso tengo mucho, tanto de chimpancé, como de hormiga y tal vez más de eso que de lo otro, aunque sólo tengo cuatro extremidades y carezco de antenas.

Pero me doy cuenta de que he vivido gran parte de mi vida respondiendo a impulsos muy someramente analizados. Diciendo esto sólo para tranquilizarme.

Sí, he vivido una vida dedicada a recabar información de todo tipo sin saber muy bien por qué, o para qué.

Ahora me doy cuenta, perfecta cuenta, de que todo ese bagaje me está sirviendo de manual para hacer cosas. Corotos, peroles, artilugios, artefactos, mecanismos, ingenios… Todos muy útiles y en cierto modo extravagantes por la manera en el que se han venido recombinando para dar resultados sorprendentemente simples, pero que necesitaban pensar en ello.

Parezco un libro escrito con la secreta intención de que alguna vez lo descubra la Warner y me compre los derechos para hacer una película.

Me refiero a que tengo de todo: Tengo acción, tengo emoción, tengo aventura, tengo heroísmo, algo de sexo también, cómo no, y un poco de intelectualidad forjada por la Guerra Fría y la Teoría de la Conspiración… Me muevo siempre por el borde, entre Harrison Ford y Peter Fonda para terminarme pareciendo más bien a Woody Allen en su papel de Leonard Zelig.

En el inventario de mi vida práctica tengo un stock enorme de intentos y muy pocos logros. Pero en mi vida interna, mi mundo introspectivo como le llamo para darle un nombre cómico pero intelectualmente serio, cuento con más logros que intentos.

Infinitamente más logros que intentos.

Esto es porque son muchas las batallas internas que he ganado gracias a otras personas, tal vez por suerte, por carambola, o por intervención inconsulta del hado benigno. Por eso digo que son más logros que intentos.

Lo que me hace estar un poco inconforme con esta situación, siendo como es más bien algo de qué alegrarse, es que he vivido la vida de una lombriz dotada de un pequeño laboratorio y un disco duro de muchísima capacidad.

Sí, he hecho un gran trabajo, un arduo trabajo, un trabajo de lombriz. He dejado todo el suelo del jardín de la vida lleno de túneles como corresponde a toda buena lombriz y de paso he almacenado una importante cantidad de datos. De acuerdo.

Mi trabajo facilita el del jardinero, y esta es mi misión.

Pero no ha sido hasta hoy que, releyendo algo sobre filosofía, me he dado cuenta que no me he tomado el tiempo para meditar sobre el sentido que tiene todo esto. Es decir, que no me he sentado a pulir sutilezas, a rellenar vacíos, a enderezar contradicciones…, a sacar conclusiones preliminares, si es que la palabra preliminares se puede unir a la palabra conclusiones, porque si concluye… En fin…

No soy una lombriz, ya lo he dicho, y sabiendo esto puedo agregar que soy un hombre. No por descarte, sino porque en mi acumulación de datos no encuentro nada sobre una lombriz que teclee palabras. Esto, por supuesto, no es sino una elucubración mía, pero puedo contar con que más de uno estará de acuerdo conmigo en esto, salvo que le pregunten a un par de personas que yo me sé.

Y sostengo, libre de hipócritas inmodestias, que además de hombre, soy inteligente.

Lo que me entristece es que a medida que voy dejando entrar en mi cabeza la idea de que soy un hombre inteligente, más me doy cuenta de lo tonto que soy.

Es algo así como ponerse a estudiar el universo sólo para darse cuenta de que es un fenómeno tan grande que jamás vamos a saber de él más allá de un porcentaje casi inexistente… Digo esto consciente de lo estrambótica de la comparación.

No logro que mi mente y mi cuerpo trabajen en equipo sino cuando hago que mi cuerpo haga cosas más allá de sus límites. Por eso exprimo mi recipiente hasta que se agota y eso no puede ser bueno. He hecho esto durante cuarenta años. Me ha tomado seis más intentar lo que sería el logro mayor de mi mente, y es que entienda que sin recipiente se derrama el contenido.

Mi mente me ha obligado a arriesgar mi integridad física. Mi mente me ha llevado a forzar la barra. Mi mente trata de negarle el descanso y el disfrute a mi cuerpo. Mi mente no me ha dejado aprender a bailar.

