miércoles, 7 de noviembre de 2007

El costillar del perro negro

No se puede negar, o sí, que en más de un caso todo tiempo pasado fue mejor, así como tampoco se puede negar, o no, por usar una licencia tipo Benedetti pero a mil años luz rezagada por supuesto, que todo tiempo pasado, y por lo mismo, también fue un mar de mierda.

Yo, personalmente, como decía el entrañable profesor Julio Castro Bosch mientras hacía un movimiento como en redondo con los dedos índice que hacían como la figura de los cachos de un carnero que terminaran apuntando hacia arriba, he tenido mucha suerte en la vida y desde niño hasta la peor de las porquerías me ha terminado cayendo bien. No solo, sino que hasta cuando me sale malísimo alguna cosa, el tiempo se ha encargado de demostrarme que era así que tenía que ser, y no asá, como yo creía.

Siempre me viene a la mente este asunto del tiempo pasado y lo mal que le ha ido a alguna cosa cuando circulo por sitios como Maripérez en Caracas, o por la avenida San Rafael de Porlamar. También me pasa con el puente colonial que está casi en la desembocadura del Neverí en Barcelona, con la carrera diecisiete de Barquisimeto más abajo del edificio Nacional, y con Caimare Chico en Maracaibo.

Hoy me tocó Porlamar: La avenida San Rafael, que sale perpendicular a la avenida Terranova, justo donde funcionan las oficinas del Seniat en unas instalaciones que eran del archiconocidísimo Gonzáles Gorrondona, y termina en la Cuatro de Mayo junto al hospital Ortega sin Gasset, claro.

Y la historia de esta vez tiene un poco que ver también con el lumbago (o con el l’um bago, que alguien dijo que en rumano quería decir el ojo vago) Con ese inexplicable dolor entre ninja y ostrogodo que ataca sin apenas avisar previamente y que hace que un hombrezote de noventa kilos se porte como un bebé con sueño: entre malhumorado y lloricón. Con decir que esta mañana me llamó mi sensei y yo le dije que no sabía si iba a kendo, pero que si podía mover los pies esta tarde, que contara conmigo. Qué dramático. Me muero de la risa con mis pendejadas, pero es que si Juan José Millás pone en labios de María José esta frase: “Cuando los enviados del dolor atravesaban la legión lumbar, se desató una tormenta eléctrica en la cresta ilíaca”, la cosa ya me parece una pendejada pero de autor y como soy tan snob, no me da vergüenza.

Yo tenía hoy que terminar unas fachadas y una planta de techos para llevársela a un dibujante para que me pasara ese pocote de rayas en escala 1:50 a formato digital y esas cosas. Yo no conocía al señor, pero mi amigo Vladimir Vivas me dio sus señas y un más o menos de dónde carrizo encontrarlo y, bueno, la cosa era en la San Rafael. Diagonal a un taller, al lado de una ferretería…, no, al revés: al lado de un taller y diagonal a una ferretería.

No voy a echarle la culpa a mi amigo que me dio la dirección del dibujante desde Mérida calle 3 pizzería O Sole Mio en la que ya las pizzas no son lo mismo, por vía celular Movilnet a Movistar que ya se sabe que se entienden poco y mal, igual antes que ahora, sin mediar Benedetti y que me perdone usted. No. La culpa es mía como siempre porque tengo que pasar por un vía crucis cada vez que emprendo algo porque soy de los de la vía tortuosa a casa más o menos como la canción de Supertramp y que ojalá no la descubran y le metan ritmo de hip-hop o de raggaetón porque aunque no es de mis favoritas forma parte de mis nostalgias por un tiempo pasado siempre mejor que iba de Neruda a Benedetti pero pasando por Jardiel Poncela, que es la ruta que siempre me ha gustado más porque por ahí no me pierdo. Snob, snob, snob…

La cosa es que pensé que no llegaba, que entre el lumbago y el hydrovac de mi carro no iba a poder llevarle mis garabatos al dibujante para que me digitalizara los planitos tan lindos que nos van quedando. Me hice un poco de shiatsu con un alicate de puntas que tengo ahí junto a los sables en mi rincón japonés vía Guatamare que es donde vivo, y un poco de acupuntura con un espolón marinero de desatar nudos lo justo como para desviar la atención de Castilla La Mancha, pero sin ver el octarino porque no hay que exagerar. Respiré hondo en sentido literario porque textualmente no podía respirar sino un poquito, y me metí en el carro.

