lunes, 6 de agosto de 2007

Lo que pasa es que uno come y luego viene y descome



El del título es un fenómeno particularmente a propósito para hacerlo perder el norte a uno, si uno no está pendiente de lo que pasa con las cosas.

Bueno, lo que quiero decir es que a veces uno come y come y come, disfruta la comida pero en el fondo sabe y hasta comenta y lamenta, que después le toca recibir a la poceta, pues comió comió y comió.

Lo que me maravilla es que aun sabiendo todo lo que hace la comida por uno, sea tan sorprendentemente preponderante el hecho de la descomida.

Uno come y se nutre. Se nutre en cuerpo y alma: crece, se mantiene sano, obtiene la energía para enfrentar y llevar a cabo todo lo que hay que hacer con buen humor o no, irascible o no, plácidamente o no, engorda o no, y por último descome sí, o sí. Mucho o poco, pero descome.

Y de verdad se puede hacer del acto de comer un fastidio, un ritual, un aquelarre, una fiesta para los sentidos, o simplemente un trámite para seguir viviendo. A veces uno escucha barrabasadas tales como aquel juego infame con la frase despectiva se come para vivir, no se vive para comer. Me ha tocado escucharlo de gente que hasta creo que disfruta del sexo. No entiendo, pero bueno, cada cabeza es un mundo.

Tengo varios amigos que son chef de profesión y casi religión. Yo mismo cocino cada día como si fuera la cosa más importante en el mundo. Alimentar almas y cuerpos. Me gusta.

Una vez casi llegué a pensar que en especial uno de mis amigos, el más chef, el más refinado, el más elegante, solo comía. Es decir, que no descomía por comer solamente alimentos sublimes. Naranjas de la china. Una vez coincidió mi llegada a su barco con el momento en el que él bajaba la poceta y pude ver desde el muelle que lo que salía por el cock era exactamente el descomido normal de aquel que come.

Lo interesante es que uno come lo que coma y crece, y piensa, y crea, y cree que es una especie de ser levitantemente racional pero luego viene y descome, como decía.

Entendí hace un tiempo que ese es el elemento más importante a ser tomado en cuenta para sobrellevar aquello que no se logra entender. Sobrellevar no con estoicismo ni con perdón judeo cristiano, ni con resignación porque está escrito lo que está escrito y que se jodan.

Hasta para tal vez ir entendiendito y qué carrizo, así es la vida, más buena que la comida que nos comemos y que nos permite todo lo que nos permite, aunque después venga uno y descoma, porque si no lo hace terminaría siendo peor. Imposible. No vale despotricar ni negarse. Basta con comprender el fenómeno y luego ver qué se va a hacer con esta megaverdad descomida.

Sé de gente que simplemente baja una palanquita y se desentiende de lo que por ahí se fue. Algunos piensan un ratito alguna vez sobre un remoto sitio mítico al que van a morir todos los descomidos. Pero pronto se olvidan de esto porque el olor es uno de los activadores de reacciones más potentes de todos cuantos tenemos, y hablo por mí, claro. Paparo no es tan mal lugar después de todo.

Hay personas que hacen donde pueden buena o malamente, y dejan el regalito ahí, para que el que venga atrás que arree. Por ahí aparece una que otra lluviecita que en equipo con el sol hacen un buen trabajo y las matas obtienen su comida descomida para que vean que la relatividad de las cosas es capicúa. Además.

Para mí particularmente, esto es un asunto que me preocupa porque le doy mucha importancia a la comida. La buena comida, que no es necesariamente o exclusivamente la más refinada. Esto me hace pensar mucho en todo lo relativo a la comida capicúa y algunas de sus consecuencias.

Por esto estoy haciendo un sistema de trampas y floculadores artesanales para procesar las aguas servidas de mi casa en construcción y que estas vayan por la vía más corta posible a las matas que comerán y beberán de nosotros. Como dato especialmente curioso digo que cada productor de aguas servidas tendrá su sector determinado de verde, como para determinar cual sector de la población de mi casa es el más generoso con las matas, detalle muy fácil de notar porque el verdor de las agradecidas matas delatará esto claramente.

