martes, 3 de abril de 2007

Al Este de Margarita. Tal vez


Es un bello barco, o una “bella barca” (y aquí hay que remarcar la L con muchos aires de ópera) a decir de su dueño, hombre “elegantíssimo” y de muy exquisitas maneras... Bella pero malquerida, mal cuidada, mal mantenida la barca. Es un lujoso apartamento a flote perfectamente a tono con su dueño. No podía ser menos, pensé siempre. A duras penas a flote, pero “bellissima”, ya lo dije... Tiene dos enormes camarotes y entre ambos suman unas nueve camas confortables y espaciosas. El baño a proa es todo un lujo de comodidades. Tiene ducha alta como la de cualquier apartamento de ciudad. El piso del baño está hecho con canto rodado y me recuerda mucho al estilo de construcción del Macuto de los años cincuenta. Todo el barco es una especie de Macuto de los cincuenta (también por lo elegante) pero tal y como está hoy después del deslave y todo lo demás. Es decir, que su casco de acero naval tuvo un pasado espectacular pero hoy en día solo es una mala escenografía construida de recuerdos e imponderables, y hojaldre herrumbroso, tal vez por culpa del parecer sin necesidad de tener que ser. Bueno, no sé, algo así, pero en todo caso con muy buenas maneras siempre.

Hago hincapié en lo del piso del baño tipo Macuto de los cincuenta porque recuerdo muy bien la casa veraniega de mi abuela Marilú en Carmen de Uria, hecha enteramente en el más puro estilo macuteño, o como quiera que se diga, pero en los sesenta. Es decir, justo cuando en el gobierno de Rómulo Betancourt empezaran a convertir los cerros que no se querían enranchar, muy premonitoriamente, en parques nacionales y prohibieran la explotación del canto rodado playero para uso en la decoración de fachadas, y otras partes (como los baños) de las casas macuteñas tardías ligeramente gagliardianas, como tantas cosas en aquella época. Y no es que critique tal decisión que pegó de canto sobre la pegadera y despegadera de cantos en la fachadas previas a la invención del pego. Aclaro aquí que me parece perfecto que comenzaran a prohibir alguna cosa de provecho aunque se permitiera tocar corneta en la ciudad porque el hombre ya no estaba enfermo, perdiéndose poco a poco pero para siempre las buenas maneras de los conductores y choferes nacionales, que como en todo tiempo pasado fueron mejores. Decires de borrachitos en los cincuenta. Pero no voy a ponerme doméstico y rebotón con la historia porque fuera de dos o tres recuerdos míos, aquí no existe crónica. O sea, que no lo tengo por escrito sino como testimonios entrépitos de recuerdos mal captados y seguramente peor almacenados.

Sé, pues lo observé aun en los años en los que no entendía de estas cosas lo suficiente como para darme cuenta de que no entendía nada, o muy poco, que esas grietitas que invariablemente se llenaban de hormigas negras de las que andan a toda carrera y dando vueltas como un papagayo sin rabo, siempre aparecían en esa parte de la argamasa de cemento que une las piedras (perfectamente redondeadas y que no tienen ninguna arista, pues por eso se llaman cantos rodados que nada tienen que ver con el tango aquel de los veinte años que no son nada, a menos que sea medido por la cantidad de cantos que quedan pegados a la pared después de veinte años de serenatas unidas con cemento y arena) y que las pegan a la pared, o piso, al cual se hayan añadido como decoración o para proteger los primeros ochenta centímetros de la pared contra la humedad del salpique de la lluvia ya que un alero muy grande sale caro y total que esos terrenos los cedió el municipio y no es inteligente sembrar con semilla cara en terreno ajeno..., en fin..., y que precisamente después de uno darse un duchazo o al dejar de llover, según sea el caso (y no es casual que pasen ambas cosas simultáneamente) dichas grietecillas quedaran rezumando agua por un buen ratos. Tengo la imagen del ruso, un señor que era el albañil de la comarca (el cual fue asaltado una vez, y con una bala treinta y ocho en el muslo derecho, apaleó hasta casi matar a los dos malandros que pretendían quitarle su plata un viernes en la noche por allá, por los lados de Naiguatá, mientras él les gritaba a los dos asustadísimos pendejos que lo asaltaron que en el helado invierno ruso los alemanes no habían podido con él) sentado cómodamente en un taburete de tres patas barnizando las piedritas donde quiera que estas estuvieran con barniz marino sherwin william’s y una brochita redonda con pelos del mismo color que los de él, entre blancos y gameloticos... Esto le daba a las piedritas un color de mentira a medio camino entre el ámbar y el cursi, pero no dejaba que les pasara el agua, haciendo que las reparaciones se espaciaran un poco más.