Pero ahora, tras seis años de sistemática labor de concientización de mi mente (suena raro, lo sé) llegué a este punto: tengo que sentarme a poner orden. No puedo seguir a éste ritmo porque no voy a llegar muy lejos así.

Una vez le comenté e mi Tío Carlos, cuya mente admiro profundamente por mis propias razones que no vienen al caso, que no entendía cómo hacía él para deducir algo sin conocimientos previos de ese algo, pues yo, para deducir cualquier cosa, tenía que consultar con mis datos almacenados e irlos pegando para obtener una solución tipo “collage”. Él se rió y me dijo que la inteligencia se vale de cualquier herramienta disponible para obtener lo que necesita, que el pensamiento no tiene ninguna metodología específica, y que no me preocupara por esas cosas.

Yo se lo agradezco. Ha podido darle un tacle a mi autoestima y no lo hizo, por lo menos no en esa ocasión. Por eso se lo agradezco.

Tuve un socio arquitecto, excelente arquitecto, que siempre peleaba conmigo porque mis soluciones, aunque eficaces, siempre resultaban para él “muy poco serias”. Lo decía medio en broma, pero muy en serio, visiblemente preocupado… Bueno, nunca se nos cayó ninguna casa, y eso es lo que importa.

Y no es que dude de mi inteligencia, ya, afortunadamente, superé ese obstáculo. Lo que no encuentro es su utilidad. Es decir, para qué me sirve a mí ser un tipo inteligente… Sí, sé que no llego a genio ni mucho menos, pero no por eso voy a negar que soy inteligente.

Pero para qué me sirve. Esa es la pregunta que me inquieta. Porque se supone que esa es una herramienta que sirve básicamente para vivir mejor, entendiéndose vivir mejor, como calidad de vida, sosiego, estabilidad económica…, aunque según Woody Allen (otra vez) “Whatever Works”…, pero de seguro que es mi mente de nuevo dificultándome el baile.

Es entonces cuando me doy cuenta de que no es la inteligencia lo que te pone en algo o te quita de aquí y te pone allá. No. Son los instintos. El problema está en que la inteligencia es una herramienta que se opone a los instintos doblegándolos en nombre de todo lo civilizado y racional.

Me refiero a que el éxito, digamos, económico, entra dentro del ámbito de acción del depredador, del cazador, del hombre primitivo que sale a perseguir mamuts y trae por lo menos uno para la cena.

El hombre civilizado va y cumple su función moral, deontológica, y/o ética, y regresa a casa con el sobrecito que contiene su salario. Le horroriza la saña encarnizada que significa salir a perseguir sistemáticamente una presa de modo inclemente hasta que ésta, extenuada, cae en su trampa, o bajo la acción de sus armas. Y es ahí dónde el hombre primitivo usa su inteligencia. La usa como herramienta para crear las herramientas con las cuales hará caer el mamut con el cual le llenará la panza a los suyos como es debido.

Entonces llego a mi primera conclusión preliminar: el Dalai Lama se quedó corto. No hay que ser egoístamente inteligente nada más. Hay que ser salvajemente inteligente.

Esto no me cuesta mucho ya que soy medianamente salvaje dentro de mi condición de persona civilizada. Y no es que vaya a salir corriendo ya a perseguir matacanes por Macanao, pero digamos que por ahí han de venir los tiros, para usar una expresión acorde al tema que hablo.

Siempre le digo a mis chamos que, como ya dijo muchas veces Trino Mora, sean ellos mismos en todas partes… Que cuesta mucho sobre todo al principio, pero que después, no mucho después, empezarán a ver los frutos de una vida sin resquicios ni potencialidades negativas. No sé si lo harán o no, porque cada uno escoge su camino, pero no quedará porque yo no se los haya dicho hasta la nausea. A mí me hubiera gustado que alguien de mi casa me lo dijera así, casi que hipnopédicamente, a lo Huxley.

Y aquí saco mi segunda conclusión preliminar: la costumbre de pasarse media vida aprendiendo lo que después nos tomará media vida más desaprender, no tiene sentido. Hay que ser como uno es desde el principio. Lo que hay es que, digamos, afinarse bien.

Yo no seré nunca un salvaje depredador artero como un pez abisal con bombillo incorporado. Ni seré nunca una hiena despiadada. No seré jamás un zamuro, ni mucho menos un chimpancé oportunista. Soy un hombre inteligente que se toma mucho trabajo para lograr lo que se propone. Por lo tanto no seré nunca poseedor de ningún emporio, ni tampoco seré nunca un magnate especulador de casa de bolsa.

