jueves, 12 de abril de 2007

Déjese usted de pendejadas


Se me ha metido entre ceja y ceja de tanto ver estas cosas, que si tanta y tanta gente escribe en el método o más bien estilo del do it yourself, en cómodas y fáciles lecciones para que haga usted esto o sea usted aquello otro sin que tenga que trabajar por ello, haciéndose de nombres y carreras y famas y todo lo demás (sin llegar a cronopios, y que me perdone Julio) yo también puedo porque al fin y al cabo no tengo que pagar por hablar paja.

Es que creo que lo único que vale en esta u otra vida que se precie de serlo con largueza, es amar. Sigo pegado con los Beatles tal vez. Lo cierto es que llevo ya cuarenta y tantos años buscándole la vuelta a la vida y la verdad es que la única cosa que he encontrado que realmente valga la pena es esa. Y me perdonarán.

En un principio pensé en escribir algo así como “El decálogo del perfecto amante”, pero por culpa de la relatividad de las cosas y que realmente no aguanté la risa, y hasta vergüenza me dio por estar dejando tan facilito que me vean las costuras de mi disfraz de sabiondo, decidí centrarme (si eso se puede decir de mí) en el mensaje central de los diez mandamientos de Moisés que viene siendo algo así como que no jodan, y me dejé de pendejadas.

Debo aclarar mis deudas por préstamos aquí y agradecerle a Horacio el hispano parlante su base decimal literalmente matemática, pero como tal vez lo cambie a base octal unificada, posiblemente no le deba nada. Pero si alguien se siente robado aquí, que se ponga en la fila. Puede que le pague alguna vez.

No fue fácil, por otra parte, renunciar al proyecto de escribir un manual que vendría a ser como la piedra filosofal que no solo lograría el elíxir de la vida eterna sino trocar la mierda en oro para que la vida se volviera como que dorada eterna. Porque si el hombre ha vivido siempre (o por siglos y siglos tan estirados que se parecen más a la palabra siempre) poniendo nombres tales como “el siglo de oro”, de las letras, de la música, de la metalurgia, del automóvil, del rock ‘n roll..., de tantas cosas de oro que al final como que del oro solo lo dorado. Ya me perdí.

El manual en decálogo para el perfecto amante empezaba con la máxima: Déjese usted de pendejadas, y decía al respecto que en este sesudísimo manual no había sugerencia de mayor importancia porque hasta que no se deja uno de pendejadas y le da por amar de verdad, pues no ama nada. Porque resulta que amar es como caerse o estarse en pie. No se puede a medias. O estás de pie, o te caíste. No hay manera de estar medio en pie. Se puede estar precariamente de pie, o a medio camino entre estar de pie o caerse es verdad (pero esto no dura mucho por muy alto que haya uno ido a pararse) lo cierto es que no existe un estado intermedio que dure mucho. Como sucede con amar o no amar.

Imaginemos que quiere usted viajar, por ejemplo, a Caracas y las lluvias se llevaron el puente sobre el río Kway (tal vez no se escribe así y hasta no venga al caso pero yo ya me dejé de pendejadas, y la cancioncita sí que me sale bien silbada).

Es el momento de verlo claro: ¿cuánto quiere usted ir para Caracas? Esto en nada implica necesidad ni monsergas deontológicas ¿quiere ir a Caracas? Apriete ese esfínter porque ya está pagando. Deberá usted dejarse de pendejadas y pegársele atrás al primer camión o vehículo de cuatro por cuatro (denominación muy cómica para los vehículos de doble tracción, que nada tienen que ver con el número dieciséis) cuyo chofer parezca saber muy bien para dónde va y por dónde es.

Sepa que esto no bastará. Tendrá que cruzar vados pantanosos, ensuciarse, pasar sed, enfrentar juicios y desacuerdos, sofocar motines, masajear algunos egos, embarrarse, hacer fuerza justo hasta que adquiera la sabiduría necesaria ( y no hay que confundir sabiduría con astucia que es confusión habitual) para hacerse ayudar y dejar de pujar como si quisiera expulsar un fecaloma.

Si logra esto habrá dado un paso hacia delante en el camino de dejarse de pendejadas.

