sábado, 15 de septiembre de 2012

¡Trescientos!




“Pues no querrá usted que Garibaldi vaya a Sicilia a lomos de burro.
Ha suscrito un contrato para adquirir dos barcos, que habrán de zarpar
Desde Génova, o de sus alrededores. ¿Y saben quién ha garantizado la deuda?
La masonería, aún diría más, la logia genovesa.

Pero qué logia de Egipto, ¡Si la masonería es una invención de los jesuitas!

¡Calle usted, que es masón y todos lo saben!”


Umberto Eco.
El Cementerio de Praga. P. 146.
Random House Mondadori 2010.


Debo comenzar esta vez por una aclaratoria: No soy simbolofílico. Simbolomaníaco tampoco.

Pero tengo que confesar que después de tanto vivir, comienzo a ver lo que parece ser una concatenación de los hechos que me pone, por lo menos, a pensar.

No es un secreto para nadie que mi historia familiar se pierde en las nebulosas imprecisiones de lo forzadamente globalizado. Esto origina en mí, por lo menos, un apego-desapego material por la carne y por la tierra, trocándolo todo en una compilación indistinta de recuerdos y de crónicas no escritas que se me mezclan todas en el imaginario, y no puedo evitar entonces, ver un símbolo aquí y otro allá. Siempre relacionados y trazándome un sendero desatinadamente después de que lo he andado.

No sé ni contar las múltiples cosas en las que he trabajado en mi vida. Algunas las consideré inclusive significativas. Otras simplemente fueron necesarias. Pero todas dejaron trazas en mi memoria… No he olvidado nada por más que en un momento haya creído que caminaba la senda de la obliteración.

Pues no.

No he olvidado nada ni a nadie. Recuerdo cada simple día de mi vida al igual que Ireneo Funes podía recordar cada hoja de cada árbol, y también, cada minuto de su vida simplemente llevando la cuenta.

Recuerdo a qué olía mi maestra Valenzuela en tercer grado de primaria: una mezcla del aire contenido dentro de la cámara de un neumático mezclado con algo de pétalos de rosa ya comenzando a estar mustios.

Recuerdo claramente el mapa físico del delta de un río que se dibujaba en las venas de la sien del Padre Severiano, cuando se disponía a darme un coscorrón.
 
Recuerdo el sonido que hacía la cadena de la poceta en mi escuelita en Braintree, Essex. Sonaba a bicicleta destartalada cuando cruza un charco somero de aguas limpias sobre pavimento sólido.

Recuerdo el llanto de mi madre, sentada en la mecedora de amamantar a mi hermanita alegando un fuerte dolor de cabeza, la noche que mi papá se fue de la casa por primera vez. Un quejido mezcla de aullido leve ininterrumpido y de cadencia cromática que subía y bajaba de tonalidad como un oboe magistralmente tocado.

Recuerdo a qué sabía el café que me hice una mañana en la que amanecí sin agua cuando vivía en mi barco, y usé un increíblemente pésimo whisky barato en el cazo de la cafetera. No hay duda, aquello era celuloide y caramelo quemado. Malo, muy malo.
 
Recuerdo la textura del volante del Renault Major 64 que teníamos hace mucho tiempo ya. Era la misma que la de los agarraderos de baquelita de las ollas de mi mamá.

No he olvidado nada.

Mi hija nació a las tres y diecisiete de la tarde. No puedo dejar de relacionar esa hora con muchos otros acontecimientos felices que han sucedido en mi vida. Felices, y por casualidades de ésta índole, significativos.

Recuerdo un bisabuelo escultor venido de Cataluña dejando allá otra historia que está por saltar a la luz.

Recuerdo un bisabuelo caraqueño y aventurero que dedicó parte de su vida a buscar rastros de petróleo por el sur del lago de Maracaibo.

Recuerdo un bisabuelo corso, escapado de Cayena a donde fue a parar por problemas políticos en Francia, la patria de la legalidad y la fraternidad. Que me hablen a mí de francmasones.

