lunes, 31 de octubre de 2011

Margarita.-O la centrífuga y centrípeta de la estulticia-.



“Tenéis delante –le respondí-
a una persona asustada de tantos portentos,
que no sé por cual empezar mis admiraciones;
pues en primer lugar, viniendo de un mundo
que aquí vosotros tenéis seguramente por luna
pensé haber arribado a otro que los de mi país
llaman también luna;
más he aquí que me encuentro en el paraíso,
a los pies de un dios que no quiere que se le adore
Y de un extranjero que habla mi lengua”.

Cyrano de Bergerac.
“El Otro Mundo o Los Estados e Imperios de la Luna”. P.33.
Editorial Gamins Ltda.. Traducción Madeleine Alcover.
París. 1977.


Ya hice las paces con la isla Margarita, pues un lugar, su geografía, su emplazamiento, sus piedras y demás particularidades físicas, no tienen cómo generar culpas, sobre todo si nos atenemos a que un trozo de mineral carece de conciencia, tal y como lo concebimos sin adentrarnos demasiado en lo desconocido, y presuntuosamente holístico.

Habría forzosamente, para tenerle rabia a una porción de tierra, que dotarla con la capacidad de intención, acción, reacción, culpas, cargos de conciencia, y todo eso. Habría que humanizarla, y en ese caso no sería más que una muy primitiva creación de nosotros mismos. Un espejo a través del cual dotamos algo que no se puede defender de nuestros propios defectos, para tratar de librarnos de ellos repudiándolos. Justo como haría un adolescente.

Es por eso que digo que hice las paces con la isla, precisamente porque la hice conmigo mismo, y dejé ya la adolescencia… No se crean, no fue hace tanto.

Hablando claro y mal, esta isla me recibió pésimo, me escatimó cuanto pudo, y ahora me echa sin miramientos no sin antes complicármelo todo. Si no lo pienso bien, cabría el resentimiento aquí.

Pero esta isla es así, éste es su carácter, es su idiosincrásia (humanización mediante, claro). Siempre ha sido así, entonces, por lo que infiero, siempre lo seguirá siendo. Tómalo o déjalo. No hay negociación. Ella tiene la sartén por el mango.

Basta con leer un poco de la historia para comprenderlo (recomiendo mucho las crónicas redactadas por Francisco Javier Yánes sobre el período que va desde 1810 a 1821 relativo a la guerra por la independencia de Venezuela, y las batallas ocurridas en suelo margariteño), y se lo recomiendo sobre todo a quién pretende y decide mudarse a vivir aquí. Sobre todo para que después no venga y me reclame que yo no lo previne… ¡No me lo van a creer! ¡En la radio está sonando “One more Mountain to Climb” de Neil Sedaka! Esto no puede ser casualidad digo yo…

Pero sí, sí hay que venir, si así usted lo decide. Hay que venir como quien viene temperar, a curar alguna dolencia, a seguir algún régimen o tratamiento. Como iban los ricos a comienzos del siglo pasado a los sanatorios de Suiza. Nunca se curaban y regresaban como la Inés Azcoitía, más loca que nunca, pero “con una elegancia”…

Esta isla es un sanatorio, un hospital, un manicomio. Y a todo el que uno le comenta por allá por el continente, que uno vive aquí, le responde con un suspiro y un “que envidia” de lo más desconocedor. Igualito que cuando yo decía, “no lo que pasa es que vivo en un velero”, “¡Ay, qué lindo!”… “Nojoda, te lo cambio por el sofá de la sala de tu casa, con derecho a ducha”…

Me recuerda un poco a la Isla de Providencia, en el lago frente a Maracaibo, con su lazareto. Con su plaza, su capilla, sus cocoteros, y su manojo de casitas regadas en torno a ellas.

Me viene a la memoria las veces que navegué a vela en sus cercanías: -había un señor siempre recostado en un cocotero junto a la orilla sur de la isla, sombreada y pedregosa. Un señor vestido de uniforme azul blue jean desde sus zapatos hasta la gorra de visera rígida. Su rostro sin apenas facciones que miraba con ojos como huecos abiertos en una máscara hecha con piel de tortuga. Nunca respondió a mi saludo, ni con voces, ni con gestos. Sé que no era estatua o espanta pájaros porque iba girando lentamente su cabeza siguiendo el curso de nuestro velero a medida que pasábamos.

Había siempre un perro con él. Un perro de pelo corto color caqui con mataduras negras y un tic que hacía mover su cabeza espasmódicamente como asintiendo. El perro nos decía que sí con su gesto reiterado girando su cabeza mirándonos pasar mientras bolineábamos a un tiro de piedra de la orilla, mecidos suavemente por el marullito que levanta la brisa temprana del norte.

En silencio.

Yo, sentado junto a la caña del timón en la banda de babor, levantaba mi mano izquierda y saludaba sobre mi hombro cada vez que pasaba por ahí. Nunca obtuve respuesta, pero él nos veía pasar. Su perro jamás nos ladró porque aprobaba aquel paso nuestro, a juzgar por su gesto.

Alguna vez, durante una de esas navegaciones en las mañanas luminosas tan del Lago de Maracaibo, le dije a mi papá que me gustaría desembarcar en esa isla, que no tiene muelle ni puerto alguno, para conocerla. Él me miró distraídamente como se mira a un muchacho que pide desembarcar en Ganímedes. No me respondió. Supuse que había dicho algún disparate, aunque no entendí en el momento por qué podía serlo, si el leprocomio había sido desocupado hacía tiempo ya... Y pasé a concentrarme en timonear.

