jueves, 4 de octubre de 2007

Campeonato de Kendo



No sé cómo empezar con esto porque siempre que voy a hacer algo me hago una especie de prueba que se llama “el para qué” y que consiste en hacerme esa pregunta nomás para ver cuántas respuestas resiste.

Una de esas que llaman “verdades socráticas” resiste tres o cuatro con toda sinceridad y sin elipses... Con dos me conformo yo, y una con cinco o más, jamás he podido conocer. No digo que no existan, solo digo que mi imaginación y ociosidad no da para tanto.

Entonces, visto esto, no sé cómo contar que hago una cosa que se llama Kendo (que en japonés quiere decir: el sendero de la espada) y hasta a un campeonato he ido y participado, no es nada.

Mi hija Natalia dice textualmente así: “no sé, mi papá se pone una ropa que parece un vestido japonés y se va para la playa a caerse a palazos con unos amigos pegando más gritos que el carrizo”… Y yo creo que eso es una explicación válida, solo que en aras del mantenimiento del nivel de mi ego, debo agregar que esto se hace con un método milenario y mucha disciplina.

Tal vez esa sea una de las respuestas a mis para qué. Con eso me hago un poquito de disciplina en la vida que aunque sea en vestido japonés, no me viene mal del todo.

Otra de las respuestas, y dije que con dos tengo, es que hago mi poquito de ejercicio porque a la edad que tengo no puedo dejar de hacerlo so riesgo de anquilosarme. Tengo que confesar que en las mañanas, cuando he dejado de hacer ejercicio, me levanto con todos los tendones encogidos y me muevo un buen rato como Goldar, el robot del espacio…, camino como si no tuviera articulaciones y encima me duele. Me da vergüenza admitirlo, pero es verdad.

Habiéndome aclarado el punto a mí mismo paso a echar el cuento, para no seguir aburriendo con mis consideraciones personales.

Yo soy un hombre que ha transitado muchos estados, no solo de la república, también de ánimo y esas cosas. Digo que cuando rondaba los veintipico tenía un empleo en el que estaba obligado a ponerme corbata y atender gente, público, quiero decir. Yo tenía que darles la mano a modo de saludo, como se usa, y luego no podía agarrar nada hasta que se hubiera ido la gente y yo pudiera lavarme junto con el bolígrafo y cualquier otra cosa que hubiera tocado con esa mano. Si alguien usaba mi teléfono, cualquiera de ellos pues tenía cinco sobre mi escritorio, rápido buscaba el trapito y el mistolín para limpiar el auricular.

Me compraba las medias por paquetes, todas iguales pero después las marcaba con un hilito verde para la derecha y rojo para la izquierda, con un número para cada par. Mandaba la ropa a la tintorería pero después de todas maneras las rociaba con un poquito de alcohol de quemar y talco mexana.


Formaba un peo cada vez que encontraba el haragán o el papel tualé puesto al revés (y ahora gozo un puyero preguntándole a la gente si sabe cómo se pone un haragán o el papel tualé al revés y pocos dan con el asunto) en vez de voltearlo y ya, pues lo consideraba una afrenta personal.

Lo mismo hacía con la jarra de agua que siempre encontraba vacía dentro de la nevera. Yo la llenaba hasta el mismísimo borde y la cerraba herméticamente. En lo que alguien la agarraba y la destapaba ¡zás! Se bañaba de agua y yo distribuía mi arrechera.

No, no me volví un ocho con esta historia, lo que pasa es que ahora hago kendo, y en el kendo todo huele malísimo. Las armaduras son del dojo y tienen décadas de sudor y saliva seca de no quiero saber quién, y sin embargo me la pongo sin problema. Uno suda litros y más litros y al día siguiente se vuelve a poner la misma ropa que por gruesa ni siquiera se ha secado, y al otro día también pero ya más concentrada. Los guantes protectores, que se llaman koté, estaban tan pero tan hediondos que no aguanté y les puse talco para el pié de atleta. El mango del shinai, que es la espada de bambú con la que uno se cae a coñazos, es una cosa que no tiene nombre. Natalia, cuando estoy lejos de mi última ducha me dice: papá, hueles a mango ‘e shinai… Así mismo es.