Me concentré en no pegarle un carrazo a nadie porque mi armatoste pesa sus dos mil kilos bisiestos mal contados y hace lustros que no ve una póliza de responsabilidad civil, y me enfilé hacia allá por los caminos verdes por aquello de que por ahí, lógicamente, me encontraría menos tráfico.

Pone Terry Pratchett en boca de Didáctilos, una frase que me va como anillo al dedo: “la lógica no es más que un modo ordenado de alcanzar la ignorancia”… Pero después de todo cómo iba yo a saberlo, no soy especialista.

La cuestión es que no sé quién carrizo le ha hablado bien de esta isla al gentío que se ha venido a vivir para acá. Ya ni por los caminos verdes se puede circular sin calarse la gran cola hasta atravesando aquellos sitios que vieron tiempos mejores y peores pero que lo que es hoy están feísimos. Por eso es que no nombro los bellísimos que hay a manos llenas, objetivamente hablando (claro), porque luego viene la gente y se entusiasma y cagan más la jaula.

La cosa es que apenas asomé en la esquina del Seniat me vino una urgencia de detener el catanare ese que tengo que también vio tiempos mejores pero que desde que le cambié las correas suena como el andar femenino con pantimedias, así que busqué una sombra que conseguí frente al Caribbean Suites, y este es un nombre que desconcierta cuando conoces el lugar pero no voy a hablar de eso porque la verdad es que me da vaina echarle broma al que la lleva perdida, como si no fuera más que suficiente con eso.

Paré el carro, me bajé y tuve que sentarme en la trompa disimulando y que estaba disfrutando la brisa en la sombrita, siendo que lo que estaba es que me caía porque las piernas hacían la mitad de lo que les ordenaba. Al parecer la brisita me aclaró un poco y regresó mi propósito inicial que era localizar al dibujante.

Pasó un grupo de tres personas más o menos en fila india. La primera era una muchacha en atuendo más o menos secretarial que no va a la playa porque prefiere la montaña, seguida a unos siete metros por un señor de franela roja y gorra del Magallanes que llevaba en brazos una bomba de agua chiquitica, y detrás (como a tres metros más o menos) otra muchacha en atuendo de caminar mucho por la calle haciendo estas condenadas diligencias porque no hay más nadie que las haga, que me preguntó qué dónde es que quedaba la oficina de la cámara de comercio.

A mí no me cayó la locha de inmediato, se quedó haciendo como el balón de basket en el último punto de la película. El señor de la gorra roja y la franela del Magallanes se rió viendo por encima de mi cabeza con una dentadura de solina, mientras la señorita del atuendo probablemente secretarial le explicaba a la muchacha que me hizo la pregunta a diez metros de la primera, que dos cuadras antes, torciendo a la derecha, como a treinta metros de la esquina, estaba esa oficina. La muchacha que sí va a la playa porque le da flojera subir montañas le dio las gracias de lejos acompañada con una sonrisa de no me gusta el jugo de guanábanas y se volteó mirándome la locha que no caía para decirme que ya había estado en esa oficina pero que no era la que ella buscaba, que qué fastidio con esta gente que nunca me da la dirección correctamente, mientras yo pensaba en lo práctico que resultaba decir que tal cosa quedaba de pele el ojo a peligro, del lado derecho según se sube, un pelito más arribita del callejón que bajaba a la quebrada Anauco en los tiempos del pan “co matiquía, o si matiquía”…

Escogí entre volver a prender el carricoche o patear un poco el suelo a ver si mis piernas se acordaban de para qué es que sirven. Recordé que hay quién recomienda que para cualquier pena, porronazos. En vista de que yo no estaba para subirme el ácido úrico, me decidí por un poco de ejercicio, que también ayuda hasta durante los divorcios. Así que opté por lo segundo y me largué a caminar calle abajo casualmente en la misma dirección y sentido que la mujer que iba en busca de la cámara de comercio que no está al lado de ningún taller ni ferretería de zamuro a miseria.

Bueno, caminé de la Terranova a la Cuatro de Mayo, y vuelta. De bajada me fui mirando todo con mucha atención para ver si descubría el sitio del dibujante cuyo apellido es Conde. Qué cosas... Talleres, así, a mogollón. Ferreterías, como arroz picado. Pero negocios de digitalización de planos con un taller en diagonal y una ferretería al lado o viceversa, naranjas de la china.

