jueves, 10 de junio de 2010

La importancia de una cierta esteatopigia.



“Una mujer de rodillas, el amor sólo
Conoce
En todos los servicios a los que asiste, al cielo
Muestra
La ingenua épica de su radiante asiento.
El claro espejo de la belleza, donde le
Encanta observar,
Rotundamente venciendo a hombres de toda
Clase.
Oh culo de culos: ¡Gloria! ¡Adoración!
¡Alabanza!”

De Una moral breve
Paul Verlaine (1844-1896).


Es cierto que no me llamo Ernesto, pero dada la importancia que reviste ese nombre por culpa de un ya antiguo jueguito de palabras en habla inglesa, y el hecho de que no se me ocurre otro mejor, diremos que me llamo así: Ernesto Justo Garriga, y éste es un hecho importante.

Pero no, no voy a contar el cuento en primera persona por dos razones básicas: la primera es que aquí digo demasiados embustes y si me pongo como protagonista voy a quedar en entredicho, y la segunda es que en tercera persona la historia adquiere una cierta tonalidad de lo más augusta y eso me gusta ¿qué vamos a hacer? ¿ah?

Aclarados esos puntos paso a lo que vine:

Resulta que Ernesto vino al mundo (como todo el mundo) sin manual de instrucciones, hijo de padre y madre disímiles en muchas cosas menos en lo ingenuamente puritanos, y por lo tanto el tema del sexo sencillamente no formaba parte de las conversaciones familiares, que por otra parte giraban siempre en torno a la moral, las buenas costumbres, el temor a Dios, el recato, la modestia, y todos los demás asuntos que enorgullecerían a una Carmelita Descalza o a un Franciscano, pero por separado, para evitar tentaciones que son cosas terribles dignas de bogomilos y dulcinianos.

Fue por eso que Ernesto no fue capaz de darse cuenta de que eso que le pasaba en las mañanas recién se despertaba, que algo le cosquilleaba, o que mejor dicho de eso que sentía en la entrepierna mitad sabroso mitad doloroso, como un picor con ardor y cosquillas con mucho de agradable y otro tanto de inquietante, no era un trastorno prostático como el que leyó que sufría el General Gómez (a decir de Herrera Luque) que no lo dejaba mear en paz.

En ese entonces Ernesto tendría unos ocho años y acudía a una escuela de varones en la que ningún niño tenía idea de que un trastorno prostático no se presentaba a esa edad, ni dificultaba la meada sólo en las mañanas. Todo sucede porque resulta que mientras el inquilino de abajo no deja el alboroto, la meada, simplemente no sale, y si sale, moja todo menos lo que debe, porque así de imprecisa es la sucursal del cerebro.

A esa edad un niño comenta sus cosas nada más con un compañero muy cercano que haya probado férreamente ser incapaz de venderlo.

Porque están los otros, los que se fingen amigos y en la primera oportunidad revelan algún detalle vergonzoso contado en confianza. No sé, como la vez que Ernesto comentó ante un grupito de amigos que Anita, la vecinita de enfrente, jugando al escondite le ofreció probar de la chupeta que ella tenía en la boca ¡qué cochina!

Pues bien, así mismo salió a la luz pública toda la confesión. Por pura maldad y deslealtad de la más cruel.

Y después que le digan a Ernesto, que los niños son inocentes…, sí, cómo no…

Claro que también existe aquel amigo que tiene un amigo que oyó de otro amigo, que ese problema de la mañana mejora bastante con un masaje aplicado directamente sobre la parte visiblemente afectada.

El masaje en cuestión consta de tres movimientos básicos que pueden ser combinados a gusto del consumidor, o utilizados por separado. Pero el movimiento principal es el que todo el mundo conoce y que no voy a describir porque ésta no es una crónica soez, procaz, ni mucho menos indecente.

Lógicamente Ernesto en la primera ocasión que tuvo se aplicó el masaje que su amigo había descrito y por supuesto, casi se orina encima.

El masaje funciona, pensó, pero deja un picor medio raro más abajito del ombligo que aun después de haberse dado la meada queda Ernesto como urgido de no sé qué más, y con mayor tendencia de la usual, que ya es más que el carrizo, a fijarse en las partes redondas de las amigas de la Tía más joven.

Mira Ernesto, déjate de esa paja, le dijo un primo mayor que él que se metió intempestivamente al baño cuya puerta no estaba asegurada, mira que puede ser paja la vaina… Nojombre, deja la gafedad y sal de aquí que yo lo que estoy es dándome un masajito porque no puedo mear… Sí, sí, claro, masajito…, rolo e’ pajizo es lo que tú eres…

Óyeme Amaya, tú sí eres fu, no me dijiste que ese fulano masajito se llamada hacerse la paja, hay qué ver que tú sí que eres fu vale ¡gafo!… Más gafo serás tú, ahora y que masajito. Pana, el sendo gafo eres tú, guón…

Cónchale, nojombre, no se puede confiar en nadie…

Bueno, queda establecido que Ernesto, tan Ernesto él, descubrió que el tal masajito siendo tal, no lo es, y que lo que sí es, además de sabroso, es algo que se tiene que hacer con la puerta del baño con el seguro puesto y la boca bien cerrada.

Lo que pasó después con el pasar de los años fue que, como pasa con toda buena idea con la cual se exagera, ya no era un simple recurso terapéutico para apañar las dificultades mañaneras con la meada, sino que a cualquier hora del día casi sin previo aviso el vecino de abajo comenzaba a dificultarle cualquier actividad.

