«Honni
soit qui mal y pense»
Eduardo
III.
-¡Ay,
Lulú! ¡Ahí te mueres como un pendejo!
Esa
era la frase favorita de algunos de los muchachos que trabajaban para
mí en mis tiempos de constructor. La usaban cuando a alguno de ellos
le tocaba una tarea especialmente difícil, o por lo menos incómoda.
Hacíamos
una breve reunión en las mañanas, sobre todo cuando había alguna
nueva actividad que requería instrucciones especiales, en la cual
explicaba en qué consistía la cosa, cómo hacerla, y escoger al
mejor elemento para la tarea específica.
Veíamos
los planos, sacábamos las cuentas, hacíamos las mediciones,
establecíamos las estrategias, ¡Y, al toro!
Las
miradas entre ellos una vez que les caía la locha, las sonrisas
socarronas importadas desde la península de Paria, y la expresión
¡Ay, Lulú! era una progresión como un libreto muy ensayado, pero
de esos que nunca fallan en eso de producir mucha risa.
Nos
reíamos hasta las lágrimas, nos burlábamos un poco, sanamente (a
veces no tan sanamente), de la persona o el equipo escogido para la
misión, y de ahí a hacer las cosas más desagradables del mundo de
la construcción de buen talante no era más que un trámite menor.
Cada
cierto tiempo alguno del grupo que quedaba afuera se acercaba y
exclamaba «¡Ahí te mueres como un perro!», y se iba riendo con
esa risa cruel del oriental venezolano.
Increíblemente
esa «mamadera de gallo», lejos de molestar elevaba la moral del
grupo haciendo el trabajo más llevadero.
-
«¿A
poco no sabes por qué le decimos Chacal?» Me pregunta Martín con
su «pachuco» acento Tex-Mex riendo de buena gana.
«¡Ah
bárbaro! ¡No le haga!» dice Alberto por lo bajo fingiendo
incomodidad.
Alberto,
alias «El Chacal».
«
Creo que sé, pero mejor me explicas, no sea que meta la pata», le
respondo fingiendo seriedad.
Todo
lo que se finge en ese contexto es tácito. Es decir, que todo el
mundo practica ese guión universal sobreentendido automáticamente.
Es lo que se espera y es lo que se hace. Y todo el mundo sabe que eso
es así.
Es
entonces cuando Germán interviene. Es de poco hablar. Rostro
claramente de ancestro Azteca. Hierático, eficiente, de poca
estatura y poquísimas palabras. Fuerte más allá de lo concebible.
Trabaja, me dijo, doce horas diarias seis días a la semana. Mantiene
a su familia en Colorado y en su pueblo satélite de Puebla sin la
ayuda de su esposa quien se niega rotundamente a aprender inglés.
Levanta su rostro del molde que está sellando cuidadosa y
eficientemente y dice:
“¡Éntrele
no más! ¡El Chacal es como un perro salvaje que por lo flaco come
todo lo que le consiga! ¡Hasta la suegra!»
«¡Ah
bárbaro!», es todo lo dice Alberto.
Ahí
es donde se desborda la risa y la descripción detallada de las
correrías de Alberto en los bares de la zona mexicana de Denver, su
estilo de baile, el gasto en flores, y los líos en los que se mete.
El
teatro encarga a Martín ese papel y él lo ejecuta con precisión y
con excelente expresión corporal. Lo hace como buen serrano
chihuahueño.
Martín
nació en un pueblo ya casi desaparecido del mapa en algún recóndito
rincón de la Sierra Tarahumara.
Su
pueblo cayó hace algunos años en manos de alguna mafia de narcos y
ya no quedó más opción que trabajar de algún modo con ellos o
emigrar. Casi todos han emigrado, el comercio y actividades de agro
han desaparecido dejando en pie algo así como un bar y una barbería.
No hay ni siquiera gasolineras a no sé cuántos kilómetros a la
redonda.
Decidió
venirse y desde entonces trabaja también doce horas al día, seis
días a la semana. Mantiene a su familia en Denver y también a su
familia en Los Ángeles ya que no le queda nadie en México.