Así que de regreso calle arriba…, bueno, lo de calle arriba calle abajo es un modo de decir nada más que porque en un sentido se ve el mar al que tengo tiempo sin ir, y en el otro se ve la montaña al la que menos todavía, pero la pendiente es muy suave, esto hay que aclararlo…, bueno, lo que decía era que cuando venía de vuelta resolví hacerlo preguntando y empecé por los del ramo: cybers y centros de copiado pero nadie me entendía, era como si acabara de bajar de una nave espacial que me trajera de Ganímedes (tal vez por el aspecto tan extraño que luciría a esa hora con un andar inclinado y una aureola que era la locha girándome sobre las entendederas) aunque descubrí una taguara que sirve sobrebarriga, bandeja paisa, y otras delicias de la gastronomía colombiana que también habrá visto por lo menos, lugares mejores. Resolví entonces preguntar, no me pregunten por qué, en las panaderías. Está bien, lo que pasa es que sé que los dibujantes toman mucho café, y si hay un dibujante cerca, con seguridad será habitué de la panadería más cercana. Pero me falló esa lógica. Así que cuando llegué de vuelta al carro seguía con el rollo de papel debajo del brazo muy sudado, y esto también hay que decirlo, pero sin haber dado con el hombre que buscaba.

Está de más decir que me acordé de Diógenes y su lámpara. Pensé que tal vez no tendría estos problemas para conseguir a alguien si en vez de una casa hubiera dibujado un barril, y que después de todo no había problema porque con semejante solazo lo de la lámpara era definitivamente una extravagancia de mi parte. No sé, pero se me vino a la mente una imagen con mi cara en un pez abisal con cuerpo de tonel, de los que cargan una lamparita ante las fauces nadando por la cuneta de la San Rafael.

De modo que decidí ir calle abajo, con la corriente abisal, esta vez preguntando en los talleres y ferreterías. En el primer taller me salió un hombre que de seguro ya no buscaba un dibujante ni le interesaría porque estaba cubierto de tatuajes, por lo cual deduje que era mecánico diesel ya que sus tatuajes eran definitivamente arte exclusivo de los marineros de Paramaribo o Cayena, y para allá no se va con motores Evinrude de fuera de borda. Le dije muy avergonzado pero de modo inequívocamente amable, que no quería chimó, y seguí al siguiente taller que resultó ser de refrigeración automotriz y centro de acopio de latas de aluminio.

Había tal colección de tiempos mejores de otrora que recordé la canción de Time in a Bottle y casi me echo a llorar por la distancia entre Ally McGraw y la de botellas que no contenían tiempo pero que estaban en manos de lata patinada por la capa de caucho, carbón, sudor, etc., totalmente ajenas al paso del mismo, y de pana, completamente ajenas a cualquier historia de amor. O tal vez no.

En este taller no pude preguntar nada porque el nudo que tenía en la garganta era demasiado grande. No, más bien parecía un plato de espaguetis secos tragados sin masticar a los que les hubiera dado por volverse calamares vivos, solo con tentáculos. Me dio vergüenza que al ir a preguntar por el dibujante ferretero se me salieran por la boca un poco de paticas indiscretas. El esfuerzo por cerrar la boca me hizo lagrimear, por eso me la tapé con una mano y me apresuré a llegar al siguiente taller. El tipo que me iba a atender se asomó calle arriba y calle abajo, supongo, buscando la manifestación estudiantil del momento en la cual lanzaron semejante bomba lacrimógena. Se le veía el signo de interrogación sobre la cabeza. Pobre.

Había otro taller que le seguía del cual manaba un ruido como de telar industrial antiguo: cutucun tun, cutucun tun, cutucun tun… Realmente me avergüenza profundamente confesar semejante flaqueza, pero para hacer terapia y conjurar estas cosas es que escribo: me dio miedo. Me entró la mayor sensación de terror de la que he sido capaz de darme cuenta conscientemente. Y es que hay momentos en la vida, que como Vallejo, yo tampoco sé, en los que una pared alta pintada con los colores de alguna marca de repuestos automotrices dotada también de un inmenso portón de herrería convencional pero pintado de azul eléctrico, me parece que esconden secretos mefíticos que van mucho más allá de lo que una descripción de Lovecraft puede alcanzar con todo y que cuenta generalmente con un interlocutor más que propicio… Edgar Allan Poe vivió fuera de tiempo. Byron no tuvo automóvil. Si no, Justine sería un Renault o un Mitsubishi probablemente envenenado por el fenómeno boomcar… Hay que reírse de las vaharadas bituminosas rielando a cuarenta y cinco centímetros del suelo bajo un sol margariteño, pero hay que huir allegro veloce con moltissimo spiritu cuando resuenan los ominosos parches tribales. Anuncian encuentros que no sé enfrentar cuando ando disfrazado de pez abisal que nada por la cuneta calle abajo por la San Rafael, con escamas de tonel, y una locha guindando donde va la lamparita.

