«Algunas
veces sucede que te vuelves uno,
en
algunos raros momentos.
Observas
el océano, lo tremendamente salvaje que es,
y
de repente olvidas tu división,
tu
esquizofrenia, te relajas»...
Osho,
Dang Dang Doko Dang, cap. 3
No
habría que desoír eso que llaman el corazón.
Es
decir, no hay nada que se acerque más a la realidad que los
sentimientos. Por más que se hable de objetividad, no hay
objetividad cierta. La razón es sencilla: toda realidad es una
interpretación.
Los
sentimientos producidos por una realidad son de algún modo también
interpretaciones de esta. La diferencia está que los sentimientos no
«pasan» por el razonamiento consciente. Son procesados por otro
nivel de la máquina creadora de realidades. Luego se hacen reales en
cuanto empezamos a identificar que esto o aquello quiere decir lo
otro o lo de más allá. En el proceso se pierde todo lo que tenían
de reales esos sentimientos y pasan a ser legitimados precisamente al
darse esa situación.
La
vida es una paradoja.
La
realidad es una paradoja.
Lo
único que existe es ese aquí y ahora que se esfuma en la medida que
la vamos percibiendo. Esta aseveración es vieja ya, lo sé.
La
memoria no es un registro, es un invento. Una interpretación que es
almacenada de manera conveniente y que sólo sirve para que no nos de
miedo el vacío.
Así
creamos dioses, ideas, conceptos, cuadrículas, vegetarianismos,
contrastes todos para comparar y saber si es que vamos viviendo de
acuerdo a ciertos preceptos que alguien inventó que eran los
correctos.
Anteayer
llegué a mi trabajo y estacioné el carro como de costumbre.
Aproveché el momento para enviarle el mensajito mañanero a mi
mujer. Estando ahí tecleando, junto a mi ventana pasó un ser
sospechoso que me activó la alarma latinoamericana y me puso listo
para contraatacar. No pasó nada. En ese mismo instante un carro azul
con dos mujeres dentro se detuvo y el ser sospechoso abordó en el
asiento trasero y se fueron.
Ayer
cuando salía de mi trabajo me demoré un poquito porque tenía que
chequear el nivel de refrigerante del motor de mi carro. El mismo ser
apareció por la acera. Volvió a encender mi alarma y por eso lo vi
de reojo echar una rodilla a tierra para amarrarse las trenzas de un
zapato. De reojo vi que llevaba la otra desamarrada también. Lo
vigilé por el reflejo que veía en el faro derecho del carro
mientras cerraba el motor. Lo vi pararse como una exhalación y
desaparecer en cosa de medio segundo. Cuando volteé para cerciorarme
de su desaparición vi que perpendicular a la acera sale una barda
alta de madera, y que paralelo a esa barda corre un seto vivo que
sobrepasa a la primera. Pude ver las ramitas altas moviéndose, lo
cual fue señal inequívoca de que el hombre había tomado ese
camino. Obviamente mis sentidos latinoamericanos no se dispararon por
nada, el tipo es un merodeador. Por lo menos no masca para meterse en
propiedad ajena.
Sensación
primero, luego interpretación, después las conclusiones.
Tal
vez es por eso que dicen que las primeras impresiones son las más
importantes. Porque no hemos tenido la oportunidad de razonarlas.
Producen sensaciones que permanecen aun después de haber pensado al
respecto.
Pero
volviendo al tipo sospechoso que me disparó las alarmas caraqueñas:
¿cuales fueron las señales que vi?
Mi
sitio de trabajo está situado en un vecindario de clase media
trabajadora en el cual los afroamericanos no son comunes. Los que
allí viven visten y caminan igual como clase media trabajadora que
también son. Este vestía ropa raída que le quedaba grande pero
estaba limpio. Caminaba despacio con esa falsa cojera que llaman
estilo, y mirando de soslayo. Pelo muy corto y tatuaje barato que le
asomaba por el cuello de la franela y el hombro derecho. Venía
caminando por la calle, no por la acera la primera vez que lo vi.
Después
que las dos mujeres blancas que lo pasaron buscando y que me miraron
con expresión de incomodidad se fueron en su carro azul, con el tipo
en el asiento trasero, me quedé pensando: «¡coño! ¡cuanto se
americaniza uno! el tipo me parece sospechoso en primer lugar porque
parece un recién excarcelado, negro, y pobre, y se lo llevaron dos
tipas de las que aquí llaman «white trash»... ¡Carajo! ¡Me jodí
ya!»