Jugar fútbol, nadar, ver una película, conversar con una amiga, aprender a manejar, estudiar inglés…, cualquier cosa que hiciera se veía interferida con timbrazos que le daba ese inquilino -no vamos a tener la hipocresía de llamar molesto- tan inoportuno, indiscreto, y por sobre todas las cosas, desatinado…

Por eso cuando Ernesto conversaba con la vecina de al lado, con Jenny, la que tenía las redondeces más notorias, después tenía que pasar unos minutos sentado pensando en cómo era que le había explicado Daniel que se ajustaban los platinos del Fiat 124 Sport. Él hubiera preferido que le explicara sobre el funcionamiento de un carro menos sexy, pero por lo menos ese modelo no tenía formas redondeadas. Era un carro flaco y anguloso con un sex appeal más bien anoréxico que nunca le gustó demasiado a él. Si le hubiera explicado cualquier cosa sobre el Renault Dauphine, por ejemplo, sí se le hubiera complicado la cuestión.

Tuvo una novia, sí, Ernesto tuvo una novia por esa época y todo, pero tenía que ser muy discreto y guardar la debida distancia porque a ella la quería mucho y no quería faltarle el respeto dejándose ver en toda su incomodidad, porque en esos casos el vecino de abajo se ponía tan inclemente que ahí sí que resultaba inconveniente, molesto, y más.

Poco a poco él se dio cuenta de que, aunque en las conversaciones de los amigos se refirieran ellos (él más nunca confió esas cosas a nadie ante las probabilidades de traición) a otras regiones de la geografía femenina con un ahínco que rayaba en la obsesión, él siempre se fijaba en las redondeces más bien ecuatoriales descartando casi por completo los trópicos, existiendo siempre, claro, un interés secundario pero importante, por las regiones polares, verticalmente hablando.

Esto desató un temor que no hizo sino echarle leña al fuego ya que no hay como un temor para acicate, porque no se crean, Ernesto siempre fue bien Earnest y aun así nunca tuvo nada que decir de Oscar Wilde (aclaratoria hecha para evitar confusiones), y vino a ser un artículo sobre la relación de Salvador Dalí y Federico García Lorca (El Perro Andaluz según Luís Buñuel) lo que le creó el temor por lo que pudo ver en lo que se decía sobre el cuadro que le pintó Dalí a su hermana…, y mejor no sigo aclarando para no joderle más la pajarita a Ernesto, que ya habrán oportunidades más jugosas para echarle la burra p’al monte…

Así siguió la vida para él, entre preocupado y ocupado, ambas cosas por culpa del vecino de la mezzanina que no vacilaba en manifestarse cada vez que veía el suave balanceo tropical de las zonas ecuatoriales de aquellas viandantes conocidas o no, que estuvieran generosamente dotadas de esta característica, en la justa medida rayana en el exceso, pero justamente en el punto previo a serlo, no sé si me explico.

Inclusive estuvo un tiempo haciendo averiguaciones experimentales para comprobar la influencia de la mente en ese problema que creía tener, y trazó en el piso del baño una escala graduada con el cero a sus pies y de diez en diez unas rayitas hasta llegar al metro y medio. Luego, dejando dos días de por medio –discúlpenme, pero tengo que contarlo- se hizo el masajito pensando un día en las regiones polares, otro en los trópicos, y después en ecuadores varios. Despejó toda duda: en el ecuador logró sobrepasar la marca del metro y medio con un tiro de metro sesenta y cinco centímetros que yo no puedo ni quiero comprobar, pero que Ernesto Justo Garriga me juró en confidencia asegurándome que en esto la rotación de la tierra tendría algo qué ver pues su baño está orientado de este a oeste…

Sí, soy un miserable traidor por echar este cuento, pero en este caso espero que sepan disculpar mi falta.

Además, hace casi treinta años que no lo veo ni sé de él, y supongo que no le molestará ya que lo delate de este modo.

Esto causó una impronta en el comportamiento e inclinaciones de Ernesto a muy corto plazo que se resolvió felizmente a poco porque la cosa es que bueno, aquí, hablando paja, Ernesto no era nadie que dejara las soluciones al azar y se sumió en una búsqueda intelectual en pos de la respuesta a esa inquietud, y buscando y buscando encontró lo siguiente:

Chiste sobre la sodomía. Por Sigmund Freud:

-En el empleo sexual del ano se ve más claramente que en el caso anterior, el hecho de ser la repugnancia lo que imprime a este fin sexual el carácter de perversión. A mi sentir -Y espero que no se vea en esta observación un decidido prejuicio teórico- la razón en que se funda esta repugnancia, o sea la de que dicha parte del cuerpo sirve para la excreción y entra en contacto con lo repugnante en sí –los excrementos- no es mucho más sólida que la que dan las muchachas histéricas para explicar su repugnancia ante los genitales masculinos, esto es, que sirven para la expulsión de orina…

… Entonces, se dijo Ernesto formalmente hablando, si esto es así, yo no ando buscando lo que no se me ha perdido, sino que siempre encuentro justo lo que busco…

… Y con el tiempo, Ernesto, se dejó crecer el bigote como cualquier hombre normal, y cerró ese capítulo abriendo otros con otros temores…, exactamente como tiene que ser en este lado del planeta.