Recuerdo un bisabuelo probablemente hijo de malagueños, gallero, tahúr, gitano, y peligroso, quien se volvió loco después de un reñido juego de dominó en el que sólo dios sabrá qué se estaba jugando.

Recuerdo a todas y cada una de las personas que amé, y también a las que odié. Inclusive recuerdo los nombres y apellidos de las personas que me resultaron indiferentes.

Muchas de las personas que amé, aun las amo. A las personas que odié, aun las odio. Es un asunto de inercia y estilo más que de encono y tozudez. No hay vehemencia alguna involucrada. Yo diría más bien que es una cualidad más de la extramemoria.

Es por todo lo anterior y aun más, que no puedo evitar relacionar mis nuevas experiencias con las anteriores que aparentan materializar un conspicuo hilo conductor que le da sentido a toda esta especie de disparate cósmico que a simple vista parece ser mi existencia.

¿Saben por qué soy un estudioso y practicante del Zen? Porque mis procesos mentales dependen adictivamente de lo que tengo registrado en la memoria, y esta manera de vivir resulta desesperantemente lenta.

Voy a ilustrarlo con un ejemplo: cuando voy a hacer una silla de madera, primero hago un repaso de las páginas de mi archivo para catalogar los retazos de mi diseño pues no hay nada nuevo bajo el sol.  Luego selecciono la madera según la latitud natural de la especie cónsona con el estilo…, y para hacerles corto el ejemplo, catalogo el martillo y el tipo de clavos (si es que es pertinente su uso) y luego rememoro cómo es que se usa todo eso. Cuál es el centro de masa del martillo y por supuesto dónde se halla el baricentro… Lento, muy lento…

Sí, la vida es un evento efímero. Irrepetible. Raro. Improbable. ¿Vamos a dejarla pasar de largo sin llevar un registro? ¿Vamos a dejarla pasar sin ser testigos de ella, sin protagonismo alguno? ¿Vamos a dejarla pasar así como a la deriva flotando en ese sinsentido mar de la inconsciencia?

Yo no.

Claro, esta manera de ver las cosas me causa muchos problemas. Uno de ellos, ya lo dije, es la lentitud. Otro es la noción de la extraña concatenación de los hechos.

Sí, yo sé, si las cosas significan algo para mí las notaré indudablemente, y si no, las dejaría pasar inadvertidamente. Pero, ¿por qué almaceno todo? No espero respuesta. Seguramente algún aguafiestas me dirá que no es todo. Que existe mucho más, infinitamente más, aun sin hablar de las demás dimensiones imperceptibles por los sentidos humanos… Le voy a responder de una vez que percibo y almaceno mucho más de lo que él (o ella) puede siquiera imaginar. Y cállese la boca.

Emigré de un país al que no voy a olvidar aun teniendo la intención de no regresar a él ni de vacaciones. No es un asunto de resentimientos ni de esnobismo. Es un simple asunto de economía. Ya ese país lo conozco, y es tiempo en mi vida de ir hacia adelante…, donde quiera que eso quede.

Ahora vivo en éste minúsculo hábitat centrado en ninguna parte, justo en el corazón de un inmenso país. Un sitio muy venido a menos que representa elocuentemente la necesidad de los cambios de esquemas, de actividades, y de modos de pensar, que aquejan, empezando por éste país goteando a veces a chorros hacia el resto del mundo… Ya saben, más poder, más responsabilidad.

Es una idiotez más del chauvinismo sostener lo insostenible nada más que por un asunto de orgullo. Se nos cae el mundo a pedazos, y seguimos tratando de conservar lo inconservable… En algunas partes de Europa el sector privado está apoyando económicamente la investigación y reconstrucción de antiguas estructuras medievales y aun más antiguas, pera sacarle provecho turístico… Todos ganan, la cultura, el conocimiento, y el negocio… Aquí no. Aquí demuelen la historia después de haberla hecho pasar (como hacía la santa inquisición) por un proceso de degradación y tortura que nada más un desmemoriado podría concebir.