Me
hice toda una variedad de escenarios, desde, obviamente, lo más
sórdido que pude hasta lo más inocentemente improbable también.
Luego
pasó lo de la trenza del zapato y la súbitamente subrepticia
escapada por propiedad privada, y me dije, aun sabiendo que ha podido
ser nada más que para echar una meadita (aquí no es raro que la
gente eche meadas en los callejones y otros sitios escondidos) , que
había acertado en mi primera impresión y que todas las
interpretaciones benignas habían sido elaborados productos de mi
bagaje cultural neonorteamericano ¡pardiez! Y que el tipo, en
efecto, es un malandro.
Di
dos vueltas a la cuadra a ver si daba con el paradero o escondrijo
del personaje mientras pensaba si regresar a mi trabajo a contar lo
que había visto.
Decidí
consultarlo con la almohada.
Al
día siguiente le eché el cuento a mi jefa con lujo de detalle:
características físicas, tipo de ropa, tatuajes, situación, etc.,
para que estuviera mosca.
Ella
llamó a la policía y dio el parte con visible expresión de miedo
en la cara.
No
supe más del caso, pero le he dado vueltas en la cabeza. No por la
posibilidad da haberle hecho algún daño a un inocente (que es uno
de mis más acérrimos miedos que causa más daño que otra cosa en
mi relación con los demás. Existe quien piensa de mí que soy uno
de carácter débil. Quién sabe), sino por lo que dije antes de que
eso que llaman el corazón es digno de ser atendido, es decir, de
ponerle atención.
No
nos pongamos técnicos. Ya sé que el corazón es un músculo
encargado de bombear sangre. A lo que me refiero cuando digo corazón
es a ese ente mítico capaz de generar corazonadas, sin ánimos
tampoco de ponerme esotérico ¿queda entendido? ¡Óptimo!
Esa
línea de razonamiento me obligó a dar una pequeña vuelta sobre
todo este asunto porque había pensado que la corazonada era
originaria, prístina, e inocente, pero el detalle de que el tipo
fuera negro, de que el vecindario fuera blanco, y toda esa mierda
esquemática que le meten a uno desde chiquito en la cabeza
claramente permea en ese tal corazón que nos da respuestas
supuestamente «puras», libres de razonamientos, y por lo tanto de
algún modo superiores.
Pero
mis dos abuelas, a sus diferentes maneras eran racistas y sus
comentarios completamente inadecuados para estos días que vivimos
hoy, en aquel tiempo eran perfectamente normales.
Mi
madre, india de perinola, es bastante racista en consecuencia. Es una
extraña manera de serlo, lo admito, pero lo es.
Yo
personalmente no me considero «ista» de ninguna escuela. Cualquier
«ismo» me saca ronchas en la piel, y sin embargo no puedo evitar
que el «corazón» me entregue corazonadas contaminadas de eso que
yace en la sentina de mi subconsciente, y que surge ahora nada más
por la polarización racial que se vive en este país.
No
sé si en efecto se pueda hablar de razas, o es una sola la raza
humana con distintos grupos étnicos compitiendo con mayor o menor
éxito sobre la faz de la tierra.
Dejémosle
eso a los antropólogos y a esa gente que ha estudiado el tema y que
por ello tiene base sólida para opinar.
En
mi caso, sangre O Positivo, ya denota el ancestro mongol. La piel
pecosa viene del Cáucaso. El tamaño de mis orejas y la proporción
entre la longitud de mi tórax y las de las piernas es una clara
señal Bantú. La forma de mi cabeza, mi nariz, los ojos, y las
peculiaridades de mi sentido del humor junto con mis apellidos me
colocan con los sefarditas. Y mis hábitos medio salvajes y nómades
me hacen inequívocamente gitano.
En
mi caso, con todo lo antes dicho, estoy jodido racialmente pues me
hace objeto de discriminación donde quiera que me meta, al mismo
tiempo que me inhabilita a ser racista porque a quien quiera que se
la dedique me jodo yo mismo.
Sin
embargo, uno se va haciendo parte de un entorno y asumiendo
características de este. Ya habré dicho una o dos veces que se es
quien se es en un entorno dado, y al descontextualizarse se pierde
esa partecita de uno mismo que es la suma algebraica de uno con el
entorno. Porción que regresará al situarse en otro contexto
modificando de esa manera un poco quién uno es, otra vez. Es un
proceso constante.
