lunes, 21 de noviembre de 2011

La jornada que es un hito.




“Noé después de pensarlo bien
Se dijo -no invito al comején-
Si hago otra arca, es inobjetable,
La haré de acero inoxidable”...

El Diluvio.
Del Génesis según Virulo.



Ya llegué.

Estoy aquí, por los lados del paralelo 39º y un poquito, con unos treinta y tantos grados Fahrenheit que rondan, por alguna causa que imagino deflacionaria, los cero grados Celsius a los que, referencialmente al menos, estamos acostumbrados a enfrentar en las proximidades del paralelo once del cual procedo.

Sé lo que siente una hallaca, si es que aquella siente algo, al ser prolijamente envuelta con capas y capas de materiales sobre su piel. Materiales distintos que entre uno y otro consiguen un balance que propenderá el abrigo, extrañamente, con la menor cantidad de ropa posible. Es como la iteración de la vestimenta. Un cálculo preciso que oscila entre lo empírico, lo emocional, y lo rígidamente tecnológico. Exactamente como tantas otras cosas que rigen la vida.

Hoy es viernes dieciocho y aun no son las once de la mañana. Llegué hace tres días que han pasado a la velocidad del rayo, como es natural dadas las circunstancias, y también por la relatividad en la percepción del tiempo por culpa de la edad que tengo: cada día, mis días, son más cortos.

Esta mañana desperté a la hora acostumbrada pero de un modo desacostumbradísimo. Dormí con mi esposa, profundamente, confortablemente, despreocupadamente. Dormí como tenía años que no dormía… Me hice el tonto (actitud que me rinde mucho, debo confesarlo) y me quedé en cama hasta una hora casi obscena por lo tarde, me paré a desayunar… Qué maravilla… He descansado hasta el punto de que me duele el cuerpo de tanto descansar…

Anoche preparé una pequeña parte de la cena tomando la previsión de pedirle a Anne-Marie que pusiera ella la sal y decidiera el punto de cocción -ya que he estado cocinando tan requeté mal últimamente que ha sido mejor prevenir, que lamentar-, y la verdad es que salió todo muy bien. Estoy recuperándome a buen ritmo y eso me alegra en más de un modo.

Durante el día me llevaron a conocer el pueblo cercano (Loveland) que tendrá un poco más de un siglo acaso, pero que pareciera tener más por lo conservador de su arquitectura anglosajona que le hace parecer salido de un cuento victoriano tal vez… La verdad es que no me costaría cometer la imprecisión horrenda de situar en él a Edgar Allan Poe, por ejemplo.

Un pueblo muy lindo, limpio, ordenado, y apacible, en el cual no me costaría nada vivir.

Visitamos una ferretería a la vieja usanza, dimos una breve mirada al parque, a la orilla del río, a los alquileres de bicicletas y de canoas (kayacs también) los cuales ya por el clima están cerrados, y fuimos a almorzar a un restaurante mexicano en el cual nos atendieron en español mientras escuchábamos rancheras de las de mi infancia. No me quejaré del picante ni de El Picante, que así se llama el sitio. La variedad de picantes es digna de un sibarita que disfrute la capsaína (o capsaicina, que de ambos modos la he oído nombrar) pues no sólo hay todo un abanico de ajíes, sino una verdaderamente amplia gama de preparaciones, siendo el que más me gustó de los que probé ahí, el de ají habanero ahumado.

Saliendo de El Picante me dio de golpe en la cara el pecho y las rodillas la friísima realidad de que mi ropa importada por los mil caminos de las economías globalizantes de ida y venida a través del mundo partiendo de sabrá Pepe cuales telares del sureste asiático pasando por las maquilas hindúes y/o panameñas a Margarita y por último Cincinnati, no eran las mejores para enfrentar cero grados Celsius que en Fahrenheit cortan como el cuchillo de Jack, a quién no me extrañaría demasiado encontrar por alguna calleja de Loveland en una noche neblinosa después de salir de un Tavern que ya descubrí…, -¡púchica la variedad de cervezas disponibles!- Habré de dedicarles un post a ellas solas.

