viernes, 7 de mayo de 2010

Cómo es que la realidad hace para perseguirnos a tres tiempos empujándonos hacia la entropía, la cual evitamos modificando energía.



Mira hija, ten cuidao,
Hija ten cuidao,
Mira que miente más,
Que parpadea…

Chambao.


El tema de lo relativa que resulta la realidad me apasiona, o más bien debería dejarme de medias tintas y admitir que me obsesiona, siendo, además, una obsesión (pasajera como todo) muy útil humorísticamente hablando pues me veo como realmente soy.

Desde que escuché por primera vez a George Harrison decir que todo está en la mente, en aquella ya lejana película del submarino amarillo, me quedó rebotando la frase dentro del cerebro.

Una frase hecha bolondrona sobre un irregular piso de gres: Tictictictictictictttttic…

Empecé notando que yo hacía alguna cosa, de aquellas exuberantes proezas de niño travieso, jurando que todo era alegría y felicidad por haberme salido con la mía comprobando mi tesis. Luego venía mi Mamá argumentando de otro modo, y metiéndose de buena fe profundamente en mi mente, convertía mi alegría en franca melancolía culpable echando por tierra toda mi argumentación.

Es decir, que siendo mis acciones las mismas, la percepción de ellas pasaba de un extremo a otro del sentimiento que me causaba solamente llevada por la interacción de dos mentes con dos convicciones diferentes (tal vez era un asunto de convenciones nada más).

Está claro que en aquellas lejanísimas eras antediluvianas yo no estaba preparado para procesar ese fenómeno llevándolo más adelante, ni el momento histórico estaba aun maduro para recibir un golpe en la mismísima base que lo establece todo en la vida, así, humildemente hablando.

Porque para ejemplo tengo la vez, en la que teniendo yo unos cuatro o cinco años le rompí el arpa a mi tío Pepe, y aun hoy mi percepción de aquello va de un lado al otro como un péndulo.

Sí, la rompí y no estoy orgulloso por eso… En aquella época se reunía mi familia a hacer música para animar sus fiestas, o más bien hacían las fiestas para reunirse a hacer música, según el ángulo desde el cual se mire.

Mi Papá tocaba el cuatro y cantaba, mi tío Pepe tocaba el arpa y cantaba también, mis otros tíos se repartían el otro cuatro (el de camaza), la guitarra, las maracas, más canto…, en fin, eso era música y más música.

Entre, digamos, set y set, mi tío Pepe recostaba con mucho cuidado el arpa en el respaldo de la silla fijándose muy bien de lo que hacía, y se iba a tomar un trago y a conversar con los demás. Yo vi que siempre hacía lo mismo y que parecía estar muy convencido de que el arpa tan precariamente apoyada estaba segura.

En un momento en el que nadie me estaba vigilando fui como un ninja hasta la silla para probar si ese arreglo resultaba tan inestable como a mí me parecía: le jalé muy suavemente una pata a la silla y ésta rápido se vino abajo con todo y arpa, que tardó un milisegundo en saltar por los aires hecha astillas… Clavijas, cuerdas, maderas, todo hecho un enredo lastimoso de chatarra sonora en quinta aumentada, de la que se usa como acorde de suspenso en las películas.

Para resumir los resultados físicos sólo diré que la cantidad de energía aplicada a aquel sistema fue muy poquita y que la mayoría de la energía que hizo saltar el arpa desde éste lado de la igualdad hacia el lado de la entropía fue casi toda potencial…, que se acabó la fiesta y que dios salve a mi madre, porque si no es por ella, hoy, no estaría aquí escribiendo…

Otra vez, para dar un ejemplo más está éste cuento que data de la misma época más o menos: ésta vez le metí un perdigón en la palma de la mano al maracucho Suárez, compañero de clases y de trabajo de mi Papá. Sí, un balín 5.5mm de un rifle de aire comprimido, menos mal.

Estaba el politécnico de Barquisimeto (hoy Unexpo) en construcción y era casi nuestra casa. Siempre estaban allá organizando actividades familiares y no tanto, a las que nunca faltábamos.

Esta vez la que se armó fue una cacería de palomitas carboneras (en las cincuenta hectáreas que rodean la institución) que después se freían con sal y pimienta negra hasta quedar crocantes, para compartir con los amigos.

Yo quedé con la partida que capitaneaba Suárez (el “Más”, así le decían) y en un descanso que nos tomamos, él se apoyó del rifle como si fuera un bastón mientras yo revoloteaba alrededor tratando de deducir si el arma estaría cargada o no.

Luego de un rato en el que me dio el suficiente tiempo como para darme cuenta de que a base de deducciones nunca lo sabría, decidí jalar el gatillo para ver si disparaba, y disparó, claro.

