martes, 19 de enero de 2010

“Anaeróbico, báquico, celíaco.”


“No se trata de algo sin alas en absoluto.
Podría llamarse Pegaso-
Si nos hiciera pensar en las gasolineras.
O podría llamarse Ícaro-
Si nos hiciera pensar en caídas.
Pero sigue bajando en picado
Cruzando el cielo como un planeador,
En busca de una pradera
Un campo,
Un pantano al sol
En el que (como bien has dicho)
Comienza toda la vida”.

The Wingless & The Winged
Erica Jong.


Hoy es cuatro de enero del año de nuestro señor, 2010.

Hace exactamente treinta y seis años que fuimos a ver motos para comprar una.

Nuestra primera moto de la que he hablado tanto y tanto porque no resultó ser un perol con dos ruedas y motor solamente. Fue un hito. Fue un marcador. Un mojón en su acepción cartográfica como bien se entiende.

Ese cuatro de enero del año setenta y cuatro (puntualización útil cómo fe de erratas pues alguna vez creí y dije que había sido en el 73 la cosa, y no es posible que haya sido así porque resulta que el cinco de enero del 74 cayó sábado) subimos de Carmen de Uria a Caracas bien temprano para buscar esa moto que queríamos.

Llegamos a una Caracas con luces de otoño pues hubo un eclipse parcial de sol, que aunado con los aires livianos de enero, nos hizo poner los suéteres que mi Mamá nos había obligado a traer.

Ese día compramos la moto pero nos la entregaron al día siguiente, víspera del día de Reyes, seis de enero de mil novecientos setenta y cuatro. No del 73 porque la fuimos a buscar un sábado y no un domingo. Qué vaina con mi memoria.

Las imágenes de ese día forman parte de mi estructura, de mis huesos, de mis canas, de lo que soy.

Empezaba ese año y empezaba también la manifestación física (y emocional) del desmoronamiento de mi niñez.

Por eso recuerdo tan claramente el año 1974 (y el 73, y el 75 también. Tal vez se me mezclen un poco). También porque escuché por primera vez el Piano Merengue de Damirón, La Zaporrita de Los Melódicos, y el Pinocho de Luís Avilés convertido en himno de Copey, y El Gran Combo de Puerto Rico avisaba que Van A Eliminar Los Feos. Las Cuatro Monedas anunciaban que los hermanos O`Brien tomaban Rico Malt, con los grandes del sabor: leche chocolate y malta… Y Tony Montserrat ponía sobre aviso a Brutus por la llegada de Popeye.

Recuerdo que Cañonero II había ganado el Kentucky Derby y hasta las gaitas de Joselo hablaban de eso, y de lo que había que hacer si te picaba la machaca.

Sandro, que ahora coge y se muere, cantaba “Se te nota” y “Rosa Rosa”…, y José Luís Rodríguez se metió a evangélico dándole por cantar algo sobre alguien que gritaba cosas extrañas sobre una montaña, pero meneando pelvis como Elvis mientras Trino Mora nos ponía de mandaderos para decirle a ella que él seguía pensando en su amor, pero arrecho con el Puma porque le había robado el estilacho.

Ya había toda una gran controversia acerca de las consecuencias socioeconómicas de la Zona Franca en Margarita.

Entraba en funciones Carlos Andrés Pérez Rodríguez como presidente y nacionalizaban el petróleo. Acción que desencadenó todo tipo de reacciones y que ahora me hacen reír porque se parecen mucho a las que desencadena Hugo Rafael Chávez Frías… Pero como yo no sé de política no voy a hablar de lo que desconozco. Sólo cuento lo que recuerdo.

Fue ese el año en el que empecé a darme cuenta de lo duro que resulta depender de personas que no están completas y del por qué. De lo duro que resulta darse cuenta, principalmente.

Fue ese exactamente el año (un año en el que mi memoria mezcla tres años) en el que empecé a observar el desvío de mi trayectoria, y ahí precisamente reside el germen de la sensación de vejez que me ha acompañado toda la vida, y que recién ahora empezando la edad madura, la estoy dejando atrás… Como no termine como Benjamín Button…

El caso fue que, en adelante, demasiadas veces no entendí nada. O sí pero me pareció que no, que no podía ser, y me tocó agarrarme del cinismo para no caerme en un hueco que no sabía muy bien a dónde iba a dar.

El pobre cinismo es vilipendiado una vez sí y la otra también, y no lo merece. No lo merece lo mismo que un niño no merece castigo semejante por atravesado que resulte el coñito ‘e madre.

