jueves, 15 de diciembre de 2011

¿Cómo escribo esto?




“’People do not understand the limits
Of tyranny’, said Vetinari, as if talking to himself.
‘They think that because I can do what I like
I can do what I like. A moment’s thougth reveals,
Of course, that this cannot be so’”.

Terry Pratchett.
Unseen Academicals. P54.
Harper Collins Publishers. 2009.


Entiendo perfectamente por que algunos maestros consideran la escritura como el camino que más nos aleja de las enseñanzas del Zen. Y estoy completamente de acuerdo con ellos.

Escribir es un ejercicio del no estar aquí. Ni siquiera es lo contrario, quiero decir que hay que estar aquí para referir algo que no sucede en este momento, pues ahora, lo único que hago es escribir.

Me abruma la simultaneidad de la vida. Y lo hace nada más que porque pienso en ello cada segundo. Cada instante de mi existencia. Una especie de híper consciencia de utilería de la que afortunadamente no logro sino ver una cara cada vez, situación que me lleva derecho a pensar en que la vida es un fenómeno regido por un tirano. No por un grupo o una clase.

Un sólo ente: Lo… Lo rige solo.

Lejos de mí la pésima idea de la denuncia. Pésima y aun peor por lo infructuoso del esfuerzo si es que aquella fuera la intención. No, los tiros no vienen por ese lado.

Ocurre que me cansé, o más específicamente debería decir que me auto rebatí la tesis de la estupidez humana por simple y llano cansancio.

También está el hecho de que con la edad he ido perdiendo la férrea convicción de que los estúpidos son los demás. A estas alturas de la vida albergo serias dudas sobre el tema… No voy a negar que en esas circunstancias lo mejor es cambiar argumento aprovechando de mandar a Sartre a lavarse bien lavado ese culo.

Y sí, me gusta echarle el ojo a la historia también con intenciones de amateur muy serio. La verdad es que existen tantos indicios de que la humanidad sea estúpida por completo, como de que somos draconianamente regidos por un tirano muy minucioso. De esa tablita me agarro, como los partidarios del creacionismo a quienes respeto mucho por razones que yo me sé -no preguntes-, para saltar la talanquera de las convicciones.

Lo admito: podría ser que esta tesis me llevara a la larga, seguramente, a caer en la creencia. Y si esto llegara a darse, ya me verás tú argumentándolo con mi mayor artillería de silogismos disponibles para el momento. Y no, no lo tildare de nefasto.

Mi tarea en este medio no es la de compendiar eruditas y enmarañadas historias. Dejemos eso en manos de los catedráticos que reciben dineros por sus esfuerzos. Yo, ya lo dije, soy sólo un amateur…, bueno, y un soñador, y un idealista, y tantas otras cosas por las cuales una bróker bien intencionada me miraría con profunda y autentica conmiseración –lástima pura y dura-, honestamente, además.

Pero lo que sí haré será confesarles que estoy consternado. Completamente removido desde más abajo que mis cimientos.

No sé ni siquiera cómo escribir esto que tengo atravesado en mi plataforma no Zen y que no me deja salir ni entrar más nada. Es como un cigarrón impertinente.

Y no lo digo por el tambaleo de mis estructuras ni la evanescencia de mis convicciones más profundas, todas preliminarmente precarias, además, como corresponde a uno que ha vivido siempre “junto pero no revuelto”. Alguna vez pensé que era el resultado de mis ínfulas de superioridad, pero después me di cuenta de que todo era porque no entendía nada –ahora por lo menos eso entiendo-.

Es que de este lado del mundo, por cosas de una aparente remisión del caos (más que del caos, de la entropía…, acción que consume grandes cantidades de la energía mundial disponible, no hablemos por qué manejos, pero que indefectiblemente pasa por debajo de los edredones y por dentro de los convulsionados lavaplatos victimarios de la sobremesa originando una yincana con guzpatarra y a ver quien agarra la escoba primero), la presencia tiránica de Lo es muchísimo más patente y el ego tiene asignada una tarea que lleva a cabo de un modo un poco diferente al que se le suele imponer en otras latitudes.

Allá -en mi residencia dentro del anterior sector postal- la nube de polvo, el ruido, el brillo del sol, el termostato ajustado al máximo (o al mínimo según se vea), la lluvia que te lleva en torrente, la sequía que te reseca, las autopistas llenas de fenómenos desencadenados, la profusión del malandraje, la generosa risa, el riego con alcohol, las bolsas plásticas pegadas en los cardones, en fin, la vida cotidiana, hace que todo parezca culpa de nosotros mismos. O del universo, como dicen algunos yendo de menos a más. Es decir “lejos de si las culpas”, o “dale vos primero que a mí me da mucha risa”…

Pero aquí, en frio (ampliamente hablando), puedo poner las cosas en perspectiva gracias a la distancia y ver que la humanidad no es estúpida. Ciertamente es como tiene que ser. Como Lo manda. Ni más ni menos.

Pongámoslo así a ver si logro explicarme sin zaherir a nadie: Cuando yo era niño en mi casa mandaba mi Papá. A mí no me cabía duda. Eso se nos decía y a nadie (siendo yo ese nadie) se le ocurría dudarlo. Lo mismo que con el Presidente de la Republica. Lo mismo que con todos los otros cuentos y con la historia en general. Con decir que hasta una buena aspiradora compró en una casa en la cual la única alfombra que había estaba encima del tanque de la poceta y era horrible.

Había un designio superior que yo no ponía en duda porque ni siquiera se me ocurría que pudiera algo ser de otro modo.

Claro que dada mi naturaleza, digamos inquieta, las cosas comenzaron a caer por su propio peso, y bué, ahorremos palabras contando nada más el resultado que es que aquí ando lidiando con el Zen o no Zen (he ahí la vaina)…

Estoy dando más vueltas de las que acostumbro dar antes de llegar al tema que me ocupa porque, lo confieso, no encuentro como abordarlo limpiamente.

Lo no me deja, y aquí me cuesta mucho evadir su mirada. Hasta me da algo de miedo. Qué cosa más extraña. Me dan un poco de miedo también los semáforos y los 4way stop.

En alguna ocasión anterior hablé de Lo. Dije quién era y dónde, en la escala de la autoridad, se halla. No quiero hablar más de Lo porque me disgustaría mucho. Es decir que está en sus manos hacerme disgustar de modos -“lovecraftianamente” hablando- indecibles, y tengo pruebas de ello que bajo ninguna circunstancia sacaría a la luz… Así que discúlpenme si no les suelto más detalles al respecto.

De modo que -confía en mí que sé de lo que estoy hablando- irrebatiblemente (por lo pronto) la conclusión es que la humanidad no es para nada estúpida. Sabemos sacar adelante la tremenda e incomprensible misión que nos ha sido encomendada y que está grabada en nuestro código genético por orden de quién ya sabemos llevando nuestras actividades más allá de lo obviamente pernicioso para nosotros mismos, nuestros hijos, nuestros nietos, y todo el que se atreva a nacer. Somos excelentes soldados del ejército de Lo, y nos vale mierda la ecología, lo sostenible, y demás mangas de chaleco, en aras del cumplimiento cabal de nuestra misión. Somos buenos, desde ese punto de vista. Desde el punto de vista de Lo apenas somos. Si acaso. Pero aquí estamos.

Vista y aceptada la inextricable (y no por gusto) tesis por bondad e indulgencia suya, mi querido lector, tratemos de aplicar esto a mi realidad Zen actual.

Actividad dificilísima porque la escritura es la menos Zen de las actividades, y porque temo mucho contravenir a Lo contrariando por pura impericia idiomática a esta -digamos- recesión del caos (o de la entropía, que tanta precisión no me ha sido asignada aun en mi rol actual) que me ha hecho caer en un extremadamente acogedor sitio, frente a una computadora a la que puedo comprender, abrigado con un excelente cárdigan de regalo, y el inconmensurable tesoro que significan tres horas completas disponibles para escribir.

Intentemos pues, entrar en el tema. Aunque no me auguro mucho éxito.

Quemar recalienta la atmosfera, no hay que dudarlo. No es sólo un tema de temperatura. Confluyen en el hecho también los gases y demás desechos producidos. Desechos. Productos. Todo es según el cristal con qué se mire.

Sin embargo, para obtener mejores siembras los conuqueros echan candela a sus conucos. Para cerrar viejos amores y dar cabida a los nuevos los románticos incendian sus cartas y fotografías. Para fundir el metal necesario para hacer cosas útiles los artesanos prenden fuegos en sus hornos. Para impedir el retroceso de las tropas los generales queman sus naves… Y para movernos hacia “adelante”, nosotros, hemos incinerado cada vez todo lo anterior… Lo curioso es que es imposible moverse hacia adelante, ni siquiera en el tiempo. Uno se mueve y el tiempo transcurre, siendo, en ambos casos, competencia de la percepción…

¿Qué hemos obtenido con cada quema? -Ciertamente todo lo necesario para andar nuestros caminos que nos han permitido llegar a este momento- que ya se está esfumando para darle paso a este otro momento…, e imagínese usted el resto sin caer en los usos de Ireneo Funes por favor. No hay que exagerar.

¿Y qué hay en este momento aquí y ahora? Es extraño. Mi viejo y pasado de moda ego, que por obsoleto y periclitado (¡toma cedulazo!) caerá pronto en desuso, con pugnacidad acérrima me trae a la memoria todo lo que no hay en este momento. Pero no mira hacia delante ¿Cómo hacerlo? Mira hacia atrás ¿Cómo lo logra? Mira la hoguera en todo caso. Mira hacia la pira funeraria de lo que se quemó nada más que para cerrarle el paso a las opciones retardatarias, o lo que cree recordar de esos momentos.

¿Y qué hay en este momento aquí y ahora entonces? -Insisto-: hay, se me ocurre describirlo así, un puerto de comunicación paralelo presentando un nodo de opciones totales. Perdimos la trocha. Durante la noche se nos terminó y el amanecer nos agarró en medio de una planicie de superficie firme sobre la cual nuestros pies no dejaron huellas.

Salimos juntos, en grupo compacto, desembocando dentro de otro grupo compacto que caminan su camino apoyados con todos los mapas, artefactos, métodos, y destrezas disponibles. Lo se los dio y ellos los usan ampliamente en su homenaje.

Mi habilidad (la que Lo me dio para otros fines) de orientación no funciona bajo estas circunstancias, y quiéralo o no, me tengo que dejar llevar por el grupo. Es lo que tengo que hacer: aceptar que en este momento no soy un buen jefe de misión. Porque es que ni sé a que sitio puedo tan siquiera ir o no ir pues no sé lo que hay o deja de haber…

No sé lo que quiero, no sé lo que debo, no sé lo que puedo. Necesito tiempo y tengo poco.

Soy, de nuevo, un niño… Un niño de la selva parecido al de Kipling, con pequeñas diferencias como son la edad, las responsabilidades, los compromisos, y la más tremenda de todas: la inmensa explanada carente de hitos conocido en las que vinieron a dar mis huesos… ¡Qué ocurrencias las de Lo! Pues si vuelvo a ser niño tengo el tiempo de sobra otra vez. O tal vez justo el que necesito, que no es lo mismo pero es igual.

Entonces sí que sé qué quiero. Quiero lo mismo. Lo que no pude obtener trepando por la cara de sotavento del médano. Quiero mi lugar en el mundo para compartirlo con ella. Nuestra parcela acogedora de tranquilidad para disfrutarla con ella que amo tanto y tanto, sea con el cárdigan de regalo, sea con mi suéter indescriptible, pero con ella…, hasta que la rana eche pelo…, hasta que la mar se seque, como dicen en la tierra que acabo de dejar.

Debo una montaña aun no tasable de apoyo, ayuda, hospitalidad, y más, mucho más, pareciendo por lo sucinto que fuera poco, pero es enorme…, inconmensurable… Los allegados saben de qué hablo y espero que sepan interpretar lo críptico del mensaje. No quiero abundar para no ir a meterme en líos con Lo. Le tengo mucho miedo.

Puedo… Puedo exactamente lo que puedo. En este momento que ya se desvanece puedo aporrear las teclas con mis tres o cuatro dedos literarios (los demás miran hacer y se están tranquilitos como el hombre del cuento que le daba de comer a los monos tripulantes del cohete a Marte) y contarles que sólo se puede lo que se va pudiendo. Ni más ni menos.

La vida es un fenómeno binario, digital, por mandato de Lo. Pero está dispuesta su percepción de modo analógico para que nos quepa en el lenguaje, que también es binario pero con pretensiones.

No se puede estar más o menos vivo, así como no se puede ser más o menos infeliz, ni estar más o menos jodido, o más o menos endeudado. Cuando abres el contacto, eliminas las posibilidades. Cuando cierras el circuito “todo” está ahí.

Todo lo disponible, claro…

Todo lo disponible queda sujeto a nuestra habilidad para percibirlo y apreciarlo. Si no, es como si no existiera porque de hecho no existe nada que no podamos percibir… O sí, qué importa…

Ya dije que la precisión no forma parte del rol que me fue encomendado por Lo.