Mi mente no me lo permite. No soy salvajemente inteligente. Soy lo que soy y estoy desaprendiendo a velocidades que van en aumento exponencial.

Soy un artesano. Soy un artesano que debería trabajar en equipo con el cazador porque éste tiene que invertir su energía e inteligencia en perseguir el mamut no teniendo ni tiempo ni fuerzas para fabricar sus armas.

Yo acepto sus sugerencias en cuanto a filo, resistencia y demás características funcionales del arma que me de el cazador, pero las especificaciones técnicas son enteramente cosas mías.

Como artesano nunca cazaré un mamut, pero comeré de él porque sencillamente Paco de Lucía no sería el mismo sin su Luthier de confianza. Alonso no ganaría una carrera sobre un cortagramas. Y qué sería de Cartier-Bresson sin su Leica. Y yo seguramente seré el encargado y responsable, o bien de preservar correctamente la carne sobrante salándola o ahumándola, o bien inventando la nevera.

Y aquí saco mi tercera y preliminarmente última de mis conclusiones preliminares: un escalpelo es una herramienta demasiado sutil para un aserradero.

Por lo tanto queda claro que saber que no soy una lombriz ya es algo, pero si me quedo ahí estoy frito, porque si resulta verdad que saber que no pasaré mis próximas vacaciones, digamos, en Bosnia, es esperanzador, me queda mucho mundo disponible para encontrar ese lugar al que sí quiero ir.

Mi deber es localizar ese sitio, ubicarlo, estudiarlo, asegurarme y dirigirme a él de ese modo incansable que forma parte de mi yo, de lo que soy.

Mi sosiego vendrá de ahí, de esa realidad, de la convicción de que todo lo que no soy no importa ni un poquito dentro de la inmensidad del desconocimiento de uno mismo.

Son esas pequeñas cosas que sí soy las que puedo abarcar.

Es a mí mismo hacia quien me dirijo.

Me dirijo hacia un hábil artesano con muy pocas necesidades materiales reales que vive a la espera de los datos que le dará el cazador para fabricarle las herramientas que necesita, y que en los tiempos libres se pone a inventar la nevera.

Por eso siempre sobrevivo, porque el mamut siempre aplasta es al cazador.

Para seguir en mi camino aun tengo que desaprender cosas como usar mi cuerpo para lo que no es.

Tengo que seguir escarbando bajo esa pila en descenso de basura que he acumulado encima para encontrar y sacar a la luz un yo sano. Si me tardo mucho más me comerán los cochochos y sacaré una birria a flote.

Lo que yo quiero y necesito es dejar el constante conflicto humano interno lo más pronto posible y enfilar hacia el futuro, cabalgando el presente continuo, contando con la aprobación total de mí mismo.

Los libros de normas los escriben personas con muy baja autoestima. No hay que hacerles tanto caso porque termina uno tratando de hacer aquello que lo niega a uno mismo, o mínimo, agarrando un rumbo equivocado.

Porque haga lo que uno haga, siempre esta anotando de uno, o del otro lado del margen.

viernes, 7 de mayo de 2010

Cómo es que la realidad hace para perseguirnos a tres tiempos empujándonos hacia la entropía, la cual evitamos modificando energía.



Mira hija, ten cuidao,
Hija ten cuidao,
Mira que miente más,
Que parpadea…

Chambao.


El tema de lo relativa que resulta la realidad me apasiona, o más bien debería dejarme de medias tintas y admitir que me obsesiona, siendo, además, una obsesión (pasajera como todo) muy útil humorísticamente hablando pues me veo como realmente soy.

Desde que escuché por primera vez a George Harrison decir que todo está en la mente, en aquella ya lejana película del submarino amarillo, me quedó rebotando la frase dentro del cerebro.

Una frase hecha bolondrona sobre un irregular piso de gres: Tictictictictictictttttic…

Empecé notando que yo hacía alguna cosa, de aquellas exuberantes proezas de niño travieso, jurando que todo era alegría y felicidad por haberme salido con la mía comprobando mi tesis. Luego venía mi Mamá argumentando de otro modo, y metiéndose de buena fe profundamente en mi mente, convertía mi alegría en franca melancolía culpable echando por tierra toda mi argumentación.