La cosa, para ver si empiezo a contar el cuento y no hacerlo tan largo, es que llegamos apuraditos Anne-Marie y yo de Barquisimeto después de la exposición de Arte Bosque en La Salamandra, y de una vez me puse a la orden de Ángel, mi Sensei, que también es Lama y no vale reírse porque además es chef.

Hicimos las impresiones de las tablas de puntajes, las identificaciones de cuatro que no teníamos, que si buscar gente, traer cosas, en fin, todo aquello que se hace antes de un evento de esa índole. ¡Ah! Y fuimos a una entrevista en vivo que nos hicieron en Telecaribe y que salió al aire en ese horario mañanero que no le interesa a nadie. Pero lo que vale es la intención, digo yo. Mi sensei explicó que el propósito del kendo es moldear mente y cuerpo, cultivar un espíritu vigoroso, y, a través de un correcto y rígido entrenamiento luchar por progresar en este arte para tener en alta estima la cortesía y el honor, para asociarse con otros con sinceridad y por siempre perseverar en el cultivo de sí mismo…, por supuesto que el presentador preguntó en tono jocoso que como es que con esos golpes se lograría todo eso (que era más pero, ya no me acuerdo) y mi sensei le respondió dulcemente: no te lo puedo explicar en tan poco tiempo, sería como traerte un ladrillo para explicarte mi casa… El tipo se puso pálido, y yo pensé : ¡tuqui! Toma po’el ojo, güevón…

Total que llegó el viernes en la tarde, hora en la que nos encontraríamos en el gimnasio que muy amablemente nos cedió el IARDENE para el evento, que es el Francisco Verde Rojas de La Asunción, y queda al lado del castillo de Santa Rosa para más señas (lugar perfecto para este fin, además) Llegamos con la cava del agua y un caballete de pintar cuadros que era de Graciela Zúñiga y ahora es de Anne-Marie, más un pedazo de mdf de ½” que me sobró de la sierra de banco que hice para el taller como pizarra de anotación, y serios como los que más, nos pusimos los respectivos fukusos aunque se rían, porque así se llama el ropón japonés ese, y las armaduras, que se llaman Bogu. Recitándome a mí mismo con voz en off: Ichi gan, ni soku, san tan, shi riki (primero los ojos, segundo los pies, tercero el coraje, cuarto la fuerza) que es una especie de mantra que usé para ver si me servía de algo, pero la verdad es que los primeros que se me rajaron (en más de un sentido) fueron los pies, así que me dejé de pendejadas y me callé la boca.

Esa noche nos tocó hacer gi-geiko con todos lo participantes más la ruma de Senseis de súper alto rango que asistieron. Debo explicar esto: el gi-geiko es el combate largo sin puntuación. Es una pelea que se hace nada más que para practicar y calentar motores. Es un rato como de conocer y calibrar a cada uno de los que participan, aplicas la técnica que medio conozcas, aprendes algunas cosas de los Senseis, te llevas unos cuantos carajazos (y también los repartes a manos llenas si puedes) pero básicamente te cansas a niveles de locura (a veces da dolor de cabeza de ese que llaman migraña postcoital) y pierdes la piel de los pies porque se te forman ampollas de sangre que se explotan y todo eso, por culpa de las arrancadas tan tensas que echas para lograr pegarle en la cabeza a un desconocido que te está dando unos gritos que a mí me dan la risa tonta.

Esto también hay que explicarlo claramente: el objetivo inmediato (no te enojes, Sensei, que yo sé que no es el objetivo final) del kendo, es darle al de adelante antes de que te de a ti. Le darás solo tres tipos de golpe que son, a saber: men, que es la cabeza. Koté, que son las muñecas. Y Do, que es en la cintura. Hay una estocada que se llama Tsuki, que es al cuello pero solo se hace entre senseis, los cusurros como yo no se meten en esa vaina. Estos golpes tienen sus variantes y terminan sumando unos ocho tipos de corte según creo que sé.

