“… Es esencial que lo comprendamos, sin reprimirlo,
Sin tratar de controlarlo o de dirigirlo en un
dirección particular
Que pensamos habrá de darnos paz…”
Krishnamurti.
La Madeja del Pensamiento.
Mañana cumplo un año que no veo a
mi niña.
La dejé en la puerta de su casa con
unos lagrimones que parecían diamantes sobre sus ojos tan lindos. Con sus
bracitos alrededor de su torso, como dándose a sí misma el abrazo que yo no le
daré en quién sabe cuanto tiempo. El desamparo se le derramaba. No sé cómo hice
para dejarla ahí, para no reventar a llorar como un pendejo, y en cambio
sonreír dándole el ánimo que yo no tenía.
Un año. Trescientos sesenta y cinco
días que llevo contados en mi bitácora marrón de hojas gruesas. La roja se me
acabó en el día doscientos noventa y tres de no ver a mi hija. Doscientos
noventa y ocho de mi fecha de llegada.
Nos hemos comunicado poco, debo
confesar.
Ella, felizmente está bastante
ocupada con eso de vivir y de ir aprendiendo a ello ya que está precisamente en
la edad de hacerlo. Creo que lo está logrando, por lo que sé. Eso está muy
bien.
Yo, lo admito, he presionado poco
para mantener un contacto más cercano virtualmente hablando.
Sí, lo sé, eso no se hace y bla,
bla, bla. Déjeme usted en paz, respetuosamente le pido.
Las veces que hemos hablado por
teléfono, o por Skype, he quedado días y días con una presión horrible sobre mi
pecho, que además de dificultarme la respiración y con ello mi capacidad de
vivir, duele como una quemadura profunda, como si me hubiera tragado un tizón
encendido con una especie de medievalismo inextinguible.
Nos escribimos, sí, nos escribimos
con una frecuencia que yo diría más bien selenita. Me refiero a que hay una
carta larga más o menos con el ciclo de la luna. Cartas alegres en su mayoría.
Yo no escribo esto para que lloren
conmigo, ni para que me den instrucciones, ni mucho menos para que me digan el
manido discursito de “tú tiene que hacer presión, lograr que esto y lo otro”…,
no, por favor, déjenme tranquilo porque no hay otra manera sino esperar. Y la
espera será larga como una noche de desvelo. Afortunadamente (ésta vez) el
tiempo es ambivalente.
Escribo esto, porque así, en blanco
y negro lo veo más claro y a mí me duele menos.
He descubierto con los años, y esto
es algo muy personal con lo cual no quiero molestar a nadie, que la principal
diferencia entre los modos de vida así llamados “oriental y occidental”, es que
básicamente en occidente se busca el placer y en oriente se evita el
sufrimiento. Teóricamente.
Buscar el placer no tiene nada de
malo en sí mismo. A través de la búsqueda de placer se puede obtener dinero y
poder, además del placer y empresas como Monsanto o Coca-Cola Company.
Lo malo que tiene la búsqueda de
placer es que, a menos que el individuo esté mágicamente tocado por el dedo de
la superficialidad y la intrascendencia que vienen de la ignorancia y la
desmemoria, inevitablemente irá creando tolerancia y cada vez necesitará de
mayores dosis de placer para sentirlo. Esto puede ser peligroso en el sentido
autodestructivo, y para qué echarle más leña al fuego, pregunto yo. Como pasa
con el sexo, las actividades deportivas, la escalada social, las ganancias
económicas, el alcohol, la comida, las drogas, y tantas otras fuentes de placer
que hay por ahí regadas por el mundo.
Lo bueno es que el placer…, bueno,
el placer es efímero, relativo, incompleto, pero es agradable si uno no se pone
muy quisquilloso. Es decir, si a uno no le da por pensar en ello: la superficialidad
y la desmemoria. Tampoco hay que dárselas de Schopenhauer en la vida…
A mí me gustan los placeres
pequeños, casi intrascendentes. Claro, indudablemente es una posición muy
personal hija del cinismo y la indisciplina, y conocedora del supuesto funcionamiento
del supuesto plan de crédito del karma. Un poco pesimista también puede ser, sí,
supongamos.
¿El mayor placer que me permito? La
risa de mi esposa. Hago el payaso, digo barbaridades, le hago cosquillas, me
hago el simple (esto me resulta fácil), cometo torpezas de toda índole
(principalmente uso mi falta de habilidad social), y cuando todo lo anterior
falla saco la artillería pesada, es decir, me pongo un calzoncillo en la cabeza
y bailo el Pata-Pata a lo Julián Pacheco (me sale malísimo). De cómo vista el
resto de mi cuerpo depende de la intensidad a la que sea menester apelar. He
llegado a usar una toalla y cholas de goma…, pero eso fue una vez rayana en la
emergencia nuclear. No hay que poner toda la carne en el asador ¿Eh?