Es decir, que siendo mis acciones las mismas, la percepción de ellas pasaba de un extremo a otro del sentimiento que me causaba solamente llevada por la interacción de dos mentes con dos convicciones diferentes (tal vez era un asunto de convenciones nada más).

Está claro que en aquellas lejanísimas eras antediluvianas yo no estaba preparado para procesar ese fenómeno llevándolo más adelante, ni el momento histórico estaba aun maduro para recibir un golpe en la mismísima base que lo establece todo en la vida, así, humildemente hablando.

Porque para ejemplo tengo la vez, en la que teniendo yo unos cuatro o cinco años le rompí el arpa a mi tío Pepe, y aun hoy mi percepción de aquello va de un lado al otro como un péndulo.

Sí, la rompí y no estoy orgulloso por eso… En aquella época se reunía mi familia a hacer música para animar sus fiestas, o más bien hacían las fiestas para reunirse a hacer música, según el ángulo desde el cual se mire.

Mi Papá tocaba el cuatro y cantaba, mi tío Pepe tocaba el arpa y cantaba también, mis otros tíos se repartían el otro cuatro (el de camaza), la guitarra, las maracas, más canto…, en fin, eso era música y más música.

Entre, digamos, set y set, mi tío Pepe recostaba con mucho cuidado el arpa en el respaldo de la silla fijándose muy bien de lo que hacía, y se iba a tomar un trago y a conversar con los demás. Yo vi que siempre hacía lo mismo y que parecía estar muy convencido de que el arpa tan precariamente apoyada estaba segura.

En un momento en el que nadie me estaba vigilando fui como un ninja hasta la silla para probar si ese arreglo resultaba tan inestable como a mí me parecía: le jalé muy suavemente una pata a la silla y ésta rápido se vino abajo con todo y arpa, que tardó un milisegundo en saltar por los aires hecha astillas… Clavijas, cuerdas, maderas, todo hecho un enredo lastimoso de chatarra sonora en quinta aumentada, de la que se usa como acorde de suspenso en las películas.

Para resumir los resultados físicos sólo diré que la cantidad de energía aplicada a aquel sistema fue muy poquita y que la mayoría de la energía que hizo saltar el arpa desde éste lado de la igualdad hacia el lado de la entropía fue casi toda potencial…, que se acabó la fiesta y que dios salve a mi madre, porque si no es por ella, hoy, no estaría aquí escribiendo…

Otra vez, para dar un ejemplo más está éste cuento que data de la misma época más o menos: ésta vez le metí un perdigón en la palma de la mano al maracucho Suárez, compañero de clases y de trabajo de mi Papá. Sí, un balín 5.5mm de un rifle de aire comprimido, menos mal.

Estaba el politécnico de Barquisimeto (hoy Unexpo) en construcción y era casi nuestra casa. Siempre estaban allá organizando actividades familiares y no tanto, a las que nunca faltábamos.

Esta vez la que se armó fue una cacería de palomitas carboneras (en las cincuenta hectáreas que rodean la institución) que después se freían con sal y pimienta negra hasta quedar crocantes, para compartir con los amigos.

Yo quedé con la partida que capitaneaba Suárez (el “Más”, así le decían) y en un descanso que nos tomamos, él se apoyó del rifle como si fuera un bastón mientras yo revoloteaba alrededor tratando de deducir si el arma estaría cargada o no.

Luego de un rato en el que me dio el suficiente tiempo como para darme cuenta de que a base de deducciones nunca lo sabría, decidí jalar el gatillo para ver si disparaba, y disparó, claro.

El maracucho pegó un grito -ay y coño ‘e tu madre- al mismo tiempo que se miraba la mano llena de sangre y me ubicaba a mí para, mínimo, darme la patada del siglo, pero una vez más fui salvado, esta vez por mi Papá.

También está de más decir que la energía empleada para jalar el gatillo fue mucho menor de la que se desató con el balinazo, la sacada de madre, y toda la potencia desestructuradora de la entropía, y por supuesto, se acabó la jornada de cacería y por consiguiente no hubo fritanga.

Sucedieron mil cosas más como esas que tal vez he contado, algunas que olvidé, y seguro que más de una que no contaré ya.

Pero el caso no es ese. Es el de la percepción y la convicción, o viceversa, de lo que resulta eso que nos mantiene del lado estructurado. De eso es de lo que se trata todo.

