“Pues no querrá usted que Garibaldi vaya a Sicilia a
lomos de burro.
Ha suscrito un contrato para adquirir dos barcos, que
habrán de zarpar
Desde Génova, o de sus alrededores. ¿Y saben quién ha
garantizado la deuda?
La masonería, aún diría más, la logia genovesa.
Pero qué logia de Egipto, ¡Si la masonería es una
invención de los jesuitas!
¡Calle usted, que es masón y todos lo saben!”
Umberto Eco.
El Cementerio de Praga. P. 146.
Random House Mondadori 2010.
Debo comenzar esta vez por una
aclaratoria: No soy simbolofílico. Simbolomaníaco tampoco.
Pero tengo que confesar que después
de tanto vivir, comienzo a ver lo que parece ser una concatenación de los
hechos que me pone, por lo menos, a pensar.
No es un secreto para nadie que mi
historia familiar se pierde en las nebulosas imprecisiones de lo forzadamente
globalizado. Esto origina en mí, por lo menos, un apego-desapego material por
la carne y por la tierra, trocándolo todo en una compilación indistinta de
recuerdos y de crónicas no escritas que se me mezclan todas en el imaginario, y
no puedo evitar entonces, ver un símbolo aquí y otro allá. Siempre relacionados
y trazándome un sendero desatinadamente después de que lo he andado.

Pues no.
No he olvidado nada ni a nadie.
Recuerdo cada simple día de mi vida al igual que Ireneo Funes podía recordar
cada hoja de cada árbol, y también, cada minuto de su vida simplemente llevando
la cuenta.
Recuerdo a qué olía mi maestra
Valenzuela en tercer grado de primaria: una mezcla del aire contenido dentro de
la cámara de un neumático mezclado con algo de pétalos de rosa ya comenzando a
estar mustios.
Recuerdo claramente el mapa físico
del delta de un río que se dibujaba en las venas de la sien del Padre Severiano,
cuando se disponía a darme un coscorrón.
Recuerdo el sonido que hacía la
cadena de la poceta en mi escuelita en Braintree, Essex. Sonaba a bicicleta
destartalada cuando cruza un charco somero de aguas limpias sobre pavimento
sólido.
Recuerdo el llanto de mi madre,
sentada en la mecedora de amamantar a mi hermanita alegando un fuerte dolor de
cabeza, la noche que mi papá se fue de la casa por primera vez. Un quejido
mezcla de aullido leve ininterrumpido y de cadencia cromática que subía y bajaba
de tonalidad como un oboe magistralmente tocado.
Recuerdo a qué sabía el café que me
hice una mañana en la que amanecí sin agua cuando vivía en mi barco, y usé un
increíblemente pésimo whisky barato en el cazo de la cafetera. No hay duda,
aquello era celuloide y caramelo quemado. Malo, muy malo.
Recuerdo la textura del volante del
Renault Major 64 que teníamos hace mucho tiempo ya. Era la misma que la de los
agarraderos de baquelita de las ollas de mi mamá.
No he olvidado nada.
Mi hija nació a las tres y
diecisiete de la tarde. No puedo dejar de relacionar esa hora con muchos otros
acontecimientos felices que han sucedido en mi vida. Felices, y por
casualidades de ésta índole, significativos.
Recuerdo un bisabuelo escultor
venido de Cataluña dejando allá otra historia que está por saltar a la luz.
Recuerdo un bisabuelo caraqueño y
aventurero que dedicó parte de su vida a buscar rastros de petróleo por el sur
del lago de Maracaibo.

Recuerdo un bisabuelo probablemente
hijo de malagueños, gallero, tahúr, gitano, y peligroso, quien se volvió loco
después de un reñido juego de dominó en el que sólo dios sabrá qué se estaba
jugando.
Recuerdo a todas y cada una de las
personas que amé, y también a las que odié. Inclusive recuerdo los nombres y
apellidos de las personas que me resultaron indiferentes.
Muchas de las personas que amé, aun
las amo. A las personas que odié, aun las odio. Es un asunto de inercia y
estilo más que de encono y tozudez. No hay vehemencia alguna involucrada. Yo
diría más bien que es una cualidad más de la extramemoria.

¿Saben por qué soy un estudioso y
practicante del Zen? Porque mis procesos mentales dependen adictivamente de lo
que tengo registrado en la memoria, y esta manera de vivir resulta
desesperantemente lenta.
Voy a ilustrarlo con un ejemplo:
cuando voy a hacer una silla de madera, primero hago un repaso de las páginas
de mi archivo para catalogar los retazos de mi diseño pues no hay nada nuevo
bajo el sol. Luego selecciono la madera
según la latitud natural de la especie cónsona con el estilo…, y para hacerles
corto el ejemplo, catalogo el martillo y el tipo de clavos (si es que es
pertinente su uso) y luego rememoro cómo es que se usa todo eso. Cuál es el
centro de masa del martillo y por supuesto dónde se halla el baricentro… Lento,
muy lento…

Yo no.
Claro, esta manera de ver las cosas
me causa muchos problemas. Uno de ellos, ya lo dije, es la lentitud. Otro es la
noción de la extraña concatenación de los hechos.
Sí, yo sé, si las cosas significan
algo para mí las notaré indudablemente, y si no, las dejaría pasar
inadvertidamente. Pero, ¿por qué almaceno todo? No espero respuesta.
Seguramente algún aguafiestas me dirá que no es todo. Que existe mucho más,
infinitamente más, aun sin hablar de las demás dimensiones imperceptibles por
los sentidos humanos… Le voy a responder de una vez que percibo y almaceno
mucho más de lo que él (o ella) puede siquiera imaginar. Y cállese la boca.

