viernes, 16 de octubre de 2009

Espejos.

“Maríbunoco”.

Wilmer Velásquez.


Dice mi bella esposa que uno es muy mal espejo de sí mismo.

Lo dice cada vez que yo digo que soy chueco o desgarbado, que soy medio pendejo, que pienso diez años después de muerto, o cosas por el estilo… Yo se lo digo a ella cada vez que dice…, eeeh…, bueno, a veces encuentro dónde encasquetarle la frase. No muchas veces, pero de que se lo he dicho se lo he dicho...

La vaina es que tiene toda la razón del mundo y parte de Paraguaná y todos los días encuentro más y más pruebas de ello.

Por ejemplo en aquel colegio dónde estudiaban dos de mis chamos juraban que eran la bala que mató a Kennedy, que sus exigencias académicas los colocaba en el top ten de los colegios a nivel mundial y todo un tipo de pendejadas que no tienen ni pies ni cabeza.

La verdad pura y dura es que son un antro repelente de lugares comunes y miedos que dan por flojera. Aparentar altos propósitos para mimetizar ahí como quién no quiere la cosa un miedo horrible a que los hagan pensar, que los pongan a usar el cerebro es uno de los modos más abyectos de la hipocresía. Pero ellos se dicen maravillosos. Qué cagada de espejo.

Y así me voy con observaciones de gente de todo tipo.

Los que hablan de una rectitud de comportamiento, los que hablan de la colaboración e intromisión del octópodo universal que parece ser otro nombre de la espuma cuántica, los que no tenemos nada en la cabeza pero sin embargo pensamos demasiado…

No, esta vez no critico a nadie, me aburrí de eso. Esta vez la agarré con la parte de la física que es la óptica de los espejos.

Ni apolíneo ni báquico en la medida de lo posible…

Tengo recuerdos recientes de un comentario que leí sobre una persona que conocí alguna vez que y que decía de sí mismo ser una persona densa y cerebral… En realidad es una persona todo lo sencilla que se puede ser teniendo un enorme gusto por el drama en el mejor estilo mediterráneo. Y no, no es crítica, ni siquiera un juicio. Solo es un ejemplo para ilustrar la diferencia entre lo que uno cree que uno es y lo que los demás ven de uno mismo. Una divertida diferencia que da pie para la comedia de equívocos que conforma el guión de la vida.

Así mismo me ocurrió en la fiesta de cumpleaños número setenta de mi papá. Nos pegamos el maratón justamente el fin de semana en el que se celebró la cumbre de presidentes aquí en Margarita. No nos dejaron sacar el carro y nos tuvimos que ir en autobús. Tardamos treinta horas en llegar allá.

Yo iba muy tenso todo el rato porque tuve que parar el trabajo de la construcción de la casa y porque pensaba que los niños estaban más incómodos de lo que realmente estaban, pero tras preguntarles unas tres docenas de veces y obtener siempre la misma respuesta me logré quedar tranquilo.

Allá encontramos una buena porción de la familia dispuesta a hacerle el rato feliz al viejo querido y la verdad pasamos un rato bien sabroso.

En la mañana no tan temprano nos levantamos y afuera tropezamos con algunos rezagados amanecidos en estados de percepción más bien alterados que entre Venus y un pulpo abogaban por la universalidad del cariño solidario mientras me preguntaban sobre el contenido de mi caja craneal.

Tranquilos que yo tampoco entendí un coño de todo el tema. Lo que sí saqué en claro es que el espejo me volvió a fallar. Sí, yo siempre me he visto como un tipo antipático y un poco violento tendiendo más de lo que yo mismo quisiera a los arranque inmaduros de malcriadez venenosa, o cómo dijera alguna vez el bueno de mi tío el cuarto: un tipo de armas tomar.

Resulta que no, que soy el bueno de la cuadra, el comprensivo y benevolente. O por lo menos eso es lo que en realidad ven los demás en mí. Por lo menos el espécimen detector de brillo en los ojos vidriosos de un pulpo asoleado pero amanecido muy ahumado de cannabis frente a las niñas, que si lo pesca la lopna, la patada se la da en el paladar editorial y gangoso ese que tiene.

Pues no soy violento ni inmaduro. No, ni me provocó darle una trompada, ni me provocó siquiera decir una intemperancia. No, bueno, a lo mejor tenía la neurona ocupada en descifrar el mensaje oculto pero por puro esperanzado que soy. Sí, creo que esperaba que el encriptado tuviera algún significado y me dio corte pensar que por tonto de repente no lo desentrañara.

Pues me pasó como con dios en quién no creo pero que me encantaría que existiera.

Y esa es otra, la estabilidad emocional… Si me preguntan al respecto les diré que es parte de una realidad que no me atañe, pero he escuchado decir, y hasta he leído que no solo soy estable de ese modo sino que lo proyecto, que enseño a los demás sobre eso… Creo que mi ex esposa me cambió el espejo y me veo a través del de ella… No sé… Pero me estoy perdiendo. No se trata de criticar a nadie. Ni siquiera a mí mismo.