Tal vez, por cursi que se viera, este recurso ha debido ser puesto en práctica sin denigrarlo por arcaico. Así las pequeñas fugas que se acumularon en la panza de la “bella barca” de las eles remarcadas y estiradas, no hubieran carcomido sus entrañas convirtiendo la cáscara sólida, en hojaldre para los mejillones... Sí, lo sé, tal vez este no sea el problema. Seguramente la protección catódica correctamente conectada hubiera hecho su trabajo y nada de esto sucediera. Pero, las razones técnicas de la piedrecita y el canto rodado con hormiguitas y el ruso barnizándolas hacen un cuento más nostálgico y yo no quisiera escribir sin nostalgia (porque creo firmemente convencido que los nostálgicos tenemos una seria tarea entre los mortales pues resguardamos y protegemos los cuentos que sin nosotros quedarían bajo la lámpara fluorescente de la historia, y a merced los cronistas, con el mayor respeto, claro) Aunque también puedo entrarle por el lado de la protección catódica, pues eso me trae a la memoria uno de los episodios más extraños y ridículos de mi vida, que sucedió en la época en la que trabajaba en el gasoducto nacional, y que en ocasión de estar inspeccionando un sistema de actuadores de válvulas (que es una especie de manilla gigante con fuerza ídem que de modo automático cierra el paso de gas por dentro del tubo ese en caso de necesidad automática también) abrí el gabinete que protege el sistema neumático (bueno, no es neumático propiamente dicho porque no trabaja con aire comprimido sino que usa la presión de trabajo del gasoducto que está alrededor de 900psi y esto es gas natural, pero me tendrán que perdonar la inexactitud porque desconozco el término etimológicamente correcto) y del interior salió disparado sobre mí un enorme reptil que yo vi como la más temible de las mapanares, pero que probablemente era un macuto (mato de agua) haciéndome saltar al piso, por las dudas, y correr con el lagartijo súper desarrollado ese persiguiéndome por toda la estación hasta que tropecé precisamente con la tubería que canaliza los ánodos de sacrificio de la protección catódica del gasoducto y caí al suelo cuan larguirucho soy..., el mato de agua pasó raudo y veloz por mi lado rumbo (creo) al agua más cercana, porque me parece que a esa hora “macuto sí bebe agua”. Esa vez canalicé toda la catarsis del grupo de trabajo que allí estaba. Se rieron mucho todos, incluyéndome a mí, pero yo con esa sonrisa de “Sugar Ray Leonard” que acaba de recibir el upper cut de “Mano e’ piedra Durán” previo al que lo enviará a la lona...

Claro que Macuto y Carmen de Uria compaginan mejor con la historia que trato de contar pues no puede ser casual que ambas cosas transcurran frente al mar, aunque esa no sea la que bebe macuto, ni en caso de deslaves, porque, para seguir con el bochinche, a la hora del deslave “mono sí carga a su hijo”. Y esto es algo que me hace recordar también el hecho de que aun siendo pequeño veía el océano como una pantalla frente a mis ojos (la casa de mi abuela quedaba a unos cincuenta metros sobre el nivel del mar) en la cual sucedían cosas a los demás solamente para que yo las viera. Por esto me ofrecí para llevar esta “Bella Barca” a través del brazo de mar océano que separa Margarita de Grenada, rumbo noreste, tal vez. Tiene todo. Los cantos rodados, las grietas, la escenografía, no tiene protección catódica ni matos de agua dentro de sus gabinetes de resguardo, ni mucho menos tiene actuadores de válvulas, pero todo elegantísimo y con muy buenas aristocráticas maneras.

Discutimos con mucho estilo sobre la ruta a tomar, pues existen opciones. Se puede ir con rumbo este franco paralelos a la costa de Paria hasta ver la costa de Trinidad y virar al norte franco con mucha elegancia para remontar por ese meridiano con el mar de través hasta Grenada. Esta ruta doblemente franca tiene la particularidad de ir un poco menos del tercio del camino a la vista de tierra, lo que hace que en caso de rol de abandono en ese lapso tengamos más posibilidades de sobrevivir, pero también nos pone a tiro de la piratería que campa en la zona. El otro modo es rumbo nor-noreste desde Punta Ballena hasta Los Frailes y de ahí noreste hasta Los Testigos para continuar más o menos con el mismo rumbo hasta Grenada todo el tiempo con el mar de proa. Esto no es cosa tonta de evaluar pues el casco tiene un hueco reparado con pego y canto rodado carente por completo de estilo y elegancia, amén de manera muy mala, sin exagerar, como de un par de pulgadas de diámetro en el pantoque de estribor más o menos a un cuarto de la eslora lo cual lo hace vulnerable frente a un mar de proa, o peor, a un descuartelar. Esto es lo mismo que tener un “parche-tarugo” de goma en una espichada del caucho delantero derecho y tener que meterse por la carretera de Tucupido a cien. Así que vi el motor, el tanque de gasoil, el sistema de dirección, el tanque de agua dulce, la cocina, el compás, y cometí la tontería de pedir información sobre el GPS de a bordo. Una gran pantalla frente a mis ojos. Solo que esta vez mi cota visual se hallaba apenas a un trío de metros sobre el nivel del mar. La bombona de gas para cocinar estaba perforada y por lo tanto no tendríamos como cocinar, de modo que comeríamos solamente enlatados y pan. No es tan grave, son apenas unas veinte o treinta horas de navegación.

De aquí surge la historia. Por fin.