No hay que sentirse demasiado mal por la calidad de los pilones de basura tras los cuales uno se atrinchera y escuda a través de la vida para no tener que dejarse de pendejadas, porque es fácil decirlo, pero jodidísimo de hacer. Para esto voy a contarles algo muy íntimo para mí en mi época de las trincheras pero que ya no lo es porque me dejé de pendejadas.

Tenía yo unos dieciocho meses mudado para la habitación de mi hijita linda sintiéndome pésimo porque ya mi matrimonio se reducía a soportar y hacerme soportar, no cediendo terreno (por habérmelo dejado quitar por inacción) ni conquistar ni un poquito de lo perdido. Tenía demasiado tiempo en eso: aguantar y ser aguantado sintiéndome culpable por ambas cosas que son insoportables por no saber dejar de hacerlo ni ser capaz de hacer otra cosa. Me imaginaba el triángulo equilátero del fuego, ese que sitúa combustible, comburente y calor en cada vértice, e imaginaba que el triángulo mío se hacía cada vez más grande alejando cada ingrediente más y más cada vez. No habría más el fuego ese en mí. No lo habría porque los depósitos de combustible estaban en un subsuelo hondísimo. El calor estaba afuera pero altísimo. En el medio una capa termo aislante y sofocante de algún tipo de musgo muy espeso.

Ahora es cómico, pero en aquel momento me sabía malísimo saberme de tanque lleno por así decirlo, y no tener ningunas ganas de hacer el esfuerzo para cruzar el río Kway vía El Guapo. Y a que no saben por qué: por pendejo precisamente.

Pero qué era lo que tenía. Tenía una lavadora y una secadora que ya sabía usar. Tenía agua caliente para bañarme. Tenía cuatro hornillas y un ladito en la nevera. Tenía a alguien que me recordaba constantemente el vencimiento de las facturas. Tenía una chamita queridísima a quién llevar y traer del colegio. Tenía una sopita en las noches para compartirla cálidamente.

Un día me hice consciente de eso y locamente decidí dejarme de pendejadas pues tenía un barco de velas sin velas y sin combustible por culpa tal vez del subsuelo en el cual si bien no podría colgar el chinchorro ni tener lavadora ni agua caliente, sí lograría salírmele de debajo de esa cobija de musgo del carrizo que me sofocaba el fuego.

Lo pensé y lo pensé y si no me decidía era porque sabía que tendría que enfrentar todo sin más herramienta ni excusa que yo mismo, y eso es demasiada responsabilidad tanto más cuando no había podido dejarme de pendejadas.

Pero qué soy yo sino yo mismo. No tengo nada más que yo mismo. Así que me dejé de pendejadas y metí tres porquerías en mi carro destartaladísimo que muy contradictoriamente adoro y me fui a mi barco sin velas sabiendo que dejándome de pendejadas de ese modo, corría el riesgo de ser más pendejo aun.

Sé que aun no he sido consecuentemente explícito con lo que trato de decir sobre lo que claramente significa para mí vivir en la pendejada, ni menos aun en cómo dejarse de eso, ni menísimos todavía la diferencia entre vivirlo y serlo.

Ya escuché hasta el cansancio aquello de que pretender resultados diferentes haciendo siempre lo mismo son vainas de locos, aunque prefiero el término pendejo por ser menos clínico y sujeto a medicación, y más consistente con el eje de este escrito, y porque no hay que olvidar que la negación de la evidencia es el primer síntoma de lo que sea. Por eso es que sostengo pase lo que pase que yo no soy ningún pendejo. Los pendejos son los demás que hacen que yo me vea en estas situaciones tan indecorosas por decir lo menos... No, qué va, no se tape usted con guayaba que solo logra constiparse, es decir, ser lo que se llama un estítico. Examínese a fondo y sin pendejada que valga agarre un papel y escriba un guión técnico de radio, solo que en la columna derecha pondrá lo que hace efectivamente y en la izquierda lo que querría hacer en cambio. O al revés. Digo, derecha, izquierda, no importa...

Puede leer los resultados de la comparación si se atreve. Yo no pude, pues sin leer sabía que ni era, ni parecía. Qué vaina. Pero no deja de ser una bella herramienta para darse cuenta de hasta qué profundidad le ha calado a usted el cuento. Se dará cuenta de que lo está haciendo todo mal, o bien se dará cuenta de que lo hace todo bien en cuyo caso debería estar compartiendo ese secreto con los amigos ¿no le parece?