Ahora
vivo aquí. Ya no soy completamente quien era. Tengo elementos de
este entorno, de esta sociedad. No todo lo que he adquirido es malo.
Por lo menos ahora le consigo sentido a obedecer las reglas de
tránsito.
Siendo
que empecé este ensayo con una especie de «salve a la corazonada»
que pudo ser tomada como un «abajo el razonamiento consciente», en
realidad lo que estoy intentando hacer es incorporar la corazonada al
razonamiento, y con estos dos elementos elaborar un tercero que
habría de servir como línea de comportamiento. No cómo carril
ineludible.
La
persona que me pareció sospechosa pudo haber tenido algún problema
que lo tenía absorto. Las mujeres que lo pasaron buscando pudieron
estar preocupadas por él, ser sus amigas. El tipo pudo haber tenido
un ataque repentino de ganas de orinar... Y yo le puse a la policía
local tras sus talones.
En
Venezuela ni se me hubiera ocurrido ponerme a mensajear dentro del
carro dejando ver que tengo un «Android». No me hubiera puesto ni
siquiera a chequear el refrigerante del motor en la calle. Y si
hubiera visto venir un tipo como ese hubiera huido, o sacado un arma.
No se me hubiera ocurrido llamar a la policía (¿para qué?).
Hubiera arreglado cualquier consecuencia yo mismo sin decirle a nadie
para no enredar más las cosas.
Uno
cambia un poco con cada cambio de entorno, y muchas veces lo que uno
aprendió en uno no funciona en el siguiente.
Por
lo tanto las «corazonadas» no siempre son la mejor de las
respuestas, así como tampoco se hallan estas en el fondo del
razonamiento.
La
respuesta que busco está, sospecho, en la mas hippie de todas las
frases: «el amor es la más poderosa fuerza en el universo».
Y
para que no se burlen de mí les daré un pequeño ejemplo; el óxido
de los metales.
La
mayoría de los metales que están presentes en la naturaleza se
encuentran principalmente en estado de óxidos. Por eso hay que
procesarlos y separarlos para obtener así los metales en el estado
más puro posible.
Pero
qué coño es un óxido. Qué pasa ahí.
A
un átomo metálico generalmente le falta un electrón en la última
capa y eso lo hace bastante activo químicamente. Por eso llena ese
espacio con un electrón que le sobra al oxígeno y así forma un
óxido... Claro, claro, hay un millón más de cosas que pasan
simultáneamente, pero ¿realmente quieren una clase de química
aquí? mejor dejémosla así.
El
caso es que esta nueva pareja unida por la potencia que podemos
llamar amor primigenio, o primordial, es extremadamente difícil de
separar. Requiere de mucha energía para lograrlo, otro montón de
energía para darle nueva forma, y después estará la energía
aplicada al mantenimiento para que el óxido no aparezca otra vez.
Ese
amor empujará siempre a los elementos para que regresen a sus
estados originales, y nosotros estaremos siempre luchando contra esa
enorme fuerza imposible de vencer, y lo llamaremos progreso.
Bueno,
qué se puede decir, sólo somos humanos...
El
caso, a mi modo de ver, es que perder el tiempo tratando de acertar
siempre es una de las peores maneras de desperdiciar la existencia.
No existe una fórmula para vencer que no pase por un cañón, una
bomba, un banco, una corporación, una religión, o un deporte, y
todas las anteriores requieren de muchísima energía (generalmente
la proveen las mismas víctimas) para mantenerse existiendo .
Hay
que acompañar al amor, incorporar las corazonadas al proceso de
razonamiento, dejar los «ismos» a un lado (pesan mucho y dificultan
el movimiento), y dar espacio a las equivocaciones. Uno se equivoca.
Todo el mundo se equivoca. Pero hay que darse espacio para aceptarlo
y así poder rectificar... Y quitarse del medio, como en el
Jiu-jitsu...
Todos
mis antepasados han sido emigrantes e inmigrantes. Algunos vivieron
muchos años en un sólo sitio, otros han vivido poco en diferentes
sitios. Unos han transado sus acomodos, otros han incorporado nuevos
entornos a sus realidades. Todos tal vez, de corazón.
Yo
no sé más que, oponerse a todo cansa mucho, y ¿saben qué? A veces
no le veo el objetivo.
Y
les digo que lo he razonado.
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