sábado, 10 de noviembre de 2012

El muy psicoanalizable complejo de la pobre letra T.




“… Es esencial que lo comprendamos, sin reprimirlo,
Sin tratar de controlarlo o de dirigirlo en un dirección particular
Que pensamos habrá de darnos paz…”

Krishnamurti.
La Madeja del Pensamiento.


Mañana cumplo un año que no veo a mi niña.

La dejé en la puerta de su casa con unos lagrimones que parecían diamantes sobre sus ojos tan lindos. Con sus bracitos alrededor de su torso, como dándose a sí misma el abrazo que yo no le daré en quién sabe cuanto tiempo. El desamparo se le derramaba. No sé cómo hice para dejarla ahí, para no reventar a llorar como un pendejo, y en cambio sonreír dándole el ánimo que yo no tenía.

Un año. Trescientos sesenta y cinco días que llevo contados en mi bitácora marrón de hojas gruesas. La roja se me acabó en el día doscientos noventa y tres de no ver a mi hija. Doscientos noventa y ocho de mi fecha de llegada.

Nos hemos comunicado poco, debo confesar.

Ella, felizmente está bastante ocupada con eso de vivir y de ir aprendiendo a ello ya que está precisamente en la edad de hacerlo. Creo que lo está logrando, por lo que sé. Eso está muy bien.

Yo, lo admito, he presionado poco para mantener un contacto más cercano virtualmente hablando.

Sí, lo sé, eso no se hace y bla, bla, bla. Déjeme usted en paz, respetuosamente le pido.

Las veces que hemos hablado por teléfono, o por Skype, he quedado días y días con una presión horrible sobre mi pecho, que además de dificultarme la respiración y con ello mi capacidad de vivir, duele como una quemadura profunda, como si me hubiera tragado un tizón encendido con una especie de medievalismo inextinguible.

Nos escribimos, sí, nos escribimos con una frecuencia que yo diría más bien selenita. Me refiero a que hay una carta larga más o menos con el ciclo de la luna. Cartas alegres en su mayoría.

Yo no escribo esto para que lloren conmigo, ni para que me den instrucciones, ni mucho menos para que me digan el manido discursito de “tú tiene que hacer presión, lograr que esto y lo otro”…, no, por favor, déjenme tranquilo porque no hay otra manera sino esperar. Y la espera será larga como una noche de desvelo. Afortunadamente (ésta vez) el tiempo es ambivalente.

Escribo esto, porque así, en blanco y negro lo veo más claro y a mí me duele menos.

He descubierto con los años, y esto es algo muy personal con lo cual no quiero molestar a nadie, que la principal diferencia entre los modos de vida así llamados “oriental y occidental”, es que básicamente en occidente se busca el placer y en oriente se evita el sufrimiento. Teóricamente.

Buscar el placer no tiene nada de malo en sí mismo. A través de la búsqueda de placer se puede obtener dinero y poder, además del placer y empresas como Monsanto o Coca-Cola Company.

Lo malo que tiene la búsqueda de placer es que, a menos que el individuo esté mágicamente tocado por el dedo de la superficialidad y la intrascendencia que vienen de la ignorancia y la desmemoria, inevitablemente irá creando tolerancia y cada vez necesitará de mayores dosis de placer para sentirlo. Esto puede ser peligroso en el sentido autodestructivo, y para qué echarle más leña al fuego, pregunto yo. Como pasa con el sexo, las actividades deportivas, la escalada social, las ganancias económicas, el alcohol, la comida, las drogas, y tantas otras fuentes de placer que hay por ahí regadas por el mundo.

Lo bueno es que el placer…, bueno, el placer es efímero, relativo, incompleto, pero es agradable si uno no se pone muy quisquilloso. Es decir, si a uno no le da por pensar en ello: la superficialidad y la desmemoria. Tampoco hay que dárselas de Schopenhauer en la vida…

A mí me gustan los placeres pequeños, casi intrascendentes. Claro, indudablemente es una posición muy personal hija del cinismo y la indisciplina, y conocedora del supuesto funcionamiento del supuesto plan de crédito del karma. Un poco pesimista también puede ser, sí, supongamos.

¿El mayor placer que me permito? La risa de mi esposa. Hago el payaso, digo barbaridades, le hago cosquillas, me hago el simple (esto me resulta fácil), cometo torpezas de toda índole (principalmente uso mi falta de habilidad social), y cuando todo lo anterior falla saco la artillería pesada, es decir, me pongo un calzoncillo en la cabeza y bailo el Pata-Pata a lo Julián Pacheco (me sale malísimo). De cómo vista el resto de mi cuerpo depende de la intensidad a la que sea menester apelar. He llegado a usar una toalla y cholas de goma…, pero eso fue una vez rayana en la emergencia nuclear. No hay que poner toda la carne en el asador ¿Eh?

