lunes, 14 de noviembre de 2011

Pues no hay nada que perpetúe éste minuto que se esfuma.




“Vuelve a pensar que nada es
Exactamente igual dos veces,
Y que en vez de alegrarse
Lamenta que sea así,
Por las dificultades
E incluso imposibilidades
Que la detienen cuando querría
Hacer cálculos sobre le futuro
Guiándose por los recuerdos”.

André Pieyre de Mandiargues.
“La Motocicleta”. P.97.
Librería Gallimard. 1963.


¿Cuántas veces he vuelto a empezar?

Puedo responder a eso, no exento de una cierta pedante falta de originalidad, que he vuelto a empezar, por lo menos, diecisiete mil trescientas noventa y nueve veces aproximadamente.

Una vez por cada nueva mañana que he despertado a la vida desde la tumba del sueño.

Claro que esto no es cierto, por lo menos no enteramente. Sería aburridísimo verse obligado a empezar de nuevo sin tener conciencia de ello. Tal vez por eso tomo siempre un punto de referencia que me sirva para recordar el nuevo comienzo. Un evento, un hito temporal que marque esa diferencia (aparente) entre un tal vez falso antes, y un seguramente ficticio después.

Puedo decir también, siendo menos físico (o hasta existencialista si me pongo rudo conmigo mismo) que he vuelto a empezar cada viernes o cada lunes de mi vida. O al enfrentar alguna enfermedad, o un nuevo trabajo, o un divorcio, u otro amor.

He vuelto a empezar muchas veces más que cada día de mi existencia, -ésta-, de la que tengo tan precaria convicción, y de la que guardo alguna clase de concatenamiento cronológico.

Empecé de nuevo la construcción de muchas casas en mi vida. Y mesas, y sillas, y marcos para cuadros. Empecé de nuevo amistades empolvadas de desuso jamás olvidado. Empecé de nuevo mayonesas y otras salsas, nuevos frascos de condimentos, tabacos y botellas de cerveza. Empecé mil ratones después de otras tantas borracheras. Inexorablemente.

Empecé de nuevo, así mismo, miles y hasta cientos de miles de veces las mismas cosas que jamás son iguales. Siempre, eso sí, con la certeza prestada de que todo pasa y todo queda.

Empiezo y concluyo situando a cada lado de esa balanza al niño y al anciano que me conforman tratando de mantener el fiel lo más cercano al centro que puedo, y no siempre puedo.

El niño, por una parte, es tímido y cándido (por lo tanto osado y explosivo), y el anciano es cínico y paciente (por lo tanto resignado y resistente).

Empezar así, con esa compañía, me da la sensación de una culpabilidad hipócrita y al mismo tiempo del conformismo e indiferencia de la res camino al degolladero.

Al niño, la propia hipocresía le produce culpa al entrar en conflicto con lo que piensa (ingenuamente) que es o debería ser el mundo que habita, pero que ve que no es. Por eso su expresión de alarma frente a sus expectativas. Esas cejas enarcadas, los ojos casi saltando de sus órbitas, y la línea punteada donde habrá una arruga, llegado el momento.

El anciano ya sabe que no hay otro camino, que es un animalito más, y que no hace cosa distinta que andar siempre un camino que es igual (y diferente) cada segundo, haciendo inútil toda idea preconcebida. Inútil, cansona, molesta, e innecesaria. Pero ahí está siempre esa idea, que junto con la arruga de la frente es parte y sal de la vida.

Empiezo, pues, de nuevo. Hoy en soledad. Ayer ciego y sordomudo. Anteayer como el vórtex de una tromba, y hasta con la vehemencia insoslayable de una vibrocompactadora. Siempre con la certeza y con la duda, con la intranquilidad y el desasosiego, pero también con una autolimitadísima convicción (cortesía del más auténtico cinismo autoinfligido, “sine qua non”) para una cierta garantía de cordura.

