martes, 3 de abril de 2007

La realidad.


Empieza junto con la llegada del sol, un lunes por la mañana porque si no, no sería ni un cuento juicioso, ni real del todo.

Es lunes y ya sale el sol, ese sol de los trópicos, que parece estar en mediodía desde las siete y media de la mañana hasta las cinco y media de la tarde cuando cae de golpe y se hace de noche en poco rato.

Ya estaba él en su sitio de trabajo pensando en Dickens principalmente, aunque reconocía bien las limitaciones que eso tenía comparativamente hablando, pues no habían allí ni huérfanos, ni caseros desalmados, ni prestamistas avaros, ni viudas desconsoladas, ni noches heladas donde morían los cisnes de frío. Pero igual pensaba en ese autor.

Estaba sentado en su silla tapizada en material sintético, frente a su escritorio de fórmica, en una oficina iluminada con muchas lámparas fluorescentes, donde las flores eran de plástico y lucían casi naturales, verdaderas; las ventanas eran de ese vidrio que no es vidrio pero que es más fuerte y no se rompe, que siempre están cerradas para que no se salga el aire del acondicionador, donde nadie conversa con el de al lado, sino a través de un aparatito con un interlocutor que muy cercano anda por otras ciudades.

Afuera brillaba el sol de mediodía más o menos a las nueve de la mañana ya. La luz muy versionada que lograba pasar maltrecha entre las capas del vidrio falso y las persianas verticales hacían suponer esto, porque en realidad lo que se podía ver estaba eclipsado como aquel seis de enero de hace muchos años.

No se perdía él en ensoñaciones, ni se distraía de su trabajo porque las cuentas las llevaba la computadora y la hoja de cálculos esa estaba hecha a prueba de equivocaciones, y de cualquier error humano. El asunto consistía en repetidas comprobaciones circulares de la información introducida que él se imaginaba como una rueda a la que se le quedara un ladito plano y al rodar brincaría. Por eso no se podía distraer, ni soñar, ni nada, es que la maquina se daba cuenta y lo reportaba con una maquina central que era la que le daba las órdenes al jefe.

Y afuera brillaba el sol, se filtraban algunos rayos por entre la maraña de obstáculos y de pronto se veía un brillo aquí, un reflejo allá, y por eso se sabía él aun en este planeta. Los árboles se movían bailando fuera de ritmo, porque el hilo musical traía cool jazz, nada menos tropical. No, no estaban en ritmo.

Él vestía de negro cerrado matizado de mate, brillante y satinado. Llevaba un corte de cabello bien hecho y mantenido con gelatina de la que no se come. La montura de sus anteojos era gruesa, de plástico negro del que parece bakelita y los vidrios tampoco eran tales, ya se sabe que el vidrio pesa mucho y es difícil para el efecto foto cromático... Chaqueta y corbata, medias de nylon que se suelen poner de malos humores y que hay que someter a productos de los más acérrimos para combatirles dicha tendencia. Los zapatos son negros también, de algún material a medio camino entre la capota de un jeep, y el propio tapizado de su silla... Vestía así, pero casi nadie podía saberlo, porque nunca salía de día, tanto sol no se lo permitiría. Él nunca había pensado en eso, pero tal vez de haber salido a algo, se hubiera derretido convertido en una masa maloliente de algo muy viscoso y pegajoso. Llegaba al trabajo de madrugada y se escondía tras su pantalla hasta la hora del almuerzo. Ese momento se lo recordaba mecánicamente su secretaria porque le preguntaba todos los días de qué sería su ensalada de hoy. A esa pregunta él siempre respondía lo mismo, que lo que ella decidiera estaba bien. Al poco rato ella llegaba con un platito de plástico con una ensalada embalsamada dentro, un frasquito con el condimento que él invariablemente rechazaba, y un vasito con un jugo indefinible. Él aceptaba todo y daba las gracias con un murmullo afinado en menor, del mismo matiz siempre. Esto él lo comía tras su pantalla, sin dejar de trabajar para, supuestamente, adelantar y poder salir más temprano, cosa que nunca hizo.

Afuera brillaba el sol y la vida era efervescente, como es todos los días desde que se enfrió el planeta y empezó la deriva continental. Brillaba el sol y por eso se colaban los resplandores desconcertantes que llegaban a molestar. Brillaba el sol y extrañamente pensaba en Dickens.

