viernes, 21 de noviembre de 2008

¿Por deporte?

“En el mundo solo existen nueve historias
Originales que sean divertidas, ocho de las
Cuales no pueden explicársele a una dama.”

Rudyard Kipling.

Citarse muy de mañana para ir caminando hasta la playa lejana a la que se va pasando el cementerio no les debe haber sido fácil, porque tuvieron que aprovisionarse el día anterior y levantarse temprano en días de vacaciones en los cuales, se sabe, es un fastidio estar organizando cosas.

De los que hablaron el día anterior sobre hacer ese paseo, solamente seis personas llegaron a tiempo al sitio de reunión que era el puente que está junto a la casa de la hacienda viejísima esa que está saliendo del pueblo, o entrando, según se vea.

Siete de la mañana. Ahí estaban María Eugenia y Manuel, Alelí y Raquel su hijita de siete años, Isabel y José. Todos trasnochados (salvo la niña que se dormía a las ocho de la noche tal vez por cosas del cansancio que da la playa) sonriendo más por fruncir el ceño por culpa del solazo brillante que ya había a esa hora, que porque estuvieran demasiado contentos de verse.

Claro, la noche anterior se estuvieron cayendo a guarapitas en la plaza junto al muelle y como que se les pasó un poco la mano, porque María Eugenia a cada chiste de José hacía un gesto de irse para atrás de la risa y aguantarse de la pierna de él, cada vez más cerca del sitio en el cual se encuentra aquello que no se le había perdido ni a él ni a ella.

Manuel echaba y echaba chistes dedicados a hacer reír para bajarle la guardia a Alelí sin percatarse de lo que María Eugenia trataba de alcanzar sin demasiado disimulo atrincherada en la botella, que siempre será una buena excusa para hacer aquello que no se debe.

Isabel siempre estaba en la luna en cuanto a lo que a ella misma le afectaba, solo estaba muy pendiente de aquello que no tenía por qué interesarle. Y no, no era particularmente chismosa. Más bien era un asunto tal vez de ingenuidad porque esas cosas le pasan es a los demás. Y no era ninguna santa, ya José le había perdonado un par de deslices, con el hermano de una amiga, y con un cadete de la naval, porque bueno, digamos que él consideraba que el amor tiene esas cosas… Y además, vamos a estar claros: ¿de dónde iba él a sacar otra mujer como aquella? La respuesta a esa pregunta la encontró en lo que dejó de preocuparse por eso, pero estará muy en el futuro de este momento que se relata aquí y no vale la pena reseñarlo.

María Eugenia era una muchacha morena y bajita de cabello negro corto. Un poco antipática a primera vista porque su expresión contenía un cierto rictus como de asco que se disipaba lentamente a medida que se le iba conociendo, o se respiraba lo suficientemente hondo.

Manuel era un muchacho extrovertido tal vez un poco amargado que pensaba que la vida le debía algo y se negaba a dárselo. Sin embargo era un tipo generoso y alegre porque todavía era joven y atraía muchachas como Maria Eugenia, que bien vista no estaba nada mal. Pero era Alelí la que le quitaba el sueño esas vacaciones por varias razones: una era que ella jugaba un poco con él provocándolo como al descuido y luego desentendiéndose desenfadadamente, otra razón era que esa tipa estaba como para portada de revista, y la otra era que parecía estar antojada de un José que no le hacía demasiado caso. Dios no le da cacho a burro, dicen con mucha razón.

Isabel era una tipa llena de complejos, hija de un matrimonio de locos que le tenían algo de miedo porque ella parecía ser medio bruja, cosa que a José le daba una risa desenfrenada (pero José no era la persona más aguda del mundo, está claro) porque más bien le parecía que a Isabel lo que le pasaba era que tenía interrumpido el cableado y una teja corrida, de paso. La cuestión era que Isabel vivía tapando el sol con un dedo, dándose cuenta de la gotera cuando el agua le llegaba a la barbilla, viendo lo que otro hacía u opinaba tratando de aparentar y quejándose de su totalmente inventada gordura. Pero jamás se daba cuenta de lo que sucedía frente a sus propios ojos.

José le agarró el paso a los chistes de Manuel aquella noche anterior al paseo y lograba, con una técnica de rebote y ahondamiento absurdo en el contenido de los chistes, hacer reír más fuertemente a María Eugenia que a cada ataque se agarraba más y más arriba. Este descaro hacía que Alelí se inclinara sobre José permitiéndole la vista dentro de su generoso escote playero, como para no quedarse atrás. Isabel se reía un poco de los chistes, pero más de la risa de los demás, estimulada por la guarapita que se dejaba colar fácilmente porque en la noche, y con el viento frío, no regañaba nada.

