martes, 3 de abril de 2007

Domingo de gringos

Ya amaneció. No, amaneció hace rato, son ya las seis y media de la mañana. Se nota sobre todo porque cambia de ritmo el traqueteo del muelle. Es que es flotante, son todas las balsas del tío Tom, o de Carmelo más bien, atadas unas con otras y luego ancladas con muertos.

Me gusta ese nombre para un peso que casi se desecha en el fondo del mar, es casi basura y la gente, la mayoría, desconoce su existencia. Pero así y todo en los momentos en los que parecen no hacer falta por lo calmado del mar y de la brisa, están ahí de pivotes del muelle y amparo final, no, de vínculo con la madre tierra.

Y también están esos momentos en los que el viento arrecia y cambia de sitio, como la vez que sopló con tanta furia desde el suroeste. Esos muertos hicieron su trabajo a cabalidad, con entrega total, con mutismo de muerto. Los muertos y santa cornamusa de proa.

Pero ese es otro cuento.

Decía que a las seis y media de la mañana cambia el ritmo del traqueteo porque es la hora en la que la gente que saca a pasear a los gringos empiezan a apertrechar sus respectivas embarcaciones. Sí, es casi cosas de risa. Lo de los gringos. Porque es que muy rara vez lo son de verdad, y aun así, maracuchos, valencianos, navegaos, caraqueños (que aquí no pasa como con los portugueses y españoles, que unos, todos, son de Lisboa, y los otros, todos también, son de Madrid) y a veces se cuela uno que otro Barquisimetano. Estos los reconoces por la piel y la cara de susto. Pero aun sabiendo esto, son gringos todos.

Los marinos de turismo, que parecen una variable de los surfistas pero son menos extranjerizados, comienzan a acarrear sobre todo bebidas y hielo. Tienen una cosa que no me he animado a preguntar qué es, pero que llaman mata ratas y que parece ser consumido a mares. Se preguntan a gritos que cuánto mata ratas queda, mientras el de abordo revisa y pasado no más de dos segundos responde que no es suficiente, que traiga más. Llevan a bordo cisternas de licor y refrescos, hielo, y en realidad poco para masticar. Por lo menos no parece mucho en comparación. Deben saber ya que la gente que bebe, se marea y vomita hace que hasta al que quiera comer se le quiten las ganas. La experiencia hace estas cosas, lo sé bien.

Con su ir y venir hacen que el muelle cruja a otro ritmo muy distinto al rítmico asincopado del mar. Pareciera que se nos colara algo de otras latitudes más diligentes, el muelle ya no suena a trópico sino a andén de carga. No me gustan los domingos de gringos.

Me resigno a regresar al planeta y poco a poco abro los ojos, miro el reloj de pulsera que me quito en las noches para poder dormir totalmente desnudo. Es raro lo que hace con uno el calor que se mete en el cerebro, pero el reloj me da tanto calor como una bufanda de lana y me cuesta dormir si no me lo quito. Lo miro sin necesidad de cambiar de posición pues lo pongo en una repisita que está al lado de mi litera y constato que en efecto son las seis y media. Suelto un casi bufido al reloj dominguero y trato sin lograrlo de cerrar los ojos un rato más. No se puede.

Me siento en la litera y me pongo reloj y calzoncillos, recojo mis trapos de dormir y lavo la cafetera para hacer mi primer café del día. Mientras está listo orino, me lavo los dientes, me lavo la cara, seco la condenada sentina pues con las goteras y las lluvias de la madrugada siempre tengo agua ahí y aunque sé que no es posible me preocupa la cría de zancudos.

Cierto, no es posible que se críen ahí a menos que sean zancudos mutantes. Esa sentina tiene demasiadas trazas de gasoil, solventes varios, pinturas, y solo sabe dios qué carrizo más. Igual la seco y limpio el piso con una mezcla que hice de desgrasante industrial, cloro y alcohol de quemar. Lo metí en un pote de esos que disparan el líquido por una boquilla y que suena chif, chif. Está bien el sistemita y después huele a limpiecito, como en las propagandas.

A todas estas ya está listo el café y me lo sirvo junto con una tapita de ron, de ron barato de tres mil trescientos bolívares. Me lo bebo muy despacio, lo disfruto. Me termino de vestir, es decir, que me pongo mis habituales bermuda gris despintado y franela blanca, o casi blanca, y las sandalias. Cierro la escotilla de proa, reviso que no se me quede nada mal puesto, conecto la lámpara del baño para que al regresar en la noche con solo enchufar mi extensión ya tenga luz y ventilador en marcha.