El resto de mis placeres vienen
después. Generalmente en una especie de torrentera prelatoria que no sé de
dónde salió. En fin, así es.
Con respecto al sufrimiento diré
que para evitarlo hay infinitos caminos, como por ejemplo el de la
superficialidad y la desmemoria (que son como un alcohol, pero ideológico). Ya
ven que es una herramienta interesante esa dupla.
Lamentablemente a mí no me funciona
mucho tiempo. No ha transcurrido nada y ya me estoy preguntando cosas que
socavan mi posición porque el pensamiento es acomplejado y malcriado, y no hay
nada peor que un ratón (resaca) ideológico (a).
A veces trato de evitar el segundo
nivel forzando mi mente a blanco total y manteniendo mi cuerpo haciendo algo
(por eso la gente trota aunque se le destrocen las rodillas) repetitivo,
mecánico e hipnótico porque no hay que desestimar la utilidad de la meditación
dinámica que llaman: es una especie de “supraego” mandando a callar al ego.
Como mi papá dando instrucciones.
Pero lo que mejor me funciona para
evitar el sufrimiento es una combinación bastante ecléctica de truquitos
pequeños como los placeres que me permito que funcionan como el engranaje
grande de la bicicleta o la primera velocidad de un carro sincrónico. Más bien
como la reducción que tienen los vehículos todo terreno.
Presiono el embrague, pongo la
primera velocidad y la reducida, acelero un poco y suelto el embrague. Eso me
permite circular por el terreno escabroso del sufrimiento y no quedarme
atollado en ninguna cárcava. Eso sí, manejando con los pulgares fuera del volante.
Normalmente salgo por el otro lado
igual que una vez salí de la locura: atravesándola de parte a parte… Eso,
aviso, es harina de otro costal y no viene a cuento hoy. Qué alivio.
La técnica es una variación
bastante libre del sistema de preguntas que usa el Zen para desarmar a la mente
o por lo menos por ahí empieza, y pasa por el viejo truco de ponerle mango a
los bachacos para que no se coman la mata de granadas.
Ocupo la mente en algo que requiera
concentración máxima, pero al contrario de saber que lidio con un imposible, lo
hago con algo que tenga visos de solución, o mejor aun, algo no relacionado con
la inecuación “solución>=fracaso”.
¿Ejemplos? Los tres que más
utilizo:
- Escribo
larguísimas cartas mentales a cualquier destinatario. Paso horas
redactando, corrigiendo, presentando ideas difíciles (generalmente con
alto contenido emocional) en esas cartas mentales que nunca serán
escritas. Al final de cada carta ya se me ha pasado la punzada de
sufrimiento y estoy en alguna actividad de más provecho.
- Dibujo
una silla, y me pongo a hacerla… Una silla, una mesita, una lamparita, o
cualquier pendejada que yo considere útil. La condición es que debe ser pequeña,
diseñada y fabricada con lo que tengo a mano (ínfima energía escamoteada a
la entropía), no se vale complicar las cosas para tener que ir a gastar
plata en tonterías que después no harán sino alejarme la terminación de mi
proyecto… Cuando termino ya se me olvidó lo que me aquejaba, y además
tengo en las manos algo que sirve para algo.
- Psicoanalizo
(versión muy libre y personal del psicoanálisis) al género humano a través
de sus creaciones. Me explico: selecciono cualquier cosa absolutamente
humana para desentrañar cómo se siente (no el humano, la cosa), qué
problemas le aquejan, qué cambiarían en su concepción, con la finalidad de
diagnosticar… Una vez hecho el diagnóstico, comienzo, como debe ser, un
largo proceso de engaño y error (más realista que el ensayo y error) basado
en una especie de diálogo “parasocrático” en el que voy aplicando correctivos
al tanteo primero y luego con base en las respuestas ajusto o cambio el
tratamiento al contrario de la lógica… Tengo pacientes favoritos. El
principal, el que no tiene fin, es la arquitectura moderna. Llevo años
tratándola. No podré curarla porque es muy inteligente, perversa, y
conspiradora: sirve a otras invenciones inconfesables a las que no me interesa
tratar… En segundo lugar están los automóviles de la década de los
ochenta. Esto muy interesante, porque si se incluye como referencia la música
y otras creaciones de la misma época se llega a la conclusión y se
diagnostica “depresión severa de la humanidad”. No diré nada más por
ahora… Tercero el tema actual: “El Terriblemente Psicoanalizable Complejo
de la letra T”…
El Terriblemente Psicoanalizable
Complejo de la Letra T (TPCT por sus siglas en español) es diagnosticable
midiendo la inmensa brecha abierta entre las mentes hispánicas y anglo
pensantes.