Manuel y Alelí estaban de pie frente a Isabel, José, y María Eugenia que estaban sentados en un banco sin respaldo en el borde del muelle.

Isabel, que estaba a la izquierda de José, estaba más pendiente de lo que estaba pasando en otro grupo en el que estaban unos conocidos situados a unos treinta metros más a la izquierda de ellos (que también habían dicho que irían a lo misma playa al día siguiente) y por eso no se daba cuenta de los agarrones que metía María Eugenia que estaba a la derecha de José.

Manuel estaba de pie justamente en frente de José pero pendiente de mirar las reacciones y efectos de sus chistes en Alelí, que andaba escasísimamente vestida, aun para la playa. Por eso no veía tampoco lo que María Eugenia estaba haciendo.

En un punto de las cosas bien entrada la noche, José forzó demasiado la barra con un chiste situado en la frontera al otro lado de lo absurdo y todos fijaron la vista en él capturando el momento en el que María Eugenia situaba su mano izquierda más allá de donde dice: no pase, perro bravo, propiciando el instante embarazoso en el que se decidió disolver la reunión hasta el día siguiente a las siete de la mañana para ir a la playa lejana a la que no va nadie.

Se despidieron un poco incómodos pero no definitivamente molestos, porque con tanta caña entre pecho y espalda, y gracias a la extremadamente fina habilidad para el disimulo del que hicieron gala María Eugenia y José, a Isabel y a Manuel no les quedó claro si en verdad había sucedido algo impropio. Alelí captó toda la jugada, pero se hizo la loca con una sonrisa de picardía que se le caía de la cara.

Al acostarse María Eugenia tenía tanto fuego en las venas que a Manuel se le olvidó que casi la veía haciendo algo que a él no le hubiera gustado ver.

A José no le gustaba mucho María Eugenia pero la travesura le divertía también porque no era algo que le hubiera pasado antes. El descaro de ella, en sí mismo, era lo que realmente le había excitado. Sin embargo no pensó mucho más en esto, no le dio importancia porque el aguardiente tiene esas cosas y muchas más, según ha sabido y oído, pero al acostarse requirió la completa atención de Isabel para si, porque la verdad es que ella le gustaba mucho más que la otra. Además estaba el amor, la fidelidad, la ética y esas cosas. Estaba bien dejar correr un poco una travesura, pero ya quedarse pegado ahí eran ganas de joder, según consideró. Está también el detalle de la autoridad moral y esa no se debe perder porque deja de existir el poder para la manipulación.

Al día siguiente, con el ratón y la duda se encontraron los seis en el sitio convenido y tras saludarse con un poquito de desconfianza emprendieron la larga caminata pasando junto al cementerio, subiendo la montaña por un lado y bajando por el otro, pasando por una especie de mirador que era como un balcón sobre la inmensidad del mar mientras ya no recordaban las dudas sobre lo que no ocurrió la noche anterior, porque es verdad: una caminata ardua bajo el sol magnifica hasta tal punto un ratón, que quién se va a estar poniendo a acordarse de nada como no sea de un Alka-Seltzer.

Ya bajo la sombra de las matas de la playa, a la que se llegaba por un camino en bajada bastante escarpado como para ser transitado en cholas playeras, el buen humor había regresado en pleno. Manuel echaba chistes cada vez más vulgares y explícitos, y José se los exageraba hasta más allá del límite del dolor de barriga causado por la risa. Isabel no se reía mucho mientras caminaba. Tal vez estaría pensando en lo que dirían sus amigos por los que no quisieron esperar. Quién sabe. Luego, en la playa se puso a preparar panes con diablitos, con mantequilla, con picanesa, con jamón y mayonesa, con tomate y queso, con atún y cebolla, con todo lo que consiguió y con todas las combinaciones posibles de lo que consiguió. Mientras hacía eso tampoco se reía mucho. Estaba muy ocupada.

María Eugenia se sentó en la arena con las piernas cruzadas bajo una mata de uva de playa que daba una sombra sabrosa y pasaba la vista de Manuel a José, y de José a Manuel con la risa constante en la cara. En un momento en el que por casualidad José le pasó por un lado le pidió por favor que viera qué le estaba caminando por la espalda, pero Manuel llegó antes a revisarla: una arañita patapelo.

Un poco más lejos, en la misma costa pero pasando por un piedrero, había otra playita a la que ninguno de los que estaban ahí había ido. Estuvieron por turnos mencionando ir hasta allá, pero solo fue José el que se animó, una vez que se hubieron terminado los chistes, a cruzar el pedregal. Dijo: voy para la otra playa ¿alguien quiere venir? Raquel que estaba bajo un inmenso sombrero haciendo castillos de arena lo miró como si hubiera soltado una blasfemia. Isabel, que estaba leyendo, ni siquiera levantó la cabeza. Manuel dijo: nojoda, compadre ¿usted como que se volvió loco? Y se quedó poniéndole bronceador en la espalda a una María Eugenia que estaba echada boca abajo y que se había quitado el sostén del bikini.