Salto al muelle, desenchufo y regreso a bordo, guardo la extensión que me suministra electricidad, y cierro el barco pasando llave. Una llave muy cómica y casi inexistente, una llave a la que no puedo dejar de sonreírle con una mezcla de simpatía y burla, como se ríe uno del ladrido amenazante de un perro Chihuahua.

Camino por el muelle con esa extraña sensación de ser invisible que me acompaña desde hace mucho. Paso por entre la gente. Saludo a los conocidos que a veces me responden el saludo y a veces no.

Es que en domingo todo el mundo es extraño, están interferidos por ese influjo del norte o de otra parte que hace que se sientan más lejanos de los gringos y creo que yo también lo soy un poco para ellos. Paso invisible pues y veo que viene hacia mí un grupo completo de gringos que van a pasear en uno de esos bonches a flote en el que hay más caña que comida. Siempre pienso en esto porque aunque no tengo nada en contra del alcohol, me cuesta pensar en beberlo sin haber comido bien.

Pasan a mi lado y veo con asombro que son gringos de verdad-verdad, son todos rubios igualitos, con las mismas franelas y bermudas, los mismos gorritos y la piel colorada como camarones hervidos. Sus ojos me impresionan mucho, son azules como el cielo de hace una hora, todos pasan y me saludan con un gesto y algún ruidito que no puedo traducir pero que supongo que suena “...nin...”, o algo así.

Yo no les resulto invisible y me asombra casi que esas gringas tan lindas y tan rubias me miren al pasar, me saluden y hasta me sonrían con lo que parece timidez. Mentira, no son lindas, lo que son es rubias y gringas, y uno que ve tanta televisión se cree que todas son lindas. Eso y que no puedo negar que hay un cierto nivel indiecito en mí que se sigue encandilando con el brillo de esas cabelleras tan claras. Me imagino que huelen a cloro, a ropa limpia. Me refiero a las cabelleras. Sé que esto no es así, porque huelen raro, como a mantequilla ligeramente derretida, como un sándwich de queso gouda y mantequilla derretido en tostadora de esas de plancha.

Pero igual son lindas.

La saludo a todas y les dedico una sonrisa de pásenla bien. A una que es más grande que yo en todos los sentidos le sonrío más aun porque sé que con ese tamañote necesita una sonrisa mayor.

Van unas menuditas y encorvadas. Van otras con cara de preocupación, tal vez leyeron que en estos mares se robaban a las rubias y las llevaban a trabajar en los lupanares de los narcotraficantes. Les sonrío como diciéndoles, cuidadito por ahí...

Y pasan todos los gringos dejándome seguir con mi avance hacia tierra. Me había detenido ante un sitio estrecho para dejarlos pasar a todos.

Ya pasaron, sigo hacia mi carro. Oigo a unos tipos ahí comentando sobre las gringas, que estaban buenísimas, y yo me río por dentro, los miro de soslayo y veo que me hacen señas pícaras señalando el trasero de algunas de ellas. Yo volteo hacia dónde ellos señalan y veo ese mar de bermudas desinflados que me dio casi lástima por ellas.

Les digo a los tipos de ahí que sí, que están buenas, pero que como que les falta un poquito de carne en algunos sitios. Ellos se ríen mucho y me dicen que eso no importa porque tetas sí que tienen. Eso sí, les digo yo, tetas si tienen. Y me voy riendo mientras pienso en eso. Tetas sí tienen. Y ojos azules. Y pelos clorados. Y olor a mantequilla. Y esos ”nin”... Todas son iguales. Unas enormes, unas menudas, unas preocupadas, pero todas gringas igualitas. No, igualitas no, allá vienen más y son muy distintas.

Es que en el otro muelle hay más barcos de los que pasean turistas y ya está subiendo la gente a bordo. Estos van multicolores, con sombreros y gorras todas distintas, son gringos navegaos o caraqueños, no sé. Van sin miedo y ya algunos a esas horas llevan su cervecita en la mano.

Hay música y ruido, va un tipo melenudo con una gran cámara de video. Ese debe filmar unas cosas.

Las gringas de este grupo no saludan. Miran como con un pequeño desprecio, con un ligero, sal para allá.

Yo las veo ahí, todas multicolores con sus exiguos trapos desbordados de carnes por todos lados inclusive con algo de crueldad para con las telas.

Todas distintas y variopintas.

Todas de nalgas. Otro grupo de tipos que está ahí sueltan comentarios también.

Yo los miro y me río de lo que dicen. Es que aquel de allá sí que es sortario, se llevó todas las gringas catiras.
Yo me río porque no tan en el fondo estoy de acuerdo.

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