Aprendiendo a manejar el factor percepción, la vida cambia de maneras dramáticas por así decirlo. Pero esa facultad depende de la aplicación correcta de la cantidad adecuada de energía, pues todo depende de nuestra capacidad para transformarla, y transformar con ello, nuestra realidad que al fin y al cabo no es otra cosa que una especie de estructura llena de fuerzas opuestas que al anularse unas a otra nos dan esa voluble sensación de seguridad necesaria para vivir sin volvernos locos.

O sea, que la cordura viene dada por la cantidad de energía puesta en oposición a fuerzas naturales como las de la gravedad, las hermanas centrípeta y centrífuga, la de la entropía, (y otras que no me sé, y que si me las sé no las recuerdo en este momento) que nos empujan hacia un estado, digamos, más puro de la energía en la cual la vida es un fin y un principio medio reñido con la paz del universo… Está bien, no es exactamente así pero deberá perdonarme porque anoche no dormí bien.

Es un hecho físico, en el sentido físico de entender racionalmente las cosas, sin delirios, sin magias, sin paparruchas. Lento, sí. Muy lento, con sus ires y venires.

He estado ensayando ir de lo sublime a lo ridículo en esto de cambiar la realidad modificando la percepción, y la cosa funciona. Lo malo es, como diría el gran Bryce Echenique, cuando uno decide volverse loco un rato. Sí, porque detalles como vivir como esperando la crecida del Nilo para poder sembrar en la vega cuando se retire la riada y así aguantar hasta las próximas lluvias produce un desasosiego dificilísimo de atajar que obviamente acumula dentro de nosotros fuerzas opuestas generadoras de un potencial poco menos que brutal.

Éstas fuerzas opuestas podemos llamarlas esperanza, y la esperanza es igual que la zanahoria que se cuelga en la punta de una caña para colocarla delante del burro y que éste, caminando en pos de ella, nos lleve hasta dónde queramos.

Alcanzar la zanahoria es la esperanza del burro y nosotros la mente maestra del caos y el ocio metiéndonos en problemas subjetivos por culpa de la ambición tan sobrevalorada en éstos días. Porque es extremadamente difícil lograr el desequilibrio afinadamente necesario como para irse desestructurando como a cuenta gotas con el tiempo justo para ir armando una nueva estructura delante (en el sentido de nuestro avance, claro) antes de que todo entre en histéresis y se venga abajo. Requiere pulso ¿eh? Pulso y mucho zen, por decir lo menos.

Definitivamente no se puede vivir la vida con esperanza. La esperanza es mucho más que boba, queriendo decir con esto que estoy más de acuerdo con Cortázar que él mismo. La vida hay que vivirla como dirían los budistas más audaces, con indiferencia, con total desapego, como si a uno le valiera lo mismo estar aquí que en otra parte. Es la única manera de no verse profundamente defraudado a poco recorrido en ella, e intermitentemente a todo lo largo de la misma.

No existe una ni muchas mentes maestras detrás del caos del universo. Es sólo entropía, ni siquiera es caos. No hay más, y así como hoy los vientos nos fueron coincidencialmente favorables, mañana, o esta misma tarde se pueden detener, o poner en contra, o desatar una serie de eventos incomprensibles que te dejen como un perro persiguiéndote la cola.

Se puede uno esconder detrás de la mayor creación del hombre: dios. O la segunda mejor: las drogas. O la tercera mejor: la tecnología…, porque la ciencia está fuera del alcance de nosotros, vulgo de a pie.

Pero que nada más se te salga cualquier parte del cuerpo o de la mente del escondite que hayas escogido para que recibas un buen trancazo… Y sí, sí, cómo no, niégalo, que te va a servir de mucho.

Recientemente logré lo que me había parecido un avance en esto y estuve algo así como un mes viviendo una relajación deliciosa. Nada era conmigo, nada me afectaba, mi realidad era la de al lado, y que ésta en la que estoy me permite hacer mis cosas tranquilamente sin molestar ni ser molestado. No era que estaba entregado, rendido, indiferente por tanto golpe, lo que hice fue darme cuenta de que la vida es así, llena de tantos y tanto eventos incomprensibles y de que yo no soy nadie para pretender descifrarlos. Puedo conocer muchas cosas, pero eso no sirve para más nada que para entretenerme. Como ver televisión, o leer un libro.