Ahora vivo en éste minúsculo
hábitat centrado en ninguna parte, justo en el corazón de un inmenso país. Un
sitio muy venido a menos que representa elocuentemente la necesidad de los
cambios de esquemas, de actividades, y de modos de pensar, que aquejan,
empezando por éste país goteando a veces a chorros hacia el resto del mundo… Ya
saben, más poder, más responsabilidad.

Mi jefe, el escultor (Justin Poole,
pueden googlearlo), acaba de comprar la Iglesia Católica de La Asunción 2622,
Gilbert Av. Cincinnati, Ohio. Es un edificio que data de 1885. Hecho con la
piedra de las inmediaciones del río Ohio (Limestone). Mide casi setenta metros
de ancho y ciento cuarenta de largo. La torre es de unos sesenta metros de
alto. Tiene un órgano de tubos Austin con pulmón de aire en el entretecho. Por
cierto que en todas partes se cuecen habas y ya le robaron todos los tubos de
bronce, dejando nada más los de madera que según conté, pasan la centena.

Parte de mi trabajo ahora se
focalizará en la debida reconstrucción de tal edificio para dar cabida en él,
un estudio de escultura de dimensiones heroicas, y mi laboratorio de diseño.
Sobra decir que las demás
actividades hasta ahora centrales, como la fabricación de prototipos de
maniquíes, y la reconstrucción y mantenimiento de otros dos edificios viejos,
pasan a segundo y tercer plano respectivamente.
No lo he dicho mucho, pero ahora sí
lo digo. Parte importante de mi tiempo lo consumo en la fabricación de
prototipos para las fábricas de maniquíes de vidriera. Reflejos
manierísticamente deformes de lo que idealmente debería ser el físico femenino.

Él hace el original enteramente
esculpido en arcilla hábilmente adherida a unos esqueletos de aluminio que
también fabricamos en el taller que ahora manejo. Luego ataco yo con un romo
cuchillo de carnicero y una llave Allen para desmembrar muy cuidadosamente a la
flaca de turno, a la que afortunadamente se le ven muy bien las articulaciones
(concateno aquí mis habilidades culinarias las cuales rinden su fruto esta vez
por los incontables animales que he descuartizado a lo largo de mi vida) que
previamente marqué con una clave que yo me sé.
Una vez desmembradas hago unos
moldes de yeso y yute reforzados en algunas partes (para algunas muy especiales
uso látex) con ciertas resinas, usando dos, tres, y hasta cuatro partes por
molde de cada parte del cuerpo.
Después viene el vaciado de cada
parte del cuerpo. A veces usamos fibra de vidrio, otras veces usamos espuma de
algún polímero indescifrable, otras una especie de yeso catalizado, y hasta
plástico si la pieza es demasiado delgada.
El siguiente paso es interesante:
ensamblar la muñeca. Poner todo en su sitio, hacer las correcciones
principalmente volumétricas, y aplicar los acabados casi siempre uretanizados
de pesadilla, pero, ¡de algo hay que morir!
Y eso me trae a colación las
consideraciones estéticas utópicas que sobre la anatomía femenina se debate
desde la época de “Twiggy”…: Todo empezó una mañana en la que le estaba
denodadamente echando lija en las nalgas a una de las muñecas que había que
llevar a la pulgada 34 de circunferencia en su región ecuatorial. Triste. Se me
acercó un compañero de trabajo que es todo lo gay (orgullosamente hablando él)
que se puede llegar a ser, y me comenta: “la otra vez él hizo un hombre, y
tenía el culo igual”…, y se fue… Yo me quedé pensando en la aparente simpleza
del comentario y me di cuenta de que la persona que siempre viene a tomar las
medidas de las muñecas para las correcciones finales es un gay draconiano que
tiene una cinta métrica inflexible. Me hizo alargarle las piernas a una chica
hasta llevárselas a 40” de la cuquita a los talones. Ahora parece una sombra
pre-púber pintada por Dalí.

Me resulta, como ven, del todo
imposible ver algo y no dotarlo de cierta simbología. Tal vez un extracultismo
anticaótico. Un cierto método para organizar los eventos de la vida y disminuir
el miedo a la incertidumbre. Un papel asignado por Lo (de quien siempre creí
que era judío y ahora sé que es francmasón) en el que me dota de una
personalidad extemporánea y hasta intertemporaria, para usarme de hilo ilusorio
frente al resto de los de mi piara. No sé.
El caso es que en Margarita
trabajaba al lado de la Iglesia de La Asunción, día a día circundando sus
claves y significados al margen de lo religioso más bien tendiendo hacia el
conocimiento proporcional y geométrico que entre otras cosas me llevó a
fabricar una casa con esa tecnología para redescubrir un conocimiento olvidado.

Parte de mi tiempo lo uso en
aprender inglés mientras manejo mis veintiún millas por manga, o escribiendo
cartas mentales, o tomando notas en mi bitácora en clave… Pero la mayor parte
de la vida la paso acomodando mi archivo mental en el que ordeno mis símbolos
en perfecta significancia y poder de concatenación. Es un trabajo de toda la
vida y que no podré dejar como herencia. Pero, ¿quién querría ese montón de
basura? ¿Para qué lo querría?

Basura, tonterías, con toda
seguridad. Un maremágnum que solo puedo contrarrestar con mega-dosis de Zen y
un sinfín de cuadernitos en los que llevo, por ejemplo, el registro del último
cambio de aceite de aquel viejo Nissan Patrol del ‘75 que alguna vez tuve.
Pero que con mucha frecuencia me
permiten observar que éste feliz acontecimiento también está sucediendo
exactamente a las tres y diecisiete de la tarde.
Trescientos días después.