Pues sí…

En vista de lo perentorio del llamado de la naturaleza nos fuimos corriendo a adaptar el ajuar a los modos Lovelander. Hicimos un conjunto de adquisiciones en una tienda de ropa usada súper divertida, y ahora ya no tengo frío, ni con Mr. Fahrenheit, ni con Mr. Celsius…, que me echen ahora un poco de nieve a ver si es verdad que donde ronca tigre no hay burro con reumatismo…

Ya Mateo me había explicado que lo importante no es el grosor de la ropa, sino la cantidad de capas que uses, y esa fue la máxima que aplicamos. No, no he tenido tiempo de incorporar esa lógica, pero prometo que lo haré, pues funciona. La lógica en confluencia con la convicción logra una sugestión tan fuerte como la tecnología y todo eso. Y los resultados pueden ser muy económicos, si esto, como en mi caso, reviste gran importancia. Que no se diga que no escucho al sabio donde quiera que se me presente.

El día anterior se me fue ni sé en qué. Un poco en ir y venir como un zombi que hubiera desalojado tan tranquilo su tumba que algún jodedor se la cambió de planeta… ¡Hombre! Que alguien vendrá a pensar -¡y éste sí que es montuno! ¿Será que nunca había salido de su selva profunda?- obligándome a recordarle que no estoy viendo este nuevo entorno con los ojos desaprensivos del turista, sino con el interés de quién se ha mudado para acá con estatus Ir1, a quién le enviarán por correo la “Green Card”, y está gestionando el “Social Security” ¡Coño, que vivo aquí! -¿Cómo no ir un poco de zombi, eh?

Además había llegado la noche anterior alrededor de la media noche. Con decir que cuando me senté a cenar algo, por razones que más abajo explicaré, ya pasaba de la una de la madrugada. Nos entretuvimos un poco con los más que agradables abrazos de bienvenida que nos dimos, y luego rastreando las maletas que con tanto juego de la candelita habían ido a fumear sabría Kaplán a dónde.

Llegué al aeropuerto de Covington, que es el que sirve a la ciudad de Cincinnati, en un avioncito dos palmos más grande de lo justo para catalogar como avioneta. Un pequeño Jet llamado EMB que sonaba como un Renault bien entonado cuando lo pasas, digamos, de siete mil RPM. Como es lógico, el empellón que da en la arrancada que pega cuando de dejar el suelo se trata, se nota mucho más que en los 757 de vuelo internacional… Se aprecia con beneplácito algo de adrenalina en la sangre cuando está por finalizar una jornada como la de aquel día ¿Será ese un parámetro de diseño para ese tipo de aeroplano? No creo. Pero a esas alturas y con ese cansancio esa clase de efectos secundarios ayuda, y se agradece…

Durante el vuelo, no mucho más largo que entre el Santiago Mariño y Maiquetía, pedí a un sobrecargo hablantinoso y un poco más meloso de lo que por su género uno esperaría “just water, no ice, please”…, las dos veces… Sí, ya el señor Fahrenheit me traía un poco por el camino del desespero -¿hielo? no, por favor-… Por supuesto me preguntó que de qué isla venía, pensando, supongo, que sería de Madagascar o de Las Reunión. Le respondí que del Principado de Margarita, perla del Caribe Mar, stir but not shake -yo me entiendo-. Me miró brevemente, bajó los ojos, y no regresó más a darme cháchara.

Al EMB subí de último, y menos mal que no tengo rabo porque me lo hubiera pillado pues cerraron justo después de que entre, luego de un sprint espectacular que me llevó desde la puerta K12 hasta la G9 del enorme aeropuerto de Chicago en menos tiempo del que tardé en escribirlo.

Ya en el 757 que me traía de Miami Dade había puesto atención al capitán cuando voceaba metálico las conexiones próximas desde Chicago y por eso sabía que me tocaba la puerta G9. Me concentré en memorizarla, pero igual, cuando salí al catedralicio pasillo dimensionado como en una especie de neogótico hi-tech, ubiqué a la última tía mía del día quien me dijo imperativamente que era muy importante que me apurara porque el vuelo al otro lado del aeropuerto debía hacerlo en tiempo récord y a ras de piso… No, cierto, no me dijo lo de a ras de piso, pero yo me lo imaginé así porque además resultaba coherente el no perder el tiempo que no tenía solicitando un permiso para volar de la K12 a la G9 en Chicago sin trenes en los tejados, y sin el dominio del idioma.