Entonces uno se para a seis pasos largos del que le toque dar y recibir (no siempre en ese orden) te inclinas levemente sin perder el contacto visual con tu oponente y le gritas duro ¡onegaishimás! Acto seguido levantas con la mano izquierda hasta la cadera tu arma que permanece simbólicamente envainada y avanzas eso tres pasos largos (que él dará igual) en la mejor actitud que puedas de “te voy a jodé, güevón”. Al tercer paso desenvainas con un movimiento elegante (bueno, más o menos) que describe un arco con el shinai que lleva la punta de tu arma hasta el suelo bien adelante porque además te acuclillas al mismo tiempo mientras bajas la punta del sable para saludar en la posición que se llama sonkyo, que es una posición de ataque realmente, y desde ahí ya estás en combate. Te pones de pie antes de que te suenen, porque hay quien te ataca desde esa posición en una especie de salto felino y te echa a rodar por los suelos inmisericordemente porque para eso es que estamos aquí, y empieza el baile y la gritería. Por cierto, te paras y adoptas una posición de guardia que se llama kamae (shudán no kamae, creo que es la cosa, porque hay varias también) que es muy simpática porque quedas con la pata izquierda estirada medio paso hacia atrás con el talón levantado, la derecha ligeramente flexionada, los pies separados más o menos al ancho de tus hombros, el brazo izquierdo estirado con la mano a la altura del maruto pero un puño adelante, la derecha agarrando el sable más arriba, y la punta del este a la altura del cuello del oponente. Se dice fácil. Yo me tengo que concentrar muy conscientemente porque no se lo puedo dejar al inconsciente precisamente por esa razón.

La complicación surge porque tengo que acordarme de todo esto al mismo tiempo que el energúmeno que tengo delante me está bailotenado en frente y dándome unos gritos (que se llaman kiai) mientras le da y le da golpes y empujones a mi arma a ver qué pasa.

Lo del kiai es un tema de cuidado o paras afónico. Tienes que pararte en kamae, pegarle un grito al tipo que tienes ahí a modo de tarjeta de presentación, le medio entras y acto seguido le descargas un garrotazo que desmanganille treinta parias, o los más que puedas, tan rápido cómo sea posible mientras le gritas y le sigues gritando mientras dure la acción, pues no es solo cosa de rajarle el gorro al que se puso contigo, sino que tienes que pasar haciendo como el juego del caballito correlón, y más vale que no se te apague el leco porque no te dan el punto, si están puntuando, si no, por lo menos te miran feo por maleta.

Esto del kiai es importante, se dice que es una especie de forma de proyectar el espíritu hacia adelante (esta última frase se presta a muchas interpretaciones, pero yo me hago el musiú y sigo adelante) que amedrenta al oponente, lo descojona de risa, disimula lo maleta que podamos ser en un momento dado, y se ve depinga cuando gritas como es debido. Tanto es así, que dos senseis, que eran “senseias” (la sensei Kim, de Corea, y la sensei Mariko Chiba, de Japón…, por cierto, todos los chistes que puedan hacer con este nombre ya los hicimos muy respetuosamente, claro) prácticamente se fajaron a dictar una magistral de kiai, hasta el punto que no tuve las bolas para pararme frente a ellas a que me descosieran el pellejo a grito pelao. No hay modo en que yo pueda explicar esa vaina: unos gritos como de fantasma arrecho, bien arrecho… Hay que ser muy hombre.

Está también el fumikomi que es una patada que llega al suelo al mismo tiempo que te desgarras la faringe y parte de Paraguaná con tamaño gorgorito, y llega el rolazo a su destino bien sea al men, koté, o do, y en cualquiera de esos casos lo nombrarás como en el pool. Ya saben, que si la bola once a la buchaca de la izquierda, antes de hacer el tiro.

Pasan cosas como que yo le doy un sablazo de antología en la mano al que está peleando conmigo y pego ese grito: ¡kotéééééeeee!!! Mientras paso por su lado haciendo el mejor caballito que puedo, y el juez me alza la bandera y dice que fue men. Yo no discuto, él sabe mucho más que yo de esa vaina porque para algo es sensei. Yo creo que fue que cuando pasaba lo tropecé y le di sin querer sendo lepe en la frente.

A veces estás men que te men con el tipo del frente y los jueces no te tiran ni peos pa’ que te distraigas. Es decir, que muy convencido y todo, pero nada de nada. Bueno, así es el kendo.