En ese año 1974 me entró en la cabeza que la mudanza de regreso a Caracas no era un arranque intempestivo producto de una escaramuza en la mesa de directorio familiar, sino un cambio sin retorno. Es decir, que era el devenir natural y solo el principio de las manifestaciones visibles.

Por cualquier vía llegué a la tristeza, no por lo mal que iba mi mundo sino por lo simple de la solución que no querían ver. Y no, realmente no creía que la vaina era simple un carrizo. No. Si no, seguiríamos bien…, o es que tal vez así era que estábamos bien y no me di cuenta por estar pensando en que antes era que lo estábamos. Qué enredo.

Por eso el cinismo, al que acepto y utilizo en carácter transitorio, o más bien itinerante.

Si la zorra de Esopo no hubiera determinado que las uvas estaban verdes se hubiera enfermado de la arrechera.

No nací cínico. Me hice cínico construyendo mi cinismo como un artesano, con la paciencia y dedicación de un orfebre. Mi intención era tener el más preciosista de los cinismos. No lo logré, claro, y si no llegué a la anhelada perfección lo lamento porque ya quiero ir en retirada de esas lides… Creo que me puedo ir retirando.

Y no soy especialmente pesimista. Increíblemente tiendo más bien a un optimismo casi irresponsable. Por eso pensaba que con solo sacudir la cabeza podía despejarla de pensamientos horribles, inclusive librarla de las imágenes que se me grababan, de las conversaciones escuchadas, de la realidad circundante, de la certeza de estar en medio de un remolino de incertidumbres más que ciertas.

Ni de vaina sacudirla como lo hacía la vedette del momento en la propaganda del jabón Cadum porque además habría que soltar un mariconcísimo ¡shú!. No, qué va. Hablo más bien de sacudir la cabeza como Ringo Starr, pero siguiendo el ritmo con el puño del acelerador y nunca con la batería porque mi moto era de magneto.

En enero de 1974, el veintiocho, cumplí diez años. Mi Papá no estaba pero había dejado la moto y yo pensaba que, bueno, que podía haber sido peor… Eso fue una tonta sacudida de cabeza, porque nosotros estábamos en ninguna parte viviendo con mi abuelita que lealmente nos acogió bajo su techo y alimentó de su mesa, pero bajo ningún concepto permitió ni moto ni batería en su mesa. Cosa que resulta la mar de lógica realmente.

En ese año 1974 mi hermano Luís Gerardo y yo pasábamos largos ratos conversando con nuestro hermanito que aun estaba dentro de la barriga de mi Mamá sentados uno a cada lado de ella. Luego en la soledad de nuestra habitación, antes de dormir, hablábamos hasta tardísimo de lo arrecho que iba a ser ese hermanito cuando creciera, de lo grande y fuerte que sería, de lo inteligente y genial. Eso también era un modo de sacudir la cabeza, digamos, a dos voces, no por mi hermanito quién superó toda fantasía nuestra, sino porque no entendíamos muy bien el panorama, digamos, general…

Por eso ese año 1974, con moto, con Cañonero II, con la machaca, con Sandro y con Carlos Andrés Pérez Rodríguez, fue un año importante. Fue el final de mi niñez y no temo pecar de exagerado al asegurar que también fue el final de la niñez de mi hermano, al que le llevo casi tres años. Curiosamente es hoy la primera vez que pienso en eso.

No me extraña nada que me pusiera tan tremebundo después de ese año 1974, que me diera por quemar terrenos baldíos donde estuvieran. Por tumbar los pinos de Colinas de Bello Monte. No me extraña nada que durmiera en el cuarto de la moto y apuñalara los cojines, y que me volviera vengativo y rencoroso, violento y llorón.

Me acabo de acordar que exactamente diez años después de eso, en enero de 1984, cumpliera yo veinte años, convaleciente de dos fracturas de huesos por un accidente en otra moto pero ya sin moto. Mi Papá estaba en la misma ciudad y no me vino a ver y no lo culpo.

Es interesante ese cierre de un ciclo de diez años tan estrechamente ligado a las motos… Un moto-ciclo, puede llamarse…

Ese enero de 1984 cerré un ciclo de sacudir la cabeza que me tragó una década completa porque ya casi nadie recordaba a Ringo Starr y lo que parecía era que estaba tratando de desalojar agua de mis oídos.