¿Qué cómo llegué a un 757 rumbo a Chicago? Bueno, supongo que Colón tendría algo qué ver con el asunto en más de un modo, pero también mi tía, no se crean, que en cada momento difícil me echó el empujoncito clave y en la dirección correcta, como para que transitando los mil renglones torcidos del señor Fahrenheit (y de los otros también, por supuesto) terminara éste humilde servidor en brazos de mi Bellísima esposa.

Subí (o más bien bajé, porque la rampa que me llevó desde la puerta D45 en Miami Dade hasta la puerta del avión estaba en una pendiente tal que no pude menos que acordarme de Gardel cuesta abajo en la rodada) al 757 que me llevó Chicago recién bajado de un tren -¡coño, que sí!- que rodaba (y aun rodará, estoy seguro) por un techo -¡carajo, si son arrechos estos gringos!-, al cual se llega por la sucesión más larga que he visto (y usado) de escaleras mecánicas. Tan largo así que fue ahí (en el trayecto) donde tuve oportunidad de amarrarme los zapatos después de la revisión que me hicieran en la entrada a las puertas de embarque correspondientes al pasillo D, que ¡chispas! Es enorme…

Pasillo D, trenes en el techo, revisión de pecueca y escaneo…, pero ¿de qué habla éste loco? Pues de que viajé alrededor de tres horas en un avión que cubre una ruta internacional para bajarme de él justo en medio del mercado de Conejeros alfombrado para la ocasión con todo lo que quitaron del Hotel Maracay a finales de los ochenta, dejando intactos mugre y olor… Pero pasé de ahí al primer mundo después de una revisión a zapato quitado, de ahí, con toda seguridad, la sinfonía odorífera- ¡menos mal que le respetan a uno los calzones!- y a través no de un espejo, sino de una puerta batiente muy fea y sucia por un lado, pero brillante e impoluta por el otro -¡Lo que hubiera escrito Lewis Carrol de haber ingresado en el pasillo D del aeropuerto de Miami Dade!-.

Los renglones torcidos del Mr. Fahrenheit, y mis tías, vienen a ser, en definitiva, una especie de conjunción de fuerzas maniqueas complementarias que me mantuvieron dentro del camino del Zen a lo largo de toda esta aventura.

Pues bajé del 757 que me trajo del aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía que sirve a la ciudad de Caracas en un insondablemente dédalo babilónico aeropuerto de la ciudad de Miami Dade (que más que ciudad parece un vitíligo con tendencias cubistas que hubiera nacido como el jamón barato y nervudo de un sándwich emparedado entre las más exquisitamente variadas nubes –jamás vi antes tal llanura alfombrada de tan caprichosas nubosidades- y la tenacidad antientrópica de la vida de los everglades), como todo el mundo, buscando (como idea fija) dónde orinar tan rápidamente posible como para que quede el tiempo holgado para hacer la diligencia de inmigración y alcanzar el siguiente vuelo que te llevará a dónde quiera que te dirijas.

Tenía poco más de dos horas disponibles para ello.

Caminé, después de la imperiosamente imprescindible meada, por un pasillo no muy lindo hasta que de pronto se abrió una vidriera que encierra un cúmulo de gente que me forzó a pensar en las becas lácteas y esos otros recursos populistas que unen indisolublemente a CAP con HRCh.

Ahí apareció mi tía. Mi primera tía del día. Una señora de edad indefinible, con un cierto aire de dureza fingida por exigencias del cargo, pero con una dulzura maternal en los ojos que se les desborda a fuerza de las comidas en familia y la crianza de los nietos, que me dijo después de que le explicara lo que yo quería: –“mira mi niño, te recomiendo que te pongas en una de las últimas filas, te va a ir mejor”-… Y así fue.

Al llegar mi turno de acercarme a la taquilla me atendió Colón con muchísima amabilidad, y en un español que me sonó de mucho más acá de Madagascar me preguntó que si hacía el trámite de inmigración por primera vez, que si me habían dado un sobre sellado. Le dije que sí en ambos casos, me lo pidió, llamó a Rosas (que no me habló en español pero me dirigió un amabilísimo “follow me, please”), le entregó el sobre y mi pasaporte, y éste me escoltó hasta una oficina sita, como el baño, al fondo a la derecha donde pronunció un labidental “sit down”, le entregó mi pasaporte y el sobre al otro Colón de turno (quién colocó el manojo en el rack de documentos) y se fue.

Ahí miré el reloj de pared (el único que vi en los cuatro aeropuertos que visité ese día) y conté cuántas personas tenía delante –doce y veinticinco, veintitrés personas para ser atendidas, y tres funcionarios atendiendo-. La idea era, que tras ser despachadas algunas personas y registrados los tiempos, obtendría los parámetros necesarios para calcular el promedio por persona y saber más o menos a qué hora saldría yo.

Salí de ahí casi tres horas más tarde.

Durante mi espera noté varias cosas sorprendentes y algunas hasta agradables. Me sorprendió mucho ver que tras mucho nadar seguía casi en la misma orilla. En la misma guagua, en el mismo color local. La música hacía bailar y cantar a los tres espingardos representantes de la ley mientras responsables y concentradamente cumplían con sus deberes. Las cabezas repeinadas y debidamente embetunadas salían rítmicamente, ora por un lado del monitor correspondiente, ora por el otro, mientras Juan Luis Guerra recomendaba sacar la palanca y enderezar, por ejemplo… Pensé en Red Skelton y en Carmen Miranda primero, y en los Jets y los Sharks después por aquello de I want to live in America, claro…

Súbitamente entró un tropel de funcionarios engominadamente uniformados que se saludaron con efusivos aletazos en las espaldas, se repartieron comida y café, bromearon entre ellos, ocuparon sus puestos tras sus coreográficos monitores, y ahí fue que dije: -ahora sí que esto va a avanzar-. Pero no, no aceleró el proceso. Al minuto se habían ido todos, salvo dos. Uno que sustituyó a Colón, llamado Colón también, y el otro que era el único gringo del grupo. Un amabilísimo afroamericano llamado…, no, no se llamaba Colón también, se llamaba Emile.

Pasado un buen rato me llamó precisamente Emile quien como única pregunta me hizo la de la fecha de mi matrimonio. Me lo dijo en inglés y le respondí en español (no quería confusiones yo pues me había casado en habla hispana y a un costado de la iglesia de La Asunción, para más señas). Emile le preguntó a Colón que si lo que yo respondía estaba bien, corroboró, y me mandó a sentar de nuevo.

Al rato me llamó, me hizo firmar dentro de la ranura del buzón de la casa de alguna Barbie, me agarró con fuerza el índice de la mano derecha, me pidió que me relajara (ahí tuve un ramalazo de desconfianza pero pronto me rehice) y tras algunos forcejeos logró estampar mi huella dactilar en el diminuto cuadrito que tenía ahí para eso.

Emile me mandó a sentar una vez más pero a los pocos minutos me mandó a llamar otra vez, me devolvió mi pasaporte, me dio una especie de bienvenida, me informó acerca de mi nuevo estatus, y me mandó bien largo y ancho a buscar mi maleta.

Salí de esa oficina con el vuelo perdido por más de hora y media a buscar qué había sido de mi maleta. Y he ahí que ingresé al mercado de Quinta Crespo, pero en el edificio tristemente célebre que queda en la esquina de Salas. Ahí corroboré que –por estos lados-mucha gente encerrada junta tiende a oler parecido a un sembradío de cebollas. Cebollas aeroportuarias.

Fui del carrusel uno al cuatro, que después al seis y luego al dos, que de vuelta al uno y de ahí otra vez al seis y de nuevo al uno, varias veces…, hasta que me fastidié y le pregunté a mi tía. Ella me dio las instrucciones precisas.