¿Entonces, qué no hay en este momento?

viernes, 2 de diciembre de 2011

¿Quién me rompió los corotos? O La más grande de todas las conspiraciones.


“Alguien ha dicho que el patriotismo es el
Último refugio de los canallas: los que no tienen
Principios morales se suelen envolver en una bandera,
Y los bastardos se remiten siempre a la pureza de su raza.”
Umberto Eco.
El Cementerio de Praga. P. 453.
2010. Edición Random House Mondadori, S.A.


No me interesa la respuesta a la pregunta.

Tampoco una ampliación de parangones aplicable a la segunda parte del título.

Después de pensarlo un rato me doy cuenta de que no tiene ningún sentido averiguarlo ni cambio alguno de punto de vista es necesario. Porque ¿para qué? Los corotos se quedarán rotos y el ser humano seguirá machucándose los dedos en cuanta puerta consiga por delante.

Además, de los estropicios causados resultará una bella oportunidad para ejercer mi oficio favorito, como es el de restaurador…, y bueno, por qué no, también el de quejica…

Sí, llegó el famoso baúl que envié desde la Margarita antes de emprender mi viaje para acá. Había tomado, pensé, todas las previsiones: buen embalaje, lista detallada de contenido, objetos de valor sentimental preferiblemente, envío hecho justo antes de venirme para no poner a nadie aquí a cargar ochenta kilos de recuerdos… En fin, lo razonable incluyendo en la suma de criterios la envidia, la insidia, la maledicencia, al bobo de la pelota (personaje omnipresente), y también al cancerbero bastardo tan en boga.

Pero no lo puse a salvo de mi propio idealismo.

El baúl es el mismo que trajo nuestros corotos de Inglaterra (uno de ellos. Originalmente eran tres, como las carabelas) hace más de cuarenta años. Lo limpié, lo reforcé un poquito, lo remocé algo también ya que él es un recuerdo en sí mismo, lo cargué de objetos diversos (los más difíciles de sustituir por sus características singulares), lo llevé a una empresa de transporte internacional (no diré cuál porque no se trata de entrar en polémicas estériles), pagué por el servicio, y lo envié encomendándoselo equivocada y descreídamente –lo admito- a un descanonizado ex San Cristóbal, otrora patrón de los viajeros.

No conté con la Gran Conspiración…

De verdad que hubo toda un gama de elucubraciones acerca de su paso por no sé cuál comisión en no sé dónde (sí sé, ambas cosas, pero de qué me sirve) justo antes de dejar Venezuela, que solucionamos poniendo como remitente no a mí sino a alguien (suena feo eso de “alguien”, pero esta vez no quiero, expresamente, nombrar a nadie ni para bien ni para mal) que se quedaba allá por si era requerida su presencia en alguna muy posible (casi segura, pero insegura) revisión…, claro que un optimista acérrimo como yo no sirve para hacer buenos cálculos dentro de la realidad cotidiana de lo que en verdad sucede, por más que me afane.

Bueno, el baúl llegó ayer… Y yo cada vez comprendo más a Paco Ibáñez -sí, el de Mortadelo y Filemón-…

Hoy me di cuenta, una vez más, de lo real que resulta (al mismo tiempo de lo poco que profundizamos en las causas y motivaciones) la destrucción sistemática de los principios éticos en esa mierda que nos ha dado cortamente, por llamar sociedad…, o sociedades…, que sumadas conforman eso que tan discutiblemente llamamos civilización…

No, la verdad es que no me dolió demasiado que una panda de ignorantes insensibles e irrespetuosos nos rompieran esculturas, agujerearan lienzos, rasgaran serigrafías, arrugaran acuarelas, torcieran bronces, y serrucharan tallas de madera. No, no me dolió tanto. Todo lo que echaron a perder, o casi todo, está al alcance de mis conocimientos de restauración, y en su momento los podré reparar. Lo que no, puede muy bien ir a dar al pipote de la basura sin demasiado dolor de mi alma, salvo, lógicamente, el de haber pagado caro por el transporte de lo que devino en basura. Basura fue casi lo único que pude rescatar de allá, para traerle a mi familia…

Pero tal desarreglo me hizo pensar, una vez más, ya no en “a dónde va a ir a parar Venezuela por el camino que lleva”, tema que en realidad no me quita el sueño desde hace algún tiempo y por más de una razón, sino “qué fue de la ética y de su importancia para la vida en sociedad”. Me refiero a la ética así, en abstracto…, o más bien, en absoluto (sí, así, ambiguamente). Porque puesto así, como resultaron las cosas, parece que el cargo no es de protección, sino de destrucción… -Aclaro: no es que estuviera mal hacer la debida revisión a fondo, sino que no veo el sentido que puede tener hacer de obras de arte, papel toilette usado.

Aquí me doy de narices con mi propia ingenuidad. Los vestigios bibliográficos apuntan inequívocamente hacia que nunca existieron principios éticos en ningún tiempo ni lugar -la ingenuidad perniciosa del idealista-…, voy entendiendo a Nietzsche -¡maldita sea!-.

Sabemos que el ser humano en un bicho perfectamente amaestrable, domesticable, susceptible al condicionamiento y a la obtención de él de la respuesta automática deseable. Bastan método, mano dura, y tesón. Igualito que el frasco para amaestrar pulgas, y las pulgas, claro…

Según entiendo, a través de la historia se han utilizado múltiples buenas ideas para lograr la domesticación del ser humano. Excelentes buenas ideas, las cuales, una vez llevadas al extremo, como le pasa a todas las buenas ideas, han dejado de serlo. Es decir que alimentarse es bueno, pero ya la gula es dañina…, por ejemplo. Dios fue una excelente buena idea en su momento, pero al estirarlo demasiado pasó su límite de elasticidad y se degeneró por culpa de la hipócrita beatitud utilizada para la obtención y preservación de un poder que rebasa los límites naturales de la muerte.

Tal vez el punto más débil de la capacidad de razonar del ser humano radica en la ingenuidad. Sobre todo cuando se le adjudica a los hombres una supuesta igualdad entre ellos (nótese que me excluyo por obra y gracia del desparpajo no más).

Sí, tal vez desde un punto de vista más fisiológico que otra cosa exista un cierto parecido entre el australopiteco que me rompió los corotos y yo. Lo admito. También a él le molesta que no le alcance la plata para vivir como él quiere, y le gusta el whisky de dieciocho años. Seguro. Muy probablemente, de poseer una parcela de poder parecida a la de él, yo tampoco querría dejarla y la ejercería a conciencia. El asunto está en que por algo no la tengo.

Pero existe un abismo insondable también entre ambos.

Ciertamente todo es parte de lo mismo, y la materia no sólo está compuesta por protones, neutrones y esas pequeñísimas partículas de la misma calaña. Además está el espacio entre dichas partículas.

La humanidad también está hecha del espacio que separa a los seres unos de otros. Y por lo que intuyo nos iguala más lo que nos diferencia -¿pura ingenuidad?- déjeme usted divagar…

Aquí caben las preguntas: ¿Por qué ese espacio? ¿Cómo se logra? ¿Para qué?

Son buenas cuestiones ¿no?

Si no ando tan descaminado, creo que ese espacio es utilitario meramente.

Le sirve a alguien que está en la cúspide de la pirámide del poder: a Él, y con la finalidad de evitar aquí vanas interpretaciones sexistas y demás monsergas intrascendentes, llamémoslo “Lo”. Así, con género indeterminado e indeterminable por carencia tanto de estrógeno, como de testosterona, siendo su única materia, la gris.

No hablo de la miseria de poder que ostenta un bastardo aprendiz de héroe de opereta que a su vez le sirve a intereses que ni siquiera llega a atisbar en sus pesadillas más locas. No. Hablo del Rey. Del personaje menos infantil de todos, carente de género como ya dije, y sólo digo El Rey por ser más indeterminado que La Reina… Hablo del único que no es ingenuo. De ese que sólo sabe aquello que tiene que saber y no es susceptible de ser descentrado porque él es el centro, el centro es Lo. El tipo que sostiene el cetro inteligentemente heredado en línea directa del Supremo Inventor, quien también es Lo. Aquello –Lo- que inventó a dios, al socialismo, al zar, al diablo, a Marx, a las tablas que supuestamente están guardadas dentro del arca de la alianza que alguna vez fueron rescatadas por los templarios del palacio de Salomón porque para los Adeptos encierran el principio de Las Proporciones entregadas por Dios en persona a Moisés… Hablo del Lo que inventó también a éste…

Me refiero al Lo que come de todos pero de quién nadie come.

Lo sabe que la humanidad está compuesta por tres tipos básicos de gente: los héroes, los pícaros, y los borregos. Todos perniciosos y necesarios entre sí multidireccionalmente.

A su vez, cada grupo de gente ha quedado más o menos subdividida en tribus que también son más o menos la misma cosa (materia) pero que al ser, digamos, disueltas en distinto soluto producen soluciones completamente diferentes, pero iguales en el fondo sin decantación mediante. De ahí que seamos -qué sé yo- carbono, nitrógeno, calcio, un par más de minerales y escasos oligoelementos, pero nos demos tanta maña para romperlo todo de mil y una maneras, tan destructivas, como aburridas.

Me refiero, como es fácil deducir, al cinismo, al idealismo, al abstrusismo (neologismo, creo, no sé si de mi propio cuño que pretende señalar directamente a la calidad y cualidad de abstruso. En todo caso asumo mi responsabilidad en esto así como en lo demás y afronto lo que devenga de ello), y a toda tendencia capaz de convertirse en escuela, en modo de pensar, y hasta de comportamiento tendiente a ser llevado al extremo: -Póngale a su idea (cualquier, cualquier idea) el sufijo “ismo” y cáguela por completo”-…

Ése ser que está arriba –Lo- en la ya mencionada cúspide, es el único que no tiene imaginación, que no tiene ideales, que no anhela nada. Es una especie de buda que se encuentra, por causas de su misma claridad, completamente afuera de lo catalogable como humano. Sólo se sirve de la humanidad, y al mismo tiempo mantiene los engranajes girando para que la vida continúe, manteniendo bajo control los daños que por imbéciles nos causaríamos de no estar Lo para dirigirnos.

Lo no es bueno, Lo no es malo. Está claro. Ningún adjetivo lo alcanza, ningún adverbio le afecta. Lo es el sustantivo por antonomasia.

Debajo de Lo, en el escaño sobre el cual su trono se sustenta, existen cuatro personas (seres humanos, porque como ya dije no se trata de sexismo aquí) que ni siquiera le comprenden parcialmente, y están ahí nada más que por la ilusión de la sucesión.

Nadie le sucederá entretanto no desaparezca el anhelo. No puede haber estupidez en el sucesor al trono, pero mientras sean estúpidos podrán transmitir fieramente las instrucciones de Lo, y así continuar con la cadena que amarra la pirámide que no por error (ni casualidad) se convierte en la alimentaria.

¿Por qué cree usted que existen las religiones? ¿Para qué son creadas (y recicladas continuamente) si luego entrarán en una profunda degradación que las llevará a ser las más temibles de las armas? ¿Para qué son las fronteras? ¿Qué papel juegan las políticas? ¿Por qué hacer una enorme represa hidroeléctrica donde viven indígenas?

Todo, absolutamente todo es para refrendar ese espacio interparticular que nos conforma, para, de alguna manera crear diferencial de potencial. Ya sabemos que la potencial es la más barata de las energías, y si nosotros lo sabemos, Lo, lo sabe de sobra.

Cuando nos creemos librepensadores, cuando nos juramos que somos justos, cuando invocamos la equidad, la igualdad, la legalidad, y tantas otras bellezas ideales, cuando nos autodefinimos sensibles o pragmáticos, ridículamente gregarios o apolíticos, o cualquier otra cosa que nos alumbre nuestra escasísima y cobarde mollera, no hacemos otra cosa que proporcionarnos el combustible que necesitamos para correr dentro de la rueda del ratón, aquella que gira y gira y gira y no va a ninguna parte por más que terminemos el día agotados y con el corazón contento por haber dado cumplimiento a otra jornada deontológicamente correcta… Deontología de Lo, que nunca llegaremos a comprender ni aun siendo Iniciados en las Altas Esferas del Esforzado Adepto Adelantado por culpa del anhelo.

Ese cromañón -o tribu de ellos- que nos rompió nuestros corotos dista tan al oeste de nosotros, que ya es el este. Lamento decirlo, pero así funciona el espacio que nos separa por no ser infinito. Hace el papel que Lo le asignó al igual que usted, o que yo, y todo el que quepa en la caja de los pronombres… Espero que nunca se dé cuenta, pues si lo llega a medio sospechar, esa breve brecha que lo separa del borracho conocido que se cree, al alcohólico anónimo que por motivos de crisis de identidad y depresión laboral es, se cerrará en implosión y morirá lenta e ignominiosamente. Eso sí, heroicamente arropado por su bandera.