Pero sí, a veces hay que hacer un esfuerzo para desentrañar no la razón o el motivo del paso de uno por el mundo. Cierto amiga, no hay que pensar tanto, a lo mejor es que hay que andar por ahí como un bichito del dios en el que no creo dejándole en sus manos lo tocantes a las provisiones y que mañana amanecerá y veremos. Así todos los días hasta que en uno de esos uno amanezca con presbicia y artritis sin saber cómo ni cuándo se abrió esa rendija por la que de pronto se colaron cuarenta y picote de años…

Y dígame, venirme a explicar a mí que la estabilidad de la mesa psicológica de un ser humano tiene una pata apoyada en unas navidades que antes no tuvieron y que gracias a una historia del siglo diecinueve que no terminó de levita, pumpá y organdí (Ja… Qué molleja ‘e malo ese espejo) ahora se puede ir a Tesalónica y a las Antípodas. Libertad de tránsito, libertad de cultos, libertad de sentimientos… Me quedo con el Dadá.

El caso es que la vida es larga cuando la miras de abajo hacia arriba, pero cuando la miras de arriba hacia abajo resulta un poco más corta de lo que uno quisiera y debo aclarar que en este caso, uno, soy yo.

Y no hace mucho que era un muchacho torpe que todo lo rompía nada más que porque le creció el cuerpo más rápido de lo que tardó en acostumbrarse a ello, pero lleno de buenas intenciones que pretendían encauzar aquella naturaleza ingenuamente manipuladora y calculadora que rendía dividendos y culpas por igual solo para ir a meterse en un lío nuevo que tampoco sabría manejar por zoquete, o por tarugo. Tal vez hasta por bloque gringo.

La cura para esto, amiga mía, fue aprender a pensar mucho. Aprender a encender el cerebro antes que la musculatura. A escribir la carta pero no ponerla en el correo hasta una semana después… Cierto, no pude aprender a bailar porque es muy difícil llevar la cuenta de tres pasos para allá, uno para acá, saltito, media vuelta, meneo, uno dos tres cuatro, tres pasos para acá, el tumbao, y así. No me divierte. Me enredo, me estreso. Me doy cuenta de que voy mal y me deprimo. Permanezco deprimido por cuarenta años. Luego se me rompe el espejo ese palurdo que tenía y resulta que soy otro. Soy uno que no veía. Soy uno que tiene paciencia (salvo con la lesión del hombro que me las hace ver canutas) soy uno que goza el viento y el tierrero.

Por eso creo en el pulpo a la gallega, en los calamares rellenos, en las criadillas a la milanesa, y no en héroes editoriales, ni en duendes de la floresta, ni en hadas, ni en el plan de crédito del karma, ni en el supermercado de dios.

No necesito tocar el fondo para saber dónde me queda arriba y dónde me queda abajo. Me saco el piripicho y meo. Así sé rápido para dónde queda abajo y quito los pies para no salpicármelos. Y me río mucho, y rezongo mucho, y no me brilla sino la calva, y no fumo mariguana delante de los niños, ni rompo la barrera de sonido corriendo tras imágenes y textos.

No voy a casa de mi tía a estar hablando sin saber, no le doy ni agua al enemigo pero como no tengo enemigos le doy agua a todo el mundo aunque ya aprendí a no darla toda, a guardar para mí y los míos, y esto lo aprendí pensando. No viéndome en ningún espejo.

Pensando.

Me interesa lo que me interesa, lo que no, pa’la mierda. Pero sí me pregunto ¿dónde está mi antipatía? Me hace falta a veces para poder jugar frente al espejo, porque aunque lo rompí, a veces me veo en alguno de sus pedacitos.

Claro que en esos pedacitos se distorsiona más el conjunto, pero como método de estudio estereotipadamente científico resulta maravilloso para sacar en claro hasta una lesión muscular relacionada, cómo no, hasta con el quinto chacra.

Conversando con Anne-Marie y con mi Papá logré, pensando, sacar en claro el quid del asunto. Del chacra y el músculo. No es el miedo. No es la culpa. No es el pasado al que no sé cómo coño es que se le abraza para hacerle el amor, ni cómo ni por dónde…, pero soy hombre y nosotros no vemos estas cosas… Es lo que mi Papá llamó la vieja fastidiosa y Anne-Marie, infinitamente menos incorrecta llamó un exquisito modo de preocuparse por lo que no ha pasado.

Pienso. Sí pienso: el brazo izquierdo, nunca el derecho que me resulta imprescindible. El hombro, no la mano. Lo que debería ser según quién. El quinto chacra. La garganta, la tiroides, los zapatos, mañana, el techo, el viaje, las niñas, el deber, la renta, la factura, los golpes de pisón, la comida de las perras, el agua para el gato. El bueno de mi tío el cuarto. Una que pelea hasta con la sombra porque no se soporta a sí misma. Corsaria.

Cómo dice mi querido Mateo: ¿sabes qué? No me interesa.

El espejo es pésimo alter de uno mismo.

Pues sí.

No hay comentarios.: