sábado, 11 de diciembre de 2010

Lluvia.


“Parece que va a llover,
El cielo se está nublando,
Parece que va a llover,
¡Ay mamá, me estoy mojando!”

Parece que va a llover.
Benny Moré/Pedro Infante.
(Escoja usted).



Daré una noticia, una primicia, y no es que murió Gardel: empezó la temporada de lluvias.

Somos gente tropical y de inmediatez, esto es, imprevisivos e improvisados.

Y aquí estamos, echándole la culpa del desastre al gobierno, a ¿cómo fue la enormidad que escuché? ah, sí, que era Gaia vengándose de los abusos cometidos con ella por ésta mala raza que somos los humanos (caray, qué de cosas. O sea, que también las lluvias son por venganza. Qué existencia tan precaria la nuestra) Echándole la culpa a cualquier “otro” que no seamos nosotros… Y no me parece que los ciclos climáticos sean susceptibles de culpabilizaciones.

Y los desastres…, los desastres ocurren por esa maña de llevar las cosas hasta más allá, mucho más allá, de lo que se pueden llevar. Los desastres ocurren porque al confundir ética con moral venimos subrepticiamente a echar la cocina vieja a la quebrada que pasa por ahí junto. Por lo mismo que no le hacemos mantenimiento a los puentes, a los carros, a los aviones, a los equipos de seguridad, al jardín, a las cañerías… Total, el que venga atrás que arree…

Nosotros estamos en ésta, una situación difícil. Cada vez somos menos. No pude avanzar más con la construcción de la casa y ahora estamos sufriendo el vivir en un inconcluso. Pero no es más que eso: incómodo. En realidad no nos está llevando ningún río, ni se nos está cayendo la casa encima… La parte peor es que estamos como pagando arresto domiciliario porque el carro se dañó hace ya una semana y no hay el repuesto. Y no estamos hablando de un Saab Sonet del setenta y tres, ni de un NSU Ro 80 con motor Wankel. Hablo de una Terios del dos mil cuatro… En fin…

Pero por qué no pude avanzar más. Sencillamente porque una realidad más grande que yo, la económica, no me permitió avanzar más rápido y me alcanzó la temporada de lluvias. Ya he hablado hasta el cansancio de la merma en la clientela, la falta de materiales, y de todo lo demás. No me pondré repetitivo.

Sabíamos perfectamente que llovería muy duro. Todos los años llueve muy duro aquí en las fechas en las que llueve, aunque cada año se oiga decir que éste año ha llovido más duro que nunca. Que es el fin del mundo.

Mentira.

En la primera temporada de lluvia que pasé aquí en Margarita (diciembre de 2001) me maravilló ver como el par de metros de alero que tenía la casita en la que vivía resultaba insuficiente para impedir que el agua entrara por la ventana como una cascada, porque llueve venteado. Recuerdo que me dormí, dejé la ventana abierta, y perdí el televisor (que estaba a más de un metro de distancia de la ventana, calcule usted mismo el ángulo en el que forzosamente tuvo que llover) pues se enchumbó con la lluvia.

Ese mismo año teníamos una marquetería en un local alquilado en un centro comercial, en un primer piso, y se metió tanta agua en el local (un local cerrado y con aire acondicionado) que perdimos cartón, passe partout, herramientas menores, y otro poco de cosas más. Del tiro devolvimos el local en vista de que el dueño se negó a responsabilizarse por nuestras pérdidas. Estábamos nuevos aquí e ingenuamente pensamos que el dueño se responsabilizaría por alquilarnos un local con goteras.

El año que me separé de mi ex esposa y me fui a vivir al velero llovió tanto que mi terapia principal la hacía sacando agua de la sentina. Sacaba unos doscientos litros cada vez que achicaba… Tengo que agregar que llegué a achicar tres veces al día, es decir, al levantarme en la mañana, al llegar de vuelta al barco en la noche, y en la madrugada temprana antes de acostarme. Entre unos cuatrocientos y seiscientos litros cada veinticuatro horas. Si calculamos el área de la cubierta de un velero de veintiocho pies de eslora sacaríamos los milímetros por metro cuadrado de índice pluviométrico, pero me da flojera.

La vez que me moví a Barquisimeto unos días, a mediados de aquel noviembre, regresé para encontrarme que el barco estaba casi hundido. Tenía unos dos mil litros de agua dentro, y tardé cuatro horas en sacarlo completamente a flote. Tenía un pote muy chiquito para hacer ese trabajo. Afortunadamente, mi Papá, ese diciembre me regaló una bomba eléctrica de achique, una batería, y un cargador de baterías, y ya pude delegar tan pesada tarea en un instrumento automático.