A mí no me preocupa ser éste obsoleto engranaje en la máquina de Lo, pues lo soy. Lo soy a sabiendas. Lo soy porque no tengo otro remedio en mi calidad de idealista pernicioso al igual que lo sería si Lo me hubiera encomendado el cargo de “El Cancerbero de los Confines del Tinglado Incierto de un Tártaro de Opereta” –¡El multiverso cuántico se apiade de mí!-…

Pero él -o ellos- (cromañones y australopitecos hechos más de vacío que de materia, sin hablar de la gris) juran que son dueños de algo, y no son más que ese maloliente lubricante pesado (que se usa allá, dentro de esas cajas oscuras donde se esconden los engranajes, que encima de obsoletos, son burdos) que no dista mucho de ser, lo que originalmente era: vulgar mierda de dinosaurio.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La jornada que es un hito.




“Noé después de pensarlo bien
Se dijo -no invito al comején-
Si hago otra arca, es inobjetable,
La haré de acero inoxidable”...

El Diluvio.
Del Génesis según Virulo.



Ya llegué.

Estoy aquí, por los lados del paralelo 39º y un poquito, con unos treinta y tantos grados Fahrenheit que rondan, por alguna causa que imagino deflacionaria, los cero grados Celsius a los que, referencialmente al menos, estamos acostumbrados a enfrentar en las proximidades del paralelo once del cual procedo.

Sé lo que siente una hallaca, si es que aquella siente algo, al ser prolijamente envuelta con capas y capas de materiales sobre su piel. Materiales distintos que entre uno y otro consiguen un balance que propenderá el abrigo, extrañamente, con la menor cantidad de ropa posible. Es como la iteración de la vestimenta. Un cálculo preciso que oscila entre lo empírico, lo emocional, y lo rígidamente tecnológico. Exactamente como tantas otras cosas que rigen la vida.

Hoy es viernes dieciocho y aun no son las once de la mañana. Llegué hace tres días que han pasado a la velocidad del rayo, como es natural dadas las circunstancias, y también por la relatividad en la percepción del tiempo por culpa de la edad que tengo: cada día, mis días, son más cortos.

Esta mañana desperté a la hora acostumbrada pero de un modo desacostumbradísimo. Dormí con mi esposa, profundamente, confortablemente, despreocupadamente. Dormí como tenía años que no dormía… Me hice el tonto (actitud que me rinde mucho, debo confesarlo) y me quedé en cama hasta una hora casi obscena por lo tarde, me paré a desayunar… Qué maravilla… He descansado hasta el punto de que me duele el cuerpo de tanto descansar…

Anoche preparé una pequeña parte de la cena tomando la previsión de pedirle a Anne-Marie que pusiera ella la sal y decidiera el punto de cocción -ya que he estado cocinando tan requeté mal últimamente que ha sido mejor prevenir, que lamentar-, y la verdad es que salió todo muy bien. Estoy recuperándome a buen ritmo y eso me alegra en más de un modo.

Durante el día me llevaron a conocer el pueblo cercano (Loveland) que tendrá un poco más de un siglo acaso, pero que pareciera tener más por lo conservador de su arquitectura anglosajona que le hace parecer salido de un cuento victoriano tal vez… La verdad es que no me costaría cometer la imprecisión horrenda de situar en él a Edgar Allan Poe, por ejemplo.

Un pueblo muy lindo, limpio, ordenado, y apacible, en el cual no me costaría nada vivir.

Visitamos una ferretería a la vieja usanza, dimos una breve mirada al parque, a la orilla del río, a los alquileres de bicicletas y de canoas (kayacs también) los cuales ya por el clima están cerrados, y fuimos a almorzar a un restaurante mexicano en el cual nos atendieron en español mientras escuchábamos rancheras de las de mi infancia. No me quejaré del picante ni de El Picante, que así se llama el sitio. La variedad de picantes es digna de un sibarita que disfrute la capsaína (o capsaicina, que de ambos modos la he oído nombrar) pues no sólo hay todo un abanico de ajíes, sino una verdaderamente amplia gama de preparaciones, siendo el que más me gustó de los que probé ahí, el de ají habanero ahumado.

Saliendo de El Picante me dio de golpe en la cara el pecho y las rodillas la friísima realidad de que mi ropa importada por los mil caminos de las economías globalizantes de ida y venida a través del mundo partiendo de sabrá Pepe cuales telares del sureste asiático pasando por las maquilas hindúes y/o panameñas a Margarita y por último Cincinnati, no eran las mejores para enfrentar cero grados Celsius que en Fahrenheit cortan como el cuchillo de Jack, a quién no me extrañaría demasiado encontrar por alguna calleja de Loveland en una noche neblinosa después de salir de un Tavern que ya descubrí…, -¡púchica la variedad de cervezas disponibles!- Habré de dedicarles un post a ellas solas.

Pues sí…

En vista de lo perentorio del llamado de la naturaleza nos fuimos corriendo a adaptar el ajuar a los modos Lovelander. Hicimos un conjunto de adquisiciones en una tienda de ropa usada súper divertida, y ahora ya no tengo frío, ni con Mr. Fahrenheit, ni con Mr. Celsius…, que me echen ahora un poco de nieve a ver si es verdad que donde ronca tigre no hay burro con reumatismo…

Ya Mateo me había explicado que lo importante no es el grosor de la ropa, sino la cantidad de capas que uses, y esa fue la máxima que aplicamos. No, no he tenido tiempo de incorporar esa lógica, pero prometo que lo haré, pues funciona. La lógica en confluencia con la convicción logra una sugestión tan fuerte como la tecnología y todo eso. Y los resultados pueden ser muy económicos, si esto, como en mi caso, reviste gran importancia. Que no se diga que no escucho al sabio donde quiera que se me presente.

El día anterior se me fue ni sé en qué. Un poco en ir y venir como un zombi que hubiera desalojado tan tranquilo su tumba que algún jodedor se la cambió de planeta… ¡Hombre! Que alguien vendrá a pensar -¡y éste sí que es montuno! ¿Será que nunca había salido de su selva profunda?- obligándome a recordarle que no estoy viendo este nuevo entorno con los ojos desaprensivos del turista, sino con el interés de quién se ha mudado para acá con estatus Ir1, a quién le enviarán por correo la “Green Card”, y está gestionando el “Social Security” ¡Coño, que vivo aquí! -¿Cómo no ir un poco de zombi, eh?

Además había llegado la noche anterior alrededor de la media noche. Con decir que cuando me senté a cenar algo, por razones que más abajo explicaré, ya pasaba de la una de la madrugada. Nos entretuvimos un poco con los más que agradables abrazos de bienvenida que nos dimos, y luego rastreando las maletas que con tanto juego de la candelita habían ido a fumear sabría Kaplán a dónde.

Llegué al aeropuerto de Covington, que es el que sirve a la ciudad de Cincinnati, en un avioncito dos palmos más grande de lo justo para catalogar como avioneta. Un pequeño Jet llamado EMB que sonaba como un Renault bien entonado cuando lo pasas, digamos, de siete mil RPM. Como es lógico, el empellón que da en la arrancada que pega cuando de dejar el suelo se trata, se nota mucho más que en los 757 de vuelo internacional… Se aprecia con beneplácito algo de adrenalina en la sangre cuando está por finalizar una jornada como la de aquel día ¿Será ese un parámetro de diseño para ese tipo de aeroplano? No creo. Pero a esas alturas y con ese cansancio esa clase de efectos secundarios ayuda, y se agradece…

Durante el vuelo, no mucho más largo que entre el Santiago Mariño y Maiquetía, pedí a un sobrecargo hablantinoso y un poco más meloso de lo que por su género uno esperaría “just water, no ice, please”…, las dos veces… Sí, ya el señor Fahrenheit me traía un poco por el camino del desespero -¿hielo? no, por favor-… Por supuesto me preguntó que de qué isla venía, pensando, supongo, que sería de Madagascar o de Las Reunión. Le respondí que del Principado de Margarita, perla del Caribe Mar, stir but not shake -yo me entiendo-. Me miró brevemente, bajó los ojos, y no regresó más a darme cháchara.

Al EMB subí de último, y menos mal que no tengo rabo porque me lo hubiera pillado pues cerraron justo después de que entre, luego de un sprint espectacular que me llevó desde la puerta K12 hasta la G9 del enorme aeropuerto de Chicago en menos tiempo del que tardé en escribirlo.

Ya en el 757 que me traía de Miami Dade había puesto atención al capitán cuando voceaba metálico las conexiones próximas desde Chicago y por eso sabía que me tocaba la puerta G9. Me concentré en memorizarla, pero igual, cuando salí al catedralicio pasillo dimensionado como en una especie de neogótico hi-tech, ubiqué a la última tía mía del día quien me dijo imperativamente que era muy importante que me apurara porque el vuelo al otro lado del aeropuerto debía hacerlo en tiempo récord y a ras de piso… No, cierto, no me dijo lo de a ras de piso, pero yo me lo imaginé así porque además resultaba coherente el no perder el tiempo que no tenía solicitando un permiso para volar de la K12 a la G9 en Chicago sin trenes en los tejados, y sin el dominio del idioma.

¿Qué cómo llegué a un 757 rumbo a Chicago? Bueno, supongo que Colón tendría algo qué ver con el asunto en más de un modo, pero también mi tía, no se crean, que en cada momento difícil me echó el empujoncito clave y en la dirección correcta, como para que transitando los mil renglones torcidos del señor Fahrenheit (y de los otros también, por supuesto) terminara éste humilde servidor en brazos de mi Bellísima esposa.

Subí (o más bien bajé, porque la rampa que me llevó desde la puerta D45 en Miami Dade hasta la puerta del avión estaba en una pendiente tal que no pude menos que acordarme de Gardel cuesta abajo en la rodada) al 757 que me llevó Chicago recién bajado de un tren -¡coño, que sí!- que rodaba (y aun rodará, estoy seguro) por un techo -¡carajo, si son arrechos estos gringos!-, al cual se llega por la sucesión más larga que he visto (y usado) de escaleras mecánicas. Tan largo así que fue ahí (en el trayecto) donde tuve oportunidad de amarrarme los zapatos después de la revisión que me hicieran en la entrada a las puertas de embarque correspondientes al pasillo D, que ¡chispas! Es enorme…

Pasillo D, trenes en el techo, revisión de pecueca y escaneo…, pero ¿de qué habla éste loco? Pues de que viajé alrededor de tres horas en un avión que cubre una ruta internacional para bajarme de él justo en medio del mercado de Conejeros alfombrado para la ocasión con todo lo que quitaron del Hotel Maracay a finales de los ochenta, dejando intactos mugre y olor… Pero pasé de ahí al primer mundo después de una revisión a zapato quitado, de ahí, con toda seguridad, la sinfonía odorífera- ¡menos mal que le respetan a uno los calzones!- y a través no de un espejo, sino de una puerta batiente muy fea y sucia por un lado, pero brillante e impoluta por el otro -¡Lo que hubiera escrito Lewis Carrol de haber ingresado en el pasillo D del aeropuerto de Miami Dade!-.

Los renglones torcidos del Mr. Fahrenheit, y mis tías, vienen a ser, en definitiva, una especie de conjunción de fuerzas maniqueas complementarias que me mantuvieron dentro del camino del Zen a lo largo de toda esta aventura.

Pues bajé del 757 que me trajo del aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía que sirve a la ciudad de Caracas en un insondablemente dédalo babilónico aeropuerto de la ciudad de Miami Dade (que más que ciudad parece un vitíligo con tendencias cubistas que hubiera nacido como el jamón barato y nervudo de un sándwich emparedado entre las más exquisitamente variadas nubes –jamás vi antes tal llanura alfombrada de tan caprichosas nubosidades- y la tenacidad antientrópica de la vida de los everglades), como todo el mundo, buscando (como idea fija) dónde orinar tan rápidamente posible como para que quede el tiempo holgado para hacer la diligencia de inmigración y alcanzar el siguiente vuelo que te llevará a dónde quiera que te dirijas.

Tenía poco más de dos horas disponibles para ello.

Caminé, después de la imperiosamente imprescindible meada, por un pasillo no muy lindo hasta que de pronto se abrió una vidriera que encierra un cúmulo de gente que me forzó a pensar en las becas lácteas y esos otros recursos populistas que unen indisolublemente a CAP con HRCh.

Ahí apareció mi tía. Mi primera tía del día. Una señora de edad indefinible, con un cierto aire de dureza fingida por exigencias del cargo, pero con una dulzura maternal en los ojos que se les desborda a fuerza de las comidas en familia y la crianza de los nietos, que me dijo después de que le explicara lo que yo quería: –“mira mi niño, te recomiendo que te pongas en una de las últimas filas, te va a ir mejor”-… Y así fue.

Al llegar mi turno de acercarme a la taquilla me atendió Colón con muchísima amabilidad, y en un español que me sonó de mucho más acá de Madagascar me preguntó que si hacía el trámite de inmigración por primera vez, que si me habían dado un sobre sellado. Le dije que sí en ambos casos, me lo pidió, llamó a Rosas (que no me habló en español pero me dirigió un amabilísimo “follow me, please”), le entregó el sobre y mi pasaporte, y éste me escoltó hasta una oficina sita, como el baño, al fondo a la derecha donde pronunció un labidental “sit down”, le entregó mi pasaporte y el sobre al otro Colón de turno (quién colocó el manojo en el rack de documentos) y se fue.