José empezó a caminar por el piedrero un poco precariamente dado el calzado, y no había recorrido la mitad del trayecto cuando oyó que Alelí le venía pisando los talones: ¡espérame! ¡no vayas tan rápido! José se detuvo y Alelí lo alcanzó en cosa de segundos ¿Por qué no me preguntaste a mí? Pregunté a todos, fue una pregunta general, y ciertamente que no pensé que sería tomada en serio por nadie…

El trayecto se hizo más corto de lo que parecía que iba a ser porque Alelí no paraba de amenazar con caerse y llenaba el aire de agárrame, me caigo, dame la mano, déjame apoyarme…, y no se puede ocultar que ese constante intercambio como que cambia la relación de la percepción del tiempo.

Más rápido de lo que José hubiera pensado que quería que ocurriera, porque es que no tomó en cuenta que lo que está pasando no necesariamente indica lo que va a ocurrir a continuación y si te centras demasiado en el momento, éste, se te escapa velozmente y antes de que te des cuenta ya te está pasando otra cosa que no pudiste prever.

Llegaron a la playita, que resultó más grande de lo que parecía desde la otra playa porque una gran porción de ella quedaba oculta tras unas grandes piedras caídas desde la montaña. Ahí había una sombra sobre la arena, al pie de un peñón de dimensiones más que masivas, que estaba limpiamente pulido por el efecto del viento y la arena constante. Ahí se sentó José para esconderse del sol tras la caminata que pareció tan corta.

Alelí se echó en la arena a los pies de José, dentro de la sombra, y tras respirar hondo como ahogando la risa se dio media vuelta poniéndose primero de espaldas a José y luego de frente a él. Sonrió con picardía y le dijo tranquilamente que iría a echarse un chapuzón porque tenía demasiado calor. Se puso de pié, se quitó el traje de baño de una pieza que usaba, lo dejó en la piedra y sin voltear a verlo se echó al agua de dos rápidas zancadas que dejaron ver claramente la solidez de las redondísimas nalgas de Alelí.

José se quedó pensativo. Trataba de razonar el por qué del comportamiento de Maria Eugenia la noche anterior y el de Alelí en ese momento. Le parecía completamente ajeno a él todo eso que ocurría: alguna deficiencia afectiva en el seno materno tendrían esas dos…, o tal vez estarían haciendo algún tipo de apuesta entre ellas…, quién sabe. Finalmente, y antes de que Alelí inventara alguna pendejada como decidir volver a ponerse el traje de baños, él decidió quitarse el suyo y reunirse en el agua con la bella bañista, no sin antes asomarse disimuladamente por sobre la gran roca, no fuera cosa de que a alguien se le ocurriera la brillante idea de venir a ver qué tal resultaba esta playita de acá, después de todo… No habiendo moros en la costa se zambulló despreocupadamente junto a la rubia de los pezones rosados.

Era un espectáculo verle sus rulos amarillitos totalmente lacios por efecto del agua. Cambiaban sus facciones por la variación proporcional entre la pérdida del volumen del cabello en relación con el diámetro de su cabeza. Y la verdad es que la imaginación puede ser un poco molesta, porque a fuerza de pensar en cómo sería ella desnuda, al verla realmente, no se había sorprendido en nada. Pero tampoco es que José estuviera decepcionado ni nada por el estilo, es que bueno, se leen y se oyen tantas historias que, buéh…, el sexo es imaginación, básicamente…

Alelí pensaba, por su parte, que ya lo que le faltaba era mandarle una tarjeta de invitación formal a este muchacho tan indeciso. Se había inclinado sobre él estando sentado para que le pudiera ver las tetas. Le daba el beso de despedida en la comisura de los labios. Lo abrazaba siempre un minuto más de lo necesario y apretándose a él inequívocamente. Le reía chistes que no le entendía. Lo miraba con languidez por más agrio y cínico que se pusiera. Lo había seguido por ese piedrero tan incómodo, y ahora estaba nadando desnuda frente a él ¿qué estaría esperando? Una cana al aire cualquiera echa en la vida ¿por qué no conmigo? ¿no le gustaré? ¿será que huelo mal?..., ah, no, aquí está ¡y como dios lo trajo al mundo! ¡se decidió por fin!