Mi jefe, el escultor (Justin Poole, pueden googlearlo), acaba de comprar la Iglesia Católica de La Asunción 2622, Gilbert Av. Cincinnati, Ohio. Es un edificio que data de 1885. Hecho con la piedra de las inmediaciones del río Ohio (Limestone). Mide casi setenta metros de ancho y ciento cuarenta de largo. La torre es de unos sesenta metros de alto. Tiene un órgano de tubos Austin con pulmón de aire en el entretecho. Por cierto que en todas partes se cuecen habas y ya le robaron todos los tubos de bronce, dejando nada más los de madera que según conté, pasan la centena.

Esta iglesia fue construida por un enigmático arquitecto de apellido Nash, de quién sólo sé que vivió 64 años, que más de la mitad de sus edificios ya han sido demolidos para dar paso a la obra inexorable de las compañías aseguradoras, que el más cercano que ha sido restaurado queda en Kentucky ahí no más cruzando el río y que entre otras cosas ahí funciona una marquetería…, y que muy probablemente era francmasón.

Parte de mi trabajo ahora se focalizará en la debida reconstrucción de tal edificio para dar cabida en él, un estudio de escultura de dimensiones heroicas, y mi laboratorio de diseño.

Sobra decir que las demás actividades hasta ahora centrales, como la fabricación de prototipos de maniquíes, y la reconstrucción y mantenimiento de otros dos edificios viejos, pasan a segundo y tercer plano respectivamente.

No lo he dicho mucho, pero ahora sí lo digo. Parte importante de mi tiempo lo consumo en la fabricación de prototipos para las fábricas de maniquíes de vidriera. Reflejos manierísticamente deformes de lo que idealmente debería ser el físico femenino.

Sí, mi jefe saca su dinero no de la parte artística de la escultura. Esta parte la deja para exposiciones y esas cosas en las cuales no es imperativa la venta de la pieza, que sí se venden también…, si no en esto de hacer los originales que después pasarán a ser producidos en masa para ir a para a las tiendas de medio mundo.

Él hace el original enteramente esculpido en arcilla hábilmente adherida a unos esqueletos de aluminio que también fabricamos en el taller que ahora manejo. Luego ataco yo con un romo cuchillo de carnicero y una llave Allen para desmembrar muy cuidadosamente a la flaca de turno, a la que afortunadamente se le ven muy bien las articulaciones (concateno aquí mis habilidades culinarias las cuales rinden su fruto esta vez por los incontables animales que he descuartizado a lo largo de mi vida) que previamente marqué con una clave que yo me sé.

Una vez desmembradas hago unos moldes de yeso y yute reforzados en algunas partes (para algunas muy especiales uso látex) con ciertas resinas, usando dos, tres, y hasta cuatro partes por molde de cada parte del cuerpo.

Después viene el vaciado de cada parte del cuerpo. A veces usamos fibra de vidrio, otras veces usamos espuma de algún polímero indescifrable, otras una especie de yeso catalizado, y hasta plástico si la pieza es demasiado delgada.
 
El siguiente paso es interesante: ensamblar la muñeca. Poner todo en su sitio, hacer las correcciones principalmente volumétricas, y aplicar los acabados casi siempre uretanizados de pesadilla, pero, ¡de algo hay que morir!

Y eso me trae a colación las consideraciones estéticas utópicas que sobre la anatomía femenina se debate desde la época de “Twiggy”…: Todo empezó una mañana en la que le estaba denodadamente echando lija en las nalgas a una de las muñecas que había que llevar a la pulgada 34 de circunferencia en su región ecuatorial. Triste. Se me acercó un compañero de trabajo que es todo lo gay (orgullosamente hablando él) que se puede llegar a ser, y me comenta: “la otra vez él hizo un hombre, y tenía el culo igual”…, y se fue… Yo me quedé pensando en la aparente simpleza del comentario y me di cuenta de que la persona que siempre viene a tomar las medidas de las muñecas para las correcciones finales es un gay draconiano que tiene una cinta métrica inflexible. Me hizo alargarle las piernas a una chica hasta llevárselas a 40” de la cuquita a los talones. Ahora parece una sombra pre-púber pintada por Dalí.