Luego de un lapso que se te desdibuja y estira, alguien decide que ya está buen con eso de los palazos y la gritadera, y toca un pito. Retomas tu posición original, haces sonkyo y envainas simbólicamente (y sin resuello) te pones de pie con el sable en la mano izquierda a la altura de la cadera de manera que la empuñadura apunte más o menos al pecho de tu oponente, echas para atrás cinco pasitos cortos, bajas el arma a la posición de descanso, te inclinas unos quince grados hacia delante sin perder la visual con quién aun es tu ponente, te enderezas, le gritas ¡arigatogozaimaishita! Y pasas al siguiente para empezar de nuevo.

Bueno, el viernes en la noche fue este mismo macán pero con treinta y cinco participantes, más nueve Sensei que se las traían y se las llevaban. Coño, treinta y cinco más nueve son cuarenta y cuatro, que al multiplicarlo por dos porque es uno al empezar y otro al terminar cada gi-geiko, son ochenta y ocho sonkyo very much de esos, que al quinto crees que ya no te pondrás de pie nunca más. A los nueve estás paralítico. A los veinte quieres que te dejen morir en paz. A los cuarenta ya estás como el pollito periquero…, a los cuarenta y cuatro solo dices como Harry Callahan: go ahead, make my day y solo vas por la mitad... Por cierto que el Sensei Moisés Becerra de Nueva York, me dio un do de sobaco, es decir, me dio un rolazo en mi axila derecha, se me acercó y me dijo: “fue un poco alto, se te va a poner morado, lo siento”... Yo, qué decir, me daba lo mismo que me machacara con ajo y sal de apio, igual moriría pronto nomás.

Se terminó esto en un par de horas de sonkyo y leñazos, pero después hubo que sentarse en seiza, que es como se sienta la geisha, mientras hablan los senseis para darte recomendaciones que juran muy serios que se las estás oyendo atentamente. Nojoda, los oídos te hacen piiiii, los pies ya ni duelen porque parecen de otra persona que no eres tú, el cansancio y la adrenalina pone el mundo en cámara lenta y con el volumen bajitíco…, pero ellos hablan y hablan y hablan, porque el japonés habla inglés y el cubano le traduce con mucho respeto, pero yo a esa hora solo quiero comprar mi fosa en el osario y que se callen la boca porque igual no les escucho ni entiendo un carrizo, ni quiero entender nada por amor de dios.

Cuando por fin se compadecieron de estos mortales blandengues que pretenden ser Tom Cruise que se hizo último samurai en una temporada que duró su película en cartelera, y se callaron la boca, me cambié como a mil por hora en completo estado de apnea, recogí la cava del agua (compré cuarenta y cinco botellas de litro y medio de agua, y no quedó ni el hielo, solo un poquito de agua de deshielo en el fondo) y me fui para mi casa por una autopista toda adornada con luces de navidad en la cual todo el mundo iba apuradísimo. Por más que lo intentaba no me daba el pie para hacer pasar el carro de cincuenta kilómetros por hora y me maravillaba que además de luces de colores veía juegos pirotécnicos. Por cierto que fue muy raro, pero cuando llegaba a la casa, la subidita que hay antes de ella me parecía infranqueable, me parecía que no iba a poder subir. Lo cómico es que yo estaba manejando, no estaba jalando el carro ni nada así.

Total que logré llegar con el carro hasta el frente de la casa, lo apagué, le puse el trancapalanca, abrí la puerta y tuve que sacar las piernas con las manos como si estuviera lisiado o algo. Me tiré del asiento y me fui trastabillando por la bajada pa’bajo sin poder frenarme. Menos mal que logré agarrarme del mismo carro para no ir a dar con mis huesos al suelo tan malamente.

Abrí la puerta de atrás del carro y asomé la cava para desaguarla y sentí que el agua fría de la cava me caía en los pies pero no podía quitarme. Tuve que dejar que se me mojaran los pies con el agua que quedó del hielo. Yo pensaba en que eran menos de las nueve de la noche, que no era hora para llegar tan borracho a mi casa, que resultaba muy particular que estuviera pensando como lo haría un vecino chismoso viéndome a mí mismo llegar en esas condiciones y me cagué de la risa.