Lo que yo puse como condición con mucho estilo también porque no hay que ser menos, para llevar esa “Bella Barca” hasta su destino fue que se le hiciera instalar en la sentina una gran bomba de achique independiente del sistema normal de la embarcación. Una bomba de gasolina portátil, o eléctrica pero conectada directamente al banco de baterías sin pasar por el sistema eléctrico del barco. Esto último fue lo que se hizo. Creo. Porque yo, muy técnico (paralelo y/o bizarro) que soy, pensé que si la pelota de tenis o de golf (que ambos son juegos muy de la aristocracia como la bella barca) decidía abandonar la cancha, con una buena bomba de achique, una lona, una tabla, un pegoste de epoxi especial para agua, y una estampita de San Judas Tadeo (que llevo siempre en mi billetera) fácilmente capearíamos ese temporal aunque fuera temporalmente. Si no decidía remojársenos el hojaldre y ampliarse el hueco de golf, u hoyo más bien, por aquello que ya he repetido y que no repetiré, porque ultimadamente yo también tengo mi estilo...

Luego, con la ayuda de un amigo que vive en su barco fondeado en la bahía que vino a asistirnos durante la maniobra de zarpe, levamos ancla el martes en la mañana recién salido el sol. Él sostuvo el rumbo mientras el dueño vestido de género de color crudo ondeando al viento levantino maniobraba el winch del ancla que es eléctrico pero no de barco sino de camión y se calienta con tanta y tanta cadena por recoger, y yo, metido en el depósito de la cadena impedía que ésta se amontonara y se trancara. Un trabajo sucio, pero alguien tenía hacerlo, como sabía muy bien que tendría que hacer todos los trabajos sucios, mojados, y trabajos a secas. Si no ¿para qué iba yo? Más todavía cuando yo solo visto de lino si me voy a sacar la cédula o me invitan a un matrimonio... La maniobra no tomó más de veinte coñoelamadre y unos cincuenta entre coños, vainas, y nojodas, más unos ¡verga-verga-verga! Graciosamente distribuidos. Luego nos despedimos con un europeo apretón de manos (no muy duro porque las manos me quedaron que daban lástima después del cadenazo) y un buena suerte. Él amigo que nos ayudó abordó su dinghi para dirigirse a su clipper. De pie, con una mano en la cuerda de atarlo, la otra en el puño del fueraborda, y los ojos perdidos en quién sabe qué por culpa de pensamientos en los que yo no me fijé. Se fue sin mirar atrás.

Nosotros, una vez despojados de los restos que nos prodigó la cadena del ancla a cuatro manos enseriamos el asunto. No pude dejar de notar que la cadena era también de hojaldre y mejillones muy a tono con el estilo imperante... Yo me eché encima mi sombrero de “Cocodrilo ¿dundi-stás?” y los lentes de “Torgun”, una franela de mangas largas y aceleré un poco provocándole unas toses al inmenso Man de autobús de San Ruperto en la subida de Torrero. Más recuerdos. Mientras pensaba en lo coherente que resultaba todo el discurso hombre maquina en esas circunstancias. El dueño masculló algo en algún idioma de esos que nadie conoce (sefardí vascuence o algo así) y bajó como salido de un capítulo de El Santo mezclado con Lawrence de Arabia, a la bodega de algún castillo Lafite.

El fondo en esta bahía llena de bajos y pecios te obliga a zarpar rumbo sur oeste para luego virar al este a unas pocas millas de distancia del fondeadero. Sales al este hasta doblar Punta Ballena. Ahí traté de hacer consenso con mi elegante patrón pero al no tener piloto automático no podía abandonar la rueda y por más que di voces no obtuve respuesta (pensé que si gritaba y gritaba, en terminando la carta saldría a hacerme pagar los gritos, mal rayo le parta) así que decidí yo solo la ruta dos, la más peluda, porque no quería ni tierra ni piratas a sotavento. Esto es maña de navegante a vela, que no es que lo sea tanto como quisiera, pero a fuerza de desearlo como que uno se lo cree. Y la verdad es que en esa “bella barca” lo de menos era ser, sino parecer. Estilo y solo eso. No quería tener una avería cerca de una costa tan inhóspita ni terminar mis días frente al cañón de un traficante más arriba de Alcantarilla rumbo al Polvorín, justamente donde exhibían las cabezas de los condenados en el cadalso de la Plaza Mayor. Fue así que ejercí mi papel de capitán contratado y tomé la ruta corta pero contra el mar y el viento, o más exactamente contra viento y marea. Doblamos la punta y ceñimos para apuntar más norte rumbo más o menos a Los Frailes, pero para dejarlos pasar al norte de nosotros, siempre a la vista de la costa. El enorme motor tosió un poco otra vez al encontrar algo del muy modesto oleaje isleño en contra, pero tras un sobresalto leve se emparejó en su ronroneo que me trajo de nuevo a la memoria las largas colas caraqueñas. Me sentí más arriba de Truco o Balconcitos. En algún punto se me pasó la venta de loterías de “El Robusto Freddy”... Se escuchaba parecidísimo y olía igual.

