jueves, 31 de julio de 2008

El despecho artesanal I.


“Que pena me da, tener que lastimarte el corazòn,
Que pena me da, negarme a tus súplicas de amor”

Beny Morè.

Tengo muchos años ganándome la vida con el sudor de mis manos, es decir, que vivo de lo que fabrico, convierto, transformo, invento, o como prefiera llamarlo según el caso porque copión también he sido ya que el decoupage puede ser rastreado hasta la china misma.

A veces agarro un tablón, lo corto, lo lijo, lo tiño, lo pulo y hago marcos para cuadros, actividad nada original pero sí muy satisfactoria sin despecho que valga.

Otras veces le toca a un pedazo de lámina de aluminio a la que le caigo a martillazos sobre una sufridera que me hice con un tronco durísimo horadado por obra y gracia del calor y la mandarria, le aplico una solución saturada de jabón azul y caliento la lámina hasta que se pone ambarina para poderle seguir dando porrazos sin que se joda el material hasta que consiga la forma que busco. Luego la limo, lijo, pulo, rectifico los bordes y hago una lámpara. También termino haciendo alguna cosa con la sufridera misma porque a fuerza de carajazos y jabón termina con una textura muy interesante. Claro que tengo el hombro derecho como Hermes el de la jabalina pero eso no me importa.

Consigo lo que quedó de la tala loca de algún desafortunado árbol y tras cortarlo en tiritas y laminarlo termino obteniendo un taburete o un perchero, qué sé yo, así que ando con las manos sucias de epoxi y el carro lleno de restos de cortezas varias. Tal vez un día el carro mismo termine arraigándose y de sus ramas se pueda hacer algo. No sé.

No hace mucho que de un amasijo de hierrajos fabricaba una casa con la ayuda, claro, de un pequeño ejercito de hormigas humanas. Porque pa’bachaco chivo, y pa’chivo capote. Hacer una casa es, para mí, la tapa del frasco, es el clímax del proceso artesanal. En mi manera de ver, el ser humano y sus historias es lo que hace la diferencia. No hay animal más ídem en toda la creación y eso me gusta y me disgusta, pero solo es mi opinión y mi problema, por supuesto.

Antes de eso transformaba un puño de cables, interruptores, válvulas y tubitos, en aparatejos que comandaban complicados sistemas que se utilizaban en el control del gasoducto nacional. Fue un trabajo bien bonito. Arduo, pero bonito. Peligroso también, qué carrizo, pero esos cuentos no los voy a echar para no involucrar gente buena de la que hace mucho que ni sé qué hace.

Y así, retrocediendo en mi historia laboral, siempre he tenido que ver de algún modo con la transformación de materia prima muy simple o ya a medio trabajar en otra cosa. Ya sea por hobby o por trabajo, o por lo que sea. Me gusta y creo en eso: en la oposición del pulgar, en el mono lúdico, en la materialización de una idea o de un concepto. En dos platos: en hacer algo que sirva para algo sin pararle mucho a Buñuel.

Recuerdo que cuando era chamo, muy chamo, mis pininos artesanales iban de la mano con los juegos de mecano, de lego, de dobladura corte y pega de papel, y todo esto mientras la muchacha de servicio escuchaba en la radio a Germaín, a Los Ángeles Negros, a Pedro Infante, a Marco Antonio Muñiz, a Vicente Fernández, a Joselito, a Palito Ortega, a Los Terrícolas, a César Costa, a Enrique Guzmán, y a tantos otros que me llevaría media vida nombrar. Pero la muestra vale.

A fuerza de estar en el epicentro de la vorágine hacendosa de dicha alma tan esopesca, si se me permite, me terminé dando cuenta de que la muchacha tenía un guayabo de campeonato. Claro que pensé que esto era así y punto…, Yolanda, bendita paciencia radionovelera, no dejaba pasar un día sin pasear sus anhelos por cuanto testimonio de corazón roto se hubiera escrito hasta ese entonces, entre suspiro y suspiro. Bueno, más bien entre suspiro, restriega, suspiro, enjuaga, suspiro, barre, suspiro coletea, suspiro y así...

