jueves, 7 de mayo de 2009

¿Engaño? ¿Desengaño?

Si Marx y Engels revivieran y se dispusieran a escribir
un manifiesto comunista nuevo,
quienes somos auténticamente de izquierda
deberíamos alzarnos y pedirles que no lo hagan,
que los proletarios del mundo, unidos,
no queremos que nos echen esa vaina otra vez,
que no nos salven, que dejen que nos jodamos;
te aseguro que nos irá mejor.

Francisco Suniaga


Sí señor, ser de izquierda era una identidad. Y diría que serlo (realmente) ahora es una proeza.

Cuando yo era niño, hace una pila de años, eso está claro, la crianza de un carajito como yo pasaba por una especie de preparación para vivir a plenitud el cambio en ejecución, en ejercicio, que experimentaba la humanidad toda.

El cambio romántico signado por el amor y la paz, algunas sustancias subversivas, una que otra idea alegre (¿o era al revés?), un reconocimiento de que la autoridad ejercida como se había hecho hasta entonces no conducía sino a atrocidades como las muertes en Vietnam, la del Che, la de Víctor Jara, el enriquecimiento descomunal de unos cuantos a expensas de unos muchos, y así…

Se suponía que la propuesta de Marx y Engels, el éxito de Fidel, las letras de Lennon, el movimiento estudiantil, el mayo francés, qué sé yo, la vaina que le echaron a Nixon, nos llevaba directo a un mundo mejor…, o por lo menos yo lo entendía así y Mercedes Sosa, Violeta Parra, Joan Báez, y algunos otros también, me pareció.

Claro que no tenía aun en mi haber ni un solo choque con la autoridad más que aquella célebre vez que el Padre Francisco S. J. director del colegio citó a nuestro representante porque mi hermano y yo teníamos sendas melenas. Se presentó mi Papá muy obediente, y al verle el Padre la tamaña tumuza con el aderezo que significaba su hirsuta y bolchevique chiva dijo: nada señor, nada, que a la legua se ve que la cosa es de familia…, vaya tranquilo y disculpe la molestia… O sea, que no fue un choque demasiado fuerte ya que, supuse, el mundo estaba cambiando para mejor.

Más tarde empecé a sospechar que el cuento no estaba del todo claro. Sí, conversando con un amigo de la misma calle para explicarle todo, hijo del dueño de la bodega que quedaba en la esquina contraria a mi casa (en aquel Barquisimeto de los setenta) quién a todas luces pertenecía a ese proletariado al que se tenía que salvar para que pudiera disfrutar plenamente de ese mundo mejor que se estaba gestando ya con parto inminente...

Pues el muchacho me miraba como si le estuviera arengando en mandarín o como se le oye hablar a un pana querido que está hasta el culo de alguna sustancia prohibida y uno no quiere herirle los sentimientos.

Claro, yo le explicaba en aquel lejanísimo año setenta y tres que el problema era (esto se lo escuché a un camarada de mi Papá y me pareció que la cara de asombro de los contertulios apoyaba de sobra dicho argumento, y lo adopté) que la autoridad se había convertido en una finalidad en sí misma, que no estaba realmente puesta para hacer cumplir unas normas concebidas para el bien colectivo sino para mandar y punto, y era de eso, entre otras cosas, de lo que había que salvar al pueblo.

Se suponía que esta autoridad ejercida por sí misma y para sí misma era la principal herramienta del opresor en la consecución de su perpetuidad. Para un ejemplo se nombraban a los gamonales peruanos en descenso gracias a la reforma agraria, y a los adecos en ascenso (no por mucho tiempo según el camarada) gracias al petróleo… Hay qué ver lo bien que me aprendí la plana, y lo poco que la medité ¿no?

Y regresando esta mañana del aeropuerto, treinta y siete años más tarde, le agrego a la autoridad la complicación de la dualidad transferible/intransferible de su carácter. Me refiero a que a mi regreso del aeropuerto me encontré con una tranca del demonio: tres horas y media estacionado en la Juan Bautista Arismendi porque los trabajadores del transporte público habían tomado las entradas de Porlamar en una operación que ríase usted del Caracazo y demás mangas de chaleco.

Durante la “temperada” obligada que me eché en esa explanada calcinada conocida como “Macho Muerto” por supuesto que formé parte satelital de más de una tertulia entre vecinos vehiculares. Así fue como me enteré de lo que estaba pasando: que los trashumantes de la rueda estaban hartos de que se les matara y asaltara un día sí, y el otro también. Que reclamaban la presencia de Morel (el gobernador) para que les resolviera el asunto, y he aquí lo que recogí: que una manifestación arbitraria como esa había que disolverla con la presencia de la guardia y a planazo limpio, que por culpa del gobernador era que estábamos así.

Esa fue una señora zamarra natural de Willendorf de panza a tres tetas que manejaba una pickup.