Ahí comencé a fijar las cosas, a rescatar mis recuerdos, a valorar el potencial de la utilidad de todo lo que había estado tratando de desechar pero que nunca se quedó atrás realmente. Y empecé a tener muy quieta la cabeza entonces para que no se me cayera ningún recuerdo. Me convertí en una urraca que guarda recuerdos en su nido, en vez de perolitos brillantes.

Y fue por eso que comencé a desapasionarme y a padecer de insomnio. Por eso perdí la chispa que enciende la guerra. Por eso me di cuenta de que podía ver a través de los demás pero no a través de mí mismo. Por eso me puse impertinente. Por eso detestaba a Gibrán. Por eso escuchaba a Silvio… Mentira: escuchaba a Silvio porque aprendiéndome las canciones y luego cantándolas acompañado de la guitarra levantaba muchachas en algodón y sandalias, y esta es la verdad.

Para ilustrar lo que dije antes sobre ver a través de los demás tengo que confesar que una vez se me ocurrió decir en una reunión cultureta (para usar el término que me concedió mi amiga Carola) que yo tenía (para aquel entonces) mucha fe en que la salvación del planeta estaba en mano de los judíos (sin ánimos antisemíticos) y las grandes corporaciones conservadoras que tarde o temprano se darían cuenta de que si acaban con el mundo no conservarían sus negocios perdiendo las exorbitantes y excitantes ganancias…, es más, ya habían descubierto lo que producen los programas sobre daños y catástrofes que pasaban ya entonces por cine y televisión… Que esos programas junto con documentales sobre los sitios que aun quedan más o menos sanos predicen con precisión cartesiana hacia dónde se moverán los negocios en la segunda mitad del siglo XXI indicando también la dirección de las inversiones más rentables que se pueden hacer desde ahora, pensando en nuestros hijos.

Bueno, qué decir, que me corrieron a escobazos e insultos dando gritos, y hasta aullidos, mientras algunas chicas todas de batik hipaban atragantadas con el llanto, mientras las tonantes voces de más de un barbado anteojado, enojado, me dejaba vilipendiadamente insultado.

Aquí lo puedo decir con tranquilidad, en confianza, con la intimidad que confiere la impersonal pantalla: no les creí nunca y sigo sin creerles. Creí y creo en mi cinismo que además de todo es un cinismo visionario, fíjense que sin ánimos antisemíticos ya tenemos encima una ruda campaña anti-recalentamiento global por medio de la cual se nos culpa a los del tercer mundo de esa vaina porque es la quema de los bosques la que está jodiendo el planeta y no la contaminación que produce el primer mundo…

Ya verán como a la vuelta de poco tiempo empezarán a intervenir más “activamente” por estos lados con esa excusa…, y bueno, que no tendrán que cerrar sus negocios… Me declaro cínico amateur apenas, pero más de veinte años adelantado a mi época. Eso sonó raro, pero no lo voy a aclarar.

Sé que en algún momento habré de trascender el cinismo pero evito pensar demasiado en tan infausta eventualidad, con mi cabeza ya no tan quieta.

Y sí, claro, mi optimismo, entonces, radica en un cinismo esperanzado. Já, já.

Pero no nos desviemos, coño, que luego vienen y con toda la razón me acusan de dar demasiadas vueltas. A mí, que no existe nadie con la cabeza más quieta en el mundo.

Esto que recuento comenzando en enero de 1974 me indica que esos ciclos que mido en décadas me dejan ver hacia dónde va mi vida. Una simple extrapolación de datos, o más bien un cálculo balístico de mi trayectoria basándome en el recorrido previo, me permite por fin ver a través de mi propia mente.

Comencé, en mi primer ciclo que fue mi psicodelia infantil, a recoger datos sueltos sobre la relatividad del fenómeno de la vida. Es decir, de que por un lado el ser humano representado en nosotros mismos sembraba árboles por acá pero hacía una guerra (en Vietnam) por allá. Que Joan Báez cantaba, que George Harrison cantaba, que Bob Dylan cantaba… Que el Che Guevara luchaba, que Livia, que la Malinche, que mi Papá… Que Nixon, que Moshe Dayan, que Indira Gandhi… Que Leoni, que Caldera… Que El Temucano, que Puebla, que Víctor Jara… Que Trino José Mora García, que Henry Stephen… Que Don Nemesio Godoy.

Este ciclo pasó por otras latitudes, pasó por la extrañeza de saber que la arena era capaz de contener el metal fundido, que en los diccionarios estaban todas las palabras, y terminó en el momento en el que aprendí a manejar moto.

Sí, cuando yo era carajito iba y le preguntaba a mi papá, por ejemplo, que qué era una heterodoxia…, él me ponía el diccionario hispánico universal en mi esternón sin mediar palabra.

Yo le pregunté por esa palabra porque el título del libro que él estaba leyendo era “Hombres y engranajes, heterodoxia” y yo sabía qué era un hombre y había visto muchos engranajes, pero lo otro resultaba arameo antiguo para mí. Claro, después leí, tardé en entender, pero al final me cayó la locha luego de darme cuenta de que Ernesto no hacía zapatos ni siquiera en sábado, que lo que pasaba era que había leído mal su apellido. Menos mal que no pregunté.

Por eso aprendí palabrotas y palabrejas en esa etapa. Pero el placer lo descubrí ensartando ristras de ellas de uno y otro modo ensayando siete maneras de decir lo mismo sin cruzar adverbios, no por prejuicios, sino por deporte porque detestaba el fútbol… La mecánica de las palabras, dos etapas después… Después del cierre del moto-ciclo, porque fue después de enero de 1984 que descubrí que sin duda decir “el estado de ebriedad” no pinta igual que decir la “borrachera arrastra culo”…

Pero describir mi salida de aquella fiesta ochentosa (en la que mezclé cerveza con ron, tequila y ginebra) sin que nadie se diera cuenta de mi estado para poder ir a vomitar sin consecuencias (sociales) en el bajante de la basura de aquel edificio en Montalbán diciendo que fui cambiando de asiento pasándome de silla vacilante en silla evasiva muy disimuladamente hasta que llegué a la puerta, y que luego de ahí me fui agarrando de la baranda sorteando invitados poniendo la mejor sonrisa que podía hasta que llegué al mencionado bajante, es exactamente describir una borrachera arrastra culos, solo que lo fui arrastrando de silla en silla, y luego pegado a la baranda pasando entre invitado e invitado muy sonreídamente…

Cierto, no pinta igual ahora que lo releo.

El ciclo que comenzó en enero de 1994 merece muchas letras que dejaré caer cuando esté listo para ello. Pero diré que ésta que comenzó en enero de 2004 (cerrando un bote-ciclo del que ya hablaré también) me llevó a salir de un hueco que solo León Gieco, en ésta época, podría describir con las palabras adecuadas.

Y no, resulta que no estaba loco. O sí, culpa también del gluten.

Si le entramos a la locura por un lado y le salimos por el otro se podría obtener una clase de cordura ¿paralela? Que está más loca que la locura misma y más cuerda que la cordura porque el péndulo es así. Y aquí me vuelvo a salir de la ruta un momento nada más, lo prometo, porque esta aclaratoria es necesaria aquí.

Voy a tratar de describir concienzudamente, o por lo menos gráficamente para no exagerar, lo que yo llamo la cordura paralela: visualicemos un momento a la locura como un gas más pesado que el aire (porque el gluten pesa lo suyo) y ligeramente ambarino (como se ve la luz a través del humo de escape de un motor diesel, o de una moto dos tiempos. Un San Ruperto subiendo por la esquina de Torrero sirve para el caso, o mi Italjet con mezcla equivocadamente cinco a uno porque entendí mal) que está preso dentro de una esfera inmaterial hecha principalmente de conceptos o prejuicios (que vienen a ser más o menos lo mismo más veces de las que me gusta ver) que ejercen sobre los cuerpos que gravitan a su alrededor, una especie de fuerza centrífuga y centrípeta alternativa e indecisa de la que pendemos todos no sabiendo nunca objetivamente cuándo hala ni cuando empuja.

Imaginemos visualmente por un momento que uno de esos cuerpos (el mío) que gravita alrededor decide que está cansado de ese carrusel y se deja llevar. Pero la vaina es que lo decide en el momento en el que (casualmente) está actuando la fuerza centrípeta, y pasando a través de la inmaterial cáscara de los conceptos y los prejuicios aunados una vez más, ingresa en la esfera del gas ambarino de la locura.

Tras respirar un rato y parpadear un poco dentro de los efectos ópticos que ese gas (que es como una nube de polvo muy fino de harina de trigo) ejerce sobre la percepción y capacidad crítica del cuerpo en cuestión, el susodicho nota su aislamiento conceptual y eso tampoco lo puede llamar descanso… Bueno, lo nota después de darse cuenta de que por cansancio se dejó caer dentro de algo que divierte un rato pero a costa de un cansancio igual, no más que diferente.