Ahí miré el reloj de pared (el único que vi en los cuatro aeropuertos que visité ese día) y conté cuántas personas tenía delante –doce y veinticinco, veintitrés personas para ser atendidas, y tres funcionarios atendiendo-. La idea era, que tras ser despachadas algunas personas y registrados los tiempos, obtendría los parámetros necesarios para calcular el promedio por persona y saber más o menos a qué hora saldría yo.

Salí de ahí casi tres horas más tarde.

Durante mi espera noté varias cosas sorprendentes y algunas hasta agradables. Me sorprendió mucho ver que tras mucho nadar seguía casi en la misma orilla. En la misma guagua, en el mismo color local. La música hacía bailar y cantar a los tres espingardos representantes de la ley mientras responsables y concentradamente cumplían con sus deberes. Las cabezas repeinadas y debidamente embetunadas salían rítmicamente, ora por un lado del monitor correspondiente, ora por el otro, mientras Juan Luis Guerra recomendaba sacar la palanca y enderezar, por ejemplo… Pensé en Red Skelton y en Carmen Miranda primero, y en los Jets y los Sharks después por aquello de I want to live in America, claro…

Súbitamente entró un tropel de funcionarios engominadamente uniformados que se saludaron con efusivos aletazos en las espaldas, se repartieron comida y café, bromearon entre ellos, ocuparon sus puestos tras sus coreográficos monitores, y ahí fue que dije: -ahora sí que esto va a avanzar-. Pero no, no aceleró el proceso. Al minuto se habían ido todos, salvo dos. Uno que sustituyó a Colón, llamado Colón también, y el otro que era el único gringo del grupo. Un amabilísimo afroamericano llamado…, no, no se llamaba Colón también, se llamaba Emile.

Pasado un buen rato me llamó precisamente Emile quien como única pregunta me hizo la de la fecha de mi matrimonio. Me lo dijo en inglés y le respondí en español (no quería confusiones yo pues me había casado en habla hispana y a un costado de la iglesia de La Asunción, para más señas). Emile le preguntó a Colón que si lo que yo respondía estaba bien, corroboró, y me mandó a sentar de nuevo.

Al rato me llamó, me hizo firmar dentro de la ranura del buzón de la casa de alguna Barbie, me agarró con fuerza el índice de la mano derecha, me pidió que me relajara (ahí tuve un ramalazo de desconfianza pero pronto me rehice) y tras algunos forcejeos logró estampar mi huella dactilar en el diminuto cuadrito que tenía ahí para eso.

Emile me mandó a sentar una vez más pero a los pocos minutos me mandó a llamar otra vez, me devolvió mi pasaporte, me dio una especie de bienvenida, me informó acerca de mi nuevo estatus, y me mandó bien largo y ancho a buscar mi maleta.

Salí de esa oficina con el vuelo perdido por más de hora y media a buscar qué había sido de mi maleta. Y he ahí que ingresé al mercado de Quinta Crespo, pero en el edificio tristemente célebre que queda en la esquina de Salas. Ahí corroboré que –por estos lados-mucha gente encerrada junta tiende a oler parecido a un sembradío de cebollas. Cebollas aeroportuarias.

Fui del carrusel uno al cuatro, que después al seis y luego al dos, que de vuelta al uno y de ahí otra vez al seis y de nuevo al uno, varias veces…, hasta que me fastidié y le pregunté a mi tía. Ella me dio las instrucciones precisas.

Me dijo claramente que fuera al carrusel uno, que viera en el montón de maletas que había ahí. Si no estaba la mía, que llegara hasta el carrusel cuatro porque ahí hay otro pilón. Que si aun así no la encontraba, que me acercara a la mesa de información de American, que ellos ahí sí que sabían… Como ya había visto todos los pilones de maletas entre todos los carruseles de la zona, fui directamente hasta la mesa de AA, y pregunté, y apareció la maleta. La habían puesto junto con la de todos los pasajeros que estábamos haciendo el trámite de inmigración, no junto al los carruseles, sino enfrente de la mesa de información.

Ahí aproveché para preguntar (y no estaba mi tía, sólo un primo que tal vez por respeto a su madre me trató muy bien) qué debía hacer por haber perdido el vuelo. Me mandó a hacer primero la aduana, y luego, en la mesa de afuera que buscara la información al fondo a la derecha. Pero no el mismo fondo a la derecha de antes, sino otro, más afuera en las capas de esa cebolla aeroportuaria.

Pregunté por la aduana (tiro al aire, pues no estaba mi tía). Póngase en cualquier fila de esas, fue la respuesta… ¡Mi madre! Beca láctea y media tal vez con la de los útiles escolares, y el cobro de la pensión de vejez. Todas las colas juntas… Se me colearon los guatemaltecos y los hondureños, se metieron también algunos haitianos y hasta uno o dos peruanos, pero cuando trató de coleárseme un venezolano me activé, le canté aquello de “cuidadito compai gallo, cuidadito”…, y no se lo permití. Acción que me puso en aduana cinco puestos menos atrás.

El funcionario de aduana me preguntó que quién me había pedido, le dije que mi esposa, y me repreguntó que si me estaba esperando en Cincinnati, a lo que le dije que sí. Dijo algo que sonó como a ¡suerte! Pero no estoy seguro, y me indicó los puntos amarillos que debía seguir a través de la máquina de rayos equis.

De ahí salí impelido por la presión acumulada por la represa que hizo una abuelita que traía puerco y no lo declaró… El funcionario le decía: -¡Pero abuelita! ¿Para qué me dijo que no traía puerco? ¡Tenía que haberme dicho, abuelita!-, y la abuelita desconcertada y culpable miraba para abajo y no decía nada mientras el funcionario sacaba de su maleta una bolsa negra de plástico con un contenido de no menos de cinco kilos de pernil de cochino, que dicho sea de paso, olía muy bien (inclusive mezclado con el ligero encebollamiento ambiental por culpa de la relatividad de las cosas)… En ese momento me dije que en la primera oportunidad me sentaría a comer algo…, ¡un trozo de puerco con cebollas! -Vanas ilusiones-…

Al atascado sector de los puntos amarillos llegaron como siete funcionarios que nos decían a voz en cuello: -¡go ahead, follow the yellow dots!-…, y yo tratando de cruzar a la derecha para ir al fondo donde estaba la mesa de AA para preguntar cómo cambiaba mi pasaje… Pero qué va, tuve que caminar por el camino de ladrillos amarillos hasta que en un cul de sac, justo de debajo de una cinta salió una mano prestidigitadora que me arrancó la maleta sin explicaciones ni darme tiempo a nada… Tardé algunos segundos en procesar la información. Asumí que mi equipaje tenía peral sabio entre sus materiales. Y apliqué la de las preguntas difíciles en los exámenes largos: pasé a la siguiente…

En vista de que la maleta había sido más inteligente y había encontrado su camino antes que yo, intenté apurarme a ver si me le ponía a la par. Por eso traté de hacer como el salmón y remontar la corriente hasta la mesa de AA que quedaba al fondo a la derecha jurándome que a quien me preguntara le diría que iba al baño… Pero no, me interceptó mi tía que no come cuentos.

Ella, amable como siempre me informó que por ahí no se iba a Turén. Yo le expliqué lo que había pasado, se interesó en mi caso y me dijo: -mira mi niño, tienes que salir del aeropuerto, caminar por el pasillo externo a la izquierda e ingresar al pasillo D, avanzar hasta el mostrador de los vuelos domésticos, y ahí te dirán qué hacer-. Le di las gracias a mi tía, y con cierta desconfianza pues todo el mundo me había recomendado que bajo ninguna circunstancia saliera del aeropuerto, enfilé hacia el pasillo D –saliendo a la izquierda-, confiadísimo pues hasta ahora mi tía jamás me había fallado.

Al pasillo D se entra por un ascensor desde una acera cubierta con un toldo plástico que retiran cuando el viento pasa de ¡noventa millas por hora! ¡Qué buen material!... Y ¡Coño, qué calidad de calor hace en Miami Dade! Pero entré al pasillo D dando gracias a que no hiciera viento, y todo volvió a la normalidad del viajero.

Ahí le pregunté a mi tía primero, que me indicó algo demasiado largo que no le entendí bien, luego me cercioré haciéndole la misma pregunta a una prima quien por toda respuesta, y con una extraña sonrisa en los labios, me indicó a otra tía (supongo que su mamá) que estaba en la cabecera de una gran fila.

Chequeé la información con ella, que era Colón también ¡vaya si Colón descubrió América! Y me dijo que sí, que era ahí. Que me pusiera en la fila.

Hice una larguísima cola ahí, rodeado de japoneses, hindúes, gente de habla francesa que supongo canadienses, latinos, americanos de allá y de acá, y yo, que venía llegando de Madagascar según me pareció por más de una razón. Pero esta vez nadie trató de colarse.

Eran unas veinte o treinta tías mías las que atendían tras el larguísimo mostrador, y me tocó Irene, la única que no tenía parentesco conmigo ni hablaba mi misma lengua. Sin embargo, desenrollando mi barroquismo imperfecto más románico que gótico en completa lengua franca le expliqué lo que había pasado y cómo, para vergüenza de mi chauvinismo, mi equipaje de peral sabio, como era de esperarse, había sido más hábil que yo y encontró su camino primero… Se rió mucho cuando por fin entendió y me dijo que no me preocupara, que ella solucionaría eso lo mejor posible para que la maleta no me ganara por tanto.

Curucuteó en su maquinita y me dijo: -“you have two choices”- ¡Ups! Pensé yo… Pero no, no era tan malo. El asunto fue que yo no perdí el avión por causas imputables a la línea, y que si quería irme sin pagar un extra debía ponerme en lista de espera para tomar el siguiente vuelo a Chicago… Yo pregunté que qué pasaba si no tenía ningún problema en pagar un extra, y me dijo que en ese caso eran cincuenta dólares… Le pagué, me mandó a hacer la cola en la admisión al pasillo de las puertas de salida del pasillo D (situada no me explico cómo en el Lobby del Hotel Maracay de finales de los ochenta nuevamente), me hicieron quitar los zapatos, pasar mis pertenencias menos sagaces embandejadas a través de una máquina, y así fue que por fin entré al primer mundo.

Eran las cinco de la tarde, y seguía sin tiempo para comer. Pude notar que además del orden y la limpieza, existe una afinidad casi fetichista por los pies de la gente, y por el gluten… Menos mal que existen los sucedáneos y las maneras de adaptarse a todo.

Volé de Maiquetía hasta ahí sin salir realmente de la confluencia del caos y el ocio. Hasta ese punto, las cosas andan porque tienen esa tendencia. Es como si a la entropía se le olvidara algo. Pero a partir de ahí, es otro cantar…

Fue en ese punto, a las cinco en punto de la tarde, en el que encontré un teléfono público para llamar a mi esposa Bella e informarle que no llegaría (como era de suponerse) en el avión en el que se esperaba. Le hice una brevísima semblanza de lo sucedido junto con la información de los vuelos y lo demás.

Extrañamente, el primer aparato en el que intenté hacer la llamada no funcionaba bien. Eso sí, se tragó un dólar antes de hacérmelo saber. El segundo se lo tragó también, pero hizo la llamada.

Comenzó el proceso de abordar a las cinco y veinte dejándome sin tiempo para iniciar una exploración del entorno a ver si conseguía algo sin gluten qué echarme al coleto. Misión abortada. Había que subir al avión.

Finalmente, como es de suponerse tras los denodados esfuerzos llegué yo. Mi maleta de peral sabio llegó al día siguiente, así que mi chauvinismo no ha sufrido ni un ápice.

Ahora estoy aquí, más o menos en el paralelo 39º y un poquito… Gracias, también, a mi tía, y a Colón…

lunes, 14 de noviembre de 2011

Pues no hay nada que perpetúe éste minuto que se esfuma.




“Vuelve a pensar que nada es
Exactamente igual dos veces,
Y que en vez de alegrarse
Lamenta que sea así,
Por las dificultades
E incluso imposibilidades
Que la detienen cuando querría
Hacer cálculos sobre le futuro
Guiándose por los recuerdos”.

André Pieyre de Mandiargues.
“La Motocicleta”. P.97.
Librería Gallimard. 1963.


¿Cuántas veces he vuelto a empezar?

Puedo responder a eso, no exento de una cierta pedante falta de originalidad, que he vuelto a empezar, por lo menos, diecisiete mil trescientas noventa y nueve veces aproximadamente.

Una vez por cada nueva mañana que he despertado a la vida desde la tumba del sueño.

Claro que esto no es cierto, por lo menos no enteramente. Sería aburridísimo verse obligado a empezar de nuevo sin tener conciencia de ello. Tal vez por eso tomo siempre un punto de referencia que me sirva para recordar el nuevo comienzo. Un evento, un hito temporal que marque esa diferencia (aparente) entre un tal vez falso antes, y un seguramente ficticio después.

Puedo decir también, siendo menos físico (o hasta existencialista si me pongo rudo conmigo mismo) que he vuelto a empezar cada viernes o cada lunes de mi vida. O al enfrentar alguna enfermedad, o un nuevo trabajo, o un divorcio, u otro amor.