No es un comentario homofóbico. Para nada. Es sólo que ayer estaba tonteando en “facebook” y me saltó una imagen y una encuesta que llevaron a cabo en Inglaterra acerca de las preferencias masculinas en asuntos femeninos, y ganó aplastantemente el tema de la mujer de entre 45 y 60 años dotada de curvas generosas. Yo metí mi opinión también dejando claro que prefiero también la forma femenina que parece de mujer y no de maniquí improbable… Una cosa llevó a la otra y me di cuenta de que la esclavitud de la flacura viene dictada por una estética de orígenes gay. Unos la adoptan sin serlo (que no estoy llamando marico a todo aquel que prefiere un esqueleto), y otros harán como mejor les plazca, pero al final parece que los hombres las preferimos con ciertas pródigas comodidades, y mujeres, no niñas… En fin…

Me resulta, como ven, del todo imposible ver algo y no dotarlo de cierta simbología. Tal vez un extracultismo anticaótico. Un cierto método para organizar los eventos de la vida y disminuir el miedo a la incertidumbre. Un papel asignado por Lo (de quien siempre creí que era judío y ahora sé que es francmasón) en el que me dota de una personalidad extemporánea y hasta intertemporaria, para usarme de hilo ilusorio frente al resto de los de mi piara. No sé.

El caso es que en Margarita trabajaba al lado de la Iglesia de La Asunción, día a día circundando sus claves y significados al margen de lo religioso más bien tendiendo hacia el conocimiento proporcional y geométrico que entre otras cosas me llevó a fabricar una casa con esa tecnología para redescubrir un conocimiento olvidado.

Ahora en Cincinnati trabajo dentro de la Iglesia de La Asunción dotada de un Austin Organ de 1899 con “Chest System” y todos los bronces robados. Un edificio hecho con el material del lugar y un conocimiento derivado de Euclides y el Rey Salomón. Un edificio lleno de claves y significados. Un edificio con un altar que resume la tabla cuadrada y la redonda del Adepto Gótico en su base añadiéndole el triángulo de la rectitud de la masonería, y el círculo que representa a las  tres divinas personas. Un edificio con un sótano inescrutable y un entretecho lleno de descriptiva. Y un campanario con una capa de guano de tres pulgadas de espesor… No sé si hacer pólvora o sembrar tomates…

Parte de mi tiempo lo uso en aprender inglés mientras manejo mis veintiún millas por manga, o escribiendo cartas mentales, o tomando notas en mi bitácora en clave… Pero la mayor parte de la vida la paso acomodando mi archivo mental en el que ordeno mis símbolos en perfecta significancia y poder de concatenación. Es un trabajo de toda la vida y que no podré dejar como herencia. Pero, ¿quién querría ese montón de basura? ¿Para qué lo querría?

Así como de ese viejo edificio no sale una simple palada de polvo sin que yo vea qué  hay en ella, de mi cabeza no sale un simple chiste que no esté relacionado con algún viejo recuerdo y que no signifique algo.

Basura, tonterías, con toda seguridad. Un maremágnum que solo puedo contrarrestar con mega-dosis de Zen y un sinfín de cuadernitos en los que llevo, por ejemplo, el registro del último cambio de aceite de aquel viejo Nissan Patrol del ‘75 que alguna vez tuve.

Pero que con mucha frecuencia me permiten observar que éste feliz acontecimiento también está sucediendo exactamente a las tres y diecisiete de la tarde.

Trescientos días después.

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