Pero voy más lejos, que es a donde quiero llegar: me doy cuenta de que hay que aceptarlo todo. Absolutamente todo, y encima agradecerlo, porque las consecuencias de lo que hacemos y recibimos y damos no nos son tan claras en el momento y quién sabe si tarde o temprano terminamos siendo alimentados por el desalimento más inesperado. Tengo que aceptarlo, y con gratitud.

Hacerme mayor me tenía asustado. Lo admito. Levemente asustado principalmente porque tengo problemas serios para entender y sobre todo aceptar las contradicciones esas que normalmente hasta nos definen como seres humanos, que es lo que somos o hasta dónde sabemos creemos ser. Bueno, trataré de no enredar tanto las cosas.

Hacerme mayor implica aceptar, buena o malamente, que si como descomo. Que aquello que olió bien y entusiasmó, luego olió mal y produjo rechazo. Pero no porque está escrito voy a venir a aceptarlo así nomás. No. Lo acepto gracias a que si me voy a hacer mayor de todas maneras, mientras coma y descoma, claro, mejor lo acepto buenamente y me hago mayor del mismo modo.

Porque he crecido. Esto lo atestigua el cuaderno que celosamente guarda mi Mamá donde tiene anotados mi peso y estatura al momento del nacimientos, que según sé, fueron cincuenta y tres centímetros, y tres kilos ochocientos cincuenta gramos. Cuarenta y tres años después tengo un metro ochenta centímetros, y ochenta y siete kilos. O sea, que sí crecí.

También he disfrutado como loco, hecho y deshecho buena y malamente, me las he visto negras, y pelirrojas…, bueno, pero no es parte del tema en este momento…, aunque sí. También.

O sea, que no solo como y descomo. También soy feliz grandemente, casi irresponsablemente. Pero no porque sea irresponsable especialmente, sino porque no termino de entender por qué es que soy tan requete feliz, y como no lo entiendo pues como que no termino de sentirme tranquilo merecedor. Pero sí, no tengo problema en aceptarlo.

Y entiendo que aquello que uno dice en algún momento construye y destruye o por lo menos molesta. Lo que pasa es que uno come y luego viene y descome, pero en el medio hizo y fue hecho.

Mi Papá es de lejos la persona más importante en mi vida. No es que los demás no valgan. Sí valen, y mucho. Pero mi Papá me enseñó a ser como soy y a mí me gusta así. Me siento bien conmigo hasta cuando me siento mal. Me forjó suertudísimo como yo solo aunque pasé por muchos momentos descomidos, por qué no.

Recuerdo el Papá de mi niñez y era un tipo genial. Un poco tajante y tiesito si lo veo con los ojos de cuarentón que tengo ahora, pero en aquella época era lo máximo en todos los sentidos. Yo le preguntaba por el significado de una palabra y él se presentaba con el Diccionario Hispánico Universal, que es de dos tomos. Por supuesto que este par de libracos aumentaron mi léxico hasta el punto en el que algunas personas me llamaban rebuscado y pedante, pero esto no es lo importante, porque cuando llegué al colegio me comía el rato de competencia de búsqueda en el folletín así llamado diccionario escolar, y luego me aburría, claro, pero no importa.

Mi Papá me enseñó cómo funciona una central hidroeléctrica, me enseñó el funcionamiento de un reactor nuclear, el de una pistola automática, una sierra eléctrica, los motores de combustión interna, y externa también porque recuerdo que hicimos un motorcito a vapor que calentábamos en la hornilla de la cocina y daba vueltas como loco.

Me fabricó un carrito de pedales, el LG deportivo, con unos guardafangos de lámina, chasis forjado y las ruedas de mi cochecito de bebé. Verde botella y negro. Elegantísimo y sólido. Me duró un millón de años, hasta que se le fundió una biela y ya no lo recuerdo más.

Dibujaba, construía y volaba aeromodelos. Dibujaba, construía y navegaba canoas de remo, y botes de vela. Me explicaba cómo se sacaban las curvas y entonces yo podía dibujar, construir y navegar mis propias canoas, o avioncitos, o lo que se me ocurriera.