La señora manierista del Yaris dorado y bluyín de marca decía que era mejor usar la guardia para agarrar a los asesinos de taxistas, que la vaina era culpa de la falta de autoridad (presidencial).

El ingeniero de la Autana hablaba por el celular dando órdenes para que no sé quién se apurara en hacer lo que no sé quién no les dejaba hacer y que seguramente estaría ocupado con los sucesos de hoy.

No me voy a extender dando versiones del mismo tema para no cansarlos. El hecho es que la opinión más o menos promedio, y de la tendencia que fuera opinaba que las autoridades tenían la culpa de eso que estaba pasando. Tanto de la muerte de otro taxista más a manos de una fuerza hamponil cada vez mayor, que coloca la profesión de taxista más arriba, en la escala de peligros laborales, que a los míticos pilotos de helicóptero.

Cuando se refieren a las autoridades la vaina le cae, desde el policía de a pie, hasta al mismísimo presidente de la república. En escalera, pero también individualmente.

No, pero si es que esa gente está ahí nada más que para mandar y para meterse una bola de billetes al bolsillo, no importa de dónde salgan, pero cuando tienen que presentarse para defender al pueblo que lo escogió, si te he visto no me acuerdo…, eso lo decía la señora de las tres tetas que era la que mejor bregaba contra el viento y el ruido automotor en medio de aquella desolación a la que solo le faltaba un Simplicio y un italiano mala paga pero dirigidos por Olegario Barrera.

Y yo pensaba metido en mi carro para que no me secara el poco seso que me queda esa dupla terrorífica que hacen el sol y el viento en cantidades industriales, que la razón no es una cuestión de método ni de lógica, que la razón la tiene el que logra reunir más adeptos en un momento dado. Después ya no importa porque ya tuvo su rato de celebridad. La razón depende de la publicidad que se haga…, del marketing, pues.

Y que sí íbamos más allá, en el mismo pote se puede meter las ideologías. Es la misma vaina que ir a una tienda de pantalones: buscas modelo, talla, color, material, te lo pruebas, y si te ajusta y lo puedes pagar cómpralo. Luego puedes usarlo como símbolo de status y trabajar para poder mantenerte a ese nivel de marca de pantalones. Llamémosle la ideología-pantalón de Moebius.

Ahí mismo me saltó encima la verdad de mi desengaño ideológico de cuarto grado (de primaria) que siempre le achaqué e mis padres y su divorcio (ojalá sepan perdonarme) teniendo poco que ver eso en el asunto. Lo que pasó fue que me di cuenta de que nadie quería ser salvado. Menos por unos chibúos en carros viejos y ropas raídas, haciéndome rebotar en mi caída desde las alturas del Manifest der Kommunistischen Partei hasta una muy diferente de Mein Kampf.

Y en esa rebotadera entre tienda de pantalón y tienda de pantalón fui desde los Borbones hasta Idi Amin Dada; del Sha de Irán (con todo y Farah Diba) a Medina Angarita (incluyamos a Doña Irma Felizola para no hacer menos); me fui desde Tomás Ibáñez hasta Aldous Huxley, y tal vez por eso fui a parar muy cerca de preferir el sistema de castas… Un viaje agotador como él solo que me hizo poner en duda todo lo que conocía e iba conociendo, para convencerme de nuevo, y caer nuevamente en el desconocimiento y en esta pregunta: ¿puede el ser humano inventar algo útil más allá del martillo?

Hoy, en medio de la descomunal tranca de tránsito, bajo ese sol que aplana todo lo que se le escapa al viento entendí lo que quería decir la frase de Pasternak que reza “el hombre nació para vivir, no para prepararse a vivir”, y me dio un poco de vergüenza pasarme cuarenta y cinco años preparándome para vivir. Buscando una respuesta que no existe para ver de qué modo podía acojinarme mejor en el albur de la vida.

No existe un sentido de la vida. No hay que engañar a los menores con un embuste críptico tan jodido. En vez de eso hay que vivir lo más cómodo, lo menos complicado: simple, pues. Para que después, a la vista del tren que nos ha de llevar de aquí, no nos entre la caga mayor junto con el enorme cargo de conciencia de haberle embromado la vida a nuestra prole con las mismas monsergas con las que nos jodieron a nosotros.

Perdónenme entonces, viejos queridos, por echarles el ganso a ustedes que no tienen nada (o poco) qué ver con este engaño-desengaño, porque hoy sé que a ustedes también les echaron mal el cuento.

Todo es marketing nada más.

1 comentario:

Anne-Marie Herrera Nälsén dijo...

no puedo estar mas de acuerdo, mi vida. Yo siempre sospeché que si la ideología no te ayudaba a vivir mejor, había que desecharla por inútil. He vivido una porrada de años y sostengo eso. Hay que vivir, simplemente.