He podido establecer una relación
estrecha entre la lengua y la búsqueda del placer a través del poder no exenta
de víctimas.
La más innegable de ellas es la
letra T del incierto modo inglés… Sí, cierto, hay otras víctimas ahí mismo en
estrecha relación, pero nada como la iniquidad que con encono y repetición se
perpetra contra la inocente letra T… Temo implicaciones de orden
religioso-punitivo aquí… Por eso me ocupa tanto el caso y al mismo tiempo me
resulta tan útil. Puedo establecer paralelismos que se pierden de vista… Con
una docena de ellos se me hace cortísimo el trayecto atarugado de carros de
regreso a casa después de trabajar.
La letra T de ésta protestante
lengua inglesa paga con creces su parecido con la cruz en la que clavaron a
ustedes saben quién, y de donde brotan otras maldiciones como la que cae sobre
los gitanos por haber forjado los clavos de marras utilizados para lo mismo… En
fin, la cosa es compleja.
A través de un sistemático cambio
de valor que llega a la simple omisión, simple pero reiterativa, los que
obtiene placer a partir de desordenar la lengua hasta puntos inimaginables
logran que la letra T pague por los pecados cometidos en su solapada e
hipócrita búsqueda.
La T, se sabe, es una de las tres
letras imprescindibles en un correcto cunnilingus. No se canse, las otras dos
son, la M, y la R. La técnica universalmente aceptada para la actividad antes
mencionada se llama “La-La-La-MMMM-T-T-T-RRRRRRRRR///”, y todas las
combinaciones posibles… Es en el único sitio en el cual un La Natural no tiene
que estar en 440 ciclos ni sonar seco, por el contrario.
De la incapacidad inglesa de “Rolar
la R” se deduce que el clítoris anglosajón es más sensible que el hispano
parlante o que responde a frecuencias más bajas. Si sumamos esto al TPCT
podemos saber por qué hay en este ambiente un agradecimiento y loas femeninas
dedicadas a la MMM aquí conocida como “Humming”.
No es infundado mi razonamiento. Si
no me creen echémosle un ojo a la lengua española: sonora y rica de jaeces,
pero rígida y temerosa. Terca. Orgullosa. Anorgásmica. Vacía como el vapor
sobrecalentado. Vamos a pararla ahí porque voy apuntando hacia la “Santa
Inquisición” y me juré cuatro páginas como límite para hoy.
La letra T en el extrañísimo
lenguaje magmatiforme que hoy me ocupa, carece de personalidad. Unas veces
suena como una D, otras veces suena como una R suave, llega a valer como SH, Z,
S, y pare usted de contar, o simplemente se omite llevándose con ella en
ocasiones las letras que la rodean…
O carece de personalidad o es el
comodín de la baraja, pero ahí nos salimos de la psicología y nos adentramos
más bien en el plano filosófico, y por hoy estoy hasta las tráncatas de
filosofía.
La letra T es la “guanábana” de la
psicología anglosajona. Con ello quiero decir que hace las veces de “Protección
Catódica” en el sistema central del comportamiento de ésta sociedad.
A medida que el sufrimiento
inherente a la existencia se me acerca, yo me adentro más en las profundas
implicaciones del TPCT.
Así, cuando la pesada guadaña del
sufrimiento es blandida en mi contra la esquivo manteniéndome siempre cincuenta
centímetros separado de su trayectoria (unas 19 y 11/16” en lengua inglesa)
justo detrás del TCPT. No es un escudo, es una herramienta traducida al español
que viene directamente de Lao-Tzé: “al hombre sabio que va a la guerra las
flechas no le consiguen cuerpo en el cual hincarse”…
Y útil, no me cabe duda.
Cuando comencé a escribir esta
carta imaginaria estaba apesadumbrado porque mañana cumplo un año sin ver a mi
niña y sumándole a eso que no sé cuándo
la veré otra vez (las razones no importan).
El hecho es que el año que pasó ya
no está aquí, el momento en el cual la volveré a ver tampoco está aquí. Lo
único que tengo es una refrescante sistema de cascaditas de pequeños placeres,
ésta carta imaginaria, y al maravillosos TCPT.