Empujé la cava como pude para dentro del carro y cerré la puerta. Agarré mi sable, mi armadura y mi fukuso y traté de trepar la última subidita, la del jardín, para terminar de entrar a la casa. No podía subir. La puta subidita parecía el segundo tramo de la trepada del Everest y yo me sentía un mal sherpa cargado de peroles que no me atañían para nada…, pero logré entrar. Adentro me esperaba mi adorada Anne-Marie con un minestrone bendito de cebada, hongos y tomates secos que me devolvieron el ánimo justo como para sacar el bogu de su bolsa, y poner a medio secar todo para el lío de mañana. Me quité la franela y al unísono Natalia y Anne-Marie pegaron un alarido de horror cuando me vieron el sobaco derecho: lo tenía del morado más profundo (deep purple made in Japan) que haya visto nunca, parecía aerografiado, los pliegues de la tela del fukuso se me habían tatuado en la piel, pero no me dolía, solo ardía como una quemada de playa. Yo me eché mi baño y me acosté a fallecer en santa paz. Pensaba que si así habían sido las primeras dos horas cómo coño haría con las cuarenta y ocho que me quedaban por delante.

La mañana del sábado ni la recuerdo. Tocaba dirimir el campeonato de los de un dan para arriba. Porque es que la cosa es así: uno es sexto kiu cuando no sabe ni ponerse la dormilona esa, luego quinto, cuarto, tercero, segundo, y primer kiu. Luego pasas a primer dan, segundo, tercero, así, hasta Leo Dan y me perdonan el chiste fácil. Entonces, lo que decía es que los que estaban de primer dan para arriba les tocó liarse a mamporros de los buenos toda la mañana. A mí me tocó hacer las anotaciones pero del lado izquierdo (porque adónde va el buey que no are) de la pizarra y a un gótico llamado Hache, porque él no era medio hache sino hache completo, le tocó el lado derecho de la misma y eso que no se veía para nada conservador el muchacho.

Esa mañana pasó volando. El subcampeonato quedó en manos de mi Sensei que además es Lama, chef, y tiene nombre de diseñador de trajes de novia. Un tipo particular este sensei. Un gran tipo y mejor amigo, con largueza, la verdad. Le ganó Obi Wan Kenobi nada menos.

En la tarde vino el campeonato de los kiu, o sea, los que no cantamos tan afinados con peluca tipo Popy. Yo, personalmente, solo quería cantar bajito. Esa gritadera no puede ser cosa sana. Imagínense que me tocó el primer combate con un estudiante de física que se pasaba el día pegado a un I-Pod oyendo música satánica y que se creía el león de la metro. No hizo sino pararse delante de mí y largar un rugido con su consabida cara de Alister Crowley, yo soltar la risa tonta, y el tipo conectarme un men que me dejó mirando pa’dentro. Todo en menos de lo que espabila un cura loco. Ya dije que lo del kiai es cosa seria.

En el segundo combate me tocó un maracucho con cara de buena gente y yo, de pana, por eso no quería pegarle. Me parecía una iniquidad. Lo bueno es que me dio el chance de relajarme y sentir de nuevo que tenía hombros. Los tuve tan tensos todo el rato que ya ni me daba cuenta que los tenía puestos. A este le pegué aquel coñacito no muy duro que yo creía que era un koté y terminó siendo un men por las vainas que tiene el kendo, si no recuerdo mal. La verdad es que ahora que lo pienso no sé bien si fue al revés la cosa. Bueno, no importa. El asunto es que eso me mantuvo dentro por un rato más, porque luego me tocó con un compañero de dojo y me sacó en menos de lo que canta un gallo sin gritarme casi ni nada. Por cierto, este pana después se llevó el campeonato en buena lid ¡proficiat!

Se acabó la repartición de garrotazos esa y a los senseis que tenían todo el día viendo, más no comiendo, les dio porque tocaba más gi-geiko. Yo, que tengo las rodillas hechas mierda porque las motos bla, blaa, bla, y que tenía que hacer trial con una rodillera articulada so riesgo de lesionarme por meses gracias a unos ligamentos estiradísimos como el jebecito constante de una depresión, a esas horas ya no debería estarme moviendo ni en silla de ruedas porque estoy viejo y mal usado, así que con la venia de mi sensei (porque le dije que estaba jodido y él me recomendó que me lo tomara con calma) apliqué la milenaria técnica del güebeiko.