He vuelto a empezar muchas veces más que cada día de mi existencia, -ésta-, de la que tengo tan precaria convicción, y de la que guardo alguna clase de concatenamiento cronológico.

Empecé de nuevo la construcción de muchas casas en mi vida. Y mesas, y sillas, y marcos para cuadros. Empecé de nuevo amistades empolvadas de desuso jamás olvidado. Empecé de nuevo mayonesas y otras salsas, nuevos frascos de condimentos, tabacos y botellas de cerveza. Empecé mil ratones después de otras tantas borracheras. Inexorablemente.

Empecé de nuevo, así mismo, miles y hasta cientos de miles de veces las mismas cosas que jamás son iguales. Siempre, eso sí, con la certeza prestada de que todo pasa y todo queda.

Empiezo y concluyo situando a cada lado de esa balanza al niño y al anciano que me conforman tratando de mantener el fiel lo más cercano al centro que puedo, y no siempre puedo.

El niño, por una parte, es tímido y cándido (por lo tanto osado y explosivo), y el anciano es cínico y paciente (por lo tanto resignado y resistente).

Empezar así, con esa compañía, me da la sensación de una culpabilidad hipócrita y al mismo tiempo del conformismo e indiferencia de la res camino al degolladero.

Al niño, la propia hipocresía le produce culpa al entrar en conflicto con lo que piensa (ingenuamente) que es o debería ser el mundo que habita, pero que ve que no es. Por eso su expresión de alarma frente a sus expectativas. Esas cejas enarcadas, los ojos casi saltando de sus órbitas, y la línea punteada donde habrá una arruga, llegado el momento.

El anciano ya sabe que no hay otro camino, que es un animalito más, y que no hace cosa distinta que andar siempre un camino que es igual (y diferente) cada segundo, haciendo inútil toda idea preconcebida. Inútil, cansona, molesta, e innecesaria. Pero ahí está siempre esa idea, que junto con la arruga de la frente es parte y sal de la vida.

Empiezo, pues, de nuevo. Hoy en soledad. Ayer ciego y sordomudo. Anteayer como el vórtex de una tromba, y hasta con la vehemencia insoslayable de una vibrocompactadora. Siempre con la certeza y con la duda, con la intranquilidad y el desasosiego, pero también con una autolimitadísima convicción (cortesía del más auténtico cinismo autoinfligido, “sine qua non”) para una cierta garantía de cordura.

A medida que creo estar en el tercio medio de las edades, el esfuerzo que requiero para mantener el fiel de la balanza centrado resulta menor. No sé si será porque se han equilibrado las cargas, porque he echado músculo existencial, o porque se me ha oxidado el pivote. No sé ni me hace falta saberlo. Lo cierto es que cada vez empiezo de nuevo con menos intranquilidad, no sin ninguna, pero con menos. Esto es, por lo menos, una parte de la verdad. Una simplificación bastante incierta y focal.

Me queda un mes escaso en esta dirección postal. Mi residencia cambia. Abro un nuevo sector de la realidad en otra latitud. Ya me desligué emocionalmente de este paralelo once. Aquí dejo, no por capricho, a mí hija adorada, luz de mis ojos, carne de mi carne, belleza y amor de mi vida, con la esperanza de que en un nuevo comienzo más cercano que lejano podamos volver a estar juntos. Amo a esa niña con una potencia épica, con totalidad cósmica, con todo el brillo de una súper nova, y más…

Espero, no sin una cierta dosis de aprehensión, que tanto amor alcance como carburante que motorice nuestro próximo encuentro más temprano que tarde.

Espero, no sin resignación, que esta separación la ayude buenamente en la forja de su carácter.

Espero, con mi poquito de optimismo no del todo irresponsable (como es el optimismo por dentro), que viva todo lo que tenga que vivir con levedad y poca vehemencia, y con todo corazón espero que su lado anciano sea más prudente que cínico.

Amo profunda y denodadamente a mi hija.

Empiezo de nuevo lejos de aquí, pero aun sigo aquí. Ya me despedí de la casa y de los árboles. Ya me despedí del solazo que aun me quema la piel y me arruga más el entrecejo. Ya me despedí de este yo que depende del lugar y del tiempo, pero aun sigo lleno de un niño y un anciano. Ya me despedí de esa balanza con su pivote herrumbroso, sospecho… Ya me despedí y le doy la espalda a todo eso.

Se queda del lado donde queda el olvido. El olvido que permite el dormir, que reformatea la memoria, que propende la felicidad. Esa enseñanza que por oposición nos relata la vida de Ireneo Funes…

Cada minuto es un nuevo comienzo, y es tan sutil que no resiste a la percepción. Cada vez que creemos estarlo viendo sólo somos testigos de la película que sobre esto nos proyecta la memoria, que no es en realidad sino una crónica novelada. No es verdad.

Por lo tanto comienzo de nuevo. Dejo atrás todo aquello que no es ya sino un pastizal donde apacentar una posibilidad para la literatura, y se me ocurre que lo que me facilita mantener la balanza centrada es el entendimiento del devenir como un gradiente del amor, pues si hay amor en éste tenue segundo de vida que se extingue para que nazca éste otro, pleno de amor también, no hay razón alguna para tener que hacer fuerza.

A lo mejor fue por eso que se me oxidó el eje ese de la balanza, por no ser verdaderamente necesario ya.

Por lo pronto empiezo de nuevo con la convicción a la vez infantil y anciana, cándida y cínica, de que no hay casilla, de que no existen cápsulas, de que no son de verdad paralelos y meridianos, que la distancia no es más que una materialización de alguna clase de miedo…, pues no hay nada que perpetúe este minuto que se esfuma…, para dar comienzo al siguiente. Y todo eso no es para otra cosa, que para volver a empezar.

Por lo tanto, empiezo. Empiezo con pie acalambrado, con ojos llorosos, con un nudo en la garganta, con lo desconocido por delante, con ese forraje literario llamado memoria que dará tal vez para miles de caballos unos locos y otros cansados, con la vida llena de amor a tope, y con muchas ganas de empezar este nuevo minuto que comienza ahora.

Te amo, mi niña adorada. Que ese Dios en el que no creo sea más grande que mi estupidez y te proteja siempre.

Te amo, Mi Bella esposa. Que nuestra vida juntos sea todo aquello que pueda ser.

Espérame, mira que estoy cerca ya…

lunes, 31 de octubre de 2011

Margarita.-O la centrífuga y centrípeta de la estulticia-.



“Tenéis delante –le respondí-
a una persona asustada de tantos portentos,
que no sé por cual empezar mis admiraciones;
pues en primer lugar, viniendo de un mundo
que aquí vosotros tenéis seguramente por luna
pensé haber arribado a otro que los de mi país
llaman también luna;
más he aquí que me encuentro en el paraíso,
a los pies de un dios que no quiere que se le adore
Y de un extranjero que habla mi lengua”.

Cyrano de Bergerac.
“El Otro Mundo o Los Estados e Imperios de la Luna”. P.33.
Editorial Gamins Ltda.. Traducción Madeleine Alcover.
París. 1977.


Ya hice las paces con la isla Margarita, pues un lugar, su geografía, su emplazamiento, sus piedras y demás particularidades físicas, no tienen cómo generar culpas, sobre todo si nos atenemos a que un trozo de mineral carece de conciencia, tal y como lo concebimos sin adentrarnos demasiado en lo desconocido, y presuntuosamente holístico.

Habría forzosamente, para tenerle rabia a una porción de tierra, que dotarla con la capacidad de intención, acción, reacción, culpas, cargos de conciencia, y todo eso. Habría que humanizarla, y en ese caso no sería más que una muy primitiva creación de nosotros mismos. Un espejo a través del cual dotamos algo que no se puede defender de nuestros propios defectos, para tratar de librarnos de ellos repudiándolos. Justo como haría un adolescente.

Es por eso que digo que hice las paces con la isla, precisamente porque la hice conmigo mismo, y dejé ya la adolescencia… No se crean, no fue hace tanto.

Hablando claro y mal, esta isla me recibió pésimo, me escatimó cuanto pudo, y ahora me echa sin miramientos no sin antes complicármelo todo. Si no lo pienso bien, cabría el resentimiento aquí.

Pero esta isla es así, éste es su carácter, es su idiosincrásia (humanización mediante, claro). Siempre ha sido así, entonces, por lo que infiero, siempre lo seguirá siendo. Tómalo o déjalo. No hay negociación. Ella tiene la sartén por el mango.

Basta con leer un poco de la historia para comprenderlo (recomiendo mucho las crónicas redactadas por Francisco Javier Yánes sobre el período que va desde 1810 a 1821 relativo a la guerra por la independencia de Venezuela, y las batallas ocurridas en suelo margariteño), y se lo recomiendo sobre todo a quién pretende y decide mudarse a vivir aquí. Sobre todo para que después no venga y me reclame que yo no lo previne… ¡No me lo van a creer! ¡En la radio está sonando “One more Mountain to Climb” de Neil Sedaka! Esto no puede ser casualidad digo yo…

Pero sí, sí hay que venir, si así usted lo decide. Hay que venir como quien viene temperar, a curar alguna dolencia, a seguir algún régimen o tratamiento. Como iban los ricos a comienzos del siglo pasado a los sanatorios de Suiza. Nunca se curaban y regresaban como la Inés Azcoitía, más loca que nunca, pero “con una elegancia”…

Esta isla es un sanatorio, un hospital, un manicomio. Y a todo el que uno le comenta por allá por el continente, que uno vive aquí, le responde con un suspiro y un “que envidia” de lo más desconocedor. Igualito que cuando yo decía, “no lo que pasa es que vivo en un velero”, “¡Ay, qué lindo!”… “Nojoda, te lo cambio por el sofá de la sala de tu casa, con derecho a ducha”…

Me recuerda un poco a la Isla de Providencia, en el lago frente a Maracaibo, con su lazareto. Con su plaza, su capilla, sus cocoteros, y su manojo de casitas regadas en torno a ellas.

Me viene a la memoria las veces que navegué a vela en sus cercanías: -había un señor siempre recostado en un cocotero junto a la orilla sur de la isla, sombreada y pedregosa. Un señor vestido de uniforme azul blue jean desde sus zapatos hasta la gorra de visera rígida. Su rostro sin apenas facciones que miraba con ojos como huecos abiertos en una máscara hecha con piel de tortuga. Nunca respondió a mi saludo, ni con voces, ni con gestos. Sé que no era estatua o espanta pájaros porque iba girando lentamente su cabeza siguiendo el curso de nuestro velero a medida que pasábamos.

Había siempre un perro con él. Un perro de pelo corto color caqui con mataduras negras y un tic que hacía mover su cabeza espasmódicamente como asintiendo. El perro nos decía que sí con su gesto reiterado girando su cabeza mirándonos pasar mientras bolineábamos a un tiro de piedra de la orilla, mecidos suavemente por el marullito que levanta la brisa temprana del norte.

En silencio.

Yo, sentado junto a la caña del timón en la banda de babor, levantaba mi mano izquierda y saludaba sobre mi hombro cada vez que pasaba por ahí. Nunca obtuve respuesta, pero él nos veía pasar. Su perro jamás nos ladró porque aprobaba aquel paso nuestro, a juzgar por su gesto.

Alguna vez, durante una de esas navegaciones en las mañanas luminosas tan del Lago de Maracaibo, le dije a mi papá que me gustaría desembarcar en esa isla, que no tiene muelle ni puerto alguno, para conocerla. Él me miró distraídamente como se mira a un muchacho que pide desembarcar en Ganímedes. No me respondió. Supuse que había dicho algún disparate, aunque no entendí en el momento por qué podía serlo, si el leprocomio había sido desocupado hacía tiempo ya... Y pasé a concentrarme en timonear.

Pero conservo en mi memoria la fotografía de la Isla de Providencia, que se abarca toda de una sola mirada. Del tamaño acaso de una cancha de fútbol, con su capilla azul y blanca, sus casitas, su plaza, sus cocoteros, y aquel señor sin facciones con su perro tembleque.

Ahora, tantos años después (treinta y tantos), me doy cuenta de que sí desembarqué en Providencia, pues de algún modo La Margarita es un sanatorio, un lugar al que acudes a curarte cuando el caso amerita terapia de choque. Y éste lugar, si me permite usted la licencia literaria, en cierto modo nos ama pues, “quit parcit virgae ódit filium suum”. Rudo, sí, rudo y primitivo, pero no por ello falso.

Las personas que aquí vivimos percibimos la realidad “with a little twist of mind”, creo.

Nada funciona como lo hace en otros lugares. Los cargos y responsabilidades se entremezclan sin frontera definida, y realizar cualquier trámite queda sujeto a las veleidades del funcionario o empleado a cargo, de los astros, y del hado ambiguo dual, o como se le quiera llamar. Desde ir a comprar una empacadura para la grifería, comerse una hamburguesa, vender una casa, hasta viajar hacia fuera o hacia adentro de ella, está sujeto a una (des)normativa inextricable digna de un hospital psiquiátrico visto desde la óptica del paciente.