El maracucho pegó un grito -ay y coño ‘e tu madre- al mismo tiempo que se miraba la mano llena de sangre y me ubicaba a mí para, mínimo, darme la patada del siglo, pero una vez más fui salvado, esta vez por mi Papá.

También está de más decir que la energía empleada para jalar el gatillo fue mucho menor de la que se desató con el balinazo, la sacada de madre, y toda la potencia desestructuradora de la entropía, y por supuesto, se acabó la jornada de cacería y por consiguiente no hubo fritanga.

Sucedieron mil cosas más como esas que tal vez he contado, algunas que olvidé, y seguro que más de una que no contaré ya.

Pero el caso no es ese. Es el de la percepción y la convicción, o viceversa, de lo que resulta eso que nos mantiene del lado estructurado. De eso es de lo que se trata todo.

Aprendiendo a manejar el factor percepción, la vida cambia de maneras dramáticas por así decirlo. Pero esa facultad depende de la aplicación correcta de la cantidad adecuada de energía, pues todo depende de nuestra capacidad para transformarla, y transformar con ello, nuestra realidad que al fin y al cabo no es otra cosa que una especie de estructura llena de fuerzas opuestas que al anularse unas a otra nos dan esa voluble sensación de seguridad necesaria para vivir sin volvernos locos.

O sea, que la cordura viene dada por la cantidad de energía puesta en oposición a fuerzas naturales como las de la gravedad, las hermanas centrípeta y centrífuga, la de la entropía, (y otras que no me sé, y que si me las sé no las recuerdo en este momento) que nos empujan hacia un estado, digamos, más puro de la energía en la cual la vida es un fin y un principio medio reñido con la paz del universo… Está bien, no es exactamente así pero deberá perdonarme porque anoche no dormí bien.

Es un hecho físico, en el sentido físico de entender racionalmente las cosas, sin delirios, sin magias, sin paparruchas. Lento, sí. Muy lento, con sus ires y venires.

He estado ensayando ir de lo sublime a lo ridículo en esto de cambiar la realidad modificando la percepción, y la cosa funciona. Lo malo es, como diría el gran Bryce Echenique, cuando uno decide volverse loco un rato. Sí, porque detalles como vivir como esperando la crecida del Nilo para poder sembrar en la vega cuando se retire la riada y así aguantar hasta las próximas lluvias produce un desasosiego dificilísimo de atajar que obviamente acumula dentro de nosotros fuerzas opuestas generadoras de un potencial poco menos que brutal.

Éstas fuerzas opuestas podemos llamarlas esperanza, y la esperanza es igual que la zanahoria que se cuelga en la punta de una caña para colocarla delante del burro y que éste, caminando en pos de ella, nos lleve hasta dónde queramos.

Alcanzar la zanahoria es la esperanza del burro y nosotros la mente maestra del caos y el ocio metiéndonos en problemas subjetivos por culpa de la ambición tan sobrevalorada en éstos días. Porque es extremadamente difícil lograr el desequilibrio afinadamente necesario como para irse desestructurando como a cuenta gotas con el tiempo justo para ir armando una nueva estructura delante (en el sentido de nuestro avance, claro) antes de que todo entre en histéresis y se venga abajo. Requiere pulso ¿eh? Pulso y mucho zen, por decir lo menos.

Definitivamente no se puede vivir la vida con esperanza. La esperanza es mucho más que boba, queriendo decir con esto que estoy más de acuerdo con Cortázar que él mismo. La vida hay que vivirla como dirían los budistas más audaces, con indiferencia, con total desapego, como si a uno le valiera lo mismo estar aquí que en otra parte. Es la única manera de no verse profundamente defraudado a poco recorrido en ella, e intermitentemente a todo lo largo de la misma.

No existe una ni muchas mentes maestras detrás del caos del universo. Es sólo entropía, ni siquiera es caos. No hay más, y así como hoy los vientos nos fueron coincidencialmente favorables, mañana, o esta misma tarde se pueden detener, o poner en contra, o desatar una serie de eventos incomprensibles que te dejen como un perro persiguiéndote la cola.

Se puede uno esconder detrás de la mayor creación del hombre: dios. O la segunda mejor: las drogas. O la tercera mejor: la tecnología…, porque la ciencia está fuera del alcance de nosotros, vulgo de a pie.

Pero que nada más se te salga cualquier parte del cuerpo o de la mente del escondite que hayas escogido para que recibas un buen trancazo… Y sí, sí, cómo no, niégalo, que te va a servir de mucho.