Para entender lo que sigue visualicemos por favor un parto, de adentro hacia fuera. Es decir, que nos imaginemos saliendo por ese conducto estrecho, pero que nos imaginemos la cosa solo visualmente dejando por favor de lado el oído, el tacto, y sobre todo el olfato para no distraernos.

Sí, vamos bien con el ejercicio: no entendemos nada de lo que vemos porque no tenemos la clave del código por culpa de la inexistencia de conceptos y prejuicios. No olvidemos que dejamos de lado en primera instancia el oído.

Ahora veámonos a nosotros mismos ya paridos, es decir, salidos por ese estrujador conducto, parados en un sitio iluminado y tranquilo no sujeto a los avatares de la indecisión y alternada disputa entre las hermanas Fuerzas (centrífuga y centrípeta) tratando de entender qué pasó y quiénes somos.

En ese punto instintivamente volvemos la vista hacia la esfera gaseosa pulverulenta ambarina que recién abandonamos y vemos a través de ella la realidad que está allá, del otro lado, ópticamente deformada por el cambio en la densidad de los gases de los tres medios atravesados por la penetración agudísima de nuestra vista.

Como ésta esfera de gases ambarinamente densos y presos por los conceptos no abre nunca sus conductos de entrada ni de salida de ningún modo lógico, precisamente porque los prejuicios no le permite nada más que el número rándom para elaborar sus programas, nunca se entra por el mismo lado por el que se sale, y por esto, la cordura que uno conocía siempre se queda en otro lado que no es el lado en el que uno se encuentra después, en el ámbito de otro cuadrante de la cordura…

… Bueno toda una monserga fastidiosísima.

Por esto, por lo fastidiosa que resulta la explicación, es que resumo todo acuñando un nombre que justifique por lo menos lo rara que me resulta la manera de razonar de los que están detrás de la esfera ambarina hecha con los gases (o el polvo) de la locura: cordura detrás de la locura o mi realidad paralela a la que también le digo hipercordura, pero casi no lo hago porque la explicación de este término es aun más fastidiosa que la anterior.

Ahora que estoy más o menos firme en mis preceptos, que comprendí que si sigo sin dormir no voy a poder olvidar nada, y que de no recordar también depende parte de mi felicidad. De que perdonar requiere de cierto olvido y de que tanto a mí como a Ireneo Funes se nos llena la cabeza de basura no reciclable por llevar inútilmente la cuenta de las horas, decidí orientar mi cabecera muy quieta al norte y dormir a pata suelta para no acordarme del por qué de la sonrisa que me llena el alma precisamente para que siga ahí.

Por eso es que hay que terminar el giro y llegar al punto de partida pero después de haber visto mucho mundo como para cerciorarse de que allá afuera no hay nada qué ver. Que se aprende olvidando lo aprendido. Que ya pasamos a través de la nube de la locura y con eso retornamos a la órbita del primer ciclo. No estamos ahí, pero la vista que tenemos de ello es esplendida.

La vaina buena está es aquí, en esta vuelta a mi primer ciclo psicodélico, a ese ciclo en el que todo es nuevo y sí, también están las cosas viejas, las de siempre, pero son nuevas porque cada vez que las veo son exactamente igual que la primera vez que las vi y ya no me acuerdo en qué sueño las dejé…

Como la primera vez que vi a través de alguien incluyéndome a mí mismo en la vista.

No es fractálica la figura. Es mi inclusión en la ecuación del infinito. Simplemente.

Puedo decirlo también de este otro modo: que después de haber ido de trigo, avena, cebada y centeno, tras el sueño vuelvo al maíz del que una vez salí.

Pero regreso estructuralmente convencido de que soy quién siempre he sido, solamente que incorporándome al olvido cósmico que me hace uno con las hermanas Fuerzas (centrífuga y centrípeta) que equilibran la locura y la cordura.

Y por si me quedaran algunas ganas de recaer o devolverme para rehacer camino porque de todo hay en la viña de la memoria.

Si por esas cosas que se quedan en los recovecos y grietas bajo capas consolidadas de cordura demasiado sólidamente terrenal.

Si porque un día me ganara el ocio. El necesario para seguir contando las horas sin perder el hilo, y las hojas de todos los árboles.

Si resaliera algún vicio no de fornicio…

… Pues bien, no podré inventar ninguna pendejada porque soy celíaco y tengo que cerrar un ciclo abriendo otro, y hacer mi dieta para poder dormir y así aprender a ser feliz recordando olvidar.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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