Paró de teclear un momento para asomarse por una rendija de la persiana vertical, pues un extraño y brusco cambio de colores afuera atrajo su atención. Alguien que estaba tres pisos más abajo, en la plaza estaba haciendo algo extraño, tanto, que él se puso de pie y se acercó a la ventana. La computadora emitió un pitido leve, como un aviso. Él volteó ausente un momento hacia ella mientras se acercaba a la ventana pero sin detenerse. Volvió a mirar por la ventana y vio a una muchachita como de siete años que jugaba con unos fósforos. La computadora emitió esta vez dos pitidos, el primero corto y leve, el segundo fuerte y más largo. Sacaba la niñita un fósforo de una cajita, lo encendía y miraba como se consumía la llama, saltaba agitando las manos cuando la llama se apagaba, brincaba sobre un pie primero y luego sobre el otro, hacía un movimiento como de campana con los dos brazos hacia arriba, se sentaba en el banco donde estaba y volvía a encender otro fósforo.

Esto lo repetía la niña y la computadora emitía esta vez tres pitidos cada uno más fuerte que el anterior atrayendo las miradas de las personas que estaban en las oficinas circundantes solamente separadas por vidrio falso y persianas verticales de las que tienen miles de huequitos.

Él, avergonzado, volvió a sentarse sumiso en su silla sintética frente a la pantalla justo en el momento de acallar otro ataque de pitidos que venían acompañados de una señal visual roja con un letrero de advertencia titilando en el monitor del aparato. Tecleó rápido una excusa, y siguió con su trabajo... Pensaba en Dickens.

Con el rabito del ojo miraba por entre las persianas que habían quedado mal cerradas por la prisa de volver a la silla y podía ver a la niñita. No se había fijado antes, pero ella estaba vestida de un modo muy extraño. Llevaba ropas de telas vaporosas muy gastadas, que alguna vez fueron generosas en colores. No podía reconocer el tejido, pero debía ser uno de esos géneros que usan algunas personas, que no aguantan los colores, que se ponen feas de inmediato y que encima duran una eternidad.

La niña seguía con su extraño ritual, encendía un fósforo, lo miraba brillar y extinguirse, agitaba las manos, reía, brincaba, hacía ese movimiento de campana con las manos levantadas, se sentaba y encendía otro, y volvía a empezar. Esa caja ha debido tener un par de cientos de estos palitos, porque a él le pareció que la escena duraba un millón de minutos. Y continuaba pensando en Dickens.

Finalmente se le terminaron los fósforos y ella se fue saltando en un pie y luego en el otro.

En el suelo alrededor del banco donde ella estaba jugando quedó un reguero de palitos quemados y hasta la aplastada cajita vacía.

Más allá de donde había estado la niñita, más atrás no muy lejos estaban algunos árboles y en ellos se agitaban las hojas completamente fuera de ritmo, estaban otros niños y unos viejitos. Había ahí un montón de luces de temperaturas incómodas danzando el baile del desorden. Y él no sabía por qué no lo había notado antes. Lo más desconcertante era el color de la temperatura del pavimento de la plaza, aquello no podía ser un piso verdadero pues se veía de un color imposible de pisar. La computadora emitió un pitido leve. Él empezó a teclear de nuevo evitando así la segunda tanda de pitidos. No le incomodaba la posibilidad de ser amonestado, sino el ventrílocuo sonido electrónico ese que traspasaba los espacios y desconcentraba a todo el personal. Esto era lo que no le gustaba, que sus distracciones disminuyeran el rendimiento de los demás, ya estaba bien con sus propios retrasos.

Se fue el mediodía y al poco rato también la luz. Hora de salir de esa alta biblioteca para peces..., la pecera.

Él siempre retrasaba ese momento todo lo posible para evitar encontrar gente, conocida o no. Esta vez lo retrasó para poder pensar sin que la maquina le conminara a regresar a ella. Y pensó. Pensó en Dickens, en la niña y los fósforos. Pensó en qué relación podía tener todo esto. Pensó en los colores, en la temperatura que tiene la incomodidad, en el calor que debía sentir aquella niña de otro planeta que encima se atrevía a encender fuego y aun brincar, saltar y desbordar emociones. Pensó en que definitivamente el mundo estaba lleno de locos y que debería tener cuidado... Pensó en que ahora le tocaba a él cruzar ese breve espacio sin atmósfera conveniente y controlada, desde la salida del ascensor, hasta el seguro habitáculo de su potente Firebird negro de nueva generación, con airbag, con chasis abatible integrado a la carrocería, con control de frenada ABS, con dirección asistida, con sistema de sonido envolvente, con sistema de inyección computarizada, suspensión electrónica interconectada, piloto automático, y acondicionador de aire de fuzzy logic. Normal.

Sí, tenía que atravesar ese espacio incierto de gérmenes y encuentros impredecibles, ese espacio abierto en un sótano, pero abierto al fin a ese mundo loco de maníacos disfuncionales, que existe entre la puerta del ascensor y la puerta del Firebird. Todos los días era lo mismo, pero no se acostumbraba.

Recorrió ese espacio lo más rápido que pudo, sin mirar a los lados y antes de llegar a la puerta del carro ya había abierto el seguro, desactivado la alarma, y encendido el motor con el control remoto codificado.

Llegó al auto, abrió entró y se sentó dentro trancando la puerta rápidamente como si lo estuvieran persiguiendo. Arrancó de una vez, porque el control de inyección así se lo permitía. Era un ingenio que estaba concebido para ahorrar combustible y no había que calentar su motor. Lógicamente.

Metió la tarjeta magnética en la ranura de la maquina de la salida del estacionamiento que le abrió la barra y le despidió con una metálica voz femenina que le llamaba por su nombre deseándole que descansara, y le advertía que se le acababa de hacer el cargo automático a su cuenta corriente del monto correspondiente al pago mensual del estacionamiento, dándole las gracias debidamente. Todo muy normal.

Salió él a la avenida que llevaba muy poco tráfico a esa hora, y pudo notar que los avisos de neón estaban funcionando y brillaban alegres. La línea recta de los semáforos resaltaba en la noche con sus colores cambiantes que recordaban la navidad y los arbolitos con sus guirnaldas y bambalinas. Pero era julio, y esa fecha no tiene nada que ver con Dickens.

Cruzó el trecho de ciudad que le separaba de su vivienda a buena velocidad, sincronizado con las luces verdes de los semáforos, y llegó al otro estacionamiento. Entró después de que la puerta eléctrica terminó de abrirse y estacionó el auto en el puesto correspondiente. Se bajó, pulsó el botón del seguro del control remoto y el carro se volvió a convertir en una fortaleza electrónica en estado de alerta hibernación. La única señal de vida de esa especie de animal es un palpitante led que enciende y apaga sobre el tablero, junto a la puerta del conductor.

Caminó hasta el ascensor, metió una llave codificada y se abrió la puerta. El ascensor estaba diseñado en falla segura, es decir, que al dejarlo libre regresaba al sótano que es el punto más peligroso del edificio, donde la gente debe esperar menos tiempo por ser vulnerables ahí, sin nada que les proteja. Bien pensado.

Sube al ascensor que asciende imperceptiblemente y se detiene dentro de su departamento en un piso veintisiete. Abre la puerta, entra y cierra. Introduce la llave codificada en la cerradura y la deja ahí para bloquear la puerta contra aperturas no previstas.

El piso del departamento está cubierto de oxite de pared a pared. Él se descalza en la entrada, deja ahí zapatos y maletín. Camina hasta la habitación, que está al fondo del pasillo de la derecha, y ahí se quita el saco, la corbata, y las pone en una estructura de acrílico, hecha para ese fin. Se devuelve a la sala y chequea sobre la mesa del centro donde hay una nota de la señora de la limpieza que le indica que la ropa está limpia y en su sitio, que las camas tienen lencería limpia, que lavó los baños y sacó la basura, y que el jueves llegará un par de horas más tarde pues tiene una cita frente a un banco.

Él no piensa nada, solo que esas dos horas se las descontarían a él si fuera quién se retrasara.

Se sirve un trago que viene ya listo en una lata, dice “Fernet con Cola”, y no saben tan mal. Saca del congelador una cajita y la mete al microondas, la saca de ahí en unos minutos y se va al comedor pasando la cajita de una mano a la otra rápidamente para no quemarse, aparta una silla de la mesa y se sienta, coge el control del televisor y lo enciende. Están transmitiendo el noticiero internacional. Lo mira mientras come y comenta en voz baja sobre lo loco que está el mundo. Están pasando las noticias referentes a las fiestas de San Fermín y cuentan que hubo unos muertos, que se rompió el récord de ventas de licor, que fue un éxito total. Puras locuras.

Termina de comer y lleva los recipientes desechables junto con los cubiertos de plástico a la basurera. Le pasa una servilleta a la mesa.

Apaga ese televisor y se va a la habitación.

Enciende la luz y comienza a quitarse la ropa que va metiendo de una vez en una cesta plástica para la ropa sucia, se saca toda la ropa y entra al baño. Va a la ducha y cierra la cabina. Ahí comienza un rito que va más allá del simple baño. Sale agua fría a alta presión por varios orificios al mismo tiempo, para de pronto el tiempo justo para enjabonarse, luego sale el agua caliente por los mismos orificios y él va girando para que el jabón salga completo y el agua le dé un masaje. Luego sale de esa cabina y se seca con una toalla que huele a desinfectante de manzana verde. Se viste con una franela negra de mangas largas y un pantalón de los de hacer ejercicios. Se mete a la cama y se arropa hasta el cuello, pues el acondicionador de aire pone todo gélido a esa hora. Se duerme de inmediato. Sueña con Dickens.

Suena un pitido leve, luego otro y uno fuerte. Vuelve a pitar y él saca la mano de debajo del cobertor para acallar el despertador, antes de que alguien más deje de hacer lo que debería estar haciendo para mirarle. Salta de la cama y repite el rito del baño, incluyendo el cepillado de los dientes, y el perfume de pino silvestre. Lo de siempre.

Desayuna cereal transgénico de cajita con sucedáneos de leche frente al mismo televisor del comedor. Están pasando las noticias. Esta vez hablan de la regata transoceánica en solitario. La está ganado un francés. Puros locos. Toma algo de yogurt industrial y sale rumbo al sótano.

Va de negro, con matices mates, brillantes y satinados. Sale del ascensor, camina rápido, pulsa el seguro del control remoto y el carro negro revive, su corazón de led rojo deja de palpitar, pero en cambio el motor hace el sonido del viento que emite el computador en modalidad de descanso. Sube al auto y arranca pulsando el otro botón, el del portón eléctrico de la entrada. Este se abre y él sale a una ciudad aun a oscuras pero con una línea clara hacia el horizonte que le apresuraba a llegar cuanto antes a la seguridad de su oficina. A estas horas hay más carros que en la noche, pero aun así el tránsito es fluido.

Llega pronto al otro sótano y logra subir a su oficina antes de que despunte el alba, pero en vez de encender el computador, acerca una silla a la ventana, abre las persianas y se pone a mirar para afuera. Ve como se agitan los árboles y como de ellos salen bandadas de lo que supone pájaros, ve como llega alguien en un camión y arroja un fardo de algo junto a una caseta metálica que está en la acera junto a la avenida. Al poco rato alguien llega, abre la caseta, agarra el fardo y le corta las cuerdas que lo mantiene unido y empieza a separar unos cuadernos grandes de papel. Empieza un ir y venir de gentes de lo más coloridos en la medida que el sol levanta. Hay una tela larga amarrada de poste a poste sobre la calle con un anuncio pintado, dice que pronto abrirá ahí “Chips & Fried” el verdadero sabor criollo. Otro negocio de comida saturada. Ya le duelen los ojos y decide cerrar las persianas y encender el computador, pero no cierra completo, deja unas hojas verticales mal cerradas para poder ver hacia afuera de vez en cuando, aprovechando los segundos que le da la maquina, y que son supuestamente para darle tiempo a cambiar de hoja o de folio, o de lo que sea.

Entra la secretaria y le pregunta, como todos los días, que si ya desayunó. Él asiente y ella hace ademán de irse pero se devuelve pues notó con extrañeza que la persiana estaba mal cerrada. Se devuelve pues, y la cierra. Él la mira pero no dice nada, deja eso así y se pone a trabajar. Teclea la computadora y mira alternativamente la información que tiene al lado, en papeles y más papeles que parecen estar vivos, pues entran y salen sin él saber como, y sigue tecleando.

Pasa toda la mañana en esa posición y justo cuando comienza a molestarle el cuello entra la secretaria a preguntar por el tipo de ensalada que él va a almorzar. Él le dice, como siempre, que lo que ella escoja estará bien. Todo normal. Ella sale y regresa en un momento con una bandejita plástica de la misma ensalada embalsamada, un frasquito de aderezo, y un vaso de jugo indefinible. Él rechaza el aderezo, toma el resto y se acerca a la ventana a mirar para afuera mientras come. Ella lo mira con extrañeza pero no dice nada.

Afuera estaba la niña de los fósforos, pero jugando con globos, con globos de colores. Qué extraño.

La computadora comienza a pitar indicando la hora de regresar al trabajo. Pita y pita y nadie le hace caso.

Entra la secretaria alarmada y pregunta qué pasa.

Él responde que se distrajo viendo todos esos colores que estaban ahí afuera.
Ella le dice en tono de advertencia que tiene que poner los pies sobre la tierra...

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