Me hizo un transformador rectificador de corriente con un diodo y no sé qué más, para usarlo con mi pista de carritos y no tener que depender de las pilas. Yo descubrí que dependiendo de la altura del embobinado del transformador que conectara uno de los polos, los carritos corrían más duro. Por supuesto que los jodí rápido porque les estaba metiendo dieciocho voltios a unos motorcitos de doce. Cosas de la vida. Uno come y luego descome, ya lo dije.

Preparábamos un combustible con metanol, aceite de ricino, y creo que llevaba ácido nítrico pero no estoy seguro ya. Recargábamos los cartuchos de la escopeta para ir de cacería, e íbamos. Luego limpiábamos los animales y los preparábamos.

Mi Papá debe tal vez haberlo olvidado un poco, pero es un grandioso preparador de curry. Lo aprendió en Inglaterra porque tenía algunos compañeros orientales, desde indios hasta indochinos. Tenía también unas amigas españolitas más bonitas y agarronas que el carrizo, pero de eso no diré nada. Digo, allá en Inglaterra.

Por cierto que allá, mi Papá nos llevaba por toda la rubia Albión, y en cada recodo nos contaba una historia sobre lo que estuviéramos visitando. Íbamos a las carreras de carros y él me explicaba cada carro, qué mecánica llevaba, qué potencia, qué velocidad. Todo eso.

Fuimos a Francia y me enseñó a comprar el pan en francés. Me dijo: la panadería es aquella que está allá, buscas a la muchacha (no al señor) a la muchacha, le sonríes, le dices “pan”, le das esta moneda, le recibes el pan, le sonríes, y le dices “mercí”. Eso es todo. Esta es una de las mejores cosas que me ha enseñado mi Papá. La uso todo el tiempo para todo. Voy al banco y me pongo en la cola en la que atiende la muchacha (no el señor) y a la muchacha le digo “pan”, le enseño el cheque y le sonrío, ella me da la plata y yo le digo “mercí” mientras ella me mira entre desconcertada y divertida y yo paso un buen rato. Lo uso todo el tiempo y para todo. Por eso es que no me gustan los juegos de bolas criollas, pero este es otro asunto.
Mi Papá me compró una moto y me enseñó a manejarla. También me enseñó a manejar el carro y a agarrar las curvas como Fangio.

Yo quiero enormemente a mi Papá y la verdad es que si me pusiera a contar todas las cosas que he aprendido de él, tendría que escribir por cuarenta y tres años, y cuarenta y tres años más, ya que cada día aprendo hasta en retrospectiva a veces, porque es que así, de pronto, me acuerdo y asocio algo de lo que me ocurre con alguna cosa que le escuché alguna vez a mi Papá y termino aprendiendo algo nuevo de mi Papá, que vive a mil kilómetros de dónde yo vivo.

Recuerdo a mí Papá junto a mí, tranquilizándome en las noches cuando yo tenía pesadillas. Él era el que se levantaba en las noches a darnos las medicinas cuando enfermábamos, nos llevaba al pediatra, al parque, al circo, al zoológico, de excursión, al colegio, a casa de los amiguitos, cocinaba los domingos y nos llenaba la casa de amigos y de actividades divertidas. Tenía mucho cuidado con mis orejas al peinarme en las mañanas para llevarme a clases… Una vez, estando ya grande yo, terminé con una novia que tenía y me deprimí mucho. Mi Papá cruzó medio país para venir a escucharme la depre y darme ánimos.

Yo soy como soy, sea lo que sea que esto sea, en grado superlativo gracias a mi Papá, que a veces con las manos a veces con los pies, me enseñó a aprender. Me enseñó a estar alerta, con los ojos y los oídos atentos. Cierto, a veces para no decir aquello que a él no le gustaría escuchar, pero la mayoría de las veces para estar propenso a aprender y esto es lo que importa finalmente.

Lo que pasa es que uno come, y luego descome, y termina espantado por un olor y un pegoste que hasta cierto punto nos hace olvidar que la comida no solo se convirtió en ese tristemente desagradable mazacote.

Yo soy el hijo mayor de mi Papá. Tal vez su menos meditado experimento. Un poco Frankenstein con mi cabeza cuadrada mi tornillo en el pescuezo y todo, pero declaro esto en pleno uso de mis facultades:

Papá, he crecido, he echado peso, soy feliz, he estado atento… He entendido.

Te quiero mucho. Pero por encima de todo, gracias por mí.

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