Esto no es malo ni bueno, simplemente es así. Es a la vez llaga y cura, como dice mi mamá que dios nos da (¡ja! Muy gracioso dios). Es, en el fondo, la fuerza que nos retiene y nos expele. Ese diferencial que te lleva, una vez curado, a salir de aquí, preferiblemente sin mirar atrás. Pero como ya dije que hice las paces, y en efecto las hice, hago todas estas consideraciones casi desapasionadamente. El casi es por si acaso queda algo de pasión, no pasar por mentiroso. Es ese “presunto” de los periodistas de sucesos.

No niego que hay gente con gran voluntad de poder que está ejerciendo fuerza para, por lo menos, hacerse de algunas plazas fuertes o pequeños feudos desde los cuales defenderse de los (llamémoslos así) enfermeros cósmicos que te ponen camisas de fuerza, te aplican choque eléctricos, te dan baños de agua helada, te obligan a trepar a todo correr sin descanso por la cara de atrás de la duna de la entropía, y te hacen tomar estulticia en píldoras como depurativo contra el mal que padeciéndolo te trajo aquí.

Me doy cuenta de que la isla Margarita no es un mal lugar, de hecho, es uno muy bueno. Es un paraíso tropical, un oasis, un edén, una especie de “Tierra del verde jengibre” de las fábulas árabes (aquel que uno no encontraba, sino que lo encontraba a uno -una imagen muy Zen, si me permiten el comentario-). Es un lugar para permanecer poco tiempo. Un puerto para hacer agua, para avituallar, para descansar del bamboleo, para dejar algo en pago, en prenda, o en cambio, y partir.

Es sin duda un lugar generoso. Sí, lo es. No del modo en el que tal vez los misioneros católicos nos han acostumbrado a entender la generosidad, qué sé yo, que si el buen samaritano, que si hay que regalarles con frutos y riquezas, la cornucopia y todo eso que viene desde la paganizad de los personajes báquicos…, -nooooo- si los obtienes los pagaste caros o utilizaste la fuerza o un subterfugio para arrancárselos a otros. –No-, la isla Margarita, con sus plazas, sus casas, sus capillas, sus cocoteros, sus hombres que no responden al saludo, sus perros feos, sus puertos con o sin muelles, te dan lo que necesitas para seguir adelante, como corresponde a todo puerto.

Pero ¿algo te llevas? -algo dejas-.

Adiós entonces, isla corsaria Margarita providencial.

Me llevo un montón de experiencia, me llevo la adultez, me llevo el aprendizaje, me llevo los recuerdos de tantos momentos especiales, me llevo dos maletas con tonterías varias que me van a hacer falta más adelante, me llevo amigos en el facebook, me llevo tu olor mentiroso que siempre me dice que así huele mi casa, me llevo diez años más sobre mis huesos, me llevo lo que sabes bien que me llevo.

No te preocupes, voy a hacer la guía de mudanza, la de persona natural y la artificial por si acaso, la que da la prefectura, la que da la nunciatura apostólica, la que da el seniat, la que da Morel, y la del conejo también…, voy a declarar todo en la aduana, también procuraré que me pongan sobre la documentación ese sello que todos los funcionarios requieren pero que ninguno consigue… Y también, claro, me llevaré un galón de desinfectante doméstico para darle al guardia cuando compruebe que me falta el “filibri de la escalpandola que lleva la melagoña en el margen superior izquierdo del inciso octavo”, para que me deje pasar y no pierda mi ferry…

Te agradezco que me empujaras y me halaras constantemente vapuleándome. Te agradezco que impidieras mi acomodo. Te agradezco que me ayudaras a subir unos peldaños en mi escalera hacia la adultez. Te agradezco todo. Todo.

Te dejo lo que ya sabes que te dejo, y mucho te agradecería que me la cuidaras, por favor…

De verdad te agradezco todo, te bendigo, y te digo adiós.

(En la radio suena “Play me a sad song” cantada por el propio Paul Simon cuando tenía como quince años, digo yo…)

domingo, 2 de octubre de 2011

Bitácora comentada Segunda entrega: regreso, salida, y vuelta a la isla.



-Primero, de una forma bastante inocente,
Creí que era una terrible conspiración,
Un secreto increíble,
Que engañaban a esos jóvenes de una manera bastante fea
-dijo Saim-. Tanto que,
Llevado por la excitación y por primera vez en quince años,
Pensé en escribir y publicar un artículo que por fin demostrara
Uno de mis descubrimientos con todo detalle,
Pero en seguida cambié de opinión
-y añadió escuchando el gemido de un petrolero oscuro
que atravesaba el Bósforo bajo la nieve
y que hacía temblar ligeramente todas las ventanas de la ciudad-:
Porque ahora sé que no cambiaría nada demostrar
Que la vida que vivimos
No es sino el sueño de otro. .

Orhan Pamuk
“El libro negro” (Kara Kitap) p. 110.
Alfaguara. 1990.



Me tomé una semana mientras esperaba que mi tío Francisco terminara de arreglar su camioneta pasándola bien en casa de mi madre. Empleé unos buenos ratos en desarmar mi parte del museo que es esa casa en la que el tiempo se detuvo, boté lo que era basura, regalé lo que no lo era, volví a guardar lo que ya era patrimonio de la memoria de la familia, pero ya en un orden con algún criterio que el meramente espacial.

Encontré vestigios casi arqueológicos de una vida que fue, y que es alguna clase de principio de ésta, pero con sus hilos conductores ya imposibles de establecer. Se me formaron recuerdos que por experiencia sé literarios, inventados…, pues ya no son.

Algunas cosas las empaqueté para hacérselas llegar a las personas que creo deberían tomar la decisión de qué hacer con eso. Ya no seré más esa especie de limbo anárquico lleno de bojotitos muy bien amuñuñados como el que existe bajo las camas de algunos ancianatos -según he leído en alguna parte-, por lo menos no todavía.

Pasó una semana larga desde que Anne-Marie se fue en aquel avión que ni siquiera pude ver -aplaudo la iniciativa de los arquitectos sin familia y sin amores que cerraron el acceso a la terraza del aeropuerto de Maiquetía. Ojalá que, algún día, no les quede más remedio que amar-, y por fin, el domingo 28/08/2011, más o menos a mediodía, llegó el gitano Melquíades (mi tío Francisco) a bordo de su congorocho repotenciado a medias, y en viaje de prueba

Almorzamos pues, de un extaordinario potaje que hizo mi hermano Luís Gabriel -que ya se fue a estudiar a Osaka, en Japón-, y a las 4:30pm arrancamos carretera abajo con rumbo hacia oriente. Nos veníamos por fin a buscar las máquinas que vendí a aquel amigo en Mérida, para poder llevárselas y cobrar el dinero según lo pactado.

El congorocho repotenciado a medias quedó con una lentitud en el motor de arranque que lo hacía un poco pesado para encenderlo, y con una vibración en el cardán por culpa de unas crucetas muy desgastadas…, pero sólo vibraba sobre los noventa kilómetros por hora, y no es cosa de andar corriendo muy duro un motor recién hecho, así que no nos preocupamos mucho y seguimos adelante.

Hablamos mucho mi tío y yo (él es más bien como mi hermano mayor), tomábamos un sorbito de cocuy de vez en cuando hasta que, sin previo aviso, una inmensa cola de carros nos detuvo nueve kilómetros y medio antes de llegar a El Guapo. Eran las 7:53pm…, y en vista de que la cosa se demoraba y ni siquiera pasaban carros por la vía contraria para preguntarles, decidimos apagar el motor y bajarnos del carro a conversar con los compañeros de cola.

A las 8:32pm pasó una patrulla de la policía nacional diciendo que la cola era por culpa de una manifestación de personas del pueblo (ellos no usaron ese léxico precisamente) que protestaban porque tenían treinta y una horas sin servicio eléctrico, que la comida se les había dañado, que no habían podido vender refrescos durante el fin de semana…, en fin, que la cosa era para largo…

A las 8:39pm pasaron dos muchachas vendiendo café con unos termos y les compramos dos. Les preguntamos acerca de la manifestación y nos dijeron que había empezado a las cinco de la tarde, y que estarían ahí hasta que llegara el alcalde y les diera una explicación, y que les pusieran la luz. Las dos cosas, no una… Si nos salían con que no darían ni un paso atrás, no nos hubiera extrañado…

A las 9:07pm se corre la voz de que el alcalde viene en camino.

A las 9:15 Abrieron el paso. Los conductores y ocupantes suben a sus vehículos apresuradamente y arrancamos rápidamente. Contamos un kilómetro y medio de cola… Casi pasamos la barricada. El señor que iba delante se asustó porque le pusieron repentinamente unas ramas en el suelo delante, y se paró. Casi de inmediato, aprovechando la tardanza entre ese momento y la colocación de un obstáculo mayor (una rama gruesa de árbol y los restos de lo que parecía una nevera vieja) el hombre pisó el acelerador de su Toyota nuevo y salió disparado por entre los alzados dejándolos atrás en menos de lo que espabila un cura loco… Nosotros no pudimos. Entre la inercia del congorocho repotenciado a medias, y la prisa que se dieron los lugareños en cerrar bien (blandiendo los machetes como los extras en las películas sobre la independencia y toda la cantaleta esa), quedamos presos sobre el puente que habían cerrado en nuestras narices. Estábamos a menos de siete metros del fuego que le dieron en la pata a un árbol de junto de la carretera con la intención de que se cayera sobre ésta y bloqueara la vía más dramáticamente. Eran las 9:19pm del día 28/8/2011. El lugar estaba a unos ocho kilómetros antes de llegar a El Guapo (para los que no conocen el sitio, está en el estado Miranda, en la carretera vía oriente que va de Caracas hacia Barcelona, a unos 122 km después de dejar la capital), justo sobre un puente, de manera que no había cómo pasar por un lado la barricada así fuera descolgándose a un costado del camellón.

A Las 9:42pm refuerzan la candela en la pata del árbol con un caucho ardiendo. La cosa se pone fea. Empiezan a dar golpes a la chatarra que va aumentando sobre la barricada, a gritar cosas que tal vez ellos alcanzaron a entender…, se desataba el Cumbe… Empezaron a lanzar palos y piedras sin más intención que inquietar. Nosotros temíamos por nuestro parabrisas, porque los repuestos del congorocho repotenciado a medias hay que irlos a buscar a Colombia y no siempre se consiguen en el Norte de Santander haciendo más cara y demorada su consecución.

A las 10:07 continuamos bloqueados y realmente temiendo por el parabrisas, pero llega la policía por el lado oriental de la barricada. Se quedan paradotes ahí como unos bambiletes de adorno muy desafortunado y no hacen nada, pero por lo menos el Cumbe, aunque enardecido, deja de tirar corotos al aire y guardan los machetes. Algunos de los que estaban en la cola trataron de aprovechar la llegada de la policía, y argumentando que había mucha más gente en la cola que en la barricada (sí podemos, somos más) que nos pusiéramos de acuerdo para arremeter furibundos y hacernos paso (eso sí, dale vos primero, que a mí me da mucha risa)…, y claro, como toda bravuconada clase media, todo quedó en nada, porque nadie le dio primero… ¡ja!

Casi de inmediato, a las 10:08 pm, llegan dos afrodecendientes a bordo de una de esas motos chinas que han poblado este país como plaga trayendo una caja de Triple Filtrado Florida AAA ¡señores, se armó la rumba! Repartieron la caña equitativamente (cuidando muy bien que no cayera esta en manos de los menores que estaban como caimán en boca de caño. Bien por el Cumbe, que el quilombo es el quilombo, pero no hay que exagerar, y de repente y tal la lopna sí los hubiera atrincado rápido), y la agresividad aumentó junto con el candelero. Mi anotación de las 10:09pm es literalmente: “candelero, gente arrecha, y el árbol que no se caiga”…

Son las 10:14pm, la protesta recrudece, el alcalde no aparece, no va a venir. La policía se va. El Cumbe en pleno ofrece no menos que el Apocalipsis… Pero el aguardiente (fiel amigo con quién se puede contar en aciagos momentos de la existencia) hace su efecto y poco a poco la furia deviene en fiesta. Una morena subida que parecía tener toda la potencia de su raza revoloteándole en las venas aporreaba la chatarra y le sacaba sones de cumaco. Pronto se sumaron los principales metiéndose los machetes bajo sus brazos no sin antes haberlos usado para cortar las makuayas. Bailaron, bebieron, bailaron, vociferaron, y poco a poco fueron yéndose las doñas con sus proles, los colegiales, las liceístas, las parejitas alborotadas con el licor y el ritmo excitante del tambor de chatarra… Se quedó sólo el Cumbe… Una docena de muchachos tratando de que la protesta no se les volviera sal y agua, pero el daño ya estaba hecho para ellos, la estocada la dio el que trajo el aguardiente… A poco uno flaquito que bailaba hasta los cornetazos de los carros le despejó el fuego al árbol, y hasta agua del río le echó para terminarlo de apagar.