Recientemente logré lo que me había parecido un avance en esto y estuve algo así como un mes viviendo una relajación deliciosa. Nada era conmigo, nada me afectaba, mi realidad era la de al lado, y que ésta en la que estoy me permite hacer mis cosas tranquilamente sin molestar ni ser molestado. No era que estaba entregado, rendido, indiferente por tanto golpe, lo que hice fue darme cuenta de que la vida es así, llena de tantos y tanto eventos incomprensibles y de que yo no soy nadie para pretender descifrarlos. Puedo conocer muchas cosas, pero eso no sirve para más nada que para entretenerme. Como ver televisión, o leer un libro.

Logré inclusive dominar mi apetito irracionalmente voraz hasta lograr darme cuenta de que necesito una cuarta parte de lo que suelo comer. No más.

Logré dormir cinco o seis horas diarias y levantarme ágil y descansado.

Logré aceptar todos los acontecimientos sin distinguir el malo del bueno. Sin etiquetarlos.

Pero bastó una mínima cantidad de energía colocada vectorialmente en el ángulo correcto de mi ego para hacerme perder la compostura decidida, y efectivamente. Claro que decidí volverme loco un rato también. Pero muy loco. Muy requeteloco. Porque indudablemente las fuerzas estructurales estaban en equilibrio convirtiendo toda la energía en un sistema estable de potencialidades, que, como dice el principio del tai chi, bastaría un ligero toque a favor y el más fuerte de los oponentes caería más fuerte mientras más fuerte sea.

Si una pequeña acumulación de animalidades en contra (eventos relacionados con la parte animal del ser humano), y un pequeño detonante fueron capaces de sacar de balance mi estado de indiferencia pseudo-budista, entonces no estaba funcionando bien mi capacidad de transformar la energía, culpa tal vez de mi ayuno. A lo mejor la estaba estancando y por eso se acumuló y explotó en forma ordenada, pero explosiva y cortante.

Esto me trae a pensar que un sistema vivo se mantiene en el lado de la ecuación contrario a la entropía (vista como fin [finalidad] natural de todas las cosas) mientras se encuentre procesando energía (tal vez por eso los chinos inventaron cosas como el feng sui, no sé), y que estancarla en un infantil y miope intento de desapego no es modificarla.

Por lo tanto debí jajarle la pata a la silla del arpa y el gatillo al riflecito del maracucho Suárez para desatar toda la energía contenida, presenciar la explosión, clasificar los pedazos, y seguir adelante con las estructuras derivadas de este zaperoco.

Veo el fin, señores. El fin de los tiempos esos que anuncian Mayas, Biblias, Nostradamus, astrólogos, y demás analistas exuberantes. Sí lo veo.

Pero el fin que veo es aquel al que nos ha llevado la estupidez, la magia, el new age, las religiones, y el delirio resultante, aunque sea el derecho de cada quien el ser tan tonto como quiera.

Pero el fin dentro del odre finito que contiene el universo infinito no es posible, resulta solamente un nuevo comienzo que se da en lo que la entropía se topa con otro organismo vivo que transforma energía para estructurarse, y ahí justamente, empezará todo de nuevo quizás sin haberse terminado nunca.

Yo, mientras tanto, trataré de ser lo menos estúpido que pueda para que la vaina me agarre muy vivo, usando toda la energía disponible, para pasar como miembro contrario y así ser dejado en paz.

Nada más que por eso le pondré a mi carro un poderoso Ford V8 417, o un famosísimo Cobra 500 que transforme toda la gasolina posible en movimiento, ruido, y temperatura… Ja, ja…

No señores, los calores que sufre Margarita ahorita mismo no tienen nada qué ver ni con Globovisión ni con Chávez, ni con el volcán ese impronunciable de Islandia. Las barricadas en torno a la cuadra en la cual vivimos no van a solucionar nada, lo va a complicar todo. Pero por sobre todas las cosas, la magia sólo es la imposibilidad de relacionar la causa con el efecto, es decir, un cierto modo de ignorancia. Sólo eso.

Y eso, a mi modo de ver, no es ningún orgulloso motivo de alegría.

Vamos a mantenernos comiendo, respirando, desgastando, royendo, rumiando, frotando, transformando energía en calor, en movimiento, en humo, en viento, en intrascendencias, en adornitos y miriñaques sin importancia.

Vamos a prender el carro para llevar al niño a la esquina a comprar el pan, y mientras él se baja y lo compra lo esperaremos dentro del carro con el motor y el acondicionador de aire encendidos.

Vamos a la playa y pongamos el equipo de sonido tan pero tan alto que no se oigan las olas ni el viento.

Vamos a importar basura sin importancia y exportemos materia prima para que nos sea devuelta en forma de más basura.

Vamos a pensarlo un poco ¿sí?

Gastemos, gastemos todo.

Tal vez así logremos sobrevivir.

Y esto sí que sería motivo de orgullo.

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