Sobra decir que ahí no pregunté un carrizo. Crucé la calle y me fui a ver si yo estaba en aquella ferretería de allá.

No estaba en la ferretería hasta que entré. No me molestó la cara de chicharrón con pelos que puso el dependiente cuando me vio, pero que quitó rápido cuando le explique que no venía por una libra de clavos y que ya, formón, tengo. Había cierto frescor en la ferretería porque tenían un ventilador bimotor que tronaba como un DC3 con catorce cilindros radiales, y catorce más. No pude contenerme y me paré frente al avión para dirigir la maniobra de acercamiento al punto de amarre con mis dos paletas de ping pong, una era una locha y la otra un rollo de planos hechos en papel de ese que viene en cajitas semi aplastadas siempre sobre el tablero de los taxis. Puse la boca como quién hace volutas con el humo del cigarrillo y pronuncié el Om trascendental, como cabía esperar.

En estas circunstancias, todo el mundo lo sabe, por efecto del choque del sonido emitido con las aspas de los ventiladores, el sonido se desgrana en un trémolo infantil que es como el esperanto. Al punto, una dependienta maternal me explicó que justo al frente, cruzando perpendicularmente la calle y las dos cunetas (e lasciando ogni speranza, noi que uscite [o algo así]) al lado de aquel cyber que parece una panadería, hay una oficina de ingeniería. Que allí seguramente no sería que trabajaba el dibujante que es Conde, pero que si no sabían decirme nada, porque a veces pasa que en las oficinas de ingeniería a uno no le saben decir nada lógicamente porque lo saben bien, que probara allá, al lado de aquel taller de latonería y pintura de artefactos de línea blanca.

La propuesta me pareció bien intencionada y esto hizo que por fin me cayera la locha: estaba en una ferretería que está diagonal a un taller de latonería de línea blanca, que está a su vez frente a un cyber que parece panadería justo al lado de una oficina de lógica eléctrica. Ya no necesité el disfraz de pez abisal lo cual me alegró mucho porque nadar en la cuneta no es bueno para un ojo vago rumano.

De todas maneras me entretuve un ratico pequeñito en la ferretería haciendo el que trataba de leer algo en los planos sudados para que se secaran un poco con la potencia de tales motorazos, y luego crucé la calle como el que siempre ha sabido todo: como un especialista, pues.

En la oficina eléctrica, lógicamente, no sabían de ese dibujante que es Conde. Yo, como si nada. Crucé otra vez pero a la esquina diagonal de la ferretería y me metí decidido en el taller de latonería y pintura de línea blanca y le pregunté por el dibujante que es Conde al señor de pantalones rojos y gorra de los tiburones que estaba comiéndose un mango (que salpicaba sobre las vestiduras fondeadas y a medio lijar de una lavadora General Electric) mientras le limpiaba la bujía a una moto más vieja que el DC3 de la diagonal. Yo pensé que aquí sí era la cosa porque la radio cantaba así: lo vi caminando, lo noté muy raro, lo vi caminando, lo noté muy raro, fue que en un zapato, se le enterró un clavo, fue que en un zapato, se le enterró un clavo…, oh, porque son de cartón, son de cartón, de cartón…

En efecto: aquí sí vive ese que es Conde. Pasé para allá, que ya se lo vamos a llamar.

Allá es un jardín sorprendentemente frondoso con dos sillas de mimbre debajo. En la reja estaba asomado un señor sin camisa pero con pantalones de la vino tinto que me dijo que me sentara ahí y que esperara, que aprovechara el fresquito, que si se me había acabado el papel que me buscaba otro poquito para el sudor. Y no me lo dijo con ironía ni nada, no, lo que pasa es que los planos ya no eran planos por ninguna parte. Le rechacé amablemente el ofrecimiento y me hice el loco con mucha dignidad para que no se diera cuenta de que me había ofendido un poco en el orgullo de mi disfraz de dibujante ilógico porque es que mi apellido no es Conde porque es de otra calaña.