… Y a las 11:04pm nos dejaron pasar entre risotadas obscenas y palabrotas ininteligibles. A juzgar por la cantidad de carros, camiones, y autobuses que nos rebasaron más adelante en la carretera, pensamos que abrieron la vía ya, y que dejaron la fiesta para otro momento… No llegué a ver ese pueblo, ni esa noche, ni en mis otros dos pasos por él, con los bombillos encendidos. Creo que no les pusieron la luz eléctrica.

A las 2:32am del día 29/8/2011 llegamos al terminal de ferry de Puerto La Cruz (uno de los siete sitios más feos de Venezuela, contando a Morón, y Ciudad Cartón en Porlamar). Nos dijeron que sí había pasaje para el ferry de las siete de la mañana, pero que se empezaban a vender los boletos a las cinco de la madrugada. Decidimos comer algo de una lonchera que nos habíamos preparado en Caracas, y descansar un rato ahí, en el asiento del congorocho repotenciado a medias…

A las 5:05am del día 29/08/2011 estábamos en la taquilla de venta de boletos del ferry (esa empresa llamada Conferry y que debería más bien llamarse Sinferry) para enterarnos, después de un trajín hermético por parte de los dos taquilleros que había, que no sólo no había boletos disponibles, sino que tampoco estaban saliendo los ferry por órdenes gubernamentales…

A las 6:26am decidimos ir a entregar unos lavamanos artesanales que cargábamos en el congorocho repotenciado a medias en una ferretería de Barcelona, e irnos a probar suerte a Cumaná, porque de allá sale la otra línea disponible para hacer el tramo de mar entre el continente y la isla Margarita.

A la 11:03am estábamos en Cumaná, en la cola para abordar el ferry tratando de averiguar cómo es la movida ahí. Un funcionario anónimo que logramos acorralar nos dijo más o menos esto: sí, esa es la cola, métanse ahí, el embarque es en orden de llegada y sin compromiso, cuando la chalana llegue el capitán mide la carga y decide quien va y quien no dando prioridad a la carga perecedera, después de que el capitán mida la carga se le dará una planilla para que compren sus boletos sin compromiso, porque si después resulta que no caben, el capitán dará la orden para que se queden, sin compromiso.

A las 4:06pm por fin habíamos solventado todos los contratiempos y requisitos, y entendido que es en desorden de llegada la cosa, y logramos comprar nuestros boletos. Tenían punto de venta en la taquilla pero se colgó justo en el turno de la señora que estaba delante de nosotros. Hubo que cruzar la calle rumbo al Terminal del Cacique Express donde está el cajero automático único en la comarca, que además no aceptó mi tarjeta y no me dio dinero. Afortunadamente, sumando aquí y raspando allá, logramos reunir el efectivo y pagar los boletos. A esa hora comimos, en una taguara que hay en la punta del muelle, el cochino frito más sabroso que me he comido en meses.

5:15pm. Comienza la maniobra para abordar la chalana “Caracas”, barcaza de torreta central que prestó servicio en Maracaibo antes de que construyeran el Puente Rafael Urdaneta, pero que fue construida en el veintinueve según pude leer en una placa de identificación.

Unas chicas jóvenes ataviadas con unas chemisses rojas (buen negocio hizo el que agarró ese contrato) me pidieron la cédula de identidad y mi boleto para ver si viajaba el mismo que compró el boleto, pero no me miró a mí para ver si el de la cédula era yo o algún otro. Estaban demasiado ocupadas molestando a una señora que se puso a pelear con ellas no entendí ni por qué, pero el pugilato fue en toda regla -hay que ver lo rudas que son las orientales para darse gritos. Yo prefiero pelear con la Gorgona que enfrentar una zafia de estas-... Ahí se les coló medio pasaje de a pie por lo menos.

5:55pm, zarpa la “Caracas”. Nos conseguimos unos puestos bien ubicados en el compartimiento de pasajeros. Unos bancos de madera muy bien barnizada en torno a unas mesas enormes que pronto fueron invadidas por unas adolescentes rarísimas (como proto-cuaimáticas) maquilladotas y entaconadísimas que jugaban al bridge con una pasión y concentración desconcertantes… Nosotros tratamos de soportarlas lo más que pudimos, pero tanto estrógeno, cuando decide hacer el idiota, nos rebasa con extrema facilidad, y me perdonan por favor… En vista de eso, lo más gentilmente que pudimos pedimos permiso y nos salimos de ahí rumbo al congorocho repotenciado a medias. Esa chalana tiene la cubierta de carga al aire libre, y como quedamos estacionados sobre la manga de estribor, había sombra. De todas maneras de hizo de noche muy rápido… Yo me dormí un buen rato.

A las 10:35pm estábamos desembarcando en Margarita, en el terminal de Punta de Piedras. De ahí nos fuimos a entregar una cava que le traíamos a una amiga querida, y nos fuimos a La Guachafita…, a lo que queda de ella…

12:08am. Día 30/08/2011. Llegamos a La Guachafita ¡qué soledad! Bueno, aquí siguen los gatos… No pude con la desolación, me acosté a dormir completamente deshecho por la tristeza… Se ve que me agarra cansado. Nos tomó treinta y dos horas (ininterrumpidas) completar el viaje.

9:07am. Estoy en el taller luchando con la tristea y terminando unas piezas de Anne-Marie que debo enviar para Caracas. Son de un cliente que ya las pagó, pero no se las había podido enviar porque hubo que arreglarle un par de desperfectos que habían quedado, y no se secaron a tiempo. Logré hacerlo hoy, las empaqueté bien, y las envié. Notifiqué al cliente. Fui un rato al cyber de Traki a escribirle un poco a mi mujer. No pude evitarlo y me descargué un poco de la tristeza animal que cargaba encima con ella. Lo lamento, traté de evitarlo pero no pude… Regresé al taller a terminar otra pieza pendiente. No pude terminarla, no tengo bríos, quedará para mi regreso. Llegó a buscarme Francisco y nos fuimos a entregar algunas cosas de él, a tratar de cobrar algo, a darnos un baño, a ir a cenar, y a las 10:40pm ya estábamos en La Guachafita tomándonos un cocuy y fumando calillas de La Asunción con tristeza y cansancio, pero tranquilos.

8:30am. Estoy en el taller terminando de recoger y empaquetar las máquinas y las herramientas que van a viajar para Mérida aprovechando que ando un poco mejor del ánimo. Vamos a terminar de entregar unos productos que no se pudieron entregar ayer. Cobranzas infructuosas, pero no del todo. Cargamos el congorocho. Vamos a casa de Gisela a despedirnos. Me dan de comer un “pepito”. Me da pena rechazarlo (me lo prepararon con mucho cariño, pero sin preguntarme antes) y me lo como. Craso error, soy celíaco y esa vaina casi me mata. Me sentí como Martín Romaña una vez más. Menos mal que ya sé que no es que me estoy volviendo loco, ni que me envenené con algo, ni que necesito ansiolíticos, sino que comí gluten…

A las 4:40pm de la tarde salimos de Porlamar rumbo a Punta de Piedra a ver si teníamos suerte y agarrábamos el ferry de las siete a Cumaná… No, apenas pasamos el retorno para el aeropuerto nos detuvo otra cola como la de El Guapo, pero en Margarita. Estuvimos presos entre dos barricadas (una delante y otra detrás) de cauchos quemados que arrojaban todo el humo directo hacia nosotros por un buen rato.

7:42pm. Por fin nos dejan pasar de la primera barricada. Hay tres más que se van solventando sobre la marcha.

9:50pm. Llegamos a Punta de Piedra. Un tramo que se hace en escasos cuarenta minutos, lo hicimos en más de cinco horas. No es un presagio demasiado alentador. Además el olor de caucho quemado en nuestras pituitarias, cabellos, ropa, es desazonador en grado sumo.

5:00am. Día 01/09/2011. Amanece en Punta de Piedras con mucho movimiento, con un desorden de llegada peor que en Cumaná porque allá por lo menos es un ambiente cerrado, pero aquí, con bocacalles, encrucijadas, y el carácter atropellador del margariteño, es mucho peor. Por fin logramos que el funcionario nos asignara número (nos dio el 04, con todo y que estábamos de primero, y abordaron hasta el 05). Compramos el pasaje. Otra vez se trancó el punto de venta y tuvimos que volver a raspar la olla, y cuando íbamos a pasar el punto de control de la aduana y me pidieron los papeles de la mudanza (que yo había sacado legalmente en la prefectura después de haber ido a asesorarme en la oficina de la aduana aquí en la isla) el funcionario al ver que eran herramientas se antojó de que esa mudanza no era de persona natural sino de persona jurídica, me hizo pasear las oficinas llenas con mil imbéciles corruptos que me miraban evaluando cuánto me podrían quitar para dejarme pasar con mis herramientitas (con gusto les hubiera dado dinero para que me dejaran tranquilo, pero por culpa del punto de venta de Naviarca, que nunca sirve, me había quedado sin nada de dinero encima)… Como yo les explicaba que esas no eran máquinas comerciales, que no estaban a nombre de ningún taller, que eran mías a título personal, se fueron peloteando el fardo de documentos hasta que se los dejaron al funcionario de la guardia que estaba ahí como último bastión de la matraca… A todas estas el ferry ya había cargado casi la totalidad del pasaje. Faltaban sólo cinco carros que estaban siendo objeto de esculcamientos por parte de la fauna de funcionarios que hay en ese sitio… Me armé de valor y le dije al guardia después de que él me había dicho que tenía que bajar todo para revisar cajita por cajita, que ¡coño! Que qué ganas de ponérmela difícil esta isla condenada, que si nunca me iba a dejar en paz, que para mí había sido y seguía siendo una maldición que amenazaba con perseguirme el resto de mi miserable vida…, que esas máquinas era lo único que me había quedado de un pésimo divorcio en el que había perdido casa, terrenos, carro, hija, -¡mire el documento de divorcio, mírelo!- y que hasta eso se me iba a dificultar salvar, y qué sé yo cuantas cosas más le dije…, todas ciertas, además… El tipo se me quedó mirando fijamente y me bataqueó todo el paquete con los papeles contra el pecho, con fuerza, gritándome que me fuera a la mierda rápido antes de que se arrepintiera… Llegamos a bordo de penúltimos, delante de un taxi que se había recalentado en la cola justo antes de abordar, y que tuvieron que meter al ferry empujado, después de haber abordado nosotros.

7:36am. Zarpa la chalana “Caroní” con nosotros a bordo, rumbo a Cumaná. Nos metimos en su cabina, que queda como en un sótano sin claraboyas ni ojos de buey bajo la cubierta de carros, con aire acondicionado, dos grandes pantallas de televisión, y unos asientos que están bastante cómodos… Traté de dormirme, pero la película que estaban dando (algo sobre un robo de bancos, unos policías corruptos, y qué sé yo qué más) captó lo suficiente de mi atención como para no dejarme dormir.

11:59am. Desembarcamos en Cumaná. Bajé del congorocho frente a un cajero automático para sacar algo de dinero, y ¡suerte en la vida! Me dio la plata, así que teníamos efectivo para costear el viaje, por lo menos, hasta Barquisimeto. Tres alcabalas nos pararon en este tramo para “martillarnos” algo para los refrescos. En una le dimos diez bolívares al funcionario que nos dijo que no nos iba a hacer perder tiempo revisándonos, que le diéramos alguito para completar. En la siguiente alcabala, el policía ni siquiera nos hizo la velada amenaza de revisarnos, nos preguntó que si estábamos legales, y de una vez nos pidió algo “pa’la calol”. Le dimos cinco bolívares… En la siguiente, ya entrando en la zona de Mochima, nos dio pena, pero ya no teníamos sencillo y le dimos al pobre policía ¡dos bolívares con cincuenta céntimos! Yo pensé que se iba a molestar, pero no, los aceptó con simpleza y nos aclaró que era pa’completá, que era pa’completá, pa’completá, completá, completá… Ojalá el buen hombre haya logrado y siempre logre completá… Lo digo de corazón ¡pobres criaturas condenadas a vestir de negro bajo el inclemente sol venezolano! El que les diseñó el atavío (y se ganó la comisión) es el que debería venir a darles pa’completá…

Paramos un poco más adelante a comer pescado por ahí, por la zona de Mochima y seguimos hacia Puerto la Cruz.

A las 2:55pm, llegando a Pertigalete conseguimos otra cola gigante. El congorocho se negó a seguir prendiendo por sí mismo. El motor de arranque se terminó de echar a perder por lo que en adelante tuvimos que arrancarla empujada. Poco rato después nos enteramos que había ocurrido un accidente en Pertigalete, pero que ya lo estaban despejando. Ya a las 3:35pm estábamos dejando atrás Pamatacualito, que está casi en Puerto La Cruz.

En Puerto La Cruz debíamos dejar unos cubos de madera en casa de la tía Lena, trámite que resolvimos con bastante rapidez, y a las 5:32pm ya estábamos saliendo de Barcelona por el lado de Los Mesones. Había bastante tráfico, pero a las 5:45pm estábamos francamente en carretera rumbo a Píritu.

6:20pm. Píritu. Sin novedad y sin martillo.

8:11pm. Cúpira. Paramos a comprar casabe. Seguimos sin novedad.