Más grandecito noté que todo lo relacionado con las interminables remodelaciones de la casa de mi Abuelita Marilú era amenizado con boleros y rancheras. Yo sentía que el olor de la arena y el cemento sonaba como a “… En el juego de la vida, nada te vale la suerte, porque al fin de la partida, gana el albur de la muerte…” Pensé que una piedra en mi camino… Babalú, Babalú… Etcétera.

Los señores que echaban pico y pala, que empujaban carretillas, que alzaban baldes llenos de concreto, que usaban gorros de bolsa de cemento y botas de goma con medias del mismo material, todos, tenían una mala puntería con las mujeres digna de ser estudiada. Cantaban a voz en cuello entre pujío y pujío propio de la actividad realizada, que dicho sea de paso, no les daba suerte con las damas.

Así, con los años y con mi ingreso más bien azaroso en el mundo laboral y productivo pude corroborar mi tesis, pues en los andamios se oye esas peorra salsa que llaman erótica. En las excavaciones se siente la bachata. En los talleres todo es vallenato…

… Y aquí tengo que hacer un aparte con lo del vallenato porque sin tomar en cuenta que no me gusta, que lo detesto, escucharlo y escucharlo como si fuera un queso azul sónico no me ha ayudado a entender ese fenómeno. Es que unas voces plañideras y lloronas, medio afeminadas por no decirlo con todas sus letras y ponerme descortés, se quejan constantemente de que sus pérfidas mujeres los abandonaron ignominiosamente…, ¡la pucha! Diría Mafalda…, ¿y cómo no te van a abandonar, maricón? Pero bueno, nada de descortesías porque nunca se sabe quién se ofende por ahí.

El caso es que tampoco me puedo poner tieso con este asunto de la vallenato-fobia porque resulta que la dinámica artesanal venezolana, la inspiración, el hecho artesanal en si mismo está totalmente arrullado por esta música. Así que todo lo que vemos en talleres y tiendas tan auténticamente autóctonas no es otra cosa que el resultado manual de la digestión de voces arrastradamente nasales, acordeones y tumbadoras con charrasca. Mira tú las vueltas que da la vida y mejor no nos preguntemos qué resultaría si en Venezuela, los artesanos, oyéramos música venezolana. Tal vez nos tildarían de elitescos.

Cuando hablo de la artesanía y del artesano me refiero al fenómeno ampliamente concebido. No me estoy restringiendo a la acepción que le da la RAE. Me refiero a la modificación de materia prima mediante un trabajo mayormente manual mínimamente mecanizado. Es decir, el trabajo manual, obrero, etcétera. Todo esto, claro, con el perdón y la venia de los puristas que sé que los hay.

Pero para no perderme: decía que en las carpinterías Beny Moré le canta al amor imposible, Chucho Avellanet le canta al abandono, Don Pedro Flores pone en boca de Daniel Santos una flamante despedida, Agustín Lara se la pone bombita a la Momia Azteca que ronronea a María Bonita, Bola de Nieve apuñalea algún otro desamor, y Juan Gabriel alardea con enorme éxito su flamante comercio de lo inconmensurablemente irreparable de la despedida de los que hasta hace un ratito nomás se amaban con locura…, y así, pues.

Pude notar que los albañiles viejos y los soldadores prefieren a Maelo por incomprendido, y que los nuevos que se atreven a retarlos a reguetonazos solo lo hacen cuando la que perreaba aquí se fue a sanduguear allá lejos y ya no la puedo gozar más…, Ave María purísima, diría mi Abuelita Cruz Antonia que ya cumplió sus cien años.

Termino haciendo una extraña operación aquí y no puedo dejar de notar que el quehacer manual, por lo menos el que yo he conocido, viene acompañado y hasta tal vez causado por un profundo despecho.

¿Será casual? No sé, pregunto, si uno se dedica a fabricar cosas por despecho o más bien se despecha por el camino. Porque desde el pana que se faja con unas maquinitas a hacer utensilios del hogar en maderas nobles, hasta el que agacha el lomo de sol a sol cargando sacos de cemento no escuchan Salserín ni joropos. Si oyen la así conocida música llanera, es solo en la versión venezolana de los tangos y las rancheras que, como no, es aceptable en el campo del despecho pues solo habla de eso: mujer maluca que te me fuiste con otro…

Cónchale, yo no tengo ni el más mínimo despecho. Palabra. A mí me gusta lo que hago y cuando soy yo el que pongo la música tiendo a querer escuchar algo que me alegre el rato. No sé, pongo guarachas, a Emilita Dago, a Celia Cruz, a Billo, a Josefina Rodríguez La Gitana De Color… Bueno, esto no es del todo cierto porque también pongo de lo otro ¡qué carrizo!

Entonces trato de entender el despecho, el guayabo, la nostalgia, esas cosas que mezcladas construyen un poeta (ah, ya va, se me olvidaba la frustración. Perdóname Abuelito) y si no entenderlo por lo menos tener una idea del por qué y el para qué.

Un suponiendo, como Kika: si yo me enamoro de ella y ella se va y me deja por mi mejor amigo, la verdad que es como para arrecharse, pero si me pasa a cada rato la única explicación que se me ocurre es que me gusta la vaina. Bueno, puede ser también que me estás forrando componiéndole canciones a Mirtha Pérez, pero mi pana, esa señora como que ya no canta…

Lo que quiero decir es que si no es así entonces se trata de una transferencia de esas que mientan los psiquiatras y que, si lo entiendo bien, funciona más o menos como el chiste del carajo que está buscando un fuerte que se le cayó en el sótano, afuera, en la luz, porque allá a bajo no se ve un coño por culpa de la oscuridad… Sí hombre, como el pendejo que se lleva un regaño del jefe y luego viene a pegarle a la mujer y a los hijos en casa porque no puede pegarle al jefe… Me parece que no logro explicármelo bien. Me refiero a lo de la transferencia.

A ver si lo agarro por otro lado: si yo no estoy contento con lo que tengo, me pongo a hacer cosas que me gusten y así tengo lo que quiero. Esto puede ser.

Y si no me gusta lo que tengo y hago y hago y sigo sin que me guste lo que tengo entonces me despecho y oigo a Agustín Lara hasta que, o me da una vaina, o me acostumbro a hacer y hacer pero sin llegar nunca a estar contento porque nunca es suficiente y no me contento y si me contento dejo de hacer entonces oigo a Daniel Santos y si me gustara leer me agarraría a trancazos con Hans Cristian Andersen. Coño.

La verdad es que yo modifico una rama rota por mil razones todas falsas. Porque con eso le devuelvo un poco de dignidad a un árbol. Porque con eso le saco el cuerpo al plan de crédito del Karma. Porque con eso me compro la arepita mía y la de los míos. Porque con eso embellezco mi entorno. Porque con eso me gano el reconocimiento de los demás. Porque con eso consigo que mi mujer me siga queriendo y no se me vaya con mi mejor amigo… Qué va, aquí lo que me cuadra es la moña de Héctor Lavoe: mentira tararara-ra-ra-ra…

Yo hago esto porque es lo que sé hacer, porque me gusta hacer, porque los que hago son hijos que no generan mayor problema, porque es fácil, porque puedo darle rienda suelta a mi manía de inventar el mejor procedimiento para lo que sea, porque mi ego me obliga a modificar cuanto perol me cae en las manos. No sé. Sigo sin convicción.

Yo creo que el despecho y la artesanía van juntos aunque no pueda explicarlo. Van juntos porque van juntos. No hay miseria socio política ni consideraciones filosóficas: simplemente van juntas. Como la poesía y lo imposible. Como la pintura y la bidimensionalidad. Como el mensaje y el mensajero.

Ahora mismo le digo a los carpinteros que le suban el volumen a la radio, que no oigo bien al amigo Maristany y eso no me permite solucionar esta curva que le quiero dar al laminado.

Y claro, la verdad prefiero el despecho hertziano a cualquier otro.






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