José vino nadando con una brazada de pecho exagerada, estilo que él usaba para nadar intelectualmente no desde el fondo, sino desde la cubierta de su corazón, pero nadie le entendía el chiste. Llegó hasta el lado de ella y le pidió el favor de que lo ayudara a constatar una información que él tenía: ¿puedes flotar boca arriba y luego cuando te avise lo haces boca abajo? Ella extrañada dijo que sí mientras él le explicaba que si era verdad que las mujeres son menos densas que los hombres la corroboración de esto sería importantísimo para lo que vendría en el segundo paso, o más bien para la aplicación práctica de dicho experimento.

Ella flotó boca arriba mientras él pasaba un dedo por todo el perímetro de su cuerpo. Al dar toda la vuelta le avisó y ella flotó boca abajo, repitiendo lo del dedo perimetral.

Ella le preguntó que para qué hacía eso tan rico pero tan raro, pero él le pidió que se fijara mientras él flotaba para marcar su línea de flotación: que va, a él, boca arriba le sobresalía un pequeño islote de la barriga y un periscopio muy gracioso, por lo menos para Alelí que no hizo sino reír todo el rato. Boca abajo ella rió más aun, así que el resultado fue que en efecto el hombre es más denso que la mujer.

¿Y que haremos con esa información? Bien, te diré: desde que te ví entrar en el agua me imaginé la delicia que sería chupártela mientras estabas a flote…, el problema surgió cuando me di cuenta de que yo estaba dando dos cosas por ciertas: que tú querías que yo te chupara esa cosita linda rosadita y de pelos claros, y que tú flotabas mejor que yo… No tengo que contarte la indecisión que me entró porque te imaginas que te hundieras mientras yo abusiva y flotantemente te metía la lengua entre las piernas…, y tú yéndote a pique, cómo íbamos a respirar…, pero ya ves. Ahora solo me queda aclarar una sola de las suposiciones…

…¡Coño! Qué complicado eres ¿y no se te ocurrió que en la orillita puede ser más cómodo? Pero no hables más, besémonos un poco para ver si me gusta cómo lo haces, porque el que besa mal arriba besa mal abajo… Oye, no lo había pensado, pero tiene lógica: besémonos… Además, el que huele bien por arriba huele bien por debajo, y el que sabe bien… ¡cállate ya, muchacho loco!!!

El oleaje era muy suave porque era el momento de las calmas de mediodía y el mar tenía una apariencia aceitosa sin una sola ola rompiente. Con todo y eso los besos tuvieron esos sabrosos tropiezos labidentales productos de la prisa, la precariedad y la zozobra. Rápidamente, y para no dejarse ni sorprender por los de la otra laya, ni para dejarse quitar la delantera entre ellos, los labios de cada uno emprendieron una atropellada competencia para ver cuales eran los más osados, o por lo menos confianzudos.

José pudo comprobar que una mamada echada en condiciones de flotación tiene la ventaja de la ingravidez (bueno, en dos sentidos simultáneos, porque siempre tiene aunque sea uno ¿verdad?) pero complica mucho la respiración. También está lo de la ausencia de dientes, cosa muy cómoda. Y si ella se relaja y él pisa el fondo, la cosa fluye bastante bien.

Pero se concluye fácilmente que con tantas cosas en qué pensar el asunto no llega al término esperado y no pasa de una travesura de cierta osadía, dadas las vecinas circunstancias. Así que sin decirse nada tomaron la decisión de salirse del agua porque la piedrota esa que hace la gran sombra tiene una superficie tan lisa y con unos pliegues a tan buenas alturas, que el confort estaba garantizado, y libre de arena.

Alelí tenía los ojos empequeñecidos y la boca roja y carnosa. Salió del agua en silencio y trastabillando. Pasó de la orilla a la sombra de la piedra en lo que pareció una agonía eterna. Cuando llegó, José ya tenía lo que parecía un año sentado en un cómodo pliegue de la gran roca, esperándola.

Ella llegó por fin y sin decir nada se sentó acaballada sobre las rodillas de José. Pasó sus brazos por detrás del cuello de él y se fue arrimando hacia delante lentamente hasta que quedó enchufada completamente. Se movió despacio hacia delante y hacia atrás. Muy despacio pero con muchísima fuerza. La presión que ejercía le estaba destrozando el cóccix contra la piedra a José quién no aguantó y le dijo que se bajara, que lo iba a convertir en pisillo de punta trasera.

Se rieron, se separaron, intentaron un sesenta y nueve, y un setenta y cuatro, un manual y un sesenta y ocho, siguieron con las chupadas: una vez uno y luego la otra…, qué va, no había manera, no se podían concentrar…, y sin llegar a dónde hubieran querido decidieron regresar junto a los demás e intentarlo en alguna otra ocasión más cómoda.

¿Qué tal resulta la otra playita? Preguntó María Eugenia al verlos llegar…

Bueno, se puede decir que a primera vista parece un buen lugar para practicar algunos deportes, pero termina siendo un sitio más bien incómodo…

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