Me dijo claramente que fuera al carrusel uno, que viera en el montón de maletas que había ahí. Si no estaba la mía, que llegara hasta el carrusel cuatro porque ahí hay otro pilón. Que si aun así no la encontraba, que me acercara a la mesa de información de American, que ellos ahí sí que sabían… Como ya había visto todos los pilones de maletas entre todos los carruseles de la zona, fui directamente hasta la mesa de AA, y pregunté, y apareció la maleta. La habían puesto junto con la de todos los pasajeros que estábamos haciendo el trámite de inmigración, no junto al los carruseles, sino enfrente de la mesa de información.

Ahí aproveché para preguntar (y no estaba mi tía, sólo un primo que tal vez por respeto a su madre me trató muy bien) qué debía hacer por haber perdido el vuelo. Me mandó a hacer primero la aduana, y luego, en la mesa de afuera que buscara la información al fondo a la derecha. Pero no el mismo fondo a la derecha de antes, sino otro, más afuera en las capas de esa cebolla aeroportuaria.

Pregunté por la aduana (tiro al aire, pues no estaba mi tía). Póngase en cualquier fila de esas, fue la respuesta… ¡Mi madre! Beca láctea y media tal vez con la de los útiles escolares, y el cobro de la pensión de vejez. Todas las colas juntas… Se me colearon los guatemaltecos y los hondureños, se metieron también algunos haitianos y hasta uno o dos peruanos, pero cuando trató de coleárseme un venezolano me activé, le canté aquello de “cuidadito compai gallo, cuidadito”…, y no se lo permití. Acción que me puso en aduana cinco puestos menos atrás.

El funcionario de aduana me preguntó que quién me había pedido, le dije que mi esposa, y me repreguntó que si me estaba esperando en Cincinnati, a lo que le dije que sí. Dijo algo que sonó como a ¡suerte! Pero no estoy seguro, y me indicó los puntos amarillos que debía seguir a través de la máquina de rayos equis.

De ahí salí impelido por la presión acumulada por la represa que hizo una abuelita que traía puerco y no lo declaró… El funcionario le decía: -¡Pero abuelita! ¿Para qué me dijo que no traía puerco? ¡Tenía que haberme dicho, abuelita!-, y la abuelita desconcertada y culpable miraba para abajo y no decía nada mientras el funcionario sacaba de su maleta una bolsa negra de plástico con un contenido de no menos de cinco kilos de pernil de cochino, que dicho sea de paso, olía muy bien (inclusive mezclado con el ligero encebollamiento ambiental por culpa de la relatividad de las cosas)… En ese momento me dije que en la primera oportunidad me sentaría a comer algo…, ¡un trozo de puerco con cebollas! -Vanas ilusiones-…

Al atascado sector de los puntos amarillos llegaron como siete funcionarios que nos decían a voz en cuello: -¡go ahead, follow the yellow dots!-…, y yo tratando de cruzar a la derecha para ir al fondo donde estaba la mesa de AA para preguntar cómo cambiaba mi pasaje… Pero qué va, tuve que caminar por el camino de ladrillos amarillos hasta que en un cul de sac, justo de debajo de una cinta salió una mano prestidigitadora que me arrancó la maleta sin explicaciones ni darme tiempo a nada… Tardé algunos segundos en procesar la información. Asumí que mi equipaje tenía peral sabio entre sus materiales. Y apliqué la de las preguntas difíciles en los exámenes largos: pasé a la siguiente…

En vista de que la maleta había sido más inteligente y había encontrado su camino antes que yo, intenté apurarme a ver si me le ponía a la par. Por eso traté de hacer como el salmón y remontar la corriente hasta la mesa de AA que quedaba al fondo a la derecha jurándome que a quien me preguntara le diría que iba al baño… Pero no, me interceptó mi tía que no come cuentos.

Ella, amable como siempre me informó que por ahí no se iba a Turén. Yo le expliqué lo que había pasado, se interesó en mi caso y me dijo: -mira mi niño, tienes que salir del aeropuerto, caminar por el pasillo externo a la izquierda e ingresar al pasillo D, avanzar hasta el mostrador de los vuelos domésticos, y ahí te dirán qué hacer-. Le di las gracias a mi tía, y con cierta desconfianza pues todo el mundo me había recomendado que bajo ninguna circunstancia saliera del aeropuerto, enfilé hacia el pasillo D –saliendo a la izquierda-, confiadísimo pues hasta ahora mi tía jamás me había fallado.

Al pasillo D se entra por un ascensor desde una acera cubierta con un toldo plástico que retiran cuando el viento pasa de ¡noventa millas por hora! ¡Qué buen material!... Y ¡Coño, qué calidad de calor hace en Miami Dade! Pero entré al pasillo D dando gracias a que no hiciera viento, y todo volvió a la normalidad del viajero.

Ahí le pregunté a mi tía primero, que me indicó algo demasiado largo que no le entendí bien, luego me cercioré haciéndole la misma pregunta a una prima quien por toda respuesta, y con una extraña sonrisa en los labios, me indicó a otra tía (supongo que su mamá) que estaba en la cabecera de una gran fila.

Chequeé la información con ella, que era Colón también ¡vaya si Colón descubrió América! Y me dijo que sí, que era ahí. Que me pusiera en la fila.

Hice una larguísima cola ahí, rodeado de japoneses, hindúes, gente de habla francesa que supongo canadienses, latinos, americanos de allá y de acá, y yo, que venía llegando de Madagascar según me pareció por más de una razón. Pero esta vez nadie trató de colarse.

Eran unas veinte o treinta tías mías las que atendían tras el larguísimo mostrador, y me tocó Irene, la única que no tenía parentesco conmigo ni hablaba mi misma lengua. Sin embargo, desenrollando mi barroquismo imperfecto más románico que gótico en completa lengua franca le expliqué lo que había pasado y cómo, para vergüenza de mi chauvinismo, mi equipaje de peral sabio, como era de esperarse, había sido más hábil que yo y encontró su camino primero… Se rió mucho cuando por fin entendió y me dijo que no me preocupara, que ella solucionaría eso lo mejor posible para que la maleta no me ganara por tanto.

Curucuteó en su maquinita y me dijo: -“you have two choices”- ¡Ups! Pensé yo… Pero no, no era tan malo. El asunto fue que yo no perdí el avión por causas imputables a la línea, y que si quería irme sin pagar un extra debía ponerme en lista de espera para tomar el siguiente vuelo a Chicago… Yo pregunté que qué pasaba si no tenía ningún problema en pagar un extra, y me dijo que en ese caso eran cincuenta dólares… Le pagué, me mandó a hacer la cola en la admisión al pasillo de las puertas de salida del pasillo D (situada no me explico cómo en el Lobby del Hotel Maracay de finales de los ochenta nuevamente), me hicieron quitar los zapatos, pasar mis pertenencias menos sagaces embandejadas a través de una máquina, y así fue que por fin entré al primer mundo.

Eran las cinco de la tarde, y seguía sin tiempo para comer. Pude notar que además del orden y la limpieza, existe una afinidad casi fetichista por los pies de la gente, y por el gluten… Menos mal que existen los sucedáneos y las maneras de adaptarse a todo.

Volé de Maiquetía hasta ahí sin salir realmente de la confluencia del caos y el ocio. Hasta ese punto, las cosas andan porque tienen esa tendencia. Es como si a la entropía se le olvidara algo. Pero a partir de ahí, es otro cantar…

Fue en ese punto, a las cinco en punto de la tarde, en el que encontré un teléfono público para llamar a mi esposa Bella e informarle que no llegaría (como era de suponerse) en el avión en el que se esperaba. Le hice una brevísima semblanza de lo sucedido junto con la información de los vuelos y lo demás.

Extrañamente, el primer aparato en el que intenté hacer la llamada no funcionaba bien. Eso sí, se tragó un dólar antes de hacérmelo saber. El segundo se lo tragó también, pero hizo la llamada.

Comenzó el proceso de abordar a las cinco y veinte dejándome sin tiempo para iniciar una exploración del entorno a ver si conseguía algo sin gluten qué echarme al coleto. Misión abortada. Había que subir al avión.

