miércoles, 16 de mayo de 2007

Cuándo me hice viejo

Estoy seguro de que yo nací en la época en la que era niño como la mayoría de la gente, pero creo que me hice viejo de golpe siendo un niño.

Barrio plateado por la luna, rumores de milonga, de toda mi fortuna.

Vengo pensando en esto desde hace algún tiempo porque las personas de mi edad no guardan los recuerdos que yo guardo, como si las cosas que vivieron antes de más o menos los catorce años no hubieran sucedido. Así que en realidad me parece que soy más o menos catorce años mayor de lo que debería.

Y así se pasaron diez años, sin mirar tu rostro, sin tocar tus manos, sin besar tus labios así.

Pensé que por haberme ido de la casa de mi Madre y hermanos antes de esa edad, de los catorce, tuve que crecer rápido en algún sentido más o menos figurado, creo, para adaptarme a otro modo de vida, como era la que se vivía en la casa de mi Padre y los otros hermanos, que era, como dice Virulo: distinta y diferente.

Vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra.

He creído esto por mucho tiempo porque en cierto modo, un poco menos ilógico de lo que suele ser mi proceso mental, el hecho de ver calle desde un poco antes de lo que lo hace el común de las personas de mi clase y condición socio económica (término que no voy a aclarar en este momento pues terminaría escribiendo páginas y páginas de otro tema que no es del que quería hablar) me hacía fijar cosas que hubiera debido vivir un poco después y que ya a esa altura debida, no me hubiera impresionado tanto. No es tontería, digo, salir de mi entorno de Jesús Sevillano y Rolling Stones para entrar en el de Noel Petro y el Super Combo Los Tropicales. Es jodido, pero divertido.

Ya está tejiendo la red, como en aquella mañana, que me entregó su querer...

Esto me sonó lógico por mucho tiempo, sobre todo si no sacaba muchas cuentas con los años. Es que ni siquiera forzando mucho los números podía llevar a equiparar las experiencias a los catorce, con las experiencias de los veintiocho. Por más que distorsione y ajuste, no me cuadran las fechas.

Vida, desde que te conocí, no existe un ser igual que tú, que me sepa-aa, com-prennde-er.

Honestamente sí me importa que encajen los tiempos porque soy de los que ni en sueños juego con carritos de distintas escalas todos juntos en el mismo plano, para hacerlo tengo que valerme de la perspectiva para digamos justificar las diferencias. De hecho, cuando sueño algo inquietante o angustioso, en seguida lo contrarresto diciéndome en sueños que me despreocupe, pues solo estoy soñando. Soy de una cuadratura cerebral que no se aguanta. A veces creo que hasta me enamoro con el cerebro y no con el corazón, como dice tanta gente que es que uno se enamora. Pero bueno...

Cuatro puertas hay abiertas, al que no tiene dinero, el hospital y la cárcel, la iglesia, y el cementerio.

Así que he seguido pensando en cuando fue que me puse viejo. No tanto el por qué. No tanto, porque para qué. Solo me basta el cuándo, para que las fechas me cuadren, poder hacer mis cálculos, y saber mi edad de una vez por todas. Es que una cosa es saberse viejo, y otra muy distinta saber qué edad es que tengo.

Dime cuándo volverás, dime cuando, cuando, cuando.

Yo nací hace cuarenta y tres años. En enero de 1964. Eso no me da derecho a recordar con nostalgia mi BSA Lightning del 69, ni a haber llorado por la separación de los Beatles, ni a tararear canciones de Cherry Navarro, Daniel Santos, y Javier Solís con soltura, ni añorar un Plymouth Barracuda que nunca tuve, ni a preferir esa apariencia de sensual descuido desenfadado en las mujeres. Ya saben: melenas indómitas, bluyines saint tropez, cinturones gruesos, sandalias de meter el dedo, franelitas rueda libre... Y no digo más.

Aleluya, aleluya, aleluuuuya.

En vista de eso he seguido, sin demasiada disciplina para no cansarme, indagando en el tema. Saber el momento en el que me hice viejo me serviría para aclarar las cosa y despreocuparme un poco porque nada me despreocuparía más que ponerle número exacto a mis años.

Pasarán más de mil años, muchos más.

Por eso es que observo de cerca a mis chamos. Sobre todo cuando no se han dado cuenta de que yo estoy ahí observando. Para captar el ingrediente sine qua non de la niñez: candidez, dicen unos. Inocencia, dicen otros. Imaginación. Esperanza... Sí. Esperanza. Una esperanza ciega, injustificada, impune, delirante. O sea, como se supone que es la esperanza.

Prende questa mano, zingara..., parla del mio amore, io non ho paura...