Por ahí me han dicho que lo que sostengo se cae dentro del país de Tomás Moro, y yo que me he leído también a José Saramago discrepo avergonzadísimo de lo que dice sobre la utopía que no solo no existe sino que es impensable como idea, o como decía Carlos Fuentes que decía Luis Buñuel que con los bolsillos llenos de piedras aseguraba que las ideas no necesariamente tenían que pasar al campo de lo material..., porque cualquier cultureta como yo sabe que lo que no se puede idear tampoco puede existir y viceversa. Por eso vamos a reencarnar más pendejos cada vez hasta que aprendamos. Y me perdonan esta, que es un peo conmigo mismo, pero que ventilo en público desde mi chinchorro porque me viene molestando ya hace días.

Por qué aquí viene otra vez la relatividad a molestarme. Yo diciendo que hay que dejarse de pendejadas cuando basta con asumirlas y trocarlas en el oro del que hablé hace rato.

Flaquezas, solo eso.

Pero es que en estos días una cliente me dijo que claro que yo podía vivir felizmente ya que soy un tipo bohemio (creo que con eso me quiso decir hippie cholúo, drogadicto, irresponsable, flojo, y quién sabe si hasta comunista y ateo ¡Dios mío!) que ya había vivido la responsabilidad, la quiebra, el fracaso matrimonial, y que como dice Terry Pratchett, había salido de la locura atravesándola de parte a parte. Que por eso ya podía vivir feliz y tranquilo. Me sentí como Dante. Perdón... Pero que ella en cambio tenía responsabilidades propias de su carrera de administración, cargo gerencial, madre realizadísima de dos hijos a sus treinta y dos primaveras en el gimnasio todas las mañanas que no va a correr en la Caracola porque en este mundo competitivísimo además hay que estar buenísima, y un marido empresario que, fíjese usted, al que también hay que recordarle el vencimiento de las facturas. Todo esto mirándome con una condescendencia que yo no veía desde que era adolescente. Por supuesto que le entregué lo que ella había venido a buscar y luego me hice la cruz de cuerpo entero por si acaso.

Y claro, no va a ser de ese modo, si bajo el deseo de tener un carro más caro, ponerle goma a las tetas de la esposa, comprarle un celular arrechísimo al hijo que está en segundo de primaria para que no se burlen de él sus amiguitos que son a esa edad lo menos amiguito que se puede ser en la vida sobre todo si no tienes ese celular arrechísimo (como un ex amigo, a quien llamaré Decaulión para no herir susceptibilidades y porque capaz que me demanda, sostiene que tiene que ser) si bajo todo ese deseo no hay nada más que miedo a no tener nada más, no se puede ser más pendejo en la vida... Porque todo eso está afuera y no hace ni mejor ni peor a nadie. El parecer no tiene necesariamente nada qué ver con el ser. Prefiero el Toddy tibio. Ni siquiera ese perolero garantiza un orgasmito mejorcito en la vida.

Dejarse de pendejadas solo significa para mí encaminarse hacia la coherencia. Es decir que no abogo por la renuncia de los bienes materiales, ni por el ascetismo mendicante, ni por la oligofrenia, ni por las cholas de meterle el dedo, porque parece más fácil llegar a ser lo que se parece que se es, que terminar pareciendo lo que realmente se es, y no es semántica ociosa.

Falsos oropeles, diría mi finada abuelita.

Lo que pasa es que el malestar que nos hace volcarnos hacia fuera y perdernos cada minuto más y más se alimenta principalmente por el diferencial de potencial que se genera por la distancia entre lo que somos y lo que parecemos. Hay que tener cuidado no terminemos como la maestra que reprende ferozmente y llena de miedo a los alumnos ante las primeras manifestaciones de la sexualidad pero que le manda correos electrónicos de contenido pornográfico a los padres de los mismos niños reprendidos. Es decir, algo así como esquizofrénicos, y me perdonan los especialistas en el tema.

Total es que no pude hacer un decálogo con este tema. No pude porque todo se reduce al final a dejarse de pendejadas y el palabrerío termina sobrando y eso contradice la intención del asunto.

Por lo tanto, vivir, ser, amar, y todo eso, si se quiere hacer plenamente pasa por ese equivalente versionado de Moisés que se sintetiza en no joder, o dejarse de pendejadas, o más precisamente sea usted coherente ¡nojoda!

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