Debo decir aquí que la “Bella Barca” es un queche de acero de unas cuarenta y cinco toneladas de desplazamiento, pero que para mi tristeza navegaríamos a motor por el mal estado general que incluye la jarcia entera. Dicho en venezolano puro, el barco está más escoñeta’o que’l coño ‘e su madre. Bellísima pero sifilítica con un no sé qué muy byroniano bajo la luna, o para no ser tan rata con la barca que no tiene la culpa, muy linda pero podrida. Tal vez, llegando a nuestro destino me anime a echar al viento la genovesa y la mesana para sentirla escorar un poquito al ritmo de los elementos combinados, total que si se rompe más allá del estrecho y a la vista de Grenada...

En otras palabras, es un autobús que flota, más o menos. Pero “Bellísima”.

En pocas horas estábamos dejando Los Frailes por babor y enfilábamos más al este dejando también La Sola por el mismo lado. El motor tosía de vez en cuando pero pronto se emparejaba. Hacía un sol aplastante y tanto el viento como el mar estaban modosos y moderados. Cometí la pendejada de dejar mi reloj pulsera (WP50M, es decir, que no aguanta que me lave las manos con él puesto porque se le moja la maquina) abajo cuando me lavé las manos y perdí un poco la noción del tiempo. Solo sé que el compás señalaba noreste más o menos (es difícil mantener un rumbo estable con la rueda porque no se siente la presión del agua sobre el timón y al principio va uno haciendo eses, más no heces, que no hay que confundirlas) Al rato era mar abierto. Había una brisita más que fresca que levantaba algo de calina y no se veía ya Margarita desde hacía rato. Los Frailes se iban perdiendo rápidamente, no sé qué hora sería, pero tal vez la tarde estaría avanzada. Es difícil saberlo en estas latitudes donde es mediodía desde que sale el sol hasta que se hace de tardecita, que es el único aviso que se recibe antes de que caiga la noche de un solo coñazo.

Estimé que a unos seis nudos que estaríamos haciendo habríamos avanzado unos ochenta kilómetros, aunque mejor debía expresarlo en millas náuticas (o sea, unas cincuenta) para que suene más al marinero que parezco ser, sobre todo en este momento en el que estoy navegando yo solito esta inmensa “bella barca” con menos estilo que cansancio ya. Así que a los más o menos seis nudos que estaríamos haciendo, y digo que estaríamos haciendo porque la corredera no sirve tampoco porque también es pasto de percebes y mejillones, y el GPS no sé dónde quedó si es que vino a bordo pues la verdad sea dicha nunca lo vi..., ahora que lo pienso lo único que vi fue un teatro cuya trama se centraba en la pregunta ionesquiana ¿se perdió el GPS?... Y aquí reanudé mis intentos por localizar a mi contratante que no lo veo desde que bajó todo de lino crudo a no sé qué porque no le entendí, pero nada que aparece. Me dejé de pendejadas y solté la rueda para irme abajo a buscar al gran carajo ese ya sin estilo porque al fin y al cabo hace rato que le toca la guardia. Llevo como ocho horas aquí, y por más fiebrúo que sea tampoco hay que exagerar... Pero la “bella e díscola barca” e mobile comme piuma al vento con todo y sus cuarenta y cinco toneladas de herrumbre desplazándose, y nada más soltar la rueda empezó a virar más rápido y mejor que si le hubiera girado yo mismo el timón dando unos bandazos horrorosos que me hicieron temer por la pelota de golf del parche tarugo de la rueda delantera derecha en el camino a San Juan de las Galdonas. No pasé de la entrada del tambucho. Me tuve que devolver a mi puesto al pie de la mesana para retomar el rumbo y la calma. Pensé que con los brincos que dimos el gran carajo de seda china mal cocida ese que me contrató saldría a ver, y también que yo no había tomado ni agua en todo el día y que por eso me dolía la cintura, más que por la posición al timón...

Tenía que hacer algo. Revisé mi entorno inmediato y vi un resto de escota amarrada a la línea de vida (tubo corroído, cosa que me obligó a no pensar en eso ni en las líneas de mis manos que una vez leyera auspiciosa gitana anciana por 10 euros) sosteniendo algo que parecía ser la pasarela para el muelle. Tal vez si mantenía la dirección con el pie podría alcanzar el nudo y desamarrarla para traerla acá y asegurar la rueda lo suficiente como para bajar a ver qué le había pasado al coño ‘e su madre ese que me había abandonado al timón todo el maldito día. Así lo hice: me acosté sobre la brazola de estribor, con un pie sostenía el timón y con el otro me equilibraba por culpa de los balanceos. Puse la barriga sobre el borde y haciendo gala de fuerza en los músculos de la espalda me estiré por encima de la cubierta para alcanzar la línea de vida que en este caso es una baranda de hierro pintado de color aluminio para cubrir el hojaldre de herrumbre que si lo viera la gitana de El Retiro por 10 euros no me leería nada bueno para el futuro inmediato, de auspiciosa pasaría a agorera sin vergüenza alguna. Me agarré con la mano izquierda a la baranda y con la derecha intenté desamarrar el nudo... Nudo que no fue hecho por un marinero... Qué va, mi espalda no soportó esta maniobra ni siquiera el tiempo necesario para aflojar el nudo. En vez de eso comenzó a acalambrárseme desde la base del cuello hasta las inmediaciones de los omoplatos. Un horrible calambre, pero se me quitó rápido en lo que me enderecé.

Tuve que descansar un buen rato antes de poner en funcionamiento el cerebro otra vez, pues cada vez que trataba de pensar regresaba el calambre. En ese descanso recordé que bajo el asiento en el que me encontraba había un espacio lleno de peroles, tal vez ahí encontraría una cuerda. Hice fuerza para levantar el asiento pero era del tamaño de la totalidad del espacio y para abrirlo debía quitármele de encima por completo, así que me puse de espaldas a la proa. Con una mano sostenía la rueda y con la otra intenté abrir la tapa que no tenía por dónde agarrar. Solté un momento la rueda para hacer fuerza con las dos manos pues con el esfuerzo regresaba el calambre pero la díscola barca comenzaba a corcovear, y con esos carajazos seguro que la pelota de baseball se convertiría en una de bowling, y no era la idea... De todos modos, al abrir por fin el pañol ese me di cuenta de que era profundo y oscuro. Ya el sol se estaba poniendo y disfrutaba de un bellísimo crepúsculo además de la hora ciega. Por eso no veía bien qué coño había en el pañol ese. Me metí cabeza abajo mientras sostenía el calambre con la mano izquierda y la rueda con el muslo del mismo lado y haciéndome el valiente metí la mano. Saqué una barra del mismo material que todo el barco como de un metro de largo y un par de centímetros de diámetro. La puse cerca no fuera que se me ocurriera algo. Volví a meter la mano y saqué algo parecido a la trenza de un zapato de diseño italiano, creo, aunque ahora que lo pienso los italianos como que solo diseñan mocasines con adornitos sospechosos, pues los que tiene trenzas y son italianos son de diseño americano. Pues bien, saqué las trenzas que hubiera preferido de Rapuncel o de Pocahontas, pero que sin duda eran de pocas trenzas... Metí la mano de nuevo y saqué una linterna de golf o de bowling a juzgar por mi humor, que con esos bandazos que dábamos por culpa del calambre que se le escapó a mi muslo, ya iría de balón medicinal de ejercicios Lamazze para el parto natural que se estaba dando de modo tan artificial... Bueno, qué digo, que metí y metí la mano que no tenía calambre ni muslo y de ese pañol sacaba restos de chalecos salvavidas, catálogos despintados de equipo que ya no existía a bordo, un folleto ajadísimo de una pizzería delivery, restos ruyíos de quién sabe qué, unos jirones de algo que parecía ser un hilo dental que me recordó a García Márquez (por lo de las putas tristes, ojo) un fósil de cadenita sumamente quebradizo, dos metras de vidrio, unos botones de distintos colores y tamaños, tres grilletes como para lastrar galeras pero pegados totalmente, y una llave cruz como de Fiat..., en un barco..., supongo que para cambiarle el caucho espichado que teníamos delante. No sé, en todo caso faltaba el gato... Esto del pañol. Y de mi español mejor no digo por aquello del estilo perdido en aquel momento pero hallado en el templo.

Agotado hasta niveles ridículos cerré la mierda esa (hay que pensar en que esto lo digo para ilustrar el estado lamentable de mi estilo en aquellos momentos) y regresé los cojines a su sitio para sentarme a ver si el calambre decidía cambiar de aires, pero no, ahí se quedó haciéndome pensar en que me estaba convirtiendo en estegosaurio. Mientras descansaba un poco me puse a buscar en el tablero algún interruptor que dijera “luz de cockpit” o algo así. No, había de navegación que de paso encendí pues ya la hora ciega había pasado y no quería que algún ciego dejara de vernos la pelota de playa que traíamos a esa hora en la rueda delantera y nos mandara a pique porque no llevamos gato a bordo. Había uno que decía anclaje (escrito tal vez por Moshe Dayan y coloreado por Sthendal) otro que decía cruceta de mayor en caracteres hieráticos..., busqué uno que dijera cruceta de mesana pues esa la tengo por encima del calambre y me podía ayudar, pero estaba visto que ahí nadie quería ver nada, ni menos que nadie entendiera ni por el carrizo. Me dio risa pensar en que en mis bolsos que casi podían ver desde donde estaba había unos sandwitch, un pote con gatorade que seguro que estaba frío todavía, una linterna, una cuerdita y un sin fin de perolitos más que echaba de menos. Un suéter, un pantalón largo, un gorro pues ya no soporto el sombrero del coño este, el estuche de mis lentes que no quisiera romper (ya sabía yo que no debía traerlos) mi reino por un piloto automático...

A ver qué puedo hacer con lo que tengo. Los tres grilletes pegados los dejo aquí al lado porque nunca se sabe. La pantaleta de García Márquez la voy a echar para afuera porque no quiero saber qué carrizo puede tener pegado. La cadenita va con ella para darle peso y que no caiga donde no es (¡uff! Igual se enredó en un obenque, a la mierda) metras botones y demás mierditas menudas las dejo caer para ver si se medio mata este güevón si es que llega a aparecer (no, las echo por la borda ¡coño pegaron donde mismo pegó la pantaleta! Mejor no saco conclusiones) ¿y si le atravieso la barra a la rueda y amarro con la trencita? La barra quedó bien, voy a acuñar aquí con el cojín para que no tenga juego y me dé chance de bajar aunque sea a recuperar mis bolsos.

Hice varios intentos y finalmente pude contar hasta diez sin que la veleidosa y “bella barca” diera un solo bandazo en las canchas de bowling. Rectifiqué un poco el nudo y aumenté el soporte con el cojín que doblé por la mitad para darle más espesor. Pude contar hasta veinte con la misma dirección pero de no sé dónde pegó una ola como de bola de demoliciones y la barca salió como cacheteada por las putas bravas. Caray, casi me tumba, y por culpa del nudo, la barra, y los cojines, me costó un mundo recuperar el rumbo. El mar comenzaba a ponerse como se suponía que debía ponerse por esos predios. Súbitamente la barca cambió de escala y sus cuarenta y cinco toneladas de hojaldre se convirtieron en una cajita de panadería con dos milhojas para el postre de la cena. Tendría que arriesgar. El cretino este de mi contratante elegante tal vez y con suerte se cayó en la sala de maquinas golpeándose la cabeza y luego murió por los gases de ese sitio (¡coño! Mejor no, que lío después con las autoridades de Grenada) Yo me voy a joder como un pendejo aquí sin abrigo y sin comida, y sin bebida, y sin GPS, y con una bola de queso y hojaldre en el parche tarugo del caucho de Macuto con canto rodado...

Amarré otra vez la barra como la última vez, no hice conteo de prueba ni nada, solo cerré los ojos un segundo para recordar dónde carajo había puesto mis bolsos de viaje y bajé disparado hacia el sitio en el que los recordé.

No había terminado de alcanzarlos cuando un bandazo me hizo caer y los dos bolsos salieron disparados hacia mí. Claro que como me caí solo pude atrapar uno de los dos yéndose el otro hasta el fondo del camarote de popa. Yo no me detuve a evaluar nada, solo eché una hojeada con el rabito del ojo hacia el panel de la sentina que habíamos quitado a ver si había agua, pero como seguía seco y la “bella barca” se zarandeaba más y más fuerte jalando pa’l monte como toda cabra italiana que hiciera lo que hiciera siempre terminaba a ritmo de tarantela, hice lo que tenía que hacer antes de que el calambre me agarrara por las placas del estegosaurio: volví a mi puesto frente a la rueda con el tiempo justo para desamarrar el zaperoco de barra trenza y cojín, y enfrentar una pared de agua que se nos venía encima..., bueno, está bien, no fue ninguna pared de agua, pero el lomo que tenía la mierda de ola esa nos estrujó todo lo que le dio la gana para después darme chance a evaluar cual de los bolsos había logrado agarrar. El de la ropa..., bueno, no las puedo perder todas todo el tiempo. Metí los lentes en su estuche, me quité el coño ‘e madre sombrero, me puse un suéter, un pantalón de piyama, y un gorro. Todo limpiecito y seco. Mullidito como toda la ropita que me mete mi mujer en el bolso cuando voy para algún lado. Tan linda. Si me viera en este momento seguro que se pondría a llorar. De hecho, debe estar bastante inquieta en este momento. Yo si soy bien pendejo ‘e verda’..., en lo que regrese le doy el beso más sabroso que pueda, le pido perdón de rodillas y no invento ni media pendejada más nunca en mi vida... Y palabra que no le cuento un coño de toda esta mierda que me está pasando por zoquete ¡mira que no dejar aquí arriba mis bolsos! Bueno, cómo iba a saber que el coño ‘e su madre judío este (que o la hace entrando o la hace saliendo) se iba a desaparecer así... Ojalá se haya muerto para no tener que matarlo yo mañana... Gracias a mi mujer por la ropita... Mejor amarro bien este bolso donde no se moje ni me lo tumbe un bandazo de esos.

Es curioso, ahora sí puedo decir que soy un hombre de mar. Parece ser que llega el momento en el que uno se da cuenta de que está sentado en un montón de agua enorme y que se está muriendo de sed al mismo tiempo... Voy a ver si puedo volver a intentar lo de la barra. Me parece recordar que el bolso de la comida cayó en el fondo del pasillo y no me llevaría más de treinta segundos ir por él. A lo mejor si yo amarro con este pantalón que tengo aquí y con esta otra franela la rueda, tal vez eso le dé un poquito de flexibilidad a la barra como para que no golpee la ola y cambie el rumbo tan feamente... No sé, no me suena lógico, debe ser que la sed me está volviendo loco... Pero si no hago el intento mejor me muero porque esta sed no la aguanto más.

Así que amarré el bluejean para el desembarco y viaje en avión de regreso, a una cornamusita ridícula que está ahí no sé para qué, y la otra pata a la rueda del timón. Por el otro lado hice lo mismo con una franela manga larga de recambio para protección del sol, medio comprobé pero muy mal, y bajé. La “bella barca” no más me vio ir y comenzó con su malcriadez, se sacudió y comenzó un rápido viraje hacia babor presentándole el flanco débil a las olas que cada vez se ponían peor. Yo no hice caso, pero me di perfecta cuenta de que no podría llegar hasta mi bolso sin arriesgarme a que sucediera una catástrofe.

Vi a mi alrededor y solo alcancé a fijarme en una bolsita plástica que estaba a punto de caerse de la mesa con las sacudidas, así que la agarré casi del aire y regresé volando a mi puesto de mando para darme cuenta de que no tendría franela de recambio para protegerme del sol, ni bluejean para subir al avión en mi viaje de regreso. Es lo de menos, pensé.
Tomé el mando con una sola mano pues no quise soltar la bolsita que había podido rescatar de abajo. Enderecé la bella barca y me senté a pasar el calambrazo.

Estuve no sé cuanto tiempo como en trance mientras recitaba hecho un ovillejo: “¿quién mejorará mi suerte? La Muerte. Y el bien de amor, ¿quién le alcanza? Mudanza. Y sus males ¿quién los cura? Locura. De ese modo, no es cordura querer curar la pasión cuando los remedios son: Muerte, Mudanza, y Locura...” Hasta que recordé la bolsita plástica que tenía fuertemente agarrada. La abrí para revisar y resultó ser un suculento saquito de supermercado lleno de cebollas. No podían ser tomates, o manzanas, o aguacates. Tenían que ser cebollas... ¡Ah, Quijote!

...Bueno, también podía haber sido la ropa sucia, ocumo chino, o una caja de Ace...

Cogí una, la que tenía la concha más fácil de quitar con los dientes y me dispuse a almorzar, merendar, y cenar con ese manjar que, con un poquito de agua de la que abundaba a mi alrededor y mucha imaginación, pasaría con alegría.

La primera cebolla me quitó la desesperación, pero sucedió como con las cervezas, que refrescan pero dan más sed, así que pronto y muy a mi disgusto vino la segunda que fue seguida por la tercera y la cuarta... Es curioso todo lo que uno puede llegar a pensar y recordar, y volver a pensar sobre lo que recuerda y sobre todo, cómo lo recuerda, mientras masca cebollas.

La cebolla, junto con el queso blanco barato, y la mermelada de lo que sea, era nuestra dieta habitual durante los fines de semana que nos echábamos en el velero que teníamos en Morrocoy hace una vida y media. Recuerdo que cada uno tenía su botella de agua potable que nunca rendía lo que se estimaba y teníamos que hacer expediciones al abasto más cercano para hacernos con más agua, con más pan, pero nunca de más cebollas. Preparábamos unos sandwitch con la navaja suiza sobre la tabla que normalmente sirve de respaldo para el asiento (pero que en realidad es la que cierra la abertura del tambucho, que ya no recuerdo cómo es que se llama) y tomábamos el agua directamente de la botella. Esto era divertido un par de días. Luego me ponía quisquilloso, empezaba a notar que en el otro barco de allá tenían refrescos, cervezas y agua fría. Que tenían lechugas y tomates, y un lujote conocido como mayonesa. ¡Coño! que comían de lo más variado. Y terminaba yo con una de dos: o de pésimo humor si se me salía de control el temperamento, o de ese extraño talante evasivo que suelo interponer a la negritud de ánimo precisamente para evitar el drama.