Los niños están nuevecitos y piensan que el futuro les aguarda allá lejos lleno de poder, de sabiduría, de libre albedrío muy encarrilado. De seguridad, de justicia... En fin, cuando se es niño se cree firmemente en que los adultos están ahí puestos a su servicio prestos para limpiarles el camino y hacerle las cosas fáciles. Que siempre serán bebés pelícanos que abren el pico y graznan y abracadabra, les echan rolo ‘e sardina predigerida en el piquito... Piensan que la coherencia es una condición inherente al ser adulto. Que no se puede ser adulto si no se es coherente.

Y para quéeee, pelder el tiempo-o, para qué, volvelnos loco-o, si tú sabes que, nosotro-o, no nos comprendemos yaaaa-a-á.

Creo que, como a todo el mundo, me tocó vivir ratos complicados que me forzaron una especie de nihilismo prematuro, y eso hizo de catalizador a mi vejez. Por eso fui comunista marxista leninista a los ocho años, y casi fascista musolinista y maquiavélico a los diez. De liberal esperanzado, a conservador cínico, en menos de lo que espabila un cura loco.
Y, si voy a seguir, siendo igual, que antes fui, no permitas señor, que regrese junto a mí, perdóname señor, porque soy, un pecador, pero a ella, pero a ella, no la dejes sufrir...

Toda la gente que conozco necesita algo de qué agarrarse. Unos se vuelcan en la religión. Otros se agarran del que tienen más cerca. Otros se escudan en lo que leen y/o escriben. Hay quienes le meten al razonamiento cartesiano. Existe el que se agarra de sí mismo. Una enorme mayoría se agarra del qué dirán pero para que no digan, nada más. O sea, cómo hacer las cosas de manera tal que nadie pueda decir nada, aunque no tenga la lógica más peregrina. Unos diseñan y practican su propia lógica, principios, éticas y procederes, para tener de dónde agarrarse.

Abaja la luz Monga, que aquí tamos como en familia.

Los niñitos se agarran esperanzadamente de los adultos. Definitivamente.

Pon tu mano en la mano de aquel, que se posó en las aguas.

Hay adultos que se dan cuenta de eso y tratan de dar pasos firmes para que los niños tengan tiempo de irse acostumbrando. El riesgo que se corre este tipo de adulto es cansarse y que tarde o temprano le de la artrosis, la extra diástole, laberintitis, o cualquier cosa de esa como salir a comprar cigarros a la esquina y no volver más.

Por una cabeza, de un noble potrillo.

Otros se dan cuenta también pero les da una rabia que les hace entrar en una especie de contradicción pegostosa que no les queda fácil. Y recurrentemente se refugian en una concha llena de automatismos de lo más divertida de ver. Si no se es niño, claro.

Hoy quiero vivir como si no fuera yo.

Unos adultos se recubren de un aura de prócer intocable y vive alejado de todo para que no lo molesten.

Maringá-maringáaaaa...

He visto muchos que simplemente andan con una especie de matamoscas mental que emite un latigazo verbal casi siempre acompañado de un manotazo. Esto es automático.

Yoooo, soy rebelde porque el mundo me ha hecho asíiiii, porque nadie me ha tratado con amooooor.

Y así los hay de mil modos y matices. Pero una cosa les suele acompañar y que hace que los niños tengan de dónde agarrase: son coherentes. Más vale un padre hijo de puta, que uno incoherente. Uno mano floja hace que los niños aprendan rápido a defenderse o por lo menos a no ponerse a tiro. Después esos niños irán al colegio a pegarle a los más chiquitos y se cierra el círculo.

Ponme la mano aquí, en el coco Macorina pon, en el coco Fidelina pon...

Entonces viene uno y se pone viejo porque se le ensucia la esperanza y así de camuflajeada como que no se ve, y se va para Guararé, Guararé, Guararé, una buena cantidad de años buscando, temiendo no encontrarla, haciéndose cínico conchudo para que no duela tanto, hasta que un buen día te cantan un apio verde y te hacen soplar cuarenta y tres velitas contigo en la distancia. Te joden las hemorroides y un nudo constante en la boca del estómago porque te has pasado ya un rafagón de lustros buscando afuera lo que está adentro, y terminas notando que no hay ermita que buscar arrepentido.

Así que yo pensando que mi vida era un tango por culpa de la pérdida de la esperanza y todo ese cuento, siendo como después me di cuenta y me vuelvo a dar cuenta que se fue el caimán, se fue el caimán, se fue para Barranquilla, pero me dejó el pan y la mantequilla, que con eso solo me basta para recuperar la esperanza porque es más fácil comer pan que caimán.

Virgen de Altagracia, compañera mía, tú para tu casa, y yo para la mía.

Así que en vez de andarme quejando porque la mañana en que me despierto y no me duele nada empiezo el día por temer que me morí, lo que hago es reír para mis adentros cada vez que hago un chiste y nadie me lo entiende. Y es que claro: son chistes de viejitos.

Payaso, soy un triste payasoooo...

No hay comentarios.: