martes, 2 de septiembre de 2008

El despecho artesanal II.

”Vengo a decirle adiós,
A los muchachos…”
Daniel Santos.


También esta lo otro: la asincronía…

Digamos que no es un problema serio una vez que se reconoce y se aprende a manejar. Como pasaba con aquella bellísima chatarra que yo adoraba, que era mi camioneta Fargo Power Wagon del año 50, amarillo caterpillar y negra.

Está bien, no la describiré mucho para no alargar el texto y haya luego que quitarle cinco capítulos para que no se haga tan ancho ni tan ajeno. Pero sí detallaré aquí el procedimiento para prenderla en la mañana, y manejarla un rato.

Resulta que la bomba de gasolina de esa bicha tenía un émbolo que accionaba dentro de un cilindro anchote que sería ciego si no fuera por dos válvulas check en cada lado. Una miraba para adentro, y la otra para afuera. Eran válvulas de esfera que funcionaban por gravedad. Dicho esto, paso a lo siguiente: estaban más gastadas que mis muelas por culpa del bruxismo. En consecuencia durante la noche se vaciaba el carburador porque estaba por lo menos un metro más alto que el tanque de gasolina, y el efecto sifón es una vaina.

Tenía que cebarla directamente por la boca del carburador para poderla prender, o, como terminé haciendo: le puse una pera de las que se usan para los tanques de los motores fuera de borda. Esto terminó con ese rollo.

Entonces, tenía que abrirle el capó tipo alas de gaviota, darle bomba a la pera hasta que se pusiera dura, cerrar el capó, montarme en la bicha esa que era altísima y darle tres bombazos al pedal del freno para poder asegurarme de que se quedaba quieta mientras la ponía en neutro para darle los bombazos a continuación, al pedal del acelerador. Tres bombazos más. Luego pasaba el suiche de la llave, y pisaba un botón popularmente conocido como “el clavo”, que quedaba encima del acelerador, del que no he dicho que estaba puesto sobre la caparazón que cubre el embrague y la caja de cambios.

Esto hacía que muy silenciosamente para lo que se esperaría, se pusiera en marcha el seis cilindros cámara plana que tenía esa perolota.

Tardaba sus buenos cinco minutos en llegar a temperatura de régimen. Siempre con el freno pisado para no perder la presión.

Luego pisaba el embrague a fondo y muy lentamente trataba de engranar la primera… Rrrrrrr, rrrcccrooooccc…, y quedaba emprimerada.

Acto seguido, y contando con la inercia de sus toneladas, pasar el pie del freno al acelerador (que quedaban a más de treinta centímetros de distancia) antes de que a la corota esa le diera por machacar el carro de atrás (que era mío también) y sacar un poco el croche mientras llegaba con el otro pie a acelerar un poco nada más como para que no se apagara y tuviera que empezar de nuevo.

Pero eso no es nada: para poder poner la segunda, la tercera, o la cuarta, había que meter el croche, sacar la primera y poner neutro, volver a pisar el croche, y meter la segunda…, rrrrrcccrrcr. Eso con todas las velocidades en sentido ascendente.
Para el procedimiento descendente también conocido como recorte, había que meter el croche, poner la palanca en neutro, sacar el croche, acelerar en vacío, meter el croche, cambiar la velocidad y soltar el croche otra vez…

Asincronía pura, que conocida, comprendida, y bien practicada, se maneja bien.

Entonces, a lo que voy: tuve que pensarlo mucho, pero mi despecho artesanal viene de ahí, de la asincronía.

Es que ¡coño! Uno trabaja con el cerebro conectado directamente a las manos y esa interfase no permite espacio para más.

Yo tengo un pilón de madera ahí, del que saco y saco y saco, y en el momento en el que se me acaba mi desconcierto es comparable con el que me produce el sentido del ridículo que ostenta (y del que hasta hacen gala) la gente que hace show en la televisión.

Cada vez que es fin de mes y tengo que pagar los tres alquileres que pago. Cada vez que me cortan el teléfono. Cada vez que tengo que ponerle gasolina al carro (ya aprendí a llevar un bidoncito de cinco litros en la maletera para no pasar trabajos) cada vez que me da hambre, cada vez que hay que pagarle a los ayudantes, cada vez que me jalan las orejas los del municipio o el mismísimo Seniat: el desconcierto.

Es que claro, yo, metido en mi mundo fantástico del perolito bonito e ingenioso no me pongo a pensar en todo lo demás, porque cuando me pongo a pensar en todo lo demás dejo de tener cabeza para los perolitos bonitos.

Pero resulta que yo estoy fastidiado de la peladera de bola y entonces tengo que producir más. Necesito dos o tres ayudantes para que carguen, corten, lijen, y enceren. Me hace falta un local más espacioso porque ahora no son dos tablitas y una sierra de disco. El producto debo venderlo al detal porque si no mi ganancia se la quedan las tiendas de los demás. El carro viejo ya no me sirve porque tengo que cargar un perolero porque siempre ando como el hombre del bacalao…

Mis ayudantes cobraron y se compraron pingos de celulares que alquilan en la esquina y ya no quieren venir a trabajar. El alquiler me lo subieron igual que subieron el botellón de agua de cinco galones: el cincuenta por ciento. El vidrio ya no me lo quieren cortar en la distribuidora por lo que necesitaré hacerme un soporte para transportar las láminas y un nuevo sitio para almacenar. La madera es un tiro ascendente que da vértigo. Eso, cuando hay.

Croche, saca la segunda para poner neutro, croche, mete la tercera…

Casi estoy despechado: tengo un poco de maquinas inactivas y no puedo con los que deberían operarlas, porque el que me quedaba está por comprarse un taxi. O sea, me volví a joder.

El municipio quiere que nosotros, sendos hippies, saquemos la patente de industria y comercio (y hay que ver lo que me costó aprenderme el nombrecito del papelote ese) que vale una bola y parte de la otra, constantemente, además.

El Seniat nos hizo hacer una asamblea y un acta, con el nuevo registro, pago de contador y abogado, porque nos fuimos de Porlamar a La Asunción, y si no lo hacemos en el tiempo prescrito nos agarra Macalambruno.

Croche, saca la tercera para poner neutro, croche, acelera en vacío, mete la segunda…

Me da risa porque vino una gente de estas que apoyan a los artesanos y nos ofreció comprar un verguero de vainas como para hacer el año y parte del siguiente, pero nosotros teníamos que hacer el corotero y ellos nos pagarían cuando terminara…, se perdió ese boche…

Así pasan miles de cosas, que cualquiera de ellas significaría la gran coronación: regalos corporativos, dotaciones para cadenas de tiendas, peretos para el Sultán de quiénsabedónde…, pero eso sí: dale vos primero, que a mí me da mucha risa.

Asincronía.

Por eso es que yo dejé de preocuparme, porque tampoco creo que quejarme me sirva se nada: si me pica la machaca, me lavo con agua de la que recomiendan los curiosos. Ya sé que si quiero vivir como yo quiero no puedo ser ni artista, ni artesano, ni diseñador (¡toma por el ojo, Quintiliano!) tengo que ser turco, con todo el debido respeto por esa nacionalidad tan interesante pues solo uso el apelativo por comerciante.

Es que ¡caray! si yo quiero trabajar en lo que me gusta tengo que romperme el lomo y vivir en la zozobra manteniendo a los míos en ascuas. Mi esposa, que es una artista hecha y derecha, admirable y de renombre, mil veces debe dejar de atender lo suyo por venir a apagar incendios conmigo. No hay derecho. Entonces, cuando llegan momentos como el de hoy en el que hubo que montar la exposición para la inauguración del restaurante, solo había cinco obras disponibles. No hay derecho ¿y por estar de apaga fuegos? ¡me cago en la ignición espontánea!

Mi terapeuta china (que es venezolana) me dio el espaldarazo: ¡energía yang, compañero! Engaveta la inventadera de perolitos y guarda la perplejidad…: turquea, turquea, para que quede espacio para lo demás.

Compra en indonesia y vende aquí, que esa gente produce por un plato de arroz, y aquí compran lo barato sin pensar en más nada. Así sí hay para pagar los tres alquileres, la patente de industria y comercio, y las asambleas del Seniat.

Asincronía, ergo, despecho.

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