jueves, 12 de abril de 2007

Mi Abuelito






Ese señor que yo siempre cito como para que no le quede fácil a nadie el dudar de mi aseveración es en realidad un personaje complejo y enorme que abarca desde el costumbrismo más sabroso, hasta el moralismo ejemplarizante no exento de cierta picardía mayor o menor, en tanto sea necesaria.

Fíjese si no, en todo lo que fue y sigue siendo mi abuelito, ese señor que hizo y sigue haciendo pues no se muere, por más que lo haga.

Para muestra, un botón.

Mi Abuelito cuidaba de noche en una escuela artesanal de un pueblo muy viejo y venido a menos, armado con una pistola gomecista calibre treinta y ocho que hacía siglos que ya no funcionaba porque el percutor estaba tan desgastado como su dentadura, pero que qué importaba, si en realidad la escuela estaba vigilada solamente para que unos vandalitos de muy poca monta no se hicieran pupú en los jardines al entrar a robarse los mangos. Mi Abuelito era pícaro y sabía muy bien que no era la posibilidad de recibir un balazo lo que disuadía al malandraje de esos tiempos, sino la presencia de un señor más viejo que el mismo diablo y que por lo tanto, sabría más que este. Y no hay bicho malo que no tema al diablo. Tampoco había buscado ese empleo porque lo necesitara para sobrevivir, sino porque siendo tan mayor que su esposa (mi Abuelita) era muy posible que ella le sobreviviera y él juzgó conveniente dejarle una pensión del estado para que tuviera para sus cosas cuando ya él no estuviera materialmente con ella.

Mi Abuelito se enamoró de una de las hijas del hacendado corso que le dio empleo en los años de la república del conuco, el café y el cacao, pero sabiendo muy bien que mi bisabuelo no lo aceptaría de ninguna manera como yerno porque ningún peón pata en el suelo podía pretender a su niña de pies bien calzados. Se encontró entonces secretamente con ella, y le dijo que él se iba para la república independiente del Zulia a trabajar en la petrolera, que volvería con plata en el bolsillo a pedirla en matrimonio, que ella no debía casarse porque terminaría siéndole infiel a su marido... Un pícaro mi Abuelito..., pero se fue un montón de años y regresó vestido con un “Slack” de hilo blanco montando una mula del mismo color. La pidió en matrimonio y mi bisabuelo no tuvo más remedio que aceptar aquella unión. También hubiera podido ser el Paulo de Josefina y haber regresado después de haberse hecho general y ministro de ejercito y marina con cartera o no, pero ya la época del generalato caudillesco había decaído, y no hubo revolución ni “Mala Rabia” que enfrentar para hacer brillar su astucia de gañán resabiado.

Mi Abuelito tenía una bodega en la que vendía desde cuerdas de guitarra, catalinas y mazamorra, aceite a granel, huevos por unidad, tabaco en hojas, cigarrillos detallados, sal en piedra y refinada, berenjenas, pescado salado, carne seca, hierbas de mil olores que colgaban secas del techo, pichas de huevito, estampitas de San Judas Tadeo y de San Miguel Arcángel, aguardiente, ron con ponsigué, cartas napolitanas y de las españolas para el juego de truco, maíz seco y jojoto, mapuey, auyama, ocumo chino, zumbí verde, chimbombó, cervezas porter, extracto de malta, aceite de raya, aceite de castor, emulsión Scott, papelón, café en grano y caña de azúcar, hasta un millón de cosas más.

Tenía también varios conucos, dentro de las tierras más grandes dedicadas al cacao pero que eran de la sucesión de mi Abuelita, que él cultivaba con esmero y dedicación haciéndolas producir cómodamente, además del huerto casero lleno de frutales que hacían que la casa siempre oliera a esa delicia de mezcla que hacen el fogón, la comida y las frutas maduras, principalmente el despreciado y fragantísimo limón francés, que qué ironía de nombre se gasta... Hablando de nombres, en ese mismo huerto de frutales estaba el trapiche culero, del cual no voy a aclarar su modo de accionar, pero sí diré que sacaba jugo de caña con un combustible barato.

Había también un gallinero que más que eso era un árbol creo que de ciruela de huesito o un taparo de ramas completamente asustaditas por cagadas, al cual regresaba en la noche un montón de gallinas que pasaban el día por ahí picando la tierra. Tenían pavos (recuerdo que al pavo macho le tenía yo mucho miedo porque me parecía horrible la textura de su piel y la manera de abrir su plumaje pues desconocía al viejo Almafuerte, y nunca supe por eso, de la inmensa estupidez del pavo) patos, guineas, gansos, y una cochina que también tenía su cuento. Sí, parece ser que la cochina comía y comía y no engordaba nada por lo cual siempre se posponía su matanza. Tanto se pospuso porque no engordaba, que al final se hizo como de la familia y terminó muriendo de vieja espantando los rabipelados que venía comerse las gallinas de noche. Mi abuelito le compuso una que otra décima picaresca a la cochina esa.

El animal más importante de la casa de mis Abuelitos, sin duda, era Martín. Un enorme gato leonado que era el encargado de corretear las perras de los vecinos en sus incursiones nocturnas para el robo de huevos. Más de una vez vi a Martín clavándole los colmillos en la crin (o dónde esta debería estar de tratarse de un caballo) agarrado con sus cuatro garras sobre el lomo de una perra que huía despavorida y gritando más que chillando, supongo que más por el susto que por el dolor. Martín parecía un puma que hubiera sido mal alimentado en la infancia, o un gato que nunca se enteró de que lo era. Era muy grande y temible. Yo nunca me le acercaba no fuera a ser cosa que no le cayeran bien los niños citadinos a semejante despliegue de salvajismo concentrado.

Y ciertamente que también había burros y mulos en la casa de mi Abuelito, pues eran los encargados del transporte pesado en las fechas que se sacaban los productos al mercado del pueblo, pero no recuerdo ninguno en especial. Eran todo iguales. Sí me llamó siempre la atención que semejantes recuas se dejaran gobernar mansamente por un solo hombre armado nada más que con una varita de monte y su fuerza de voluntad.

Mi Abuelito, decía, era un hombre sabio y agudo. Trabajador y honrado, pícaro y lúcido que nunca desperdició esfuerzos en acciones incoherentes. No sé cómo lo hizo, pero al citarlo, o poner en boca de él palabras que seguramente dijo aunque yo no me enterara, no hago sino tratar de rendirle tributo a esa sabiduría adquirida de tanto bailarle pegado a la vida.

Al final cayó víctima de una prolongadísima enfermedad que le echó a perder el sistema nervioso, y todos los presentes en su entierro eran conocidos queridos y familiares. No se presentó la incoherencia inoportuna en ese momento tan rasante.

Pero mi abuelito también era un señor como una esfinge, intelectual de avanzada para aquellos tiempos de transición entre la antigüedad de las buenas costumbres y la modernidad pre-apocalíptica que vivimos, porque no hay que olvidar que todo tiempo pasado fue mejor, a decir de mi abuelito que era en todo tan adelantado a su época.

Sí, mi abuelito era un señor que hacía gala de rebeldía al haber desalojado de su terno el sombrero y el bastón, que le había parado los pies a más de un anquilosado patiquín falso intelectual con sus méritos y apoyos gomecistas, que era músico y de izquierda, que era matemático e ingeniero de grandes obras medinistas. Un hombre universal, patriota, nacionalista, que se casó en dos nupcias sucesivas y separadas, claro está, con sendas extranjeras catiras tetonas y pecosas. Ya se sabe, que no hay que exagerar.

Un señor que no creía en brujas, pero que en una borrachera familiar y muy costumbrista era muy capaz de desencajar cuanta baldosa y adoquín encontrara en los suelos de la casa de su hermana en Tinaquillo, en busca de la botija de las morocotas que habían enterrado por ahí, porque en las noches se oye un ruido y se ve una luz. Claro, al día siguiente, entre avergonzado y divertido mandaba al albañil del pueblo a reponer todo el piso, entre disculpas para con tía Regina que en paz descanse.

Mi abuelito era un hombre elegante que gustaba, en su izquierdismo, de las rubias ojiclaras de generoso pecho así como del buen vino en una mesa mejor servida, básicamente porque una cosa no tiene nada qué ver con la otra y por lo tanto no hay problema. Y puede parecer contradictorio a los ojos de los puristas un poco desinformados, pero hay que pensar en que lo cortés no quita lo valiente. Basta con darse cuenta de lo avanzado del concepto sobre todo para una época tan gochista y tan anticipada al mayo francés que ni de enero calificaba. Sí, pensar en igualdades humanas pero igualadas hacia arriba, si es que quedan arriba las buenas maneras, gustos y costumbres..., he ahí lo avanzado del concepto precisamente. Tendemos a pensar muchas veces que para igualar a las personas hay que descabezar a los descollantes y nunca elevar a los rezagados, es decir, que mi abuelito, además, era un tipo positivamente elegantísimo. A mi modo de ver, claro.

Mi abuelito era un hombre galante que nunca se atuvo a la máxima de conocer a la posible suegra para evaluar a la potencial esposa, o por lo menos no lo mencionó. Y eso que de siempre se lo oyó decir a mi otro abuelito, que en este caso es mi bisabuelito, su papá. Que para qué lo voy a ocultar: mi bisabuelo también es mi abuelo cuando lo pongo en la rampa de lanzamiento de mis máximas abuelísticas.

Sí, aquí hay que hacer un aparte de abuelos “bis repetitas” pues basta que alguien eche un buen cuento de esos que se non e vero e’ ben trovatto, para que de inmediato me venga a la cabeza un comentario de mi abuelito sacado de las historias de Tartarín de Tarascón... Como el de la vez que lo contrataron para que matara un león que azotaba el ganado que pastaba en los alrededores de un pueblo perdido en el interior, allá por el sur del Lago de Maracaibo. Trabajo que él aceptó porque no le quedó más remedio, vaya usted a saber por qué, pero que al estar tan asustado escuchando un sonido muy raro que salía de una zona de matorrales espesos en esas horas moradas previas al amanecer, nomás vio un rabo pelón con mota de pelos en la punta que se asomó por debajo de un arbusto, le arreó un escopetazo de plomo grueso nada más y nada menos que al mulo del párroco. Bueno, esa vez no le fue muy bien en el pueblo del sur del lago, que en el original quedaba en alguna parte de Argelia, pero qué vamos a hacerle..., así era mi abuelito, mi bisabuelo.

Y no es por distraer la historia sobre mi abuelo, sino por abundar en detalles que cuento también que mi abuelo alguna vez se vino de Cataluña huyéndole a Franco que no soportaba a los artistas, y se vino para acá a trabajar su escultura en un país que no tenía muchos, pero que tampoco tenía Francos... Él era el que hacía rimas como la que contaba que:

“...Admirose un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supieran hablar francés.
-Arte diabólico es-
dijo torciendo el mostacho.
-Pues para hablar el gabacho
un hidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal,
y aquí, lo parla un muchacho-“

Tenía infinidad de estas rimas para todo el viejo escultor catalán, que era mi bisabuelo realmente, pero que también era mi abuelo para todo lo relativo a las citas que le endilgo a mi abuelo. No, no es complicado.

A veces mi abuelo es algún tío querido, como aquel que colecciona de todo lo que haya para ser coleccionado. Desde libros, hasta armas extrañas. Desde cuentos hasta historias. A él, cuando cualquier persona le pregunta que de dónde sacó tal o cual cosa, él responde con su entrañable tono nasal: “y para qué quieres saber tú eso ¿acaso te vas a ir a comprar uno igual?”... Lo mejor del cuento es que nadie se molesta con su comentario. Invariablemente las personas se preguntan lo mismo... Sí, a veces mi abuelo es mi tío, el coleccionista.

Muchas veces mi abuelito es otro tío abuelo más querido todavía, y más abuelo que los demás abuelos. Que era poeta, soñador, izquierdista de los de Jóvito Villalba, que decía siempre que todos los males de este país se le debían a los adecos principalmente a Rómulo Betancourt. Mi abuelito tío abuelo era del tipo de personas que no se muere aunque murió hace ya mucho. Un abuelito que te escuchaba decir que te gustaba el berro y la chicha, y ya nunca se presentó en casa a la hora del almuerzo sin su ramito de berros y chicha El Chichero en envase de un litro (¡qué práctico!) bajo el brazo.

Era humorista fino y medio fatalista, como muchos hombres sensibles e inteligentes. Recuerdo un muñeco de goma que tenía mi hermanita al cual, sabrá dios por qué, ella había bautizado como “El Copeyano” para la buena risa familiar, y que con el paso del tiempo fue poniéndose más y más feo, porque como era de esa goma que absorbe el sucio, por más que lo lavaran siempre estaba como tatuado de mahorí. Pues a este muñeco una vez mi abuelito tío abuelo le escribió sobre la panza una copla que decía:

“Parezco una porquería
y no me canso de entender
dónde vine yo a caer
¡qué mala suerte la mía!”

Era mi abuelito tío abuelo un señor de gustos variados. Lo mismo escuchaba un vals criollo en la época en la que me dio por estudiar guitarra, que los ensayos al clarinete de mi hermanito, que el rock en español o sinfónico o el que fuera que pusiéramos en casa, que la experimental y/o brasileña, ritmos todos que el seguía sentado en su mueble con un acompasado movimiento de cabeza mientras golpeaba rítmica y suavemente las manos, y movía el pie derecho. En su cara siempre había una expresión benévola y la boca puesta como si silbara la melodía.

Mi abuelito tío abuelo trabajó de zapatero allá en su tierra natal en Río Caribe del estado Sucre, luego se fue como muchos a la tierra prometida del petróleo en la que hizo de obrero, de chofer, de marino, y de quién sabe cuántas cosas más. Hizo de marino y nunca supo nadar. Decía que un marino que se cae al agua ya esta fuñío igual... Tenía el cuento parejo. Y el que a mí más me conmovió siempre fue el de cuando se casó con una señora que al tiempo enfermó y murió. Señora que él quiso mucho y a la que le dedicó todo el cariño y el cuidado que pudo mientras estaba enferma. Ella le dijo poco antes de morir, que él había sido muy bueno con ella, que transitara tranquilo por su vida porque escogiera él el camino que escogiera, ella ya lo habría recorrido antes para limpiárselo a él... Y así serán las cosas, pues cuenta él que aprendiendo a manejar allá en Cabimas, encunetó y volcó el Packhard descapotable que le asignaron. Que el carro había quedado destrozado y que hubiera debido aplastarlo contra el suelo, pero que dónde cayó había una zanja exacta para que él cupiera y el carro no lo espaturró... También cuenta que cuando el incendio de Lagunillas de Aguas él se salvó de morir quemado como todos los que vivían con él (dicen que tenía una mujer y un hijo que perecieron en esa catástrofe pero hoy ya no queda fe cierta de esto) porque a última hora había decidido ir con unos amigos a tomarse unas cervezas en Cabimas, cosa que no hacía casi nunca por lo costoso del asunto... Contaba también que una vez salió para el sur del Lago a visitar una mujer que supuestamente había parido un sapo, pero por el camino, en una posada, una señora que se antojó de él le escondió la ropa mientras dormía raptándolo por varios días. Esa vez perdió el empleo y no llegó a ver a la mujer que supuestamente había parido el sapo, pero se salvó del accidente penoso que sufrieron después los amigos en la ruta...

Él era más “El Tío” que mi abuelito, porque era tío de mi Mamá y ella le decía así. Ella y medio mundo, porque era un hombre bueno que se dedicó a querer a todo el mundo. A todos menos a Rómulo Betancourt. Qué se va a hacer... Recuerdo al bodeguero de la esquina, al portugués Feliciano, llamarlo “Tío” así, con respeto, y no era tío de él, estoy seguro... Mi Papá le decía tío, mi abuela y mi abuelo le decían tío. Mis primos le decían tío y mis tíos también..., pero aun así es mi abuelito también porque estaba lleno de pensamientos sabios y querendones, y muy presente tanto en las buenas como en las malas y esto es algo que se aprecia mucho en un abuelito...

Es uno de mis citables favoritos... Sobre todo a la hora de evaluar a una chica. Sí, él decía que había pimpollos y monumentos, que lo demás no importaba. Que sí, que existían, pero que él no se ocupaba de eso. Y no lo decía con crueldad sino más bien con convicción, con decisión. Era valiente y asumía sus decisiones completamente. Él es uno de los pilares principales en los que se asienta mi código ético... Nunca lo escuché ni vi contradecirse. Lejos de ejercer una sabiduría grandilocuente, hacía las cosas como él las hacía, sin decir qué está bien ni qué está mal. Solo hacía las cosas con cariño fueran para quienes fueran. Menos para Rómulo Betancourt, claro... Era pariente de Chente Carreño (creo que primo segundo) seguidor del maestro Luis Beltrán Prieto, y acérrimo de Jóvito Villalba... Estoy seguro de que el tiempo no era algo que le preocupara de ningún modo... Lo queremos mucho en casa. Siempre... A veces creo que él me asiste en mis momentos peliagudos. Seguro que sí, en más de un modo.

Es justo agregar aquí a otro abuelo mío, más abuelo que otros en muchos sentidos y menos abuelo que los demás, por razones que no vienen al caso. Un abuelo casado con mi abuelita que también es citable sobre todo en todos los temas que giran en torno a la solidaridad, la haya entendido como quiera que la haya entendido pero que yo entendí a mi manera y nunca jamás dejaré de agradecerle.

Un abuelo que una vez se presentó en casa trayéndole un supuesto premio a mi hermanita que estaba chiquita, y que había participado muy ilusionada en un concurso de pintura. Ella pintó algo que mi abuelito supuestamente llevaría al concurso ese, y a los días se presentó con un enorme sobre de Manila cerrado, que ponía delante en letras bien bonitas el nombre de mi hermanita. El sobre contenía material de pintura y dibujo, creyones y un block, además de no sé cuantas cosas más. Yo, desconfiado, me puse a indagar y le comenté que no había ninguna identificación del concurso ni carta de felicitaciones ni nada, que me olía a chamusquina le dije. Mi abuelito me contestó mirándome fijamente y en el tono más seco que se pueda escuchar fuera del Sahara: “no le busques la quinta pata al gato, que se la vas a encontrar y vas a pasar un susto”...