El resto de mis placeres vienen después. Generalmente en una especie de torrentera prelatoria que no sé de dónde salió. En fin, así es.

Con respecto al sufrimiento diré que para evitarlo hay infinitos caminos, como por ejemplo el de la superficialidad y la desmemoria (que son como un alcohol, pero ideológico). Ya ven que es una herramienta interesante esa dupla.

Lamentablemente a mí no me funciona mucho tiempo. No ha transcurrido nada y ya me estoy preguntando cosas que socavan mi posición porque el pensamiento es acomplejado y malcriado, y no hay nada peor que un ratón (resaca) ideológico (a).

A veces trato de evitar el segundo nivel forzando mi mente a blanco total y manteniendo mi cuerpo haciendo algo (por eso la gente trota aunque se le destrocen las rodillas) repetitivo, mecánico e hipnótico porque no hay que desestimar la utilidad de la meditación dinámica que llaman: es una especie de “supraego” mandando a callar al ego. Como mi papá dando instrucciones.

Pero lo que mejor me funciona para evitar el sufrimiento es una combinación bastante ecléctica de truquitos pequeños como los placeres que me permito que funcionan como el engranaje grande de la bicicleta o la primera velocidad de un carro sincrónico. Más bien como la reducción que tienen los vehículos todo terreno.

Presiono el embrague, pongo la primera velocidad y la reducida, acelero un poco y suelto el embrague. Eso me permite circular por el terreno escabroso del sufrimiento y no quedarme atollado en ninguna cárcava. Eso sí, manejando con los pulgares fuera del volante.

Normalmente salgo por el otro lado igual que una vez salí de la locura: atravesándola de parte a parte… Eso, aviso, es harina de otro costal y no viene a cuento hoy. Qué alivio.

La técnica es una variación bastante libre del sistema de preguntas que usa el Zen para desarmar a la mente o por lo menos por ahí empieza, y pasa por el viejo truco de ponerle mango a los bachacos para que no se coman la mata de granadas.

Ocupo la mente en algo que requiera concentración máxima, pero al contrario de saber que lidio con un imposible, lo hago con algo que tenga visos de solución, o mejor aun, algo no relacionado con la inecuación “solución>=fracaso”.

¿Ejemplos? Los tres que más utilizo:

  1. Escribo larguísimas cartas mentales a cualquier destinatario. Paso horas redactando, corrigiendo, presentando ideas difíciles (generalmente con alto contenido emocional) en esas cartas mentales que nunca serán escritas. Al final de cada carta ya se me ha pasado la punzada de sufrimiento y estoy en alguna actividad de más provecho.

  1. Dibujo una silla, y me pongo a hacerla… Una silla, una mesita, una lamparita, o cualquier pendejada que yo considere útil. La condición es que debe ser pequeña, diseñada y fabricada con lo que tengo a mano (ínfima energía escamoteada a la entropía), no se vale complicar las cosas para tener que ir a gastar plata en tonterías que después no harán sino alejarme la terminación de mi proyecto… Cuando termino ya se me olvidó lo que me aquejaba, y además tengo en las manos algo que sirve para algo.

  1. Psicoanalizo (versión muy libre y personal del psicoanálisis) al género humano a través de sus creaciones. Me explico: selecciono cualquier cosa absolutamente humana para desentrañar cómo se siente (no el humano, la cosa), qué problemas le aquejan, qué cambiarían en su concepción, con la finalidad de diagnosticar… Una vez hecho el diagnóstico, comienzo, como debe ser, un largo proceso de engaño y error (más realista que el ensayo y error) basado en una especie de diálogo “parasocrático” en el que voy aplicando correctivos al tanteo primero y luego con base en las respuestas ajusto o cambio el tratamiento al contrario de la lógica… Tengo pacientes favoritos. El principal, el que no tiene fin, es la arquitectura moderna. Llevo años tratándola. No podré curarla porque es muy inteligente, perversa, y conspiradora: sirve a otras invenciones inconfesables a las que no me interesa tratar… En segundo lugar están los automóviles de la década de los ochenta. Esto muy interesante, porque si se incluye como referencia la música y otras creaciones de la misma época se llega a la conclusión y se diagnostica “depresión severa de la humanidad”. No diré nada más por ahora… Tercero el tema actual: “El Terriblemente Psicoanalizable Complejo de la letra T”…

El Terriblemente Psicoanalizable Complejo de la Letra T (TPCT por sus siglas en español) es diagnosticable midiendo la inmensa brecha abierta entre las mentes hispánicas y anglo pensantes.