Alberto
es de Yucatán. Su contextura física es diferente. Su acento es
diferente. Habla con orgullo de su ancestro Maya. Se sabe todos los
sitios sagrados y sus significados. Te los explica de modo que te
deja entender que sabe más de lo que está dispuesto a decir.
«Empieza
así, no más, y después le entra a su mujer, tenga cuidado». Dice
Martín riendo.
«¡Ah
bárbaro!», dice Alberto y se va a buscar el cuñete de látex para
hacer el molde de la cara.
-
Al
Cholito lo atropelló un carro cuando se bajó del autobús cuya
parada está en una islita angosta en medio de una avenida.
Él
hizo lo de siempre: tocó el timbre y le gritó al chofer para que se
detuviera al mismo tiempo que entre empujones y serpenteos se dirigía
hacia la puerta de salida del autobús que nunca se detuvo del todo.
El
Cholito se bajó y por supuesto perdió un poco el equilibrio sobre
la angosta islita donde aterrizó como paracaidista italiano en
Grecia. Rebotó y puso un pie en la calle. Un carro que pasaba más
rápido de lo que debía lo golpeó en el muslo izquierdo haciéndolo
volar unos seis o siete metros en dirección al tráfico del lado
dónde lo había dejado el autobús.
Afortunadamente
no le pasó ningún camión por encima. Sólo una moto cruzó su
tórax dejándole una marca perfecta de sus cauchos como un tatuaje
púrpura.
Su
compañero, el «Negro Rivas», lo recogió del suelo y sin mediar
palabra lo montó en un taxi que se paró a curiosear y se encargó
de llevarlo al hospital.
Luego
llegaron con el cuento: El Negro Rivas decía con su voz tan seria
«¡Coño! ¡Yo le grité! ¡Cholito, no te bajes, que viene un carro
volando! Y el pendejo ese se bajó mirando pa”l cielo y se lo llevó
el carro....
El
Cholito se defendía entre quejidos: «¡cállate negro, que a ti se
te murió el burro!» (Interesante juego de palabras que implica que
aRivaselemurióelburro... Así, todo pegado).
El
tío del Cholito, en su calidad de Cholo mayor regañaba a su sobrino
y al negro de modo paternal y un poco amenazador. Creo que el tío
tenía relación con unos sicarios o algo así. Una vez me ofreció
esos servicios para arreglar un problema. Lo hizo con desparpajo y
con tino. Tanto, que casi lo contrato... Pero ese es uno de mis
cuentos que no echaré nunca.
El
Cholo, El Cholito, y el negro Rivas son ecuatorianos. Los cholos son
de la montaña y hablan quichua entre ellos. El negro es de Guayaquil
o algún pueblo muy cercano. No habla quichua.
Así
recordaba mientras esperaba, echado en una camilla muy comodita y
limpita, a que el médico se desocupara de un procedimiento que se le
había complicado mucho y que de ser un simple examen de rutina se
había vuelto una intervención con extracción de muestras de
pólipos y espeleología de diverticulas.
Tres
horas y media de retraso y espera vestido con esa bata degradante que
en esta ocasión estaba hecha de una tela con estampados como de
unicornios y arcoiris. No sé, sería la medicación.
Cuando
ya estaba que me paraba y me iba, llegó mi turno.
Me
pasearon con los pies pa lante hasta un cuartito de ciencia ficción
que me recordó esos cómics medio steampunk de Hellboy y allí me
dieron mi primer shot.
Las
pantallas y las lucesitas empezaron a hacer cosas raras. El médico
me dijo que si tenía alguna pregunta, que ese era el momento de
hacerlas porque me iba a quedar dormido en breve.
No
pude preguntar. En cambio empecé a decir disparates. Las dos señoras
enfermeras empezaron a reír. Hasta el médico empezó a perder
concentración.
Fue
entonces cuando en la pantalla apareció un túnel como el que
imagino haría un teredo en la madera de un buque hundido y pregunté:
«Is that colour, like rotten wood, perfectly normal?»...
Las enfermeras soltaron la carcajada al unísono.
Las enfermeras soltaron la carcajada al unísono.
Fue
cuando el doctor dijo: «Ok, it s enough, give a second shot to this
guy»...
Sólo
alcancé a decir: «¡Ay, Lulú!»