Claro que si hubiera tenido cabeza para calafatear correctamente (y hubiera encontrado el material idóneo para ello) la cubierta, no hubiera pasado tanto trabajo…

Ese año llovió desde octubre hasta abril. Copiosamente. Casi de continuo.

Al año siguiente todo había cambiado para mí. Tenía familia otra vez. Vivíamos en una casa normal que lo único raro (al respecto) que tenía eran las pendientes de los pisos al revés y que por consiguiente, cuando llovía, la casa se inundaba.

Ese año la casa se puso verde. Le salió verdín a las paredes hasta una altura más o menos de metro y medio. Recuerdo que se salió de cauce el río El Valle y hubo zaperoco social y los damnificados de rigor.

Pero no me voy a poner fastidioso con mi memoria a lo Ireneo Funes, luego viene alguien y me dice fastidioso con toda la razón del mundo.

Lo que pasa es que el problema es más grande y complejo que simplemente una temporada de tormentas tropicales.

Súmele usted a los desmanes climáticos, la crispación de ánimos, la contracción económica, la escasez de insumos (en mi caso me afecta la escasez de materiales de construcción, cemento, cabillas, repuestos automotrices, etc.), y la esperanza…, sí, la esperanza de que tal vez todo mejore para fin de año, la esperanza de que la situación económica se arregle, la esperanza de que quizás pare de llover…, la esperanza en sí misma. Esa esperanza que es sólo eso: esperanza. Esperanza que nunca se cumple… Sí, cierto, tiene usted razón: soy un cronopio.

No niego que existan hecatombes climáticas, esas tormentas perfectas que tanto se regodean en darle publicidad por canales de televisión tipo Discovery, pero el caso es que éste no es el ídem.

Amigo mío, querido lector, la temporada de lluvias en este lado del mundo es tan ruda como en contraposición resulta la temporada de sequía que es capaz de parar el sistema eléctrico nacional. Y si lo aunamos al síndrome de Eudomar Santos (exitoso personaje de una telenovela venezolana quien hizo famosa la frase: cómo vaya saliendo, vamos viendo) no deberíamos maravillarnos con los destrozos que causan las exhuberancias climáticas.

Yo no me eximo de éste síndrome por la razón que sea… Me digo que este mal momento que estamos pasando no es mi responsabilidad exclusiva, sino que en medio de tanta dificultad económica, más bien mucho hemos hecho. Pero ¡caray! No me convenzo.

Creo que me hace falta dejar de ser tan infantil y primitivo, y meterle el pecho a la disciplina. Disciplinarme como un inmigrante, quién viniendo de un país (cualquiera) en el que si no trabajas duro y guardas cuando el buen tiempo te lo permite, te mueres en lo que llegue el mal tiempo, trabaja, guarda y medra.

Voy perdiendo y perdiendo. No sólo cosas (el velero, el carro viejo, etc. Pérdidas necesarias y más que deseables), también voy perdiendo personas (mi chamo vive afuera, y cuando yo me vaya dejo aquí a mi hija, siendo dos faltas muy a mi disgusto…, mis clientes), y a mis mascotas (primero se escapó el gato, y hoy desapareció la perra chiquita, la barcina, y yo estoy machucadísimo de ánimo)… Voy perdiendo, y no en mano alegre como canta Silvio Rodríguez…

Qué más habré de perder antes de que reúna la potencia necesaria para que mi reacción sea más eficiente que simplemente escribir unas letras desvaídas.

Dicen, y yo estoy de acuerdo, que el agua es el solvente universal. Me parece en mi cada vez más barroca imaginación, que cada nueva temporada de lluvia, acendrada, con inquina, exuberante, lo que trae es una voluntad natural de renovación, de renacimiento, de reenfoque vital. Pero claro, estas son enormidades poéticas mías que muy probablemente no tengan nada que ver con la realidad.

El caso es que veo como mi vida se disuelve a fuerza de llevar agua. Mi entorno se va desdibujando y yo me pregunto ¿habría de ver algo que no estoy viendo?

Me parece atisbar entre goterón y goterón que he venido edificando en una realidad improbable, y toda la fuerza de la empecinada vida me está dando de martillazos en la cabeza (no tan duro como para matarme, pero suficiente como para que le ponga atención) como diciéndome, hombre, cambia la tonada que comienzas a cansarme.

Es decir que esto es lo que entiendo que comienzo a entender, y yo, de buena gana, me apresuro a entender.

No sé qué más deba perder en esta disolución lluviosa.

No sé si voy a estar contento por ésta pérdida.

Yo, bueno ¿qué coño voy a hacer?

En éste albur de la vida, como en todos los demás, pago.

Pago por ver…