Esto hay que explicarlo, porque es que el gi-geiko con los senseis es una vaina demasiado loca. Ellos se ponen allá en frente en orden de jerarquía, y uno de este lado se pone en fila para combatir con ellos. El combate no es tan matador en sí mismo porque ellos realmente te están enseñando más que simplemente coñaceándote. Lo que pasa es que tienes tu rato en este peo y ya no quieres ni puedes. Bueno, yo me ponía en fila frente al sensei que tuviera más gente y faltándome tres o cuatro para llegar mi turno me hacía el que iba a buscar algo y me pasaba para la fila del que tuviera más gente todavía. No tuve que tontear mucho rato, parecía que el único reventado no era yo y nos dejaron en paz en poco menos de dos horas. Na’má…

Ese día fue un curso de parcheado para los pies pelados. Nos intercambiábamos adhesivos y tirros varios junto con las recomendaciones para la confección del parche más seguro para la planta lacerada de los pies de Cristo. Yo me hice un parche de meter el dedo para cada pie y la vaina resultó más o menos. Me permitió hacer mi campeonato aunque me valiera la recomendación al unísono de todos los sensei de habla hispana, de que me moviera más, que en vez de kendoka (o kenshi, que parece ser el término correcto) parecía una momia, que el arte marcial es japonés y no egipcio. Yo asentía respetuosamente repitiendo ¡jai sensei, jai sensei! Mientras el otro yo del doctor merengue decía: qué bolas tiene éste, mucho es que me paré y vine para acá, y aun estoy de pie…, qué bolas tiene Bolaños…, pero bueno, para mí mismo porque esa gente es muy quisquillosa y se molestan. Luego le agarran ojeriza a uno y se las ponen de cuadritos.

El domingo no fue tan arrecho porque los exámenes solo implican tensión para los que van con expectativas altas. Yo, la verdad, con salir de ahí por mis propios pies, tenía. Esto debo decirlo, yo no tengo ese afán (como dicen los gringos: climber) por ascender en el rango y prestigio en esa vaina. Tal vez si hubiera empezado muchacho sería así, pero no, seguro que no, porque esa vaina podrida que me tengo que poner para hacer kendo no me la hubiera puesto con veinte años ni loco.

El caso es que hicimos los exámenes, que no es otra cosa que hacer un show de técnica básica y un gi-geiko con alguien más o menos de tu mismo nivel, y esperar. Esperar. Esperar, y esperar en seiza. Después de que se terminaron los exámenes hicieron otro gi-geiko con sensei, pero yo volví a aplicar el güeveiko porque ya está bueno. Recogí y me fui raudo y veloz a hacer la paella más grande que he hecho (cincuenta personas) para el sayonara party, comió y se emborrachó todo el mundo. Y ya.

El lunes amanecí con fiebre y dolor de articulaciones. Estuve una semana y media en cama y aun hoy tengo una tos que me recuerda a Ricardo Pimentel…, ni de broma a Margarita Gautier… Y no sé si sé para qué, finalmente…

3 comentarios:

Anne-Marie Herrera Nälsén dijo...

Amor mío,

sigues siendo mi escritor favorito...

Anónimo dijo...

Hermano ... extraño todo en casa, la isla siempre la quise como si hubiera nacvido, alli... extraño my sensey mis panas, tu paella, todo ... se me queda chico en tratar de decir lo que extraño... Los Felicito, Un gran Abrazo.. sigo con mi corazon alla, y recuerdo mis entrenamientos , pero solo aqui no puedo conllevar el mismo ritmo de antes ... Saludos y Gracias, espero verlos pronto a Todos .......

Ubaldina Díaz dijo...

Hola, acabo de encontrar este sitio en la red. <Me ha gustado mucho tu manera de describirnos el Campeonato de Kendo.
Me he reído cantidades,,,,,,,
Así que se lo reenviaré a mi hijo que cultiva artes marciales y también le gusta escribir
Un abrazo y gracias por este rato tan agradable!
Ubaldina Díaz
uba.diaz@gmail.com

Barranquilla-Colombia