He podido establecer una relación estrecha entre la lengua y la búsqueda del placer a través del poder no exenta de víctimas.

La más innegable de ellas es la letra T del incierto modo inglés… Sí, cierto, hay otras víctimas ahí mismo en estrecha relación, pero nada como la iniquidad que con encono y repetición se perpetra contra la inocente letra T… Temo implicaciones de orden religioso-punitivo aquí… Por eso me ocupa tanto el caso y al mismo tiempo me resulta tan útil. Puedo establecer paralelismos que se pierden de vista… Con una docena de ellos se me hace cortísimo el trayecto atarugado de carros de regreso a casa después de trabajar.

La letra T de ésta protestante lengua inglesa paga con creces su parecido con la cruz en la que clavaron a ustedes saben quién, y de donde brotan otras maldiciones como la que cae sobre los gitanos por haber forjado los clavos de marras utilizados para lo mismo… En fin, la cosa es compleja.

A través de un sistemático cambio de valor que llega a la simple omisión, simple pero reiterativa, los que obtiene placer a partir de desordenar la lengua hasta puntos inimaginables logran que la letra T pague por los pecados cometidos en su solapada e hipócrita búsqueda.

La T, se sabe, es una de las tres letras imprescindibles en un correcto cunnilingus. No se canse, las otras dos son, la M, y la R. La técnica universalmente aceptada para la actividad antes mencionada se llama “La-La-La-MMMM-T-T-T-RRRRRRRRR///”, y todas las combinaciones posibles… Es en el único sitio en el cual un La Natural no tiene que estar en 440 ciclos ni sonar seco, por el contrario.

De la incapacidad inglesa de “Rolar la R” se deduce que el clítoris anglosajón es más sensible que el hispano parlante o que responde a frecuencias más bajas. Si sumamos esto al TPCT podemos saber por qué hay en este ambiente un agradecimiento y loas femeninas dedicadas a la MMM aquí conocida como “Humming”.

No es infundado mi razonamiento. Si no me creen echémosle un ojo a la lengua española: sonora y rica de jaeces, pero rígida y temerosa. Terca. Orgullosa. Anorgásmica. Vacía como el vapor sobrecalentado. Vamos a pararla ahí porque voy apuntando hacia la “Santa Inquisición” y me juré cuatro páginas como límite para hoy.

La letra T en el extrañísimo lenguaje magmatiforme que hoy me ocupa, carece de personalidad. Unas veces suena como una D, otras veces suena como una R suave, llega a valer como SH, Z, S, y pare usted de contar, o simplemente se omite llevándose con ella en ocasiones las letras que la rodean…

O carece de personalidad o es el comodín de la baraja, pero ahí nos salimos de la psicología y nos adentramos más bien en el plano filosófico, y por hoy estoy hasta las tráncatas de filosofía.

La letra T es la “guanábana” de la psicología anglosajona. Con ello quiero decir que hace las veces de “Protección Catódica” en el sistema central del comportamiento de ésta sociedad.

A medida que el sufrimiento inherente a la existencia se me acerca, yo me adentro más en las profundas implicaciones del TPCT.

Así, cuando la pesada guadaña del sufrimiento es blandida en mi contra la esquivo manteniéndome siempre cincuenta centímetros separado de su trayectoria (unas 19 y 11/16” en lengua inglesa) justo detrás del TCPT. No es un escudo, es una herramienta traducida al español que viene directamente de Lao-Tzé: “al hombre sabio que va a la guerra las flechas no le consiguen cuerpo en el cual hincarse”…

Y útil, no me cabe duda.

Cuando comencé a escribir esta carta imaginaria estaba apesadumbrado porque mañana cumplo un año sin ver a mi niña y sumándole  a eso que no sé cuándo la veré otra vez (las razones no importan).

El hecho es que el año que pasó ya no está aquí, el momento en el cual la volveré a ver tampoco está aquí. Lo único que tengo es una refrescante sistema de cascaditas de pequeños placeres, ésta carta imaginaria, y al maravillosos TCPT.


1 comentario:

fmoralesb dijo...

Mi pana, la omnipresencia es mucho pedir, yo me conformaría con un calificativo que me permita compartir con un pequeño punado de sujetos con mas frecuencia, Ud. esta en esa lista al igual que su exquisito cerebro!

Un abrazo

Fernando