9:35pm. Llegando a Tapipa. Cola de carros. Nuevo accidente. Dos gandolas atropellan un pequeño carro. Lo escachapan entre las dos y trancan toda la vía. No pasan ni las grúas ni los socorristas, ni los fiscales de tránsito.

11:05pm. Por fin quitan las gandolas y empieza a moverse la cola de carros. Lenta, pesadamente. Los idiotas pícaros que se meten por el lado izquierdo de la vía para adelantarse trancan la carretera en ambos sentidos, y los fiscales, en vez de multarlos o algo se hacen de la vista gorda y todo el mundo se jode.

Desde ahí, hasta Caracas tardamos mucho porque los camiones que habían atropellado al pequeño carro, rotos como iban, con cauchos desinflados, no tenían dónde apartarse de la vía, y obstruían el libre flujo vehicular. En la vía contraria vimos accidentados, carros recalentados, gente desesperada… Un circo…

12:39am del día 02/09/2011 entramos a Caracas por el lado de La Urbina. De ahí al Paraíso donde vive mi mamá tardamos veintisiete minutos. Se ve que no había un carro en la vía ya…

Cenamos y dormimos ahí, en casa de Licha, mi madre.

A las 7:23am ya estábamos dejando atrás la ciudad de Caracas. Estábamos dejando el peaje de Hoyo de la Puerta, conocido también como el peaje ‘e Tazón. Natalia venía con nosotros rumbo a Barquisimeto para pasar unos días con sus tías, mis hermanitas menores.

8:27am. Pasando San Mateo sin novedad.

11:18am. Entrando en Puerto Cabello a dejar unos paquetes.

12:10pm. Pasando por la refinería El Palito, en las inmediaciones de Morón, el pueblo más feo del mundo. Estaban arreglando unos huecos en la vía donde está el paso de trenes, y la cola era triplemente espantosa. El calor, la anarquía, y la fealdad…

1:09pm Farriar. Sin novedad. El congorocho muy caliente y vibrando, pero sigue avanzando…

2:08pm. Urachiche. Sin novedad. Esa parte de la carretera está muy buena. La verdad es que hay una diferencia abismal entre las vías de oriente y las de occidente en éste país.

2:37pm. Entrando en Barquisimeto. El congorocho viene casi recalentado.

3:47pm. En casa de mi papá. Natalia está feliz. Se me pierde rápido entre tías y códigos adolescentes. Luisa nos guardó almuerzo.

4:40pm. Ya almorzados vamos a buscar un mecánico amigo de Francisco para que le revise el arranque. Lo revisa y nos comunica la nueva de que no sirve, que habría que bajarlo y llevarlo a reparar. Decidimos seguir así para Mérida…, ¡total!

5:56pm. Saliendo de Barquisimeto por el lado de Cabudare vía Acarigua. Buena carretera. Nos paran en La Campiña para pedirnos para los refrescos. Yo tomé la previsión de cambiar cincuenta bolívares en billetitos de a cinco. Les dimos uno.

9:31pm. Felices en las inmediaciones de Barinas. La estrategia de cambiar el billete de cincuenta en sencillo de a cinco surtió efecto. Nos pararon seis veces y en todas las alcabalas se nos acercaron diferentes versiones del mismo policía, o el mismo policía en distintas versiones, todos de negro, con barriga unos, sin barriga otros, pero todos oliendo a sudor resudado (si yo agarro al que condenó a estos pobres tipos a vestir de ese color, que se agarre ¡que se agarre! Que le voy a dar pa’que complete), y con más o menos la misma cantaleta, que si no los vamos a hacer perder tiempo revisando –a ver ¿de dónde vienen y para dónde van? ¿de Margarita? ¿y van pa’Mérida? ¡ah, no! ¡ustedes lo que vienen es en regla y son bravos pa’ echá rueda es lo qué! ¿no tendrá alguito ahí pa’completá?-. Y bueno, nosotros colaborando con el trajín nacional, porque para algo es que estamos trabajando para cambiar las viejas estructuras… No, disculpen, me pasé…

9:37pm. En Barinas comiendo parrilla revuelta… Sí, resulta que la única forma de hacerle un exorcismo al gluten (que yo conozca) es meterle un buen trozo de carne sin carbohidratos hipócritas. Eso hace que se me acelere el metabolismo, y aquello que me echa a perder tan feamente, sale más rápido de mi sistema (teoría no del todo científica que me ha apoyado incondicionalmente en mi gusto por la preferencia y profusión de carnes rojas en mi dieta habitual), la cosa es que llegamos a un corredor de comederos de carne que mide como un kilómetro de largo y, qué decir, que nos paramos a cenar… Le pregunté al amigo que estaba ahí ahumándose en los fogones sobre lo que ofrecía, que si tenía una parrillita mixta o algo así… Me dijo que no, que lo que tenía era parrilla revuelta, que traía carne, chorizo, morcilla, pollo, y chinchurria todo revuelto en un mismo plato… Le dije que esa era mejor que la que nosotros queríamos, y que nos diera dos… Celestiales pedazos de cadáver exquisitos aquellos… Comimos con la sola tristeza de que el amigo no tenía picante. Me miró con cara de chivo comiendo tamarindo cuando le pregunté que si tenía, pero me respondió que no, que se le había acabado. Ahí, a un lado de la carretera me quité la pinta playera que traje de Margarita y me vestí de pantalones largos y franela manga larga también, para enfrentar al páramo más adelante.

A las 10:04pm estábamos en la alcabala de Barinitas justo en el pie de monte. Allí no nos matraquearon sino que nos informaron que no había paso por el páramo, que había que irse por San Cristóbal, o por Barquisimeto porque había tres derrumbes y la máquina no trabajaba a esta hora. Nos lo pensamos un rato ahí, más adelantito de la alcabala, y decidimos esperar un rato a ver qué pasaba.

Habían camiones delante de nosotros aparentemente esperando que despejaran la vía, y en cierto momento de la noche (lamentablemente no anoté la hora exacta, pero pasaban las tres de la madrugada) encendieron motores y empezaron a avanzar… Hicimos lo mismo.

Un poco más adelante, antes de empezar a subir el páramo nos detuvo una alcabala de guardias nacionales o de soldados (ya no los sé distinguir) y nos pidieron todos los papeles, casi les da por hacernos bajar la carga para revisarla, pero en un momento dado uno de ellos, el que tenía más cara de aburrido me preguntó que si yo era el dueño de la carga (había leído los papeles no menos de cuatro veces hasta que dio con ese detallito), le dije que sí, que los corotos eran míos. Nos devolvió los papeles, mandó a cerrar, y nos recomendó mucho cuidado en la vía del páramo. Le preguntamos lo del paso, y nos dijo que estaba despejado, pero que tuviéramos mucha precaución.

Nos amaneció arriba, en la cumbre, justo en el cambio de vertiente. Cerca de la laguna de Mucubají. Un amanecer claro y muy frío. Tenía tiempo sin sentir un frío tan afilado, ni idea de la temperatura que estaría haciendo, pero en comparación a la que hizo durante toda la travesía, era un congelador…

Llegamos a Mérida a las 7:34am. Encontramos el lugar donde debíamos descargar sin ningún problema, aunque dimos una vuelta innecesaria por el lado de debajo de la ciudad por estar de zoquetes siguiendo los letreros que indican la vía del aeropuerto… El caso fue que llegamos, descargamos, les instalé las máquinas a los amigos allá, les hice una demostración de su uso, me aseguré de que me hubieran entendido, me pagaron, conté los reales, y a las 10:04am del día 03/09/2011 estábamos arrancando de regreso.

10:30am. Pasamos la vuelta de Lola y entramos en la vía del páramo otra vez camino a Barquisimeto. A las 10:52am le aviso vía mensajito con el celular a mi hija que ya habíamos entregado, que todo estaba bien, que ya íbamos de vuelta, y le di las gracias por traerme tan buena suerte en la vida…

En la carretera del páramo habían tres derrumbes esta vez, razón por la cual llegamos a Barinitas a las 3:52pm. Menos mal que los encontramos de regreso, descargados, y en bajada. Así no era tan difícil empujar al congorocho repotenciado a medias para que arrancara el motor, con todo el dolor de las crucetas…

Ya a las 5:23pm estábamos pasando por Guanare. Sin más novedad ni martillo. El cardán ya vibra a setenta kilómetros por hora. No le digo nada a Francisco, pero temo que se salga de su sitio…, pero lo cierto es que mientras no se salga seguimos avanzando.

7:46pm. Entrando a Barquisimeto. Toca a su fin esta etapa del viaje. Es sábado en la noche, no puedo ir a depositar este dinero hasta el lunes. Bueno, tocará esperar… Llegué a casa de mi papá con una urgencia casi sobrenatural de usar el baño. Primera vez que yo recuerde que tengo la necesidad de bañarme a esos niveles… Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que me bañé… Le quité una toalla a mi papá y lo dejé con la palabra de saludo en la boca. Entré a la ducha y me estuve echando agua por encima por cuarenta minutos contados. Cerré por conmiseración con todo aquel que carece de agua corriente.

La visita en casa de mi papá duró seis días. Los primeros tres más o menos programados. Los siguientes porque nos dejó el avión que nos traería de vuelta a Caracas.

Sucedió que conseguí pasaje para Natalia y para mí para el día 7/9/11 a las cinco de la tarde. Llegamos con cincuenta minutos de holgura al aeropuerto y ya habían cerrado el vuelo porque estaba sobrevendido y la lista de espera era enorme. Pregunté para cambiar el pasaje y me informaron que sí, que cómo no, que hiciera la otra cola y que lo cambiara para mañana a la misma hora… Me pasé de cola y me formé detrás de una señora que estaba ahí flanqueada de sendos guardias nacionales. Se tardó más de una hora ahí, y fue tanto lo que se tardó que ya la gente detrás de mí protestó furibunda y tuvieron que abrir otra taquilla. Por supuesto pasé yo de primero para que me informaran que la señora de al lado había comprado las dieciocho plazas disponibles en el avión de mañana, que sólo quedaba para el del día 9/8/11 a las 9:10am… Bueno, lo cambié para ese, qué iba a hacer…

Total que fue ése día que pudimos Natalia y yo emprender el regreso. A las 8:21am ya estábamos chequeados, y a las 9:13am a bordo del aparato.

A las 10:13am ya estábamos en Maiquetía abordando el autobús que nos subiría a Caracas.

Llegamos a casa de mi mamá a las 12:13am bajo una tormenta de granizo como tenía años que no veía. El granizo sin derretirse rebotaba de los techos de los carros, caía en el piso, y corría por las cunetas. Estuve haciendo memoria de cuándo fue la última vez antes de esa que vi granizar así, y llegué a la conclusión de que fue en los setenta, más o menos cuando tenía la edad de mi hija… Qué extraño…

Esa misma tarde, después de almorzar, llevamos (mi hermano Luís Gabriel nos llevó en su carro) a Natalia a casa de su abuelo -papá de su mamá- quien vive en San Antonio de Los Altos en el estado Miranda. Allá la dejé con todo el dolor de mi alma, y regresamos a Caracas mi hermano y yo.

Antes de mediodía del día 11/09/11 llegó a Caracas mi tío Francisco con el congorocho casi completamente repotenciado, y emprendimos el viaje de regreso a la isla. Me explicó que nunca consiguió las crucetas originales (y eso que el congorocho es una camioneta panel nueva y de marca conocida), que compró unas de otro carro y las trabajó en el torno para ajustarlas. Se trajo las crucetas que le quitó para mostrármelas. Parecían las estrellitas esas con filo que lanzaban Los Agente Fantasma… No se salieron ni se sabe por qué…

7:29pm. Llegamos a Puerto La Cruz sin novedad y a las 9:24 ya estábamos cenados, con pasaje comprado para el ferry de las 2:00am, nos habían captado la huella en el kioskito de identificación, y haciendo la cola en los andenes esos donde se estaciona uno para esperar… Otro guardia se antojó de fastidiarnos porque la carga no coincidía con la guía. En ella la carga venía reflejada en cantidad de recipientes, pero como dos de ellos eran enormes e inmanejables se cambiaron por dos más de la mitad de capacidad para poderlos mover a mano, y por eso el guardia contó dos de más… Bueno, cuando ya el ferry estaba por dejarnos a las dos de la madrugada, nos martilló para los refrescos y Francisco le dio, en vez de dinero, un galón de desinfectante líquido para pisos… Matraca polifacética la de esta gente… Ya las muchachas de las chemisses rojas se habían ido y nadie nos chequeó la identidad, es decir, si la huella que me habían captado era la misma huella del pasaje que yo cargaba y que podía haber cambiado, porque así es la vida de madrugada en los muelles de la nación.

A las 7:33am del día 12/09/11 estábamos desembarcando en suelo margariteño con mar de leva del suroeste, condición que complica mucho la maniobra, que se hace a riesgo, y en (des)orden de salida, como debe ser…

Ya a estas alturas cubrí los pagos que tenía que hacer y para lo cual vendí las máquinas, el año completo del colegio de Natalia, sus uniformes, y todo el corotero pendiente… Ahora resta terminar de cerrar esta otra etapa…