Por la misma puerta por dónde se fue el señor vino tinto apareció una señora mayor con la enseña albiceleste, que masticaba esa bola de plastilina que todos los niños terminan haciendo con las barritas de colores que juraron que esta vez sí que no las mezclarían mamá cómpramela anda... Una pelota que hacía que casi no le entendiera que me estaba explicando que disculpara pero que lo que pasaba es que el taller no está trabajando porque los latoneros de línea blanca no pintan el día de las brujas, que si yo he visto, qué riñones tiene esa gente…, ya nadie quiere trabajar…, pero usted no se preocupe porque ya el dibujante que es Conde viene por ahí.

Yo sonreía como cuando le dicen a uno una vaina en otro idioma y uno decide que es más fácil hacerse el que entendió y fue en ese momento que apareció: un ser parecido a un perro, o por lo menos un esqueleto con peluca de perro negro que definitivamente sí que vio tiempos mejores, o que por lo menos en este tiempo le estaba yendo que era del todo una mierda. Fue la visión aterradora del día. Más allá del ojo vago. Más allá del albatros de Rimbaud. Muchísimo más allá de un pishtaco de Vargas Llosa, de un nacaq…: Una marioneta de perro en 1:50 hecha con costillas desde el extraño hocico hinchado por algún escorbuto canino hasta una cola de caimán en 1:125 también todo costillas pero que terminaba como el de un tuqueque en época de apareamiento. Todo este traqueteante esperpento de quincalla de huesos estaba cubierto, para que no se le notara que estaba muerto, con la cuchita que usaba Joselo para hacer de Pavo Lucas… No, con la peluca de felpudo de baño hecha con el pelo de algún desafortunado camello que usan sobre la cabeza algunas madrileñas, pero teñida de negro ala de cuervo… Y trataba de mover el rabo como si además de rigor mortis padeciera de lumbago mientras sonaba como un móvil de bambú y olía como si debajo de la peluca escondiera el bicho muerto que es, desde hacía algo más de una semana.

Menos mal que antes de que cundiera el pánico apareció el dibujante que es Conde, quién me hizo pasar a su despacho al que afortunadamente, el perro, tenía absolutamente prohibido entrar con sus huesos, y muy seriamente me explicó que es peligrosísimo comer arepas de pepitona con mucho picante, que las consecuencias son capaces de torcerle la vida a cualquiera. Yo, personalmente, (mientras giro mis índices como dibujando la trayectoria de los cuernos de un carnero) le creí todo al tiempo que vigilaba el perro con el rabito del ojo y le explicaba más o menos la casa dibujada con tanto sudor lo más rápidamente posible, sin terminar de entender con todo y locha por qué fue que el dibujante no llegó a tocar los planos.

Terminado esto yo me fui nadando como un salmón abisal calle arriba jurándole a gritos al dibujante que es Conde, que el lunes regresaba con dinerito y sin lumbago, que no me comía una arepa de tripa e’ perla con picante más nunca en la vida, pero que para ese día, que me espantara por favor a ese costillar de perro negro.

3 comentarios:

pochogarcés dijo...

solo me pregunto si le quedara bien a esas costillas, una salsa barbacoa de chipotle... sera?

un abrazo!

CarinaProfeUBV dijo...

muy divertida y cercana la aventura...me pregunto si el lumbago alivio, el carro te llevo de regreso y los planos de los enregaron a fecha y a gusto

Tadeo dijo...

Bueno, en orden...
Después descubrí que lo de las costillas de los perros margariteños resulta ser una cosa fea que transmiten ciertas garrapatas, por lo que pienso que el chile (por sabroso que sea)chipotle no mejoraría alñ pobre perro...
Sí, lo del lumbago se resolvió del modo más elíptico que se pueda imaginar. Mi médico chino (que es médica venezolana, pero la vida tiene esas cosas) me convenció de que el problema lo causaba un tirón que me daba el abdominal interno del lado izquierdo (no podía ser de otro modo) o sea, que no era lñumbago sino tortícolis, solo que en la barriga y no en el cuello. No me ha vuelto a dar desde entonces... Con respecto a mi carro: ese perol de museo (pero de la trastienda del museo) siempre me lleva y me trae hasta sin retraso (y claro: no tiene frenos) lo unico es que tengo que atreverme, como con la vida... Y los planos ya me los entregaron y quedaron tal cual cómo los quería...
Gracias por los comentarios, los agradezco como el Chavo del Ocho: de a de veras...