Pensé que en el fondo de mi mente histórica, y muy nostálgica, estaba realmente agradecido con las salvadoras cebollas porque sin ella estaba a merced del muy marino y temidísimo mal llamado escorbuto, que a cebolletazo limpio tenía contra las cuerdas. Claro que un detalle como que el tiempo que tarda uno en enfermarse de eso es largo, resultaba irrelevante. Es que no hay que ponerse detallista a la hora de evitar el colapso o tan siquiera que le cale a uno muy hondo la incomodidad. Total, que el asunto ese de ponerse uno hediondo de aliento y sobacos muy en colaboración con las cebollas es un problema menor en comparación con el enorme hecho de evitar tan fea enfermedad... Pero ahora que lo pienso ¿las cebollas realmente evitan el escorbuto? ¿qué es el escorbuto? Porque según leí en un bellísimo libro de Laura Restrepo el escorbuto tiene que ver con la escasez de vitamina C... Por cierto que en el bolso de abajo tengo un tubito de esa vitamina que me metió mi mujer (tan linda mi mujer, y palabra que no le cuento ni la mitad de esto) porque era mejor traerlo que no traerlo y finalmente no ocupa casi espacio ni pesa casi nada... Buena cosa sería tenerlo aquí arriba, porque así tal vez no me jodería tanto el regusto a cebollas... Creo que no como cebollas en un buen tiempo..., y lo del beso sabroso a mi mujer deberá esperar a una especie de cura de blanqueo tipo guajira que se casa sobre esta misma tierra, que me tendré que hacer para recuperar un aliento pasable... Y de todas maneras, con o sin queso ni mermelada, me queda la cebolla sin navaja suiza, pero que para qué quiero la navaja suiza porque al fin y al cabo las pelo con los dientes como haciéndole la corte a Scarlet O’Hara y que sus vestiduras rasgadas ya saben quién se las llevó, las lavo con las salpicaduras marinas que ya son más pero se sienten menos porque además de cebollas tengo el rompevientos que es impermeable y cabe en una bolsita del tamaño de un llaverito de pata de conejo encebollado que no da escorbuto porque la verdad es que resulta apenas más grande que un tubo de vitamina C... Coño que frío... Me gustaría que además de cebollas tuviera una sopita no importa que de cebollas también pero hecha no de agua de mar y sí bien caliente... Sopita no tengo en el bolso de abajo ni escorbuto tampoco, y Laura Restrepo dice que un indio con escorbuto se quiere tirar a cualquiera porque no hay nada más feo y naturalmente rechazado sexualmente que un indio con escorbuto y que la prohibición trae las ganas así como la escasez trae los problemas pero la abundancia también porque no hay que olvidar que mucho al este ya es el oeste y estas cebollas ya están llegando a donde iban y que como que se las lleva quién las trajo..., uy..., estoy perdiendo mi estilo de lino crudo ondeando al céfiro levantino de esta mañana porque ya es de noche, o es que no era mi estilo..., lo que sí es seguro de toda seguridad es que ese estilo lo vi en alguna parte yo mismo y no me lo contaron..., coño con la cebolla, tengo hambre, no, sed... Otro tarascazo a la cebolla que pelé con los dientes y lavé con las salpicaduras que caray sí que salpica este mar del carrizo que no se da cuenta que este barco de hojaldre viene en cajita de dos milhojas con cebolla para el postre... Scarlet debe bañarse más a menudo me parece, y no es que me importe, más con las ganas que tengo, pero un poquito de consideración de su parte..., aunque claro, también eso se lo lleva el viento y se lo llevó ya hace mucho porque tengo rato pela que te pela cebollas con los dientes... Quisiera unas aceitunas... La fórmula parece ser un buche de agua de mar y cuatro bocados de cebolla... Es la relatividad de las cosas la que tiene la culpa de todo. La relatividad y la coherencia. Porque dígame, qué termina siendo una relatividad incoherente. Una satrapía encebollada por lo menos. No, no hay que exagerar. Satrapía no porque no es culpa de nadie que la relatividad sea tan absoluta, porque no hay que confundir el mensaje con el mensajero... Mordisco manzanero a la cebolla y tres más antes del buche marino... Ya me duelen las encías y me parece que dejo un rastro de sangre en cada bocado, esto me pasa por culpa de la cebolla, de la piedra o placa, y de la falta de vitamina C. Tengo que comer más cebollas, creo que tengo el escorbuto ese... Es que no me voy a saciar nunca... Todo está en mi mente, pero desafortunadamente muy poco de lo que está en mi mente pasa para mi barriga. Debo comer cebollas para evitar el escorbuto. Sí, esta es la respuesta a todo. Descubrí lo esencial de este momento mágico que vivo. Coherentemente... Buenas zalemas Cronopio Cronopio, dijo Gregorio Samsa cuando le lanzaron la cebolla (mientras bailaba tregua y catala) que se le pegó entre las placas de estegosaurio porque en este momento ¡ni de vaina! se piensa en manzanas, sino en espera.

Así se pasaron lo que parecieron años, como en el bolero, sin verte el rostro, sin tocar tus manos, sin besar tus labios así..., fue tan grande la pena que sentía mi alma..., al recordar queee... No, nada de eso, es que en un rato que pareció como de un año, se me acabaron las cebollas y la sed me alcanzó. Supongo que han tenido sed alguna vez. No ganitas de beber agua, o como una resequedad en la lengua y/o en los labios. No, me refiero a sed de verdad, de a de veras como decía El Chavo del Ocho, no se confundan. Sed que da en el cerebro y que no deja pensar mas que en saciarla, algo como lo que le da al indio con escorbuto de Laura Restrepo que hace que no quiera otra cosa que tirarse lo que sea por cosas de la abstinencia que ya dije y que no me acuerdo... Sed que te pone a ver el mundo con ese aro límite que es el borde del ángulo de visión, más bien como si nos bloqueara la luna el sol de la mirada. Como la sed del camello del cuento de “Piromides”, que pasaba de un universo a otro por una rendija del espacio-tiempo acicateado por la sed, nada más que porque allá (donde quiera que fuera) había agua.

Fue así como el amanecer me agarró haciéndome sedientas preguntas de orden filosófico más o menos sobre quién soy, mi finalidad en el mundo, y esas cosas más allá de La Isla De La Pasión... Pero sobre todo en que ojalá pudiera hacer como el tipo del cuento que le hablaba a la canoa y esta le respondía. Yo le hablaría a esta “bella barca” muy de cerca de donde quiera que tenga sus narices para luego reír muy burlonamente cuando torciera el gesto por culpa de mi pésimo aliento..., y seguirle susurrando con mi mejor soplido de oboe.
Pero he ahí que dios existe, y en ese momento en el cual el sol empieza a apretar de nuevo, la ropa molesta mucho, y la realidad se desdibuja dejando el descarnado espinazo de la muerte completamente a la vista por la proa un poco a estribor (que no era otra cosa que el perfil medio montañosito de Grenada desdibujado por el trasluz) aparece por la abertura del tambucho un sonriente, exquisito y fresco anfitrión con un gran vaso (más bien una jarra) de jugo de naranja para mí, junto con un aristocrático sandwitch de queso de cabra y tomates, aderezado con hierbabuena y aceite de kalamatas. Me felicita con gran estilo por una “bella passeggiata”, y asombrosamente veo como toda su elegancia y buenas maneras se rehacen ante mis ojos.

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