A medida que creo estar en el tercio medio de las edades, el esfuerzo que requiero para mantener el fiel de la balanza centrado resulta menor. No sé si será porque se han equilibrado las cargas, porque he echado músculo existencial, o porque se me ha oxidado el pivote. No sé ni me hace falta saberlo. Lo cierto es que cada vez empiezo de nuevo con menos intranquilidad, no sin ninguna, pero con menos. Esto es, por lo menos, una parte de la verdad. Una simplificación bastante incierta y focal.

Me queda un mes escaso en esta dirección postal. Mi residencia cambia. Abro un nuevo sector de la realidad en otra latitud. Ya me desligué emocionalmente de este paralelo once. Aquí dejo, no por capricho, a mí hija adorada, luz de mis ojos, carne de mi carne, belleza y amor de mi vida, con la esperanza de que en un nuevo comienzo más cercano que lejano podamos volver a estar juntos. Amo a esa niña con una potencia épica, con totalidad cósmica, con todo el brillo de una súper nova, y más…

Espero, no sin una cierta dosis de aprehensión, que tanto amor alcance como carburante que motorice nuestro próximo encuentro más temprano que tarde.

Espero, no sin resignación, que esta separación la ayude buenamente en la forja de su carácter.

Espero, con mi poquito de optimismo no del todo irresponsable (como es el optimismo por dentro), que viva todo lo que tenga que vivir con levedad y poca vehemencia, y con todo corazón espero que su lado anciano sea más prudente que cínico.

Amo profunda y denodadamente a mi hija.

Empiezo de nuevo lejos de aquí, pero aun sigo aquí. Ya me despedí de la casa y de los árboles. Ya me despedí del solazo que aun me quema la piel y me arruga más el entrecejo. Ya me despedí de este yo que depende del lugar y del tiempo, pero aun sigo lleno de un niño y un anciano. Ya me despedí de esa balanza con su pivote herrumbroso, sospecho… Ya me despedí y le doy la espalda a todo eso.

Se queda del lado donde queda el olvido. El olvido que permite el dormir, que reformatea la memoria, que propende la felicidad. Esa enseñanza que por oposición nos relata la vida de Ireneo Funes…

Cada minuto es un nuevo comienzo, y es tan sutil que no resiste a la percepción. Cada vez que creemos estarlo viendo sólo somos testigos de la película que sobre esto nos proyecta la memoria, que no es en realidad sino una crónica novelada. No es verdad.

Por lo tanto comienzo de nuevo. Dejo atrás todo aquello que no es ya sino un pastizal donde apacentar una posibilidad para la literatura, y se me ocurre que lo que me facilita mantener la balanza centrada es el entendimiento del devenir como un gradiente del amor, pues si hay amor en éste tenue segundo de vida que se extingue para que nazca éste otro, pleno de amor también, no hay razón alguna para tener que hacer fuerza.

A lo mejor fue por eso que se me oxidó el eje ese de la balanza, por no ser verdaderamente necesario ya.

Por lo pronto empiezo de nuevo con la convicción a la vez infantil y anciana, cándida y cínica, de que no hay casilla, de que no existen cápsulas, de que no son de verdad paralelos y meridianos, que la distancia no es más que una materialización de alguna clase de miedo…, pues no hay nada que perpetúe este minuto que se esfuma…, para dar comienzo al siguiente. Y todo eso no es para otra cosa, que para volver a empezar.

Por lo tanto, empiezo. Empiezo con pie acalambrado, con ojos llorosos, con un nudo en la garganta, con lo desconocido por delante, con ese forraje literario llamado memoria que dará tal vez para miles de caballos unos locos y otros cansados, con la vida llena de amor a tope, y con muchas ganas de empezar este nuevo minuto que comienza ahora.

Te amo, mi niña adorada. Que ese Dios en el que no creo sea más grande que mi estupidez y te proteja siempre.

Te amo, Mi Bella esposa. Que nuestra vida juntos sea todo aquello que pueda ser.

Espérame, mira que estoy cerca ya…

No hay comentarios.: