domingo, 13 de julio de 2014

¡Ay, Lulú!


«Honni soit qui mal y pense»
Eduardo III.


-¡Ay, Lulú! ¡Ahí te mueres como un pendejo!

Esa era la frase favorita de algunos de los muchachos que trabajaban para mí en mis tiempos de constructor. La usaban cuando a alguno de ellos le tocaba una tarea especialmente difícil, o por lo menos incómoda.

Hacíamos una breve reunión en las mañanas, sobre todo cuando había alguna nueva actividad que requería instrucciones especiales, en la cual explicaba en qué consistía la cosa, cómo hacerla, y escoger al mejor elemento para la tarea específica.

Veíamos los planos, sacábamos las cuentas, hacíamos las mediciones, establecíamos las estrategias, ¡Y, al toro!

Las miradas entre ellos una vez que les caía la locha, las sonrisas socarronas importadas desde la península de Paria, y la expresión ¡Ay, Lulú! era una progresión como un libreto muy ensayado, pero de esos que nunca fallan en eso de producir mucha risa.

Nos reíamos hasta las lágrimas, nos burlábamos un poco, sanamente (a veces no tan sanamente), de la persona o el equipo escogido para la misión, y de ahí a hacer las cosas más desagradables del mundo de la construcción de buen talante no era más que un trámite menor.

Cada cierto tiempo alguno del grupo que quedaba afuera se acercaba y exclamaba «¡Ahí te mueres como un perro!», y se iba riendo con esa risa cruel del oriental venezolano.

Increíblemente esa «mamadera de gallo», lejos de molestar elevaba la moral del grupo haciendo el trabajo más llevadero.

-

«¿A poco no sabes por qué le decimos Chacal?» Me pregunta Martín con su «pachuco» acento Tex-Mex riendo de buena gana.

«¡Ah bárbaro! ¡No le haga!» dice Alberto por lo bajo fingiendo incomodidad.

Alberto, alias «El Chacal».

« Creo que sé, pero mejor me explicas, no sea que meta la pata», le respondo fingiendo seriedad.

Todo lo que se finge en ese contexto es tácito. Es decir, que todo el mundo practica ese guión universal sobreentendido automáticamente. Es lo que se espera y es lo que se hace. Y todo el mundo sabe que eso es así.

Es entonces cuando Germán interviene. Es de poco hablar. Rostro claramente de ancestro Azteca. Hierático, eficiente, de poca estatura y poquísimas palabras. Fuerte más allá de lo concebible. Trabaja, me dijo, doce horas diarias seis días a la semana. Mantiene a su familia en Colorado y en su pueblo satélite de Puebla sin la ayuda de su esposa quien se niega rotundamente a aprender inglés. Levanta su rostro del molde que está sellando cuidadosa y eficientemente y dice:

¡Éntrele no más! ¡El Chacal es como un perro salvaje que por lo flaco come todo lo que le consiga! ¡Hasta la suegra!»

«¡Ah bárbaro!», es todo lo dice Alberto.

Ahí es donde se desborda la risa y la descripción detallada de las correrías de Alberto en los bares de la zona mexicana de Denver, su estilo de baile, el gasto en flores, y los líos en los que se mete.

El teatro encarga a Martín ese papel y él lo ejecuta con precisión y con excelente expresión corporal. Lo hace como buen serrano chihuahueño.

Martín nació en un pueblo ya casi desaparecido del mapa en algún recóndito rincón de la Sierra Tarahumara.

Su pueblo cayó hace algunos años en manos de alguna mafia de narcos y ya no quedó más opción que trabajar de algún modo con ellos o emigrar. Casi todos han emigrado, el comercio y actividades de agro han desaparecido dejando en pie algo así como un bar y una barbería. No hay ni siquiera gasolineras a no sé cuántos kilómetros a la redonda.

Decidió venirse y desde entonces trabaja también doce horas al día, seis días a la semana. Mantiene a su familia en Denver y también a su familia en Los Ángeles ya que no le queda nadie en México.

Alberto es de Yucatán. Su contextura física es diferente. Su acento es diferente. Habla con orgullo de su ancestro Maya. Se sabe todos los sitios sagrados y sus significados. Te los explica de modo que te deja entender que sabe más de lo que está dispuesto a decir.

«Empieza así, no más, y después le entra a su mujer, tenga cuidado». Dice Martín riendo.

«¡Ah bárbaro!», dice Alberto y se va a buscar el cuñete de látex para hacer el molde de la cara.

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Al Cholito lo atropelló un carro cuando se bajó del autobús cuya parada está en una islita angosta en medio de una avenida.

Él hizo lo de siempre: tocó el timbre y le gritó al chofer para que se detuviera al mismo tiempo que entre empujones y serpenteos se dirigía hacia la puerta de salida del autobús que nunca se detuvo del todo.

El Cholito se bajó y por supuesto perdió un poco el equilibrio sobre la angosta islita donde aterrizó como paracaidista italiano en Grecia. Rebotó y puso un pie en la calle. Un carro que pasaba más rápido de lo que debía lo golpeó en el muslo izquierdo haciéndolo volar unos seis o siete metros en dirección al tráfico del lado dónde lo había dejado el autobús.

Afortunadamente no le pasó ningún camión por encima. Sólo una moto cruzó su tórax dejándole una marca perfecta de sus cauchos como un tatuaje púrpura.

Su compañero, el «Negro Rivas», lo recogió del suelo y sin mediar palabra lo montó en un taxi que se paró a curiosear y se encargó de llevarlo al hospital.

Luego llegaron con el cuento: El Negro Rivas decía con su voz tan seria «¡Coño! ¡Yo le grité! ¡Cholito, no te bajes, que viene un carro volando! Y el pendejo ese se bajó mirando pa”l cielo y se lo llevó el carro....

El Cholito se defendía entre quejidos: «¡cállate negro, que a ti se te murió el burro!» (Interesante juego de palabras que implica que aRivaselemurióelburro... Así, todo pegado).

El tío del Cholito, en su calidad de Cholo mayor regañaba a su sobrino y al negro de modo paternal y un poco amenazador. Creo que el tío tenía relación con unos sicarios o algo así. Una vez me ofreció esos servicios para arreglar un problema. Lo hizo con desparpajo y con tino. Tanto, que casi lo contrato... Pero ese es uno de mis cuentos que no echaré nunca.

El Cholo, El Cholito, y el negro Rivas son ecuatorianos. Los cholos son de la montaña y hablan quichua entre ellos. El negro es de Guayaquil o algún pueblo muy cercano. No habla quichua.

Así recordaba mientras esperaba, echado en una camilla muy comodita y limpita, a que el médico se desocupara de un procedimiento que se le había complicado mucho y que de ser un simple examen de rutina se había vuelto una intervención con extracción de muestras de pólipos y espeleología de diverticulas.

Tres horas y media de retraso y espera vestido con esa bata degradante que en esta ocasión estaba hecha de una tela con estampados como de unicornios y arcoiris. No sé, sería la medicación.

Cuando ya estaba que me paraba y me iba, llegó mi turno.

Me pasearon con los pies pa lante hasta un cuartito de ciencia ficción que me recordó esos cómics medio steampunk de Hellboy y allí me dieron mi primer shot.

Las pantallas y las lucesitas empezaron a hacer cosas raras. El médico me dijo que si tenía alguna pregunta, que ese era el momento de hacerlas porque me iba a quedar dormido en breve.

No pude preguntar. En cambio empecé a decir disparates. Las dos señoras enfermeras empezaron a reír. Hasta el médico empezó a perder concentración.

Fue entonces cuando en la pantalla apareció un túnel como el que imagino haría un teredo en la madera de un buque hundido y pregunté: «Is that colour, like rotten wood, perfectly normal?»...

Las enfermeras soltaron la carcajada al unísono.

Fue cuando el doctor dijo: «Ok, it s enough, give a second shot to this guy»...

Sólo alcancé a decir: «¡Ay, Lulú!»












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