Era un abuelo que te recitaba las esquinas de Caracas de norte a sur, y de este a oeste. Te decía cantarín: “Carmelitas, Santa Capilla (que antes era de San Mauricio, por encontrarse ahí una plaza de armas y una capilla del mismo nombre) Veroes, Ibarra, La Pelota (donde estaba el frontón), Punceres, Plaza España, Ánimas, Platanal, Candilito y Urapal..., Sociedad, Gradillas, Torre, Veroes, Jesuitas, Tienda Honda, Puente Trinidad..., Quinta Crespo, El Carmen, Bucare, Maderero, Plaza Miranda, La Gorda, San Pablo, La Pedrera, Puente Yaguno, Truco, Balconcitos, Dos Pilitas, Puente el Guanábano..., Y así, todas la esquinas de Caracas, más o menos en orden, y por sectores. Pero no es esto nada más lo que recitaba. Tenía un cuento para la subida de Torrero, uno para la plaza de La Pastora, otro para el bulevar de Negro Primero, San Miguel a Esperanza dónde estaba la capilla de San Judas Tadeo...

También se sabía las carreteras de Venezuela e iba de pueblo en pueblo, de estación de gasolina en estación de gasolina, y no es nada: ¡de puente en puente! Sí, se sabía el nombre de los ríos que cruzaban la carretera y de no tener nombre en la identificación en el letrero de la cabecera del puente, conocía el número del pontón...

Sabía también en qué año llovió en Navidad, y en qué año no. Conoció al General Gómez en persona, cuando era niño, claro, porque su papá que no era mi bisabuelo libanés, era uno de los compadres de Gómez.

El cuento era que una vez en Choroní amaneció rota y arrastrada por el suelo la bandera holandesa que izaban siempre las monjitas del convento. Rápido, su papá, le dijo que preparara los burros que se iban para Maracay a contarle eso al compadre antes de que se armara un peo en esa vaina. Allá los recibió el Benemérito que les dijo muy lacónico que se quedaran tranquilos, que eso se solucionaba. A los días desaparecieron sin dejar rastro, algunos desordenados del pueblo. Nunca supe qué pensar de este cuento. Ni aun ahora.

Y así entre máximas de mi abuelito múltiple he venido reforzando mis puntales del pasado que uso sobre todo en mi camino al futuro. No están afincados en un tiempo específico, pero sí puedo decir que cuando no sé de dónde agarrarme, rápido sale mi abuelito con un comentario atinado presto a mi socorro.

Unas veces son simples refranes, como el que me hace masticar bien antes de tragar, no sea que me atore con una lisonja a mi ego. Ya saben, porque cuando la limosna es muy grande, hasta el santo sospecha... Y Sí, como a veces dice mi papá, que muchas veces le toca ser mi abuelito también y no porque ya vaya teniendo edad de serlo, sino porque nadie puede pasar por la vida con tanto abuelito sin que se le quede un cadillo de sabiduría pegado a los bajos del pantalón, que los refranes son simplezas pueblerinas de bajísimo nivel intelectual.

Lo serán, digo yo, pero la verdad es que entre una buena cagada y ser estítico, me quedo con el placer de echar una buena de esas que casi tapan la poceta.

Simple, pero sabroso. Entre buscarle la quinta pata al gato y sonreírle a un gesto de cariño genuino..., pues no hay comentario...

Si hubiera aquí una intención de estudiar ese fenómeno que llamo mi abuelito, habría que concluir que ese personaje es una piedra filosofal sacada del atenor de mis soluciones para todo, un recurso tal vez flaubertiano tan elegante en cualquier ocasión. Sí, me gusta pensar en que sería yo un alquimista que encuentra la solución del problema aquel de hacer la pareja circunscrita y con los ángulos en armonía creadora. Una solución buscada por siglos muy seriamente, y que yo vine a encontrar en el chapapote de mi memoria embustera. Libre de tiempo. Libre de verdades. Libre de engaños. Pero por encima de todo, libre de mí mismo...

Me queda claro lo que aprendí de mi abuelito, de todos ellos, lo que dijo John Lennon (otro abuelito de la edad de mi Papá, pero que como se murió aunque no se muera, ya tiene el cargo de mi Abuelito, pero sin edad) que lo único que importa es el amor, y tú lo sabes...

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