Logré inclusive dominar mi apetito irracionalmente voraz hasta lograr darme cuenta de que necesito una cuarta parte de lo que suelo comer. No más.

Logré dormir cinco o seis horas diarias y levantarme ágil y descansado.

Logré aceptar todos los acontecimientos sin distinguir el malo del bueno. Sin etiquetarlos.

Pero bastó una mínima cantidad de energía colocada vectorialmente en el ángulo correcto de mi ego para hacerme perder la compostura decidida, y efectivamente. Claro que decidí volverme loco un rato también. Pero muy loco. Muy requeteloco. Porque indudablemente las fuerzas estructurales estaban en equilibrio convirtiendo toda la energía en un sistema estable de potencialidades, que, como dice el principio del tai chi, bastaría un ligero toque a favor y el más fuerte de los oponentes caería más fuerte mientras más fuerte sea.

Si una pequeña acumulación de animalidades en contra (eventos relacionados con la parte animal del ser humano), y un pequeño detonante fueron capaces de sacar de balance mi estado de indiferencia pseudo-budista, entonces no estaba funcionando bien mi capacidad de transformar la energía, culpa tal vez de mi ayuno. A lo mejor la estaba estancando y por eso se acumuló y explotó en forma ordenada, pero explosiva y cortante.

Esto me trae a pensar que un sistema vivo se mantiene en el lado de la ecuación contrario a la entropía (vista como fin [finalidad] natural de todas las cosas) mientras se encuentre procesando energía (tal vez por eso los chinos inventaron cosas como el feng sui, no sé), y que estancarla en un infantil y miope intento de desapego no es modificarla.

Por lo tanto debí jajarle la pata a la silla del arpa y el gatillo al riflecito del maracucho Suárez para desatar toda la energía contenida, presenciar la explosión, clasificar los pedazos, y seguir adelante con las estructuras derivadas de este zaperoco.

Veo el fin, señores. El fin de los tiempos esos que anuncian Mayas, Biblias, Nostradamus, astrólogos, y demás analistas exuberantes. Sí lo veo.

Pero el fin que veo es aquel al que nos ha llevado la estupidez, la magia, el new age, las religiones, y el delirio resultante, aunque sea el derecho de cada quien el ser tan tonto como quiera.

Pero el fin dentro del odre finito que contiene el universo infinito no es posible, resulta solamente un nuevo comienzo que se da en lo que la entropía se topa con otro organismo vivo que transforma energía para estructurarse, y ahí justamente, empezará todo de nuevo quizás sin haberse terminado nunca.

Yo, mientras tanto, trataré de ser lo menos estúpido que pueda para que la vaina me agarre muy vivo, usando toda la energía disponible, para pasar como miembro contrario y así ser dejado en paz.

Nada más que por eso le pondré a mi carro un poderoso Ford V8 417, o un famosísimo Cobra 500 que transforme toda la gasolina posible en movimiento, ruido, y temperatura… Ja, ja…

No señores, los calores que sufre Margarita ahorita mismo no tienen nada qué ver ni con Globovisión ni con Chávez, ni con el volcán ese impronunciable de Islandia. Las barricadas en torno a la cuadra en la cual vivimos no van a solucionar nada, lo va a complicar todo. Pero por sobre todas las cosas, la magia sólo es la imposibilidad de relacionar la causa con el efecto, es decir, un cierto modo de ignorancia. Sólo eso.

Y eso, a mi modo de ver, no es ningún orgulloso motivo de alegría.

Vamos a mantenernos comiendo, respirando, desgastando, royendo, rumiando, frotando, transformando energía en calor, en movimiento, en humo, en viento, en intrascendencias, en adornitos y miriñaques sin importancia.

Vamos a prender el carro para llevar al niño a la esquina a comprar el pan, y mientras él se baja y lo compra lo esperaremos dentro del carro con el motor y el acondicionador de aire encendidos.

Vamos a la playa y pongamos el equipo de sonido tan pero tan alto que no se oigan las olas ni el viento.

Vamos a importar basura sin importancia y exportemos materia prima para que nos sea devuelta en forma de más basura.

Vamos a pensarlo un poco ¿sí?

Gastemos, gastemos todo.

Tal vez así logremos sobrevivir.

Y esto sí que sería motivo de orgullo.