Pero conservo en mi memoria la fotografía de la Isla de Providencia, que se abarca toda de una sola mirada. Del tamaño acaso de una cancha de fútbol, con su capilla azul y blanca, sus casitas, su plaza, sus cocoteros, y aquel señor sin facciones con su perro tembleque.

Ahora, tantos años después (treinta y tantos), me doy cuenta de que sí desembarqué en Providencia, pues de algún modo La Margarita es un sanatorio, un lugar al que acudes a curarte cuando el caso amerita terapia de choque. Y éste lugar, si me permite usted la licencia literaria, en cierto modo nos ama pues, “quit parcit virgae ódit filium suum”. Rudo, sí, rudo y primitivo, pero no por ello falso.

Las personas que aquí vivimos percibimos la realidad “with a little twist of mind”, creo.

Nada funciona como lo hace en otros lugares. Los cargos y responsabilidades se entremezclan sin frontera definida, y realizar cualquier trámite queda sujeto a las veleidades del funcionario o empleado a cargo, de los astros, y del hado ambiguo dual, o como se le quiera llamar. Desde ir a comprar una empacadura para la grifería, comerse una hamburguesa, vender una casa, hasta viajar hacia fuera o hacia adentro de ella, está sujeto a una (des)normativa inextricable digna de un hospital psiquiátrico visto desde la óptica del paciente.

Esto no es malo ni bueno, simplemente es así. Es a la vez llaga y cura, como dice mi mamá que dios nos da (¡ja! Muy gracioso dios). Es, en el fondo, la fuerza que nos retiene y nos expele. Ese diferencial que te lleva, una vez curado, a salir de aquí, preferiblemente sin mirar atrás. Pero como ya dije que hice las paces, y en efecto las hice, hago todas estas consideraciones casi desapasionadamente. El casi es por si acaso queda algo de pasión, no pasar por mentiroso. Es ese “presunto” de los periodistas de sucesos.

No niego que hay gente con gran voluntad de poder que está ejerciendo fuerza para, por lo menos, hacerse de algunas plazas fuertes o pequeños feudos desde los cuales defenderse de los (llamémoslos así) enfermeros cósmicos que te ponen camisas de fuerza, te aplican choque eléctricos, te dan baños de agua helada, te obligan a trepar a todo correr sin descanso por la cara de atrás de la duna de la entropía, y te hacen tomar estulticia en píldoras como depurativo contra el mal que padeciéndolo te trajo aquí.

Me doy cuenta de que la isla Margarita no es un mal lugar, de hecho, es uno muy bueno. Es un paraíso tropical, un oasis, un edén, una especie de “Tierra del verde jengibre” de las fábulas árabes (aquel que uno no encontraba, sino que lo encontraba a uno -una imagen muy Zen, si me permiten el comentario-). Es un lugar para permanecer poco tiempo. Un puerto para hacer agua, para avituallar, para descansar del bamboleo, para dejar algo en pago, en prenda, o en cambio, y partir.

Es sin duda un lugar generoso. Sí, lo es. No del modo en el que tal vez los misioneros católicos nos han acostumbrado a entender la generosidad, qué sé yo, que si el buen samaritano, que si hay que regalarles con frutos y riquezas, la cornucopia y todo eso que viene desde la paganizad de los personajes báquicos…, -nooooo- si los obtienes los pagaste caros o utilizaste la fuerza o un subterfugio para arrancárselos a otros. –No-, la isla Margarita, con sus plazas, sus casas, sus capillas, sus cocoteros, sus hombres que no responden al saludo, sus perros feos, sus puertos con o sin muelles, te dan lo que necesitas para seguir adelante, como corresponde a todo puerto.

Pero ¿algo te llevas? -algo dejas-.

Adiós entonces, isla corsaria Margarita providencial.

Me llevo un montón de experiencia, me llevo la adultez, me llevo el aprendizaje, me llevo los recuerdos de tantos momentos especiales, me llevo dos maletas con tonterías varias que me van a hacer falta más adelante, me llevo amigos en el facebook, me llevo tu olor mentiroso que siempre me dice que así huele mi casa, me llevo diez años más sobre mis huesos, me llevo lo que sabes bien que me llevo.

No te preocupes, voy a hacer la guía de mudanza, la de persona natural y la artificial por si acaso, la que da la prefectura, la que da la nunciatura apostólica, la que da el seniat, la que da Morel, y la del conejo también…, voy a declarar todo en la aduana, también procuraré que me pongan sobre la documentación ese sello que todos los funcionarios requieren pero que ninguno consigue… Y también, claro, me llevaré un galón de desinfectante doméstico para darle al guardia cuando compruebe que me falta el “filibri de la escalpandola que lleva la melagoña en el margen superior izquierdo del inciso octavo”, para que me deje pasar y no pierda mi ferry…

Te agradezco que me empujaras y me halaras constantemente vapuleándome. Te agradezco que impidieras mi acomodo. Te agradezco que me ayudaras a subir unos peldaños en mi escalera hacia la adultez. Te agradezco todo. Todo.

Te dejo lo que ya sabes que te dejo, y mucho te agradecería que me la cuidaras, por favor…

De verdad te agradezco todo, te bendigo, y te digo adiós.

(En la radio suena “Play me a sad song” cantada por el propio Paul Simon cuando tenía como quince años, digo yo…)

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