Finalmente, como es de suponerse tras los denodados esfuerzos llegué yo. Mi maleta de peral sabio llegó al día siguiente, así que mi chauvinismo no ha sufrido ni un ápice.

Ahora estoy aquí, más o menos en el paralelo 39º y un poquito… Gracias, también, a mi tía, y a Colón…

lunes, 14 de noviembre de 2011

Pues no hay nada que perpetúe éste minuto que se esfuma.




“Vuelve a pensar que nada es
Exactamente igual dos veces,
Y que en vez de alegrarse
Lamenta que sea así,
Por las dificultades
E incluso imposibilidades
Que la detienen cuando querría
Hacer cálculos sobre le futuro
Guiándose por los recuerdos”.

André Pieyre de Mandiargues.
“La Motocicleta”. P.97.
Librería Gallimard. 1963.


¿Cuántas veces he vuelto a empezar?

Puedo responder a eso, no exento de una cierta pedante falta de originalidad, que he vuelto a empezar, por lo menos, diecisiete mil trescientas noventa y nueve veces aproximadamente.

Una vez por cada nueva mañana que he despertado a la vida desde la tumba del sueño.

Claro que esto no es cierto, por lo menos no enteramente. Sería aburridísimo verse obligado a empezar de nuevo sin tener conciencia de ello. Tal vez por eso tomo siempre un punto de referencia que me sirva para recordar el nuevo comienzo. Un evento, un hito temporal que marque esa diferencia (aparente) entre un tal vez falso antes, y un seguramente ficticio después.

Puedo decir también, siendo menos físico (o hasta existencialista si me pongo rudo conmigo mismo) que he vuelto a empezar cada viernes o cada lunes de mi vida. O al enfrentar alguna enfermedad, o un nuevo trabajo, o un divorcio, u otro amor.

He vuelto a empezar muchas veces más que cada día de mi existencia, -ésta-, de la que tengo tan precaria convicción, y de la que guardo alguna clase de concatenamiento cronológico.

Empecé de nuevo la construcción de muchas casas en mi vida. Y mesas, y sillas, y marcos para cuadros. Empecé de nuevo amistades empolvadas de desuso jamás olvidado. Empecé de nuevo mayonesas y otras salsas, nuevos frascos de condimentos, tabacos y botellas de cerveza. Empecé mil ratones después de otras tantas borracheras. Inexorablemente.

Empecé de nuevo, así mismo, miles y hasta cientos de miles de veces las mismas cosas que jamás son iguales. Siempre, eso sí, con la certeza prestada de que todo pasa y todo queda.

Empiezo y concluyo situando a cada lado de esa balanza al niño y al anciano que me conforman tratando de mantener el fiel lo más cercano al centro que puedo, y no siempre puedo.

El niño, por una parte, es tímido y cándido (por lo tanto osado y explosivo), y el anciano es cínico y paciente (por lo tanto resignado y resistente).

Empezar así, con esa compañía, me da la sensación de una culpabilidad hipócrita y al mismo tiempo del conformismo e indiferencia de la res camino al degolladero.

Al niño, la propia hipocresía le produce culpa al entrar en conflicto con lo que piensa (ingenuamente) que es o debería ser el mundo que habita, pero que ve que no es. Por eso su expresión de alarma frente a sus expectativas. Esas cejas enarcadas, los ojos casi saltando de sus órbitas, y la línea punteada donde habrá una arruga, llegado el momento.

El anciano ya sabe que no hay otro camino, que es un animalito más, y que no hace cosa distinta que andar siempre un camino que es igual (y diferente) cada segundo, haciendo inútil toda idea preconcebida. Inútil, cansona, molesta, e innecesaria. Pero ahí está siempre esa idea, que junto con la arruga de la frente es parte y sal de la vida.

Empiezo, pues, de nuevo. Hoy en soledad. Ayer ciego y sordomudo. Anteayer como el vórtex de una tromba, y hasta con la vehemencia insoslayable de una vibrocompactadora. Siempre con la certeza y con la duda, con la intranquilidad y el desasosiego, pero también con una autolimitadísima convicción (cortesía del más auténtico cinismo autoinfligido, “sine qua non”) para una cierta garantía de cordura.

A medida que creo estar en el tercio medio de las edades, el esfuerzo que requiero para mantener el fiel de la balanza centrado resulta menor. No sé si será porque se han equilibrado las cargas, porque he echado músculo existencial, o porque se me ha oxidado el pivote. No sé ni me hace falta saberlo. Lo cierto es que cada vez empiezo de nuevo con menos intranquilidad, no sin ninguna, pero con menos. Esto es, por lo menos, una parte de la verdad. Una simplificación bastante incierta y focal.

Me queda un mes escaso en esta dirección postal. Mi residencia cambia. Abro un nuevo sector de la realidad en otra latitud. Ya me desligué emocionalmente de este paralelo once. Aquí dejo, no por capricho, a mí hija adorada, luz de mis ojos, carne de mi carne, belleza y amor de mi vida, con la esperanza de que en un nuevo comienzo más cercano que lejano podamos volver a estar juntos. Amo a esa niña con una potencia épica, con totalidad cósmica, con todo el brillo de una súper nova, y más…

Espero, no sin una cierta dosis de aprehensión, que tanto amor alcance como carburante que motorice nuestro próximo encuentro más temprano que tarde.

Espero, no sin resignación, que esta separación la ayude buenamente en la forja de su carácter.

Espero, con mi poquito de optimismo no del todo irresponsable (como es el optimismo por dentro), que viva todo lo que tenga que vivir con levedad y poca vehemencia, y con todo corazón espero que su lado anciano sea más prudente que cínico.

Amo profunda y denodadamente a mi hija.

Empiezo de nuevo lejos de aquí, pero aun sigo aquí. Ya me despedí de la casa y de los árboles. Ya me despedí del solazo que aun me quema la piel y me arruga más el entrecejo. Ya me despedí de este yo que depende del lugar y del tiempo, pero aun sigo lleno de un niño y un anciano. Ya me despedí de esa balanza con su pivote herrumbroso, sospecho… Ya me despedí y le doy la espalda a todo eso.

Se queda del lado donde queda el olvido. El olvido que permite el dormir, que reformatea la memoria, que propende la felicidad. Esa enseñanza que por oposición nos relata la vida de Ireneo Funes…

Cada minuto es un nuevo comienzo, y es tan sutil que no resiste a la percepción. Cada vez que creemos estarlo viendo sólo somos testigos de la película que sobre esto nos proyecta la memoria, que no es en realidad sino una crónica novelada. No es verdad.

Por lo tanto comienzo de nuevo. Dejo atrás todo aquello que no es ya sino un pastizal donde apacentar una posibilidad para la literatura, y se me ocurre que lo que me facilita mantener la balanza centrada es el entendimiento del devenir como un gradiente del amor, pues si hay amor en éste tenue segundo de vida que se extingue para que nazca éste otro, pleno de amor también, no hay razón alguna para tener que hacer fuerza.

A lo mejor fue por eso que se me oxidó el eje ese de la balanza, por no ser verdaderamente necesario ya.

Por lo pronto empiezo de nuevo con la convicción a la vez infantil y anciana, cándida y cínica, de que no hay casilla, de que no existen cápsulas, de que no son de verdad paralelos y meridianos, que la distancia no es más que una materialización de alguna clase de miedo…, pues no hay nada que perpetúe este minuto que se esfuma…, para dar comienzo al siguiente. Y todo eso no es para otra cosa, que para volver a empezar.

Por lo tanto, empiezo. Empiezo con pie acalambrado, con ojos llorosos, con un nudo en la garganta, con lo desconocido por delante, con ese forraje literario llamado memoria que dará tal vez para miles de caballos unos locos y otros cansados, con la vida llena de amor a tope, y con muchas ganas de empezar este nuevo minuto que comienza ahora.

Te amo, mi niña adorada. Que ese Dios en el que no creo sea más grande que mi estupidez y te proteja siempre.

Te amo, Mi Bella esposa. Que nuestra vida juntos sea todo aquello que